Se levantó cuando las guardianas entraron y pusieron la cena sobre la vieja mesa. Maia comió en silencio, deprisa, tan ansiosa de que sus carceleras se marcharan como éstas por irse.
Cuando salieron, odió el regreso de la soledad.
¿Y si Tizbe ya se ha llevado a Renna?
Varias veces, interrumpió su trabajo para acercarse a la ventana. La tercera vez que miró, las escoltas y los caballos se habían ido. Un frío pánico la asaltó cuando no vio ningún movimiento en el camino. A medida que anochecía y la temperatura bajaba, debían de haber entrado en la torre, cuyos salones vacíos ofrecían espacio de sobra para mujeres y monturas.
Maia se bajó de la ventana y siguió preocupándose, mientras sus dedos trenzaban las fibras.
.Tizbe ha dicho que se marcharían mañana, pero nunca que…
Los primeros chasquidos en la placa de la pared hicieron que su corazón diera un brinco.
¡Renna! ¡Está a salvo!
Maia apartó su labor y cogió el cuaderno. Pronto quedó claro que Renna no estaba transmitiendo un rebuscado escenario del Juego de la Vida, sino una apresurada serie de simples puntos y rayas Morse. El mensaje terminó.
Concentrándose, Maia tuvo que imaginar el significado de varias letras y palabras. Finalmente, soltó un grito.
—¡No!
MAlA. NO RESPONDS. ME LLEVAN.
T RCORDARÉ SIEMPRE. DIOS T PROTEJA.
RENNA.
Las altiplanicies pueden ser terriblemente frías, sobre todo en las mañanas de invierno, para una persona encaramada en lo alto de un precipicio y expuesta al viento.
Apenas había espacio para estirarse en el hueco de la ventana, cuya superficie fría y granulada rozaba los hombros de Maia a ambos lados. Usando una tabla de la caja rota a modo de caña de pescar, Maia tuvo que asomarse para que la cuerda colgara con propiedad e impedir que su carga chocara contra la dura superficie del acantilado. La palanca la ayudó cuando movió la tabla de izquierda a derecha, adelante y atrás, dando un impulso gradual hasta que la cuerda empezó a oscilar como un péndulo.
Hacía falta concentración para que sus temblores no interfirieran. No se debían solamente al frío. A la luz de la luna, el suelo parecía espantosamente lejano.
Aunque tuviera una cuerda lo suficientemente larga (una cuerda fabricada por artesanas diestras, no trenzada a mano por una muchachita inexperta), nunca podría conseguir bajar toda esa distancia.
¡Y sin embargo mira lo que estás intentando hacer!
Tras recibir el mensaje de Renna, una oleada de pánico total asaltó a Maia. No fue sólo por imaginarse meses, tal vez años, en completa soledad. La pérdida de aquella nueva amiga, cuando aún no se había recuperado de la de Leie, parecía un golpe físico. Su primer impulso fue acurrucarse bajo un montón de cortinajes y dejar que la depresión se apoderara de ella. Como alternativa a la acción, quedaba una mareante y agridulce atracción hacia la melancolía.
Maia se sintió tentada durante treinta segundos. Luego se puso a trabajar, buscando un medio de resolver su problema, sopesando cada posibilidad, incluso las que había descartado previamente.
¿La puerta y las paredes? Harían falta explosivos para romperlas. Se planteó mentalmente una forma de llamar a las guardianas y de vencerlas; pero esa fantasía era también absurda, sobre todo estando ellas más alerta, y teniendo a las escoltas de Tizbe allí para ayudarlas.
Eso dejaba la ventana. Con esfuerzo, podía pasar por el hueco, ¿pero con qué propósito? El suelo estaba imposiblemente lejos. Volviéndose hacia la izquierda, podía distinguir más almacenes, visibles como ventanitas que se extendían a ambos lados. Parecían casi tan fuera de su alcance como el suelo de la pradera. Además, ¿por qué cambiar una prisión por otra?
Mirando desesperadamente hacia todas partes, al final se volvió hacia arriba, y vio el pórtico abierto —parte de un gran patio que rodeaba el santuario— a seis o siete metros por encima de ella.
.Si alguien me lanzara una cuerda desde allí, ironizó.
La desesperación condujo a la inspiración.
¿Podría lanzar una hacia arriba?
Sería un riesgo. Aunque fuera posible lanzar una cuerda y recorrer el camino que tenía en mente, necesitaría además algo que le sirviera de garfio y que no estorbara mientras hacía oscilar la cuerda de un lado a otro frente al muro dando impulso a la escala, y que (si todo iba bien) prendiera en la balaustrada de arriba.
Se negó a pensar en el último inconveniente: su peso añadido al improvisado recurso.
.Cruza ese puente cuando te lo encuentres
, pensó Maia.
De vuelta al interior, empezó a romper sus cuadernos para sacar los clips en forma de muelle que encuadernaban las páginas.
