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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (16 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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La nube de espíritus envolvió la habitación entre parloteos y alaridos; bramaban como un coro de condenados. A través de la estancia reverberaron más órdenes arcanas, y los demonios descendieron sobre los aterrorizados esclavos. Malus vio que un humano que tenía cerca caía al suelo, retorciéndose; se había atragantado cuando uno de los espíritus se le había metido dentro a través de las fosas nasales y la boca. Al cabo de un momento, el humano comenzó a cambiar de color, y la piel se le fue tensando a medida que se le hinchaban los músculos. Las manos se le retorcieron y deformaron, y la piel se rajó y cayó para dejar a la vista pinzas manchadas de sangre formadas por hueso fusionado. Con un grito, Malus saltó sobre el esclavo poseído y le clavó la daga una y otra vez en los ojos y la garganta. Una pinza enorme le golpeó un lado de la cabeza y lo hizo volar por el aire.

Malus rodó hasta quedar de espaldas, y parpadeó para librarse de las estrellas que tenía ante los ojos mientras el esclavo poseído se ponía de pie. De los ojos destrozados y de una terrible herida que tenía en el cuello manaba icor púrpura, pero el demonio guió infaliblemente el cuerpo del esclavo hacia el noble caído. La criatura se detuvo ante él, chasqueando las pinzas, y Malus captó un destello de latón por encima de su cabeza cuando un ejecutor pasó corriendo y barrió el aire con la ensangrentada
draich
. La gran espada penetró en el bulboso torso del esclavo, al que le cortó las costillas como si fueran ramitas, y se introdujo profundamente en la columna vertebral de la criatura. El esclavo poseído cayó al mismo tiempo que contraatacaba, y aferró la cabeza protegida por el yelmo del ejecutor con una pinza de tamaño descomunal. Los espasmos agónicos de la criatura le arrancaron la cabeza al ejecutor, y en medio de una fuente de sangre, ambos cuerpos cayeron sobre el aturdido noble.

«Esto no está saliendo según lo planeado», pensó Malus mientras salvajemente apartaba a patadas los cadáveres. Tenía los ropones empapados en sangre y había perdido la daga. Con un pie, hizo rodar de costado el cuerpo del esclavo y cerró las manos sobre la empuñadura de la
draich
. Con una maldición y una contracción tremenda, la columna del cadáver se partió, y la larga hoja quedó libre.

En la sala resonaba el estruendo de la batalla. El caos reinaba en la oscuridad, donde ejecutores y poseídos se mezclaban en una arremolinada y confusa refriega. Rayos mágicos atacaban a guerreros y esclavos poseídos por igual, porque los suplicantes lanzaban sus hechizos indiscriminadamente hacia la masa de combatientes. No había manera de saber quién tenía la ventaja, pero Malus estaba seguro de que la superioridad numérica estaba a favor de los suplicantes.

Un rayo de fuego púrpura pasó rugiendo cerca de él, y en el destello de luz, Malus vio al hierofante, cuyas manos se movían en una complicada serie de gestos. El noble no podía adivinar qué estaba haciendo el sumo sacerdote, pero sabía que no tenía ganas de ver los resultados.

«Es hora de comprobar quién está realmente detrás de ese cráneo», pensó Malus con una sonrisa salvaje, y cargó hacia el hierofante por encima de los apilados cuerpos de los muertos.

El noble permanecía agachado, con la gran espada baja y a un lado para atraer la menor atención posible. Esperaba que uno de los esclavos poseídos le saltara sobre la espalda en cualquier momento, pero parecían tener la atención completamente ocupada por los ejecutores restantes. «Un error fatal», pensó Malus mientras se aproximaba a la presa.

Se acercó al hierofante desde la derecha, con las manos tensas sobre la empuñadura de la
draich
. Cuando se encontraba a dos pasos de la distancia de ataque, un borrón de movimiento que se produjo a su izquierda fue lo único que le advirtió que el ayudante del hierofante que tenía la daga se lanzaba hacia su garganta.

El instinto refinado en una docena de campos de batalla hizo que Malus apoyara el pie izquierdo para, pivotando sobre él, invertir el golpe de espada y dirigirlo hacia la cintura del ayudante. La daga del adorador descendió con rapidez y dejó una línea en la frente de Malus en el momento en que la
draich
le abría el vientre. Al caer, el ayudante se dobló por la mitad sobre la hoja y estuvo a punto de derribar a Malus. El noble apoyó un pie en un hombro del suplicante y tiró de la espada, y cordones de fuego puro le arañaron un lado de la cara cuando el segundo ayudante lo atacó con el azote.

El dolor estalló en el ojo derecho de Malus, que cayó de rodillas con una salvaje maldición. El azote volvió a restallar, y las puntas de plata le rasgaron la manga derecha y le penetraron profundamente en el hombro. Otro golpe en el lado de la cabeza lo derribó al suelo, y la empuñadura de la
draich
se le escapó de la mano. Malus cayó sobre el suplicante destripado y sintió el hedor de la sangre y las entrañas seccionadas del agonizante que sufría los últimos estertores.

El ojo izquierdo de Malus captó un destello metálico en el suelo, y el noble se lanzó hacia él cuando el azote le arañaba la espalda. La mano de Darkblade se cerró sobre la empuñadura de la daga de sacrificios del agonizante, y el noble rodó sobre la espalda a tiempo de ver que el adorador armado con el azote dirigía otro golpe hacia su cabeza.

Malus alzó la mano izquierda y paró un puñado de colas del azote con la palma. Rugió de dolor, pero aferró los tientos de cuero, tiró de ellos y derribó al suplicante, que cayó sobre la daga que el noble sujetaba con la punta hacia arriba. La hoja curva atravesó el esternón del adorador, le cortó en dos el corazón y se alojó contra la columna vertebral. Malus observó cómo el odio se desvanecía de los ojos oscuros del druchii, y apartó el cadáver a un lado.

A menos de dos metros de distancia, el hierofante continuaba ejecutando el enigmático ritual; estaba demasiado absorto en el intrincado hechizo como para reparar en la batalla a vida o muerte que se libraba en torno de él. Malus se frotó el ojo derecho con la manga del ropón, y se sintió aliviado al comprobar que aún podía ver a través de una espesa película de sangre. Cogió el pomo de la
draich
, la arrancó del cadáver, y luego, sin un momento de vacilación, hizo un barrido con la espada ensangrentada hacia la cabeza del hierofante.

En el último momento, Malus se dio cuenta de su error. Sin pensarlo, había dirigido el golpe hacia la parte anterior del cuello del hierofante, en lugar de hacerlo hacia la desprotegida parte posterior. La hoja penetró en el cráneo de macho cabrío que llevaba puesto el sumo sacerdote, lo rajó y se desvió ligeramente con el impacto. En lugar de decapitar al hierofante, le abrió un largo corte desigual en la garganta y el hombro derecho, y lo hizo rotar en una fuente de sangre brillante y fragmentos de hueso amarillento.

El hierofante cayó con una rodilla en tierra, mientras por el hocico destrozado de la máscara manaba sangre. Malus avanzó al mismo tiempo que echaba atrás la espada para asestarle un segundo golpe, y entonces el sumo sacerdote adelantó una mano con cicatrices y chilló una maldición burbujeante. Malus se vio rodeado de calor y trueno, y sintió que lo lanzaban por el aire. El impacto lo dejó sin sentido e hizo que la
draich
saliera girando de sus manos.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que la visión de Malus se aclarara. La mayor parte del ropón ceremonial había sido consumido, y le escocía la piel del pecho, los brazos y la cara a causa de quemaduras menores. O bien había recibido el ataque sólo de soslayo, o bien el hierofante no había logrado lanzar bien el hechizo. Malus se sentó, con un gemido, y vio que el hierofante entraba dando traspiés en la pequeña sala donde unas noches antes había estado el trono de cuerpos vivos. Malus recuperó la espada y se lanzó tras el sumo sacerdote, decidido a acabar lo que había comenzado.

Cuando llegó a la entrada de la sala, el noble se preparó para otra acometida mágica, pero en cambio descubrió que el hierofante atravesaba una estrecha arcada que había al otro lado de la habitación, una vía de escape anteriormente oculta por algún hechizo incorporado en la piedra. Cuando el sumo sacerdote atravesó la entrada, alrededor de ésta destellaron runas. De inmediato, las runas se encendieron con un brillo que hería los ojos, y Malus percibió el peligro que ardía dentro de ellas. Dio media vuelta y se lanzó de regreso a la cámara principal en el momento en que la puerta hacía erupción con un estallido de fuego púrpura y derrumbaba la pequeña sala en una lluvia de roca y tierra.

Un manto de polvo y un estremecimiento atronador barrieron la sala e hicieron tambalear a los supervivientes que aún luchaban en torno a la escalera de caracol. Malus se puso de pie y vio que la caverna estaba otra vez iluminada por globos de luz bruja que jóvenes iniciados del templo llevaban en el extremo de esbeltas pértigas. Los esclavos se desplomaban, heridos por las espadas de los ejecutores o haciéndose literalmente pedazos cuando los demonios que los poseían perdían fuerza y regresaban a sus malditos dominios.

Los suplicantes estaban muertos o agonizaban, y de los cuerpos manaba vapor provocado por ácidos que los quemaban desde la profundidad de terribles heridas. Pálidas sílfides salpicadas de sangre se deslizaban entre los adoradores, y la sangre fresca humeaba en sus espadas envenenadas. Llevaban suelto el largo cabello que ondulaba como una melena en torno a sus cuerpos desnudos. Malus sintió que se le cortaba la respiración ante la visión de las hermosas mujeres ultraterrenas que caminaban en silencio entre la carroña. Las
anwyr na Khaine
eran un espectáculo raro fuera del templo, pues sólo se las convocaba en tiempos de guerra o de gran necesidad. Sus espadas envenenadas y su salvaje destreza habían invertido claramente el curso de la batalla, y entonces buscaban entre los muertos más sangre que derramar en nombre del Señor del Asesinato.

Malus vio a Urial, que, rodeado por un séquito de ejecutores, contemplaba los cuerpos de los suplicantes desde una respetuosa distancia. Cuando las brujas elfas caminaban entre los muertos, nunca era prudente interponerse entre ellas y sus presas. El noble se apresuró a acudir junto al hermano, resbalando y deslizándose entre la confusión de carne cortada y desgarrada que sembraba el suelo de la sala.

—¿Dónde está Nagaira? —le preguntó Malus. Urial negó con la cabeza mientras sopesaba una hacha ensangrentada con la mano sana.

—Nuestra hermana no está entre los muertos.

Malus escupió una maldición.

—¡Debe de haberse escabullido escaleras arriba durante la batalla! ¡De prisa!

El noble corrió hacia la escalera y pasó a toda velocidad entre las brujas elfas mientras sentía que se le erizaba el pelo de la nuca cuando volvían su atención hacia él. Con los ojos cuidadosamente bajos, subió los escalones de dos en dos y de tres en tres, mientras se preguntaba cuánta ventaja le llevaría Nagaira y si los guardias aún estarían esperando en lo alto.

Pensó que ya era bastante malo que hubiese escapado el hierofante, pero después de que Nagaira había visto la profundidad de la traición de Malus, no se atrevía a dejar que también ella se le escapara.

Salió de la estatua ilusoria al centro de una tremenda batalla. El plan de ataque de Urial había sido salvaje y minucioso: mientras él y los ejecutores atacaban la cámara de iniciación a través de las Madrigueras, sus guardias personales habían destrozado la puerta de la entrada principal y habían atacado a los guardias apostados allí. Aunque la batalla del piso inferior se había ganado por muy poco, la que se libraba en la base de la torre aún estaba por decidir, dado que los bribones de Nagaira se encontraban en su propio territorio y eran más numerosos que los druchii invasores. Los guardias de la bruja se habían reunido en formación y habían empujado a los de Urial de vuelta hacia la puerta, al mismo tiempo que dejaban detrás un estrecho pasadizo que conducía hasta la escalera principal. Sin vacilar, Malus corrió hacia ella. El ascenso le pareció eterno. A lo lejos creyó oír el estruendo del trueno, pero sabía que era imposible que se produjera una tormenta en esa época del año. Pocos momentos más tarde, le pasó cerca un esclavo en llamas que corría en la dirección contraria, y cuyos gritos agónicos resonaron por toda la escalera mucho después de que desapareciera de la vista.

Sin darse cuenta, llegó a la sala de guardia situada justo debajo del sanctasanctórum, y se precipitó al interior de una humosa habitación que olía a pelo quemado y carne chamuscada. En el suelo yacían media docena de cuerpos; parecían muñecas de paja que hubiesen sido lanzadas por el aire por una repentina explosión violenta.

De pronto, unas figuras acorazadas lo acometieron desde la nube de humo, con las espadas manchadas de sangre preparadas para golpear. En el último momento, el guerrero que iba en cabeza detuvo la carrera y alzó una mano hacia los otros.

—¡Alto! —les ordenó Arleth Vann a sus hombres—. ¡Mi señor! Hemos estado a punto de confundirte con uno de los adoradores.

Malus se detuvo y jadeó para respirar en el aire fétido.

—¿Dónde está Nagaira?

Arleth Vann hizo un gesto con la cabeza hacia el techo.

—Mató a dos de los nuestros y a cuatro de los suyos con una especie de rayo, y continuó corriendo.

—¿Cuánto hace?

El guardia se encogió de hombros.

—Unos minutos, no más. Silar se llevó al resto de los hombres tras ella.

Malus asintió con la cabeza. Había esperado que sus hombres pudiesen atravesar el puente y tomar el sanctasanctórum durante el caos del ataque, pero las batallas tenían la virtud de desbaratar hasta los planes más sencillos.

—Bien hecho. Ahora, llévate a tus hombres de vuelta al otro lado del puente. Urial y sus acólitos llegarán aquí en cualquier momento.

Otro rayo estremeció el aire por encima de la torre, y esa vez hizo caer regueros de polvo del techo. Malus cargó escaleras arriba, mientras luchaba con una fuerte sensación de presagio.

La antecámara del sanctasanctórum estaba inundada de humo y luces arremolinadas. La doble puerta que conducía al estudio de Nagaira había desaparecido, para dejar sólo un agujero de bordes irregulares en la pared destrozada. Silar y sus hombres yacían en el suelo, con las armaduras humeantes. Varios estaban contorsionados de dolor y otros se veían inmóviles en medio de pilas de escombros.

Dentro de la antesala rugía un viento terrible que silbaba a través del agujero desigual que llevaba al sanctasanctórum, donde se agitaba una tormenta de luces multicolores.

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