La ofensa continuaba viva y seguiría así en tanto que él no la vengara. Mientras él no castigase a Schultz, las mejillas continuarían ardiéndole y no se atrevería a mirar a nadie cara a cara. Por lo tanto, debía de hacer algo.
De pronto oyó en la escalera el recio pisar del profesor. Descendía de su cuarto para regresar a la clase. Pasaría frente a la puerta de su habitación y dirigiríase hacia la otra escalera que conducía a la planta baja.
El muchacho se puso en pie. Fue hacia la puerta y la abrió. En la pared frontera, al otro lado del corredor, se hallaba una de las panoplias que lo adornaban. Había en ella viejas pistolas, dagas y sables. Debajo de la panoplia se encontraba un taburete.
El profesor Schultz llegaba ya a la escalera cuando oyó tras él unos pasos precipitados y escuchó la voz del alumno César de Echagüe, que gritaba:
—¡Profesor!
Schultz volvióse y se encontró frente a César, que empuñaba con mano temblorosa un pesado sable de caballería. En los ojos del muchacho brillaba un fuego amenazador. Schultz sentía odio por todo aquello que no comprendía o que no era lógico. La actitud de Echagüe era ilógica e incomprensible, y, además, peligrosa. El profesor sintió miedo. Había oído decir de algunos muchachos que mataron a personas mayores al dejarse llevar por una poderosa excitación de nervios. Echagüe tenía aspecto de demente. Además, él quizá había exagerado al castigarle. Sus nervios no eran, tampoco, muy firmes. Le costaba mucho no perder la serenidad por cualquier cosa. Estaba ya arrepentido de haber castigado al muchacho. Lo estaba antes de verle avanzar contra él; pero ahora, lo estaba mucho más.
—Oiga, Echagüe. Yo…
El muchacho no quería oír nada. Empezó a levantar el sable. Schultz dio un paso atrás, luego otro y al buscar dónde apoyarlo, encontró el vacío. Quiso remediarlo a tiempo; mas ya no pudo. Su pie se hundió hacia el primer escalón, y en seguida su cuerpo giró sobre sí mismo y se precipitó escalera abajo lanzando un terrible grito que fue ahogado por un golpe aún más horrible, como sólo puede producirlo la cabeza al chocar contra el suelo.
César de Echagüe sintió que el miedo se enroscaba por todo su cuerpo, especialmente por su corazón, estrujándolo ahogadoramente. Acababa de ocurrir algo terrible. Aquel hombre debía de haber muerto. Y él era el culpable de su muerte. Era como si le hubiese empujado escalera abajo.
El sable cayó de su mano y al chocar contra el suelo recordó su presencia. César lo recogió de nuevo y fue a colgarlo en la panoplia. Se disponía a entrar en su cuarto, para fingir no haber oído nada; pero se contuvo a tiempo. Nadie consideraría lógico que permaneciera en su habitación en medio del tumulto que se estaba produciendo. Debía salir para hacer ver que sentía curiosidad por lo ocurrido.
Cuando llegó a la escalera vio, abajo, cómo el cuerpo del profesor Schultz era trasladado a la enfermería. Su rostro estaba cubierto de sangre. Sin duda había muerto.
César de Echagüe y de Acevedo decidió, entonces, huir del colegio y volver, como fuese, a su casa. Su padre le defendería. Él era más poderoso que todos los demás.
Y aquella noche, a pesar de haberse enterado por los demás alumnos de que el profesor Schultz no había muerto, aunque todavía continuaba sin conocimiento, César reunió el poco dinero de que disponía, algunas prendas de ropa y un poco de comida. Y deslizándose por los oscuros corredores abandonó el colegio y emprendió el camino de San Francisco.
Llegó a Berkeley y de allí a San Francisco en una de las barcazas trasbordadoras que cruzaban la bahía. Allí terminaba la primera etapa de su viaje; pero aquello no era más que un simple paso de los muchos que tendría que dar antes de alcanzar su meta en Los Ángeles, muchas leguas más hacia el Sur.
Aquella noche (muchas noches después de la que vio la fuga de su hijo) don César había dicho al lavarse las manos antes de acostarse:
—Esta mano me duele mucho.
Guadalupe le había preguntado:
—¿Te has herido?
Don César respondió, indiferente:
—Sólo un pinchazo. No creo que tenga importancia.
Era un pinchazo que se había producido en la habitación de Maise Syer, cuando después de abrir la arquilla donde la mujer guardaba sus joyas, hundió la mano en ella y en la oscuridad se clavó la aguja del broche de perlas.
Don César se había acostado y no tardó en quedar dormido; pero dos horas más tarde Guadalupe notó que se agitaba inquieto, murmurando palabras incoherentes. Alarmada, encendió las velas del candelabro y se inclinó sobre su marido. Le vio el rostro rojo como la sangre y abrasante como el fuego. La fiebre debía de ser muy alta.
Guadalupe sintióse dominada por el miedo. César abrió los ojos; pero al mirar a su mujer no pareció verla. Quiso mover la mano derecha y lanzó un gemido que atrajo hacia aquel punto la mirada de Guadalupe.
La angustia que la dominaba impidió a Guadalupe lanzar el grito que subió hasta su garganta. La mano de César estaba hinchada y ennegrecida. Guadalupe recordó las palabras de su marido:
«Sólo un pinchazo. No creo que tenga importancia».
El pinchazo se había producido en el anular de la mano derecha. Este dedo era el que estaba más negro y más hinchado. Guadalupe sintió de pronto que le faltaban todas sus energías. El aspecto de aquella mano y de parte del brazo era terrible. Deseó llorar. Hubiese querido ceder a otra persona la tarea de salvar a César. Habría sido muy aliviador dejar que otros cuidaran a su marido y la dejasen a ella entregada a su dolor, pero no podía hacerlo. No podía llorar. Tenía que hacer algo.
Las ideas pasaban con vertiginosa velocidad por el cerebro de Guadalupe. Eran ideas vagas, sin forma completa aún; pero de cuando en cuando alguna idea más formada danzaba ante los ojos mentales de la esposa de don César. Este había hablado de un pinchazo. La causa fue la aguja de un broche de perlas. Aquel broche había estado en poder de una mujer. Ella lo entregó al
Coyote
; pero de forma que éste se hundiera la aguja en la mano…
Guadalupe frenó las ideas que se agolpaban para ocupar el puesto de aquella a la cual prestaba atención en aquel momento. En un cajón de la cómoda estaban las joyas que
El Coyote
había traído. El broche de perlas… Sí, allí estaba. Era una hermosa joya. Muy rica. La aguja… Estaba manchada. Sobre la superficie del oro se extendía una capa achocolatada. No era óxido. Era como una pintura colocada allí con algún fin. ¿Con cuál? La hinchada mano de don César podía ser una explicación… Si era así, convenía que nadie supiese lo que estaba ocurriendo. Debía guardarse el mayor secreto acerca del incidente. Si aquella aguja iba destinada al
Coyote
, la herida de don César sería una acusación terrible y una prueba irrefutable. Debía…
Ante todo era necesario hacer baja la fiebre. Unas compresas de agua sedativa podían servir para ello…
Guadalupe se cubrió con una bata. Era espantoso el sentirse con fuerzas para llorar; saber que el llanto sería de un alivio total y, sin embargo, tener que dominar aquellos impulsos, tragarse las lágrimas y pensar que de su serenidad dependían muchas cosas: la vida de su marido y la identidad del
Coyote
. Pero estaba sola. No podía llamar a nadie en su ayuda. Por lo menos en aquella primera parte del apuro. Tenía que obrar sola, reanimar a su marido y escuchar sus consejos, si es que llegaba a poderlos dar. Si no… Pero no quería ni admitir la posibilidad de que César de Echagüe no recobrase el conocimiento.
De súbito se dio cuenta de que ya estaba aplicando los paños de agua sedativa a la frente, a las muñecas y a los tobillos de César. ¿Cómo era posible que hubiese podido hacer tanta cosa en tan poco rato? ¿O acaso había pasado mucho más tiempo del que ella imaginaba?
Sentada junto a su marido, Lupe seguía ansiosamente el curso del mal. La fiebre empezó a bajar y César abrió los ojos. Movió el brazo derecho e hizo una mueca de dolor…
—¿Qué sucede? —preguntó.
En seguida contestóse a sí mismo:
—El pinchazo… Aquella aguja… Debía de estar envenenada.
Guadalupe ahogó un sollozo, convirtiéndolo en un áspero gemido.
—No te apures, chiquilla —dijo el enfermo, acariciando con la mano izquierda el rostro de su mujer—. Saldré de ésta como de tantas otras.
—Ya lo sé —replicó Guadalupe haciendo esfuerzos por frenar las lágrimas que subían a sus ojos—. Estoy segura de que no es nada malo.
—Necesitamos un médico —siguió don César—. Noto como si el brazo se me estuviera convirtiendo en madera.
—García Oviedo podría curarte
[3]
.
—Pero va a ser difícil traerle.
—Yesares tal vez…
—¡No! —interrumpió don César—. Yesares no me puede ayudar en nada. Está vigilado. La trampa iba dirigida a él y yo caí en ella. Esa mujer sabe mucho. Es una mala táctica la de que el gato juegue con el ratón. A veces el ratón escapa. Es preferible un buen zarpazo…
Lo súbito de la interrupción de su marido provocó una mirada de alarma en Guadalupe.
—Alguien ha entrado en casa —musitó don César.
Guadalupe escuchó con atención. No se oía nada. Pero de pronto llegó hasta ella el eco de un choque. Era el golpe de un cuerpo contra una silla. Y llegaba del salón. Alguien caminaba por él. Dominando su angustia, Lupe se puso en pie; envolvióse mejor en la bata y fue hacia la puerta. Sentía miedo; pero también sentía que no debía tenerlo; que era preciso dominarlo con todas sus fuerzas.
El corredor estaba alumbrado por un par de lamparillas de aceite. La escalera también. La luz era escasa; pero suficiente para no dar un mal paso. Al llegar a mitad de la escalera, Guadalupe se apoyó, vacilante, en el pasamanos. Del salón acababa de surgir una figura humana. La esposa de don César lanzó una exclamación ahogada.
