—¿Y qué quiere usted ahora? —preguntó
El Coyote
.
—Quiero que usted demuestre quién soy yo en realidad. Quiero la herencia de mi marido. Es una fortuna a la cual tengo derecho por encima de todos.
—Esa tarea será difícil.
—Ya lo sé. Pero nada es imposible para usted.
—¿Y qué papel desempeña Wemyss en este asunto?
—Me conoció hace años. Me admiró como actriz. Quiere ayudarme.
—Es raro que un hombre como Wemyss se deje llevar sólo por una lejana pasión artística.
—Yo no puedo ya despertar otra clase de pasiones —dijo Maise.
—¿Y no hubiese podido encontrar en Louisiana a algún abogado capaz de hacer valer sus derechos?
—Legalmente he muerto —recordó Maise—. Es casi imposible demostrar mi identidad. Por eso pensé en usted.
—En Los Ángeles o en California no podré hacer mucho por usted, señora. Pero tengo amigos que me pueden informar y ayudar. Tal vez acuda a ellos. Volveré a verla y le daré mi respuesta. Habiendo su marido muerto, va a costar mucho que los jueces la crean. Quédese aquí unos días. Pronto volveré a verla y, entonces, le podré decir algo. Mientras tanto, deberá esperar y tener paciencia.
Maise oyó que
El Coyote
se ponía en pie.
—Tengo poco dinero —dijo, levantándose, también—. Pero le daré algunas joyas para pagarle sus gastos.
—No es necesario.
—Prefiero hacerlo. Así me sentiré más tranquila. Tenga.
De encima del tocador cogió un estuche de plata y lo tendió al
Coyote
. La tenue luz que llegaba del exterior reflejóse sobre la superficie del joyero.
El Coyote
lo cogió, comentando:
—Pesa mucho.
—Ábralo y coja las joyas —dijo Maise.
El Coyote
había abierto ya antes aquel estuche y sabía cuál era su contenido. Apretó el resorte y levantó la tapa. Luego hundió la mano en el acolchado interior y lanzó un ligero grito.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Maise.
—Un broche se ha debido abrir y me ha pinchado —replicó
El Coyote
. Vació luego el estuche sobre la otra mano y, cerrando el broche, lo guardó todo en un bolsillo. Después devolvió el estuche a Maise y se dirigió hacia la ventana.
—Hasta pronto —dijo.
Maise le vio salir y regresó lentamente hacia el tocador. Dejó sobre él el estuche y fue a encender la lámpara de petróleo. Cuando la tuvo encendida, corrió la cortina sobre la ventana y regresó al centro de la estancia. En sus labios había una extraña sonrisa.
Cinco minutos más tarde sonó una leve llamada a la puerta de la habitación. Maise fue a abrir y James Wemyss entró en la estancia.
—¿Qué? —preguntó Maise.
—Desde que entraste en esta habitación hasta que se encendió la luz, Ricardo Yesares ha estado en el vestíbulo. Hablé con él un rato, salí fuera y vi cómo
El Coyote
escapaba.
—¿Estás seguro? —preguntó con temblorosa voz Maise.
—Completamente seguro. Dos de mis hombres entraron a comprar tabaco y se aseguraron de que se trataba de Ricardo Yesares.
—Entonces… —Maise Syer inclinó la cabeza—. Entonces… Yesares no es
El Coyote
.
—No.
—Pero… puede tener algo que ver con
El Coyote
.
—Tal vez sea su cómplice.
—¿Te has fijado en la mano derecha de Yesares? —preguntó, vehementemente, Maise.
—La tenía en perfecto estado —contestó el hombre.
*****
Aquella noche al irse a lavar las manos antes de acostarse don César comentó:
—Esta mano me duele mucho.
—¿Te has herido? —preguntó Guadalupe.
—Sólo un pinchazo —replicó el dueño del rancho—. No creo que tenga importancia.
Pero aquel pinchazo tenía mucha más importancia de lo que don César imaginaba.
El horizonte que se divisaba a través de la amplia ventana quedaba limitado por las ondulaciones de las montañas de Berkeley. Algunas verdes líneas de frondosos árboles zigzagueaban por las crestas de las alturas y por sus vertientes.
Más cerca, grandes abetos se dejaban mecer por la brisa. En un próximo futuro aquel escenario estaría ocupado por los grandes edificios de la Universidad de California. Ahora sólo había allí tres colegios para los hijos de los estancieros, propietarios e industriales de California. Hacia el Oeste se encontraba la gran bahía de San Francisco y la pequeña ciudad de Berkeley y la algo más importante de Oakland.
El bello paisaje, el cielo de un azul intenso, el sol que brillaba cegador y el aire que traía mezclados los perfumes de tantas flores silvestres, no conseguían llevar hasta la amplia clase la alegría que lógicamente, debiera haber reinado en aquella reunión de muchachos.
De cuando en cuando se cruzaban entre los alumnos inquietas miradas que terminaban por coincidir en César de Echagüe y de Acevedo. Era el hijo de don César de Echagüe y de Leonor de Acevedo, de Los Ángeles, heredero de dos de las más importantes haciendas de la Baja California y de dos ilustres apellidos. Descendía de una raza valiente, de la misma que había descubierto el Nuevo Mundo y lo había colonizado en menos de cincuenta años, que había llegado a California en el momento en que sonaba en Filadelfia la campana de la Libertad y comenzaba la lucha de las colonias contra Inglaterra; pero ¿seria capaz aquel muchacho de apariencia débil, de carácter reflexivo, nada aficionado a entregarse a la amistad con los demás, de guardar el secreto cuya revelación se iba a exigir? Todos dudaban de ello. El temido profesor Schultz conseguiría hacerle hablar. Esto era seguro. Lo miraría con sus llameantes ojos, sacudiría su leonina melena y le amenazaría con graves represalias. Seguramente, César denunciaría al culpable y entonces…
César de Echagüe y de Acevedo pensaba que un colegio no debiera ser como era aquel. La disciplina era demasiado rígida y pretendía convertir a los alumnos en una especie de peleles que debían obedecer la menor orden del que manejaba los hilos que los gobernaban.
El profesor Schultz, verdadero dictador de la escuela, había dicho varias veces:
«Sólo con energía inflexible se consigue que un árbol joven crezca recto y sin desviación de ninguna clase. Si se deja que crezca a su libre albedrío, crecerá torcido y no servirá para nada. Del árbol torcido no se obtienen buenos tablones. Sólo sirve de adorno».
César se imaginaba a sí mismo y a sus compañeros como un grupo de altos y rectos cipreses sólo útiles para crecer en un cementerio o poner un poco de tristeza en un jardín demasiado alegre. De aquella escuela sólo podían salir jueces para dictar sentencias de muerte, notarios para redactar testamentos junto a un lecho mortuorio o banqueros y usureros… Todos árboles rectos, sin sombra, sin calor, sin sentimientos humanos. No saldría ningún artista; porque al profesor Schultz, que había nacido en el brumoso norte de Europa, los artistas le parecían tan innecesarios como la alegría en un entierro. El muchacho se lo había intentado explicar a su padre el último día en que recibió su visita.
—Puede que tengas razón —admitió don César, palmeándole cariñosamente en las rodillas—; pero si es posible que un tigre se convierta en un gato debido a las enseñanzas de sus maestros o domadores, entonces es que aquel tigre siempre tuvo corazón de gato.
César había comprendido lo que su padre quería decirle. Él debía asimilar todo lo bueno de aquel sistema de enseñanza, y luego, por sí mismo, debía adaptarlo a su personalidad, conservar ésta y hacerla triunfar. Era como en el Ejército. El soldado que se dejaba despersonalizar por sus jefes y que terminaba por no saber más que obedecer las órdenes de mando, ir adelante cuando se lo mandaban, retroceder cuando el clarín tocaba retirada, presentar armas, disparar o quedar en descanso, siempre sería un soldado, pero jamás llegaría a general. Y eso era lo que importaba en el Ejército. ¡Llegar a general! Y en la vida importaba triunfar. Para ello era preciso triunfar de sí mismo…
—Señor Echagüe.
La llamada le arrancó de sus meditaciones. Un bedel le llamaba desde la puerta de la clase. En seguida agregó:
—El profesor Schultz quiere hablar con usted.
Se hizo un súbito silencio en la clase. Esto era más notable por cuanto que nadie había hablado hasta entonces. Pero todos habían estado respirando y, de súbito, las respiraciones habían cesado. Esto era la única diferencia.
César se levantó. Sentía peso en el corazón y una extraña debilidad en las piernas a la vez que un absoluto vacío en el estómago. ¡Igual que cuando vio cómo su padre mataba a un hombre!
Mientras se dirigía hacia el bedel, César se dijo:
«Al fin y al cabo no es como si me fuesen a fusilar».
Pero se sentía igual que si eso fuera a ocurrirle. Más adelante, dentro de unos años, tal vez se riese al recordar su miedo de entonces al compararlo con otro miedo más reciente, como se reiría de éste cuando años después lo comparase con otro o con otros. Es siempre el suceso reciente el que nos parece superior al lejano; pero el miedo o la inquietud son, en realidad, los mismos siempre.
El bedel lo guió por el corredor hasta la escalera que conducía a los dormitorios. Luego, por ella le llevó hasta el segundo piso y una vez allí, hasta el cuarto del profesor Schultz.