.Tal vez pueda arreglar algunos para que se abran cuando golpeen…
Fue difícil ponerlo en práctica. Primero tuvo que romper los clips y luego usar una tabla de madera para que adquirieran la forma que necesitaba. Tras atar varios al final de la cuerda, practicó en el alféizar de la ventana hasta asegurarse de que el improvisado garfio prendería, dos de cada tres veces. La corta sección de cable usada en la prueba sostenía su peso, aunque confiar su vida a aquello parecía una locura, o fruto de la desesperación, o ambas cosas.
Maia rodeó con un simple lazo de cuerda los clips uniéndolos en un bulto compacto, para impedir que el conjunto se sacudiera y agitara mientras lo hacía oscilar adelante y atrás. Posiblemente se rompería al chocar con la balconada, y no en algún inoportuno momento anterior. Finalmente, se arrastró hasta la ventana cargando algunos cortinajes como acolchado, y una tabla con un agujero en un extremo, para usarla como aparejo.
Era difícil ver el extremo del cable incluso cuando colgaba hacia abajo. Sin embargo, una vez puso el péndulo en movimiento, pudo distinguir el garfio improvisado cada vez que pasaba ante un pequeño parche de nieve del suelo. Pronto osciló lo bastante para ocultar una pequeña masa de nubes blancas que cubría una de las lunas al este.
Adelante y atrás… meciéndose de un lado a otro. A pesar de sus preparativos para dejar que la tabla soportara la mayor parte del peso, Maia ya tenía los brazos agotados cuando la cuerda se alzó lo suficiente para quedar en horizontal, a la par con la fila de ventanas. Su corazón se detenía cada vez que el puñado de clips rozaba o chocaba con alguna protuberancia, obligándola a inclinarse aún más lejos para evitar que chocara en la oscilación de vuelta.
.¡Vamos, puedes hacerlo mejor!
—recordó que solía decir Leie, cuando ambas tenían cuatro años y medio, y se escapaban de noche para burlarse de las madres pintándolas de azul. Cuando una de las estatuas del Patio de Verano quedó sin cara por tercera vez, las matriarcas del clan cerraron todas las puertas que daban al patio, y echaron polvillo alrededor de los monumentos para poder localizar luego a quien lo pisara.
Eso no acabó con los incidentes.
.¡Lo hago lo mejor que puedo!
—le respondió a Leie la noche del asalto final, mientras se agarraba a la cuerda hecha con sábanas cuyo otro extremo estaba atado alrededor de los pies de su hermana. Bajar a Leie del tejado, brocha y cubo en mano, había sido más fácil en ocasiones anteriores, porque había almenas que Maia podía usar como punto de apoyo. Pero la última vez fueron sólo sus músculos preadolescentes los que combatieron al insistente tirón de la gravedad.
Ahora, más de un año después, mientras se esforzaba por controlar un peso lejano que se sacudía y agitaba como un pez al final de una caña, Maia gimió:
—¡Lo hago… lo mejor… que puedo!
Su respiración silbaba mientras aguantaba, soltando cuerda e intentando convertir el impulso en un péndulo que parecía reacio a alzarse más allá de la horizontal y que seguía tirando de sus doloridos hombros a cada sacudida hacia abajo.
Al ser interrogada al día siguiente, Leie insistió en que actuaba sola. Se negó a implicar a Maia, aunque estaba claro que no podría haberlo hecho sin ayuda. Todo el mundo sabía que Maia había sostenido la cuerda. Todo el mundo sabía que fue incapaz de seguir aguantando cuando una losa se rompió, aflojando su tenaza, haciendo que Leie se precipitara con un estruendo de pintura y polvo y yeso.
Tras soportar estoicamente su castigo, Leie nunca volvió a tratar el tema, ni siquiera en privado. Era suficiente que todo el mundo lo supiera.
Sombríamente, Maia aguantó.
.Renna
, pensó, apretando los dientes e ignorando el dolor.
.Ya voy…
El garfio había alcanzado ya la balaustrada de piedra en su punto más alto. Pero no sobrepasó el saliente, aunque lo tocó varias veces. Maia intentó girar la tabla para que la cuerda se acercara a la pared al final de cada oscilación, pero la curva de la ciudadela la desafiaba.
Obviamente, la idea podía ser puesta en práctica. Alguna combinación de giros y balanceos lo conseguiría. Si se tomaba tiempo y practicaba varias noches seguidas…
—¡No! —susurró—. ¡Tiene que ser esta noche!
Dos veces más el garfio casi se enganchó a la balconada con un suave sonido de roce. Dolorida, Maia se dio cuenta de que sólo podría realizar un par de intentos más antes de tener que dejarlo.
Otro roce. Luego un fallo evidente.
.Ya está, aceptó, derrotada.
.Tengo que descansar. Tal vez pueda intentarlo de nuevo dentro de unas cuantas horas.
Resignada, con el entumecimiento extendiéndose por sus hombros, empezó a reducir el ritmo de la acción, dejando que el movimiento del péndulo se agotara. A la siguiente oscilación, el fardo no llegó a alcanzar el nivel de la balaustrada. A la otra, su pico fue aún más bajo.
Al ciclo siguiente, el garfio se detuvo una vez más… lo bastante alto y el tiempo suficiente para que alguien extendiera una mano desde la balconada y lo agarrara.
La sorpresa fue total. Temblando por la fatiga, estremecida de frío, por un momento Maia no pudo hacer más que apoyarse en la abertura de piedra y contemplar la áspera superficie de la ciudadela, mirando hacia la inesperada silueta de arriba, que se asomaba, agarrando la cuerda y eclipsando una porción de las constelaciones del invierno.
El primer pensamiento de Maia fue que Tizbe o las guardianas debían de haber oído algo, acudido a investigar, y que la habían sorprendido con las manos en la masa. No tardarían en llegar para quitarle las herramientas, las cajas, incluso las cortinas que había destejido para hacer la cuerda, dejándola aún peor que antes. Entonces advirtió que la figura del pórtico no llamaba a nadie, como haría una guardiana, sino que empezaba a hacer furtivos movimientos con la mano. Maia no pudo entenderlos en la oscuridad, pero comprendió una cosa. La persona que le hacía señas estaba tan preocupada por el silencio como ella.
.¿Renna? La esperanza destelló, seguida por la confusión. La celda de su amiga se encontraba algo más lejos, más abajo. A menos que su compañera reclusa hubiera elaborado también un inspirado plan de última hora…
La figura en sombras empezó a moverse a lo largo de la balaustrada, hacia el oeste, y de camino envolvió la cuerda de Maia en torno a las columnas. Al alcanzar un punto situado directamente encima de ella, la silueta indicó a Maia con un gesto que esperara, y luego desapareció unos instantes. Cuando regresó, algo empezó a serpentear a lo largo de la cuerda tejida a mano.
.Ah, comprendió Maia.
.No le gusta el aspecto de mi trabajo. Muy bien. Utilizaré la suya. Como si me importara.
De hecho, Maia se sentía aliviada. Se paró a considerar si regresar a la celda para coger… ¿qué? Sólo había cuatro libros y el tablero del Juego de la Vida, nada de lo cual valía mucho. A excepción del sextante, que llevaba atado a la muñeca, estaba libre de la tiranía de las posesiones.
Tras atarse la nueva cuerda bajo los hombros, Maia se arrastró hacia afuera hasta que la mayor parte de su peso quedó colgando del tenso cable. En aquel momento se le ocurrió que podía tratarse de una trampa. Tizbe podía estar jugando con ella, mientras preparaba que su caída a la muerte fuera un intento de huida.
.¿Qué opción tengo?, advirtió, mientras apartaba la idea.
Apoyó los pies contra la pared, las piernas rectas, y se preparó para empezar a escalar, avanzando mientras tiraba mano sobre mano. Entonces, para su sorpresa, la cuerda se tensó rápidamente y Maia sintió que la izaban directa y rápidamente.
.Debe de haber todo un grupo allá arriba
, pensó.
.O una polea.
Mientras la balconada se acercaba, se preparó para que su rostro no mostrara la menor decepción si finalmente resultaban ser Tizbe y las guardianas.
.Lucharé
, se juró.
.Me liberaré y les plantaré una batalla que nunca olvidarán.
Unas manos se extendieron para izarla por el lado… y Maia perdió la compostura cuando vio quién la había ayudado.
—¡Kiel! ¡Thalla!
Sus antiguas compañeras de la Casa Lerner sonrieron mientras la liberaban de la cuerda. Los oscuros rasgos de Kiel se dividieron en una amplia y blanca sonrisa.
—¿Sorprendida? —dijo en un susurro—. No pensarías que íbamos a dejar que te pudrieras en este agujero Perkinita, ¿verdad?
Maia sacudió la cabeza, abrumada porque se habían acordado de ella, después de todo.
—¿Cómo sabíais dónde…?
Se interrumpió al ver que no estaban solas. Detrás de las dos mujeres var, enroscándose una cuerda al hombro, había… ¡un hombre! Sin barba y esbelto para su especie, le sonrió con una intimidad que le pareció descarada y desconcertante.
La participación de un hombre explicaba cómo entre los tres habían podido izarla con tanta rapidez, pero planteaba otras preguntas aún más complejas… como qué hacía un miembro de su raza tan lejos, implicado en disputas entre mujeres.
Thalla se rió en voz baja, y palmeó a Maia en el hombro.
—Digamos que llevamos buscando algún tiempo. Ya te lo explicaremos más tarde. Ahora hay que largarse.
Se volvió para abrir el camino. Pero Maia sacudió la cabeza, plantando los pies en el suelo y señalando en la otra dirección.
—¡Todavía no! ¡Hay alguien más a quien tenemos que rescatar! ¡Otra prisionera!
Thalla y Kiel se miraron mutuamente, y luego se volvieron hacia el hombre.
—Pensaba que sólo eran dos —dijo Thalla.
—Lo eran —respondió el hombre—. Maia…
—¡No! Vamos, sé dónde está. Renna…