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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (14 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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Malus rodó ligeramente en medio del aire para recibir el impacto contra la espalda acorazada. El golpe lo sacudió hasta los tuétanos y lo dejó sin aliento, pero en el instante en que se le aclaró la vista ya estaba rodando por el empedrado e intentando ponerse de pie. Se oían gritos de sorpresa y maldiciones entre dientes de los druchii que pasaban cerca, pero Malus no les hizo caso, ocupado en jadear y manotear a su alrededor en busca de la espada. Incluso entonces podía imaginar a los guardias de Urial corriendo por la rampa hasta el nivel del suelo, con las espadas preparadas.

Sin embargo, cuando el noble logró levantarse con pasos tambaleantes, no fue un guardia de cara de calavera lo que encontró de pie en la puerta abierta de la plaza, sino al propio Urial el Rechazado; tenía los ojos encendidos como latón fundido.

Al igual que Malus, Urial llevaba la armadura completa para visitar a Yasmir. De la cintura le colgaban dos espadas cortas y delgadas, que parecían más las armas de práctica de un adolescente que verdaderas armas de guerra. Envueltas en acero, sus deformidades resultaban casi invisibles, a menos que uno supiera qué mirar. No había nadie entre ellos; por un fugaz instante, Malus sintió la tentación de acometer a su deforme hermano y cumplir con el deseo de Yasmir allí mismo. Pero Urial alzó el brazo sano para señalar a Malus, y sus finos labios se movieron para pronunciar un silencioso encantamiento.

El noble dio media vuelta porque la mente, aterrorizada, lo impulsaba a huir a pesar de que sabía que ya era demasiado tarde. El dolor estalló en su cuerpo como una ola. Malus se tambaleó y abrió la boca en un silencioso alarido. Cada nervio, cada fibra del cuerpo le siseaba como hierro candente.

Vagamente, sintió que una presencia corría hacia él. Recuperó la voz para lanzar un gruñido bestial y acometió con la espada. El guardia fue pillado por sorpresa, y salió despedido hacia atrás con la garganta abierta. El noble se volvió y obligó a sus extremidades a moverse a tropezones, luego con movimientos bruscos, y después arrastrando los pies por la calle empedrada a la máxima velocidad de que era capaz.

Las calles del barrio de los Nobles hervían de grupos de sirvientes que se ocupaban de los asuntos de sus amos, con los brazos cargados de paquetes comprados en las tiendas de artesanos, que abundaban en la zona. Había pocos nobles por los alrededores; a una hora tan tardía, muchos de ellos ya se habían retirado al interior de las torres para prepararse para las diversiones que prometiera la noche. Pequeños grupos de guardias druchii y nobles menores recorrían las calles, ocupados con recados o tramando conspiraciones mentalmente.

El terrible dolor estaba desvaneciéndose. Malus jadeaba para respirar aire con pulmones que parecían llenos de esquirlas de vidrio. Los druchii se apartaban de su camino, muchos al mismo tiempo que se llevaban la mano a la empuñadura de la espada o escupían maldiciones a su paso. «Continúa adelante —pensó él—. Continúa adelante. Busca un séquito grande y mézclate en él; gira en una esquina, da con un callejón. Continúa adelante.»

Malus miró a su alrededor, frenético, para orientarse. Por pura buena suerte, se había encaminado en la dirección correcta al salir de la plaza; las torres del Hag se alzaban por encima de él a menos de cuatrocientos metros de distancia. Continuó corriendo, abriéndose camino a empujones entre grupos de esclavos apiñados, dando rodeos alrededor de grupos de druchii plebeyos, en busca de un grupo de nobles entre los cuales pudiera perderse. Justo delante había una esquina y un gran número de druchii acorazados. Estaba casi sobre ellos cuando se apartaron a izquierda y derecha para dejarle el paso libre..., y al grupo de acólitos del templo armados que corrían tras él desde más arriba de la calle.

—Madre de la Noche —jadeó Darkblade al mismo tiempo que abría más los ojos.

Sacó también la segunda espada de la vaina. Parecía que eran cerca de una docena de guerreros santos, ataviados con ropones rojo oscuro y plateados petos. Cada uno llevaba una brillante
draich
, la espada de ejecutor, a dos manos, que les gustaba a los guerreros de Khaine, y que blandían con terrible destreza. Las expresiones de los rostros resultaban feroces a la luz mortecina del atardecer, y Malus supo que su carrera estaba a punto de concluir.

—¡Malditos seáis todos! —les rugió Malus mientras alzaba las espadas con gesto desafiante—. Venid, pues, y derramad vuestra sangre sobre mi acero.

El noble preparó las armas en tanto los acólitos continuaban avanzando, y vio muerte en los ojos color latón de todos ellos. Entonces, un golpe seco impactó en la base de su cráneo, y el mundo se disolvió en un estallido de luz blanca.

El aire se estremecía con los aullidos de los malditos.

Una vez más, corría por una agitada llanura de tierra rojo sangre, mientras el cielo se arremolinaba y vomitaba ceniza y polvo de hueso desde sus profundidades. Lo rodeaban multitud de fantasmas que tendían manos nudosas hacia él y chasqueaban las mandíbulas. Ya tenía la armadura desgarrada y perforada en docenas de sitios, aunque de las frías heridas de debajo no manaba sangre.

La espada los atravesaba sin esfuerzo. Los gélidos cuerpos purpúreos y los deformes cráneos se convertían todos en vapor malsano cuando la hoja los cercenaba, y volvían a corporeizarse una vez que había pasado de largo. Lo máximo que lograba era despejar un sendero ante sí con cada golpe, mientras corría hacia una meta que comprendía sólo vagamente.

El horizonte que tenía delante era una vasta línea uniforme y oscura como el ladrillo viejo, que destacaba nítidamente contra el arremolinado cielo gris. Allí se alzaba una torre solitaria, cuadrada y negra, silueteada tanto contra el cielo como contra la tierra. Parecía hallarse imposiblemente lejos, y a pesar de eso, radiaba una solidez que estaba ausente del resto del extraño paisaje. Era una fuente de cordura en medio de una extensa llanura de demencia, y él luchaba por llegar a ella con el maníaco empeño de un hombre que se está ahogando. Sin embargo, por mucho que se esforzaba y por muchos pasos que daba, no se acercaba a la torre.

—¡Despierta, Darkblade! ¡Los hijos del asesinato se aproximan, y el momento de tu muerte está cerca!

Malus abrió los ojos, pero durante largos momentos no supo si estaba despierto. Había una bruma roja en el aire, una especie de rielar indistinto que desdibujaba la geometría de las paredes, las puertas y los techos. Incluso la solidez de los objetos parecía inconstante; en un momento la piedra oscura que lo rodeaba era densa y opresiva, y al siguiente, se volvía pálida y translúcida, iluminada al contraluz por una intensa luz roja. En el aire se oía un zumbido áspero y metálico. Si se concentraba en él podía distinguir voces: sedientas de sangre, exultantes, agonizantes.

Había dolor. Iba y venía con la cambiante solidez del entorno. Extrañamente, cuanto menos definidas se volvían las cosas, más intenso era el dolor. Se encontraba contra un lecho de agujas de latón de diferentes largos que lo mantenían casi erguido en el centro de una pequeña sala octogonal. Cada latido de su corazón hacía temblar a las decenas de finas agujas y le reverberaba en los huesos. Cuando las paredes se desvanecían y transformaban en humo, el dolor era indescriptible y lo dejaba jadeando cuando la realidad tangible volvía a su sitio. No podía moverse ni un centímetro; las agujas estaban diestramente situadas para paralizarle los músculos, y lo sujetaban como un espécimen vivo grotescamente expuesto.

Se encontraba de cara a una puerta doble, con goznes de hierro y ornamentos de latón. En la arcada, por encima de la puerta, había dos caras hechas de brillante plata. Se trataba de caras exultantes y bestiales, con cuencas oculares que eran vacíos negros y que, a pesar de eso, parecían tener conciencia. Miró esos agujeros sin fondo, y al instante, supo dónde estaba.

—¡Que la Oscuridad Exterior se te lleve, demonio! —dijo Malus, cuyas palabras salieron como un ronco susurro—. ¡Te quedaste en silencio mientras los hombres de Urial me rodeaban!

—Este hermano tuyo no es como tu celosa y egocéntrica hermana —replicó Tz'arkan con acritud—. Su visión es más aguda que la de la mayoría. Si hubiera percibido mi presencia, no habría escatimado medios para destruirte allí mismo, y ninguna ayuda que pudiese haberte prestado te habría servido de nada.

—Así que, en lugar de eso, me has puesto en su mano. ¿Has permitido que él y sus lacayos del templo me hayan arrastrado hasta la torre de Urial? ¡Nos encontramos ante el umbral del Reino del Asesinato! ¿Qué quieres que haga ahora?

—¡Quiero que te salves, estúpido! —La voz del demonio estaba más agitada de lo que Malus la había oído jamás. ¿Había miedo en esa voz?—. Urial y sus sacerdotes se acercan, Malus. Si te conducen al otro lado de la puerta que tienes delante, será el fin. No volverás a salir del lugar rojo al que te llevarán.

Los dientes de Malus rechinaron, y él se obligó a moverse, concentrando hasta la última pizca de su voluntad en retirar el brazo derecho del lecho de agujas. Se le hincharon las venas de las sienes y el cuello, y le tembló todo el cuerpo a causa del esfuerzo, pero el brazