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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (3 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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Malus bebió otro sorbo de vino y se acomodó más profundamente en el montón de gruesos cojines. La habitación estaba decorada en estilo autarii, con montones de gruesas alfombras y almohadones colocados en torno a braseros dispuestos aproximadamente en forma de trébol alrededor de un hogar circular. Habían retirado las sucias y harapientas ropas y el kheitan del noble —«para quemarlo todo de inmediato», había dicho Nemeira con seriedad—, y le habían llevado la maltrecha armadura a un armero que la propietaria conocía bien, para que la reparara. Tras un largo baño muy caliente, durante el que había sido vigorosamente frotado por dos sirvientes, se había puesto ropones de rica seda y había pedido el mejor vino que podía servir la casa.

El cansancio lo vencía con manos cada vez más fuertes. Desde que los bandidos habían descubierto su rastro, unos días antes, había tenido muy escasas oportunidades de dormir, y ninguna posibilidad de buscar comida. El agotamiento amenazaba con abrumarlo, mientras su mente era un torbellino de sospechas.

Se oyó algo que rascaba la puerta con suavidad. Malus dejó a un lado el vino, y la mano derecha se desvió hacia la espada que yacía sobre la alfombra, junto a él.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió en silencio y entró una esclava humana que llevaba la cabeza gacha y los ojos bajos.

—Tus invitados han llegado y aguardan hasta que te plazca recibirlos, temido señor —dijo en voz baja—. ¿Los recibirás?

—Hazlos entrar, y luego ve a la cocina a buscar vino y comida —replicó Malus.

«Ahora obtendré algunas respuestas —pensó—. Y luego, un poco de diversión agradable.» Había tenido horas para considerar la larga lista de tormentos que le infligiría al presuntuoso capitán. Sería una buena manera de celebrar su regreso a Hag Graef.

Al cabo de unos momentos, la puerta volvió a abrirse y entraron tres druchii. Silar Sangre de Espinas fue el primero, con el alto cuerpo ligeramente encorvado a causa del bajo techo de la sala. El joven druchii llevaba la armadura completa y tenía la mano cautamente posada sobre la empuñadura de la espada. Detrás de él se deslizó una sombra oscura envuelta en una pesada capa con capucha. Cuando la figura se aproximó a la luz del brasero más cercano, Malus atisbo el cadavérico semblante pálido de Arleth Vann. Sus dorados ojos brillaron a la luz del fuego, tan fríos y despiadados como la mirada de un lobo hambriento. El último en entrar fue el capitán de la guardia, que contempló la lujosa decoración de la sala con una mezcla de suspicacia y deseo, a partes iguales.

Silar vio a Malus, y su expresión cambió de la desconfianza a la auténtica sorpresa.

—Cuando el capitán fue a buscarme, tuve la seguridad de que tenía que tratarse de un truco —dijo el joven druchii.

Malus se levantó y aceptó la formal reverencia de Silar.

—Bien hallado, Silar..., y tú, Arleth Vann —dijo el noble, que inclinó ligeramente la cabeza hacia el druchii encapuchado—. Aunque siento curiosidad por saber por qué ambos decidisteis venir.

—Tenía que asegurarme de que no nos seguían —replicó Silar, cuya expresión se volvió severa—. Sin duda, estás enterado de que se ofrece una recompensa por tu arresto. El vaulkhar no nos quita el ojo de encima, ni de día ni de noche, con la esperanza de que lo llevemos hasta donde estés.

Antes de que Malus pudiera responder, el capitán de la guardia avanzó un paso.

—Perdóname, temido señor, pero no deseo imponerte por más tiempo mi intrusa presencia. Si podemos concluir ahora nuestros asuntos, me marcharé.

—¿Intrusa presencia? No es para nada intrusa, capitán —dijo Malus con tranquilidad—. Me has hecho un gran favor, y esta noche eres mi invitado. —Hizo un gesto hacia los cojines—. Siéntate. Tenemos muchas cosas de las que hablar, y hace bastante tiempo que no cuento con compañía estimulante. —Clavó en el druchii una mirada dura y fija—. Insisto.

Los dos guardias de Malus se volvieron a mirar al capitán, y la cara del emprendedor druchii se puso pálida al darse cuenta de la trampa en la que se había metido.

—Yo...sí..., por supuesto —asintió con inquietud.

—Excelente —dijo el noble—. Lamento no estar en condiciones de ofrecerte la hospitalidad de mis propias habitaciones, capitán, pero supongo que mi medio hermano Urial ha descargado en ellas su frustración durante mi ausencia, ¿verdad, Silar?

Silar se volvió a mirar a Malus con la frente fruncida de preocupación.

—¿Quieres decir que no te has enterado?

El buen humor de Malus se desvaneció.

—¿Enterarme de qué?

Sin pronunciar palabra, Silar señaló el
hadrilkar
que le rodeaba el cuello. No era el de acero plateado con el que estaba familiarizado Malus, sino uno de plata pura que tenía labrado el sello del propio vaulkhar.

