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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (67 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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No, ni hablar. Cierra el pico, Maia. ¡Sólo concéntrate y sigue adelante!

Los huecos le facilitaban la ascensión. Con todo, la escalada fue difícil incluso cuando su rostro hubo sobrepasado la dolorosa capa de conchas y sólo tuvo que enfrentarse a los lisos e irregulares cortes en la cara de una pared casi vertical. Para cuando sus manos doloridas encontraron una anilla de metal clavada en la roca, le latían los músculos. El oxidado aro demostró ser útil como último asidero antes de que pudiera por fin pasar un pierna, y luego otra, por el redondeado borde de un saliente de piedra.

Maia se tumbó de espaldas, jadeando, escuchando el rugido de su propia respiración entrecortada. Tardó unos momentos en apreciar que no todo el sonido era interno.
.Puedo oír. Mis oídos se recuperan
, advirtió, demasiado cansada para alegrarse. Permaneció inmóvil, mientras los ecos de su respiración resonaban en las paredes, junto con el susurro acuático de la marea.

Su pulso aún no se había regularizado cuando se obligó a incorporarse, apoyándose sobre un codo.
.Tengo que volver con Brod
, pensó Maia, agotada. Volver a bajar sería duro, y aún no había pensado cómo subir a su amigo hasta allí si le resultaba imposible despertarlo. Como siempre, el futuro parecía inquietante, aunque Maia se alegró de haber encontrado un refugio. Eso contrarrestaba la sensación de desesperación que le minaba las fuerzas.

Se sentó, dejando escapar un gemido.

Algo más que su propio eco la alcanzó entonces, sofocado por las reverberaciones.

.¿M-Maia-aia-aia?

Siguió un ataque de tos.

.D-Dios mío-ío-ío… ¿qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¡Maia-aia-aia!

Los ecos, al repetirse, le hicieron dar un respingo.

—¡Brod! —chilló—. ¡No pasa nada! ¡Estoy encima…!

Sus llamadas y las de él se solaparon, ahogando todo sentido en un mar de ecos. La alegre respuesta de Brod habría sido más gratificante si no tartamudeara tanto, ofreciendo agradecidas bendiciones tanto a Madre Stratos como a su patriarcal dios del trueno.

—Estoy encima de ti —repitió ella, cuando las molestas resonancias se apagaron—. ¿Puedes decirme cuánto ha subido la marea?

Oía un chapoteo.

—Ya me tiene acorralado en un montoncito de arena, Maia. Intentaré retroceder… ¡Oh!

La exclamación de Brod anunciaba su descubrimiento de la pared de conchas.

—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó ella. Si era así, se ahorraría tener que bajar a buscarlo.

—Estoy… un poco mareado. Tampoco puedo oír bien. Déjame intentarlo. —Hubo sonidos de esfuerzo—. Sí, estoy de pie. Más o menos. ¿Debo entender… que todo está negro porque estamos bajo tierra? ¿O me he quedado ciego?

—Si estás ciego, yo también. Ahora, si puedes andar, por favor ponte de cara a la pared e intenta ir hacia la derecha. Ten cuidado y sigue mi voz hasta que estés justo debajo de mí. Intentaré ver cómo te ayudo a subir hasta aquí arriba. Lo prioritario es rebasar el nivel de la marea alta.

Maia siguió hablando para guiar a Brod, y mientras tanto se inclinó sobre el saliente para atar un extremo de su cuerda alrededor del aro de metal. Debía de haber sido puesto allí hacía mucho tiempo para que los botes atracaran en aquella diminuta cueva, aunque Maia no podía imaginar el motivo. Parecía un lugar horrible para ser utilizado como embarcadero. Mucho peor que el túnel oculto de Inanna en la isla de Grimké.

—Aquí estoy —anunció Brod justo debajo de ella—. ¡Escarcha! Estos malditos percebes son afilados. No encuentro la cuerda, Maia.

—La agitaré de un lado a otro. ¿La notas ahora?

—No.

—Debe de ser demasiado corta. Espera un momento.

Con un suspiro, retiró la cuerda. A juzgar por la voz entrecortada de Brod, no podría escalar del mismo modo que lo había hecho ella, sin ayuda. No había elección, entonces. Tanteando las presillas con sus dedos magullados, se desabrochó los pantalones y se los quitó. Ató una pernera a la cuerda con dos nudos, y también unió un lazo al otro lado de la otra pernera, y lo lanzó todo por la pared. Hubo un gratificante sonido apagado de tela golpeando la cabeza de alguien.

—Oh. Gracias —respondió Brod.

—No hay de qué. ¿Puedes pasarte el lazo por un brazo, hasta el hombro?

Él gruñó.

—Apenas. ¿Ahora qué?

—Asegúrate de que agarra bien. Allá va.

Con cuidado, paso a paso, Maia indicó a Brod dónde encontraría el primer hueco. Lo oyó sisear de dolor, y recordó que sus sandalias de cuerda estaban en peor estado que sus zapatos y eran inadecuadas para soportar los afilados percebes. Sin embargo, no se quejó. Maia se preparó y tiró de la cuerda, no tanto por elevar al muchacho como para prestarle estabilidad y confianza mientras él pasaba temblorosamente de hueco en asidero, uno cada vez.