Éste le aguardaba de pie. Despidió con un movimiento de cabeza al bedel y cerró por sí mismo la puerta, luego volvióse hacia el muchacho que permanecía rígido en el centro de la estancia. César se imaginaba a sí mismo oscilando como una caña empujada por ráfagas de viento. En realidad, permanecía tan inmóvil como el tronco de un roble centenario azotado por la brisa matinal.
—Bien, señor Echagüe; confío en que usted me sabrá decir quién o quiénes fueron los autores de la broma de mal gusto de que hoy he sido objeto.
César pensó que era ridículo que un hombre tan grande y tan fuerte como el profesor Schultz le hablase de aquella forma y diera tanta importancia a una broma infantil.
—No lo sé.
Las palabras salieron una a una de entre sus labios. Las tres formaban una mentira. Al muchacho no le gustaba mentir.
—¡Sí que lo sabe! —gritó Schultz—. ¡Le digo que si que lo sabe!
Estaba congestionado. Su amplio rostro surcado por una red de finas venillas rojas se congestionó de tal forma que todo él se convirtió en un globo sanguíneo.
César no se atrevió a responderle. Le asustaba la excitación del profesor. Y todo porque en la pizarra de la clase, uno de los alumnos había escrito:
EL PROFESOR SCHULTZ ES UN ASNO
y no tuvo tiempo de borrarlo antes de que el profesor Schultz entrara en la clase. Sólo pudo correr a su pupitre, sentarse y esperar los resultados de su audacia. El profesor había tardado casi cinco minutos en leer lo escrito en la pizarra. Hasta entonces estuvo repasando sus notas, preparando las lecciones y, por fin, llamó a uno de los alumnos para que escribiera en la pizarra el tema de gramática inglesa que constituía la primera lección. Fue entonces cuando al volverse hacia la negra pizarra vio lo escrito en ella.
Había preguntado con voz amenazadoramente serena quién era el autor de aquella muestra de mala educación. Nadie contestó. Lo volvió a preguntar más amenazadoramente. El resultado fue el mismo. Amenazó con un castigo colectivo a todos los alumnos, con la esperanza de que alguno de ellos, para librarse del mal común, denunciara al culpable. Y al no conseguir nada, recurrió al interrogatorio individual. Había empezado por el alumno que le pareció más débil.
—¿Lo sabe o no? —insistió.
César permaneció callado.
—Deme su palabra de honor de que no sabe quién ensució la pizarra y le dejaré marchar. ¿Por qué no contesta? ¿Es que sabe quién fue y no quiere decirlo?
—Sí, señor.
César contestó lentamente. Su serenidad desconcertó a Schultz.
—¿Lo sabe? —pudo decir al fin el profesor.
—Sí.
—¿Y no quiere decirlo?
—No.
La bofetada resonó como un disparo de pistola. César se tambaleó hacia la derecha. Un segundo bofetón le enderezó. Schultz estaba junto a él, temblando de rabia, apoplético, rota la barrera que contenía sus salvajes instintos.
—¡Me dirá en seguida quién fue el sinvergüenza que escribió aquello!
Una nueva bofetada derribó por tierra al muchacho, cuyos ojos se llenaron de lágrimas de dolor y de vergüenza. Tenía las mejillas rojas como la grana y con sus brazos trataba de defenderse de las violencias del profesor.
—¡Levántese!
Como César no obedeciera en seguida, el profesor lo agarró de un brazo y lo puso, tambaleante, en pie. El miedo que se agitaba en los ojos del niño frenó al profesor.
—Vaya a su cuarto y no salga de él hasta que se halle dispuesto a confesar la verdad. Luego hablaremos.
Cegado por las lágrimas que le llenaban los ojos, César salió de la habitación del profesor Schultz y dirigióse, tambaleante, a la suya. Una vez en ella se tiró sobre la cama y, escondiendo el rostro entre las manos, estalló en convulsivos sollozos.
No le dolía el castigo tanto por su importancia material como por la moral. El profesor le había castigado por negarse a denunciar a un compañero. No porque le creyera culpable, sino por el hecho de no querer decirle quién era el culpable. Esto no era justo.
Poco a poco se fueron agotando las lágrimas y el ardor de su rostro le secó los ojos. Calmáronse sus estremecimientos y sus pensamientos abandonaron la obsesión de la salvaje conducta del profesor Schultz. Pensó en su hogar. En su padre. Deseó volver a Los Ángeles, pero la ciudad estaba muy lejos. No podía llegar a ella en una hora ni en dos. Necesitaba muchos días. Pensó luego en el director del colegio. Hablaría con él. Le explicaría lo que había hecho Schultz. Seguramente el director castigaría al profesor… No, no le castigaría. Schultz era todopoderoso. Nadie podía ser más importante que él. Ni el director. Esto lo sabían todos.