—¡César! ¿Eres tú?
El muchacho miró hacia la escalera. Al ver a Lupe corrió hacia ella, que le miraba incrédulamente. El muchacho no vestía como debía vestir el hijo del principal hacendado de Los Ángeles. Parecía un marinero. Sus pantalones eran de lona. En vez de chaqueta lucía una corta y amplia blusa, también de lona. Llevaba un pañuelo anudado al cuello y calzaba unos grandes y duros zapatos. Una faja oscura, tal vez roja, sujetaba los pantalones.
—¿De dónde vienes? —siguió preguntando Lupe—. ¿Por qué no estás en el colegio? ¿Qué ha ocurrido?
El muchacho tenía plena confianza en su madrastra. No había conocido a otra madre que a Lupe y sus sentimientos hacia ella eran los mismos que hubieran sido para su madre.
—Me escapé del colegio —explicó—. Me pegaron sin tener culpa…
—Sube —pidió Guadalupe, tomando de la mano al hijo de don César. Mientras subían continuó preguntando detalles acerca de la fuga y, sobre todo, del extraño traje que vestía el muchacho.
Éste fue explicando todo cuanto había hecho. Relató su llegada a San Francisco, su busca de un medio para llegar pronto a Los Ángeles, su embarque a escondidas en un velero que hacía la travesía hasta Méjico.
—El capitán se enfadó mucho cuando me encontraron a bordo —explicó el muchacho—. Dijo que me iba a tirar al agua; pero al fin dijo que yo serviría para algo. Me dio este traje y se quedó con el mío, que era más bueno; luego me llevó a la cocina del barco y estuve allí ayudando al cocinero a hacer las comidas. Por las mañanas y las noches ayudaba a los marineros. Ya sé muchas cosas de barcos.
Cuando el velero llegó a San Pedro, el capitán quiso encerrar al muchacho para que no pudiese saltar a tierra; pero César logró escurrirse por una portilla y escapar a nado hasta el puerto de Los Ángeles. Había hecho a pie el camino desde San Pedro al rancho de San Antonio. Al llegar a Los Ángeles era ya de noche.
—¿Te ha visto alguien? —preguntó Lupe.
—Creo que no —respondió el pequeño—. ¿Por qué?
—No sé; pero tengo la impresión de que Dios te ha hecho venir esta noche a esta casa. Tu padre está herido…
Cuando vio entrar a Lupe y a su hijo vestido de aquella forma, don César arqueó las cejas en mudo gesto de asombro. Luego preguntó:
—¿Qué haces aquí?
—Mañana lo explicará todo —interrumpió Guadalupe—. Creo que puede sernos muy útil. Si fuera a buscar al doctor García Oviedo…
—Es muy peligroso… —murmuró don César, cuyos ojos volvían a brillar febriles—. No sé si se atreverá.
—Claro que se atreverá —replicó Guadalupe, volviendo su angustiada mirada hacia el muchacho—. Ha sido capaz de venir desde San Francisco hasta Los Ángeles y vencer muchos peligros…
Don César sonrió a su esposa.
—Es muy agradable no encontrarse solo cuando la suerte nos vuelve la cara —murmuró—. Es entonces cuando se ve el valor de los amigos… Cuando va todo bien, los amigos abundan mucho. Cuando todo va mal… cuando todo va mal…
La voz de don César, cada vez más débil, se apagó sin terminar lo que había empezado a decir. Guadalupe dominó sus deseos de inclinarse sobre su marido y volviéndose hacia el pequeño César, le explicó nerviosamente:
—Tu padre ha sido herido. Necesitamos un médico. El doctor García Oviedo es de toda confianza; pero se resistirá a venir. Tendrás que obligarle. Prométele mucho dinero. Cinco mil dólares… Alberes te acompañará. Ya estuvo una vez allí conmigo y tuvimos que traernos al médico por fuerza. Se resistirá a venir. Debes traerlo sea como sea. Alberes te ayudará; pero ya sabes que él no puede pronunciar ni una palabra. Irás enmascarado. No debe darse cuenta de quién eres.
—Pero verá que soy un niño y… comprenderá de quién soy hijo.
Guadalupe movió negativamente la cabeza.
—No. Todos creen que estás en Berkeley. No sospecharán nada. Permanecerás oculto hasta que puedas volver allí o bien anunciemos oficialmente tu regreso.
Guadalupe corrió a la habitación de Matías Alberes y entró en ella.
El criado de don César la miró asombrado desde el lecho en el cual estaba tendido. Que la señora entrase allí resultaba inconcebible.
—No es el momento más oportuno para que te asombres de nada —susurró Guadalupe, comprendiendo cuáles eran los pensamientos del indio—. Tu amo está herido. Es preciso ir a buscar al médico. Como la otra vez, ¿recuerdas? Al doctor García Oviedo.
Alberes asintió con la cabeza. Luego sus ojos hicieron una pregunta que Lupe comprendió en seguida y a la cual respondió:
—Ha llegado el señorito César. El te acompañará. Vístete y ve al cuarto del señor.