—Tu torre ha sido confiscada por tu padre, junto con todas las propiedades que había dentro —dijo Silar con voz grave—. Se ha quedado con tus guardias, tus esclavos..., con todo. Has sido desposeído, expulsado de la casa del vaulkhar.

2. El perjuro

—¿Desposeído? —A Malus le daba vueltas la cabeza al pensarlo—. ¿Por qué mi padre iba a hacer algo semejante?

—Es culpa tuya —replicó Silar sin más.

Los ojos del capitán se desorbitaron ante la irreflexiva sinceridad de Silar, y por su expresión quedó claro que esperaba que en cualquier momento la cabeza del joven saliera rebotando por las alfombras—. Te dije que torturar al rehén naggorita era una temeridad.

—¿A Fuerlan? —le espetó Malus—. ¿Qué tiene que ver ese sapo con nada de todo esto? Me puso las manos encima..., a mí..., en la Corte de las Espinas, y se atrevió a presumir de que me conocía. Estaba en todo mi derecho de matarlo por semejante afrenta. —El noble se cruzó de brazos y miró a Silar con ferocidad—. Sus tormentos fueron complejos e intrincados. Fueron un regalo. Si el estúpido tuviera algún sentido del honor, me daría las gracias por lo que hice.

—Salvo por el hecho de que Fuerlan es un rehén. Es propiedad del drachau, y el drachau es el único responsable de su castigo. —Silar abrió las manos ante sí—. ¿Es que no ves la trascendencia política del asunto? Es una afrenta a Naggor, como mínimo.

Malus le lanzó a Silar una mirada envenenada.

—Así que el drachau reaccionó mal ante la tortura de Fuerlan.

—Le ordenó a tu padre que te matara con sus propias manos —replicó Silar—. Supongo que fue lo mejor que se le ocurrió para evitar la cólera del Rey Brujo. Balneth Calamidad no tenía muchas posibilidades de exigir justicia si su más amargo enemigo ya había dado los pasos necesarios para solucionar el asunto.

Malus consideró el problema.

—¿Así que cuando el vaulkhar no me encontró en la ciudad, confiscó mis bienes?

Silar sonrió con tristeza.

—¿Recuerdas a los nobles que invirtieron en tu incursión esclavista, los que perdieron una considerable fortuna cuando los esclavos fueron asesinados fuera de Ciar Karond? Se unieron todos y reclamaron el pago de la deuda pocos días después de que te fueras. Y puesto que te habías marchado, pudieron presentarle la petición a tu padre. Saldó la deuda y te desposeyó de tus bienes para cubrir sus pérdidas. ¿Ahora ves lo que puede provocar un solo acto temerario?

—Ya lo creo que sí —replicó Malus con frialdad, al borde de perder la paciencia—. Y volvería a hacerlo en las mismas circunstancias. Es mi privilegio como noble, Silar. No lo olvides.

Silar inclinó la cabeza.

—Por supuesto, temido señor. Sólo deseo hacerte ver la profundidad del problema al que has regresado.

El noble rió amargamente.

—Está más embrollado de lo que tú sabes, Silar Sangre de Espinas. Pero, al menos, ahora no tendré que preocuparme por los asesinos del templo de Khaine, ya que mi padre ha saldado la deuda.

—No es así, mi señor —intervino Arleth Vann, cuyo agudo susurro se alzó desde las sombras del otro extremo de la sala. El antiguo asesino del templo buscaba la penumbra por instinto, por afinidad—. La deuda de sangre sigue vigente entre tú y el Señor del Asesinato.

—¡Pero eso no tiene ningún sentido! —gritó Malus, acalorado—. Mis antiguos aliados han cobrado la deuda; ¿por qué iban a continuar manteniendo a los sabuesos de Khaine tras mi rastro?

—Cuando los esclavos que transportábamos fueron asesinados hace meses, supusimos que tus antiguos socios habían contratado los servicios del templo para castigarte por tu fracaso —continuó Arleth Vann—. Creo que tal vez nos precipitamos demasiado al hacer esa suposición. Los nobles que escogiste para financiar la incursión fueron seleccionados específicamente por tener poca influencia, aunque fortuna y ambición moderadas. Y te aseguraste de que cada uno de esos nobles invirtiera la mayor parte de su influencia y fondos en la empresa, con el fin de garantizar la continuidad de su apoyo.

Malus sintió el deslizamiento de serpientes invisibles sobre su corazón.

—¡Qué red tan enmarañada has tejido, Darkblade! —dijo el demonio, riendo entre dientes—. Jamás he visto a una araña enredarse de modo semejante. Tal vez cometí un error cuando te escogí como salvador.

—¡Si dudas de mi capacidad, déjame y que la Oscuridad Exterior se te lleve! —siseó Malus, y luego se puso rígido al darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Silar se tensó y en sus ojos brilló un enojo reprimido, mientras que el rostro de Arleth Vann continuó pálido e implacable como una máscara. El noble avanzó con paso rígido hasta donde estaba la copa de vino y bebió un largo sorbo.

—¿Así que ahora crees que esos nobles nunca recurrieron al templo? —preguntó Malus con brusquedad.

—No, mi señor —replicó Arleth Vann—. Hice algunas indagaciones después de que te marcharas a los Desiertos, y parece que escogiste realmente bien a tus socios, ya que varios de ellos invirtieron más de lo que realmente podían permitirse y estaban al borde de la ruina cuando tu empresa fracasó. Aunque hubiesen reunido entre todos hasta la última moneda que les quedaba, no habría bastado para pagar la ayuda del templo. Algún otro es responsable de la deuda de sangre, y continúa manteniéndola incluso ahora.

Malus fue a beber otro sorbo de la copa, pero descubrió que ya la había vaciado. Con un esfuerzo supremo, controló el impulso de arrojarla al otro lado de la sala.

—Así que —dijo al mismo tiempo que dejaba la copa cuidadosamente en el suelo— después de haber regresado de un viaje de tres meses hasta los Desiertos del Caos llego a casa para encontrarme con que soy un proscrito, que la guardia de la ciudad tiene orden de arrestarme en cuanto me vea y que el drachau, mi padre el vaulkhar y, además, el templo de Khaine están intentando matarme.

Durante un largo momento, nadie habló. El capitán de la guardia dirigió una mirada anhelante hacia la puerta, sintiéndose repentinamente muy incómodo. Silar y Arleth Vann intercambiaron miradas.

—Eso... sería una valoración precisa —dijo Silar, vacilante—. Confío en que la expedición a los Desiertos haya salido bien.

—¿Muertos, mi señor? ¿Todos ellos? —Silar miró a Malus con expresión de conmoción y horror combinados.

Los sirvientes de la casa habían aparecido y se habían marchado tras dejar bandejas de comida especiada y más botellas de vino. Malus ya iba por la tercera copa. La calidez del vino parecía llenar la sensación de vacío de su pecho y detener el movimiento de los inquietos bucles del demonio que se le retorcían en el interior.

—Cuando partimos, sabíamos que el viaje no carecía de riesgos —dijo el noble, ceñudo, con la mente inundada por las inquietantes imágenes de la lucha librada en el exterior del templo.

—¿Qué había dentro del templo, mi señor? —preguntó Arleth Vann, que estaba sentado, con las piernas cruzadas, a la izquierda de Malus, con las manos cómodamente posadas sobre las rodillas. El antiguo acólito no había probado la comida ni el vino—. ¿Hallaste la fuente de poder que buscabas?

Vagamente, Malus sintió que Tz'arkan se movía dentro de su pecho. El noble se echó atrás al mismo tiempo que se llevaba la botella a los labios.

—Otra pieza del rompecabezas —replicó—. Allí había poder, pero aún no tengo los medios para ponerlo en libertad. Me faltan las llaves, y eso es lo que me ha traído de vuelta a Hag Graef.

—¿Las llaves están aquí? —preguntó Silar, con el ceño fruncido.

—Es posible que ya no existan siquiera —replicó Malus, sombrío—. Pero lo mismo pensábamos del templo en sí. Hay cuatro reliquias arcanas que debo desenterrar antes de que pueda poner en libertad el poder del templo, y dispongo de menos de un año para encontrarlas.

—¿Menos de un año? —preguntó el capitán de la guardia, intrigado a su pesar.

Cuando los sirvientes habían llegado, el capitán se había apropiado de una botella, pero por lo demás se esforzaba por no llamar la atención de nadie.

—Sí —respondió Malus, que reprimió una ola de irritación—. Si no logro desarmar las protecciones del templo en el plazo de un año, mi... derecho quedará anulado.

El noble oyó que la voz del demonio susurraba con tono burlón, pero el sonido era demasiado débil para oírlo por encima del zumbido que tenía dentro de la cabeza. Malus rió entre dientes.

—¡Si esto continúa, podría permanecer borracho durante los próximos nueve meses!

El silencio cayó sobre los druchii. Malus percibió las miradas de preocupación de Silar y Arleth Vann, y se dio cuenta de que había vuelto a pensar en voz alta.

—No deis importancia a mis murmullos —dijo el noble, a la vez que agitaba una mano con descuido—. He pasado demasiados meses a solas en los Desiertos, con nada más que mi propia voz por compañía.

Malus bebió otro sorbo, y luego se enderezó y dejó cuidadosamente la botella sobre la alfombra.

—El tiempo es de vital importancia. Debo acceder a una biblioteca arcana y comenzar a buscar referencias a esas reliquias, lo que significa que necesito contactar con mi hermana Nagaira. También significa que necesitaré agentes de confianza para que sean mis manos y ojos en el Hag y en cualquier otro lugar de la ciudad.

Silar asintió con la cabeza, mirando al suelo.

—No hemos olvidado los juramentos que te prestamos, mi señor —respondió—, pero ahora también debemos responder ante el vaulkhar.

—No es cierto —dijo el capitán de la guardia.

Malus alzó las cejas.

—¿Y cómo es eso?

El capitán de la guardia hizo una pausa momentánea para reunir sus pensamientos y extraer un poco más de valentía de la botella que sujetaba con las manos.

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