Pareció durar mucho más que su propia escalada. Los agotados músculos de Maia temblaban más que nunca cuando los entrecortados jadeos de él se acercaron.

De algún modo, sacando fuerzas de flaqueza, mantuvo la tensión en la cuerda hasta que por fin Brod asomó por el borde con un último esfuerzo y cayó casi encima de ella. Agotados, permanecieron así durante algún tiempo, los latidos de sus corazones resonando pecho con pecho, cada uno respirando las agotadas exhalaciones del otro, saboreando la sal de la piel del otro.

.Tenemos que dejar de vernos así, pensó una lejana y burlona parte de ella.
.Con todo, es más de lo que la mayoría de las mujeres consiguen de un hombre en esta época del año
. Para sorpresa de Maia, su peso le resultaba agradable de un modo extraño, nunca imaginado.

—Uh… lo siento —dijo Brod mientras rodaba para quitarse de encima—. Y gracias por salvarme la vida.

—No es más que lo que hiciste por los dos en el barco, esta mañana —respondió ella, disimulando su rubor—. Aunque supongo que a estas alturas fue ayer.

—Ayer. —Él se detuvo a reflexionar, luego gritó bruscamente—. ¡Eh, mira eso!

Maia se sentó en el suelo, aturdida. Como no podía ver a Brod lo bastante bien para distinguir adónde señalaba, empezó a buscar por su cuenta, y acabó encontrando algo entre la horrible penumbra. Frente a su saliente, a unos cuarenta grados más arriba hacia el cenit, distinguió el delicado brillo de, según contó, cinco hermosas estrellas.

Creo que es parte del Hogar…

Tras recordar bruscamente, Maia palpó en su brazo izquierdo y suspiró aliviada cuando halló su olvidado sextante, todavía guardado en la arañada pero intacta bolsa de cuero
.Probablemente estará estropeado. Pero es mío. La única cosa que es mía
.

—Bien, señora navegante —preguntó Brod—. ¿Puedes decirme a partir de esas estrellas dónde estamos?

Maia sacudió la cabeza vigorosamente.

—Demasiados pocos datos. Además, sabemos dónde estamos. Si se viera más, podría decirte la hora…

Se interrumpió, envarándose cuando Brod se echó a reír en voz alta. Entonces, viendo sólo afecto en su amable burla, Maia se relajó. Se rió también, dejándose llevar mientras comprendía que vivirían un poco más, para seguir luchando. Las saqueadoras no habían ganado, todavía no. Y Renna estaba cerca. Brod se tendió a su lado; compartieron el calor mientras contemplaban su única y diminuta ventana al universo. Stratos giraba lentamente bajo ellos, y contemplaron un desfile de breves actuaciones estelares. Juntos, disfrutaron de un espectáculo que ninguno de los dos había esperado volver a ver.

De día, la cueva parecía a la vez menos misteriosa… y mucho más.

Menos, porque la luz filtrada del amanecer revelaba contornos que antes parecieron ilimitados y sofocantes en la negra oscuridad. Una montaña de escombros bloqueaba lo que antes fuera una generosa entrada. La luz del sol y las mareas entraban por estrechas y afiladas aberturas en la avalancha, más allá de la cual los dos jóvenes pudieron distinguir un nuevo arrecife, creado por el reciente bombardeo.

No podrían escapar por donde habían llegado; eso estaba claro.

El misterio aumentó asociado con la esperanza y la frustración. Poco después de despertar al nuevo día, Maia se levantó y siguió el saliente hasta su extremo final, donde se unía a una serie de peldaños tallados en la pared de la cueva. En lo alto había otro rellano, aún más profundo, que terminaba en una enorme puerta de más de tres metros de ancho.

Al menos, pensaba que era una puerta. Parecía el lugar adecuado para emplazar una. Necesitaban desesperadamente una puerta en aquel punto.

Sin embargo, parecía más una escultura. Varias docenas de placas hexagonales cubrían una ancha y lisa superficie vertical hecha de alguna mezcla endurecida e impenetrable de color sangre.

Impenetrable porque otras personas habían intentado al parecer atravesarla en el pasado. En cada grieta o rendija entre las partes, Maia encontró bordes pulidos allí donde alguien había intentado hacer palanca, y sólo había conseguido arrancar una lasca enmohecida. Las zonas manchadas de hollín indicaban los sitios donde se había empleado fuego, posiblemente con la idea de debilitar el metal, y otras zonas estriadas mostraban signos de ácido… nada de lo cual había servido.

—Aquí tienes tus pantalones —dijo Brod, llegando por detrás y sobresaltando a Maia, que estaba enfrascada en su intensa inspección—. He supuesto que los querrías —añadió con desenfado.

—Oh, gracias —respondió ella, cogiendo los pantalones. Se hizo a un lado para ponérselos. Estaban rasgados por tantos sitios que no merecía la pena contarlos, y casi ni siquiera valían el esfuerzo de volver a usarlos. Con todo, ella sentía vergüenza de no llevarlos, a pesar de la fatigada intimidad de la noche anterior.

Mientras luchaba por ponerse los pantalones, evitando torpemente los peores cortes y contusiones, Maia advirtió que los brazos se le habían aclarado una vez más, así como el pelo que podía ver. Sin un espejo, no podía estar segura, pero sus recientes y múltiples inmersiones parecían haber lavado los efectos del improvisado teñido de Leie.

Mientras, Brod contemplaba las placas, algunas apiñadas, otras separadas, muchas de ellas embellecidas con símbolos de animales, objetos o formas geométricas. El joven parecía ignorar su propio estado físico, aunque bajo su camisa rasgada Maia veía incontables arañazos y magulladuras. Se movía cojeando, intentando no apoyar los talones. Al mirar por donde había venido, Maia vio manchas de sangre en el suelo, dejadas por las heridas de sus pies. Evitó deliberadamente catalogar sus propias heridas, aunque sin duda su aspecto era muy similar al del muchacho.

Se habían pasado toda la noche escuchando las olas acercarse cada vez más, preguntándose si el supuesto «nivel del agu». significaba algo cuando había tres lunas alineadas en la misma zona del cielo. Ráfagas de aire a presión los obligaron a bostezar repetidas veces para aliviar sus doloridos oídos. El saliente se volvió resbaladizo debido a las salpicaduras de espuma. Durante lo que parecieron horas, los dos veraniegos se abrazaron mientras las olas rompían cerca, extendiendo sus dedos de espuma…

—Ni siquiera puedo imaginar de qué está hecha esta cosa —dijo Brod, examinando con más atención la misteriosa barrera—. ¿Tienes idea de para qué sirve?

—Sí, eso creo. Me temo que sí.

Él la miró mientras se acercaba. Maia extendió los brazos ante la pared de metal.

—He visto cosas similares antes —le explicó a su compañero—. Es un acertijo.

—¿Un acertijo?

—Mm. Uno que al parecer es tan difícil que montones de personas intentaron hacer trampa, y fracasaron.

—Un acertijo —repitió él, reflexionando.

—Uno con cuya resolución se obtiene un gran premio, imagino.

—¿Ah, sí? —Los ojos de Brod se iluminaron—. ¿Qué premio crees que es?

Maia retrocedió un par de pasos, ladeando la cabeza para contemplar el elaborado portal desde otro ángulo.

—No puedo decir qué buscaban los demás —dijo en voz baja—. Pero nuestro objetivo es sencillo. Debemos resolverlo… o morir.

Había otro acertijo en una pared, hacía mucho tiempo. Uno que no estaba hecho de extraño metal, sino de piedra y hierro y madera corrientes, aunque era lo bastante difícil para llenar a un par de inteligentes niñas de cuatro años de curiosidad y determinación. ¿Qué ocultaban las madres Lamai tras la pared tallada de la bodega, llena de estrellas cinceladas y serpientes enroscadas? Contrariamente al rompecabezas que ahora tenía delante, aquél no era un trabajo inaudito de artesanía, pero seguía claramente el mismo principio. Era una cerradura de combinación. Una donde el número de objetos que colocar excedía con mucho cualquier posibilidad de acertar por casualidad. Una cuya respuesta correcta debía de ser inolvidable, intuitivamente obvia para los iniciados, y eternamente oscura para los extraños.

.Contexto compartido. Ésa era la clave. La simple memoria, a lo largo de generaciones, demostraba no ser de fiar. Pero con una cosa se podía contar: si fundabas un clan, tus lejanas tataranietas, con una educación similar y un cerebro casi idéntico al tuyo, pensarían de forma muy parecida a ti. Lo que había sido olvidado lo recuperarían recreando tus procesos de pensamiento.

Esa reflexión había abierto una vía, después de que Maia fracasara en sus primeros intentos en la bodega de la Casa Lamatia, y de que los esfuerzos de Leie con un pequeño gato hidráulico amenazaran con romper el mecanismo, en vez de persuadirlo. Incluso Leie había reconocido que la curiosidad no merecía el castigo que
.eso
acarrearía. Así que Maia reconsideró el problema, esta vez intentando pensar como una Lamai. No fue tan fácil como parecía.

Había crecido rodeada por madres, tías, medio hermanas Lamai, conociendo sus pautas de comportamiento en cada fase de la vida. El cauto entusiasmo de los tres años, por ejemplo, que se escudaba rápidamente tras una cínica máscara para cuando cada una de aquellas muchachas con trenzas cumplía cuatro. Un estallido romántico en la adolescencia, seguido por la introversión y un claro desdén por todo aquello y toda persona que no fuera Lamai, un desdén que era tanto mayor cuanto más digna parecía la extraña. Y finalmente, al final de la mediana edad, se suavizaba, la armadura se relajaba lo suficiente para que el grupo de gobernantas estableciera alianzas y se relacionase con éxito con el mundo exterior. La primera joven Lamai var, la Fundadora, debía de haber sido afortunada, o muy lista, para llegar por sí misma a la edad del tacto. A partir de ese momento, los asuntos se hacían más fáciles a medida que cada generación mejoraba el arte de ser aquella continua entidad individual: Lamatia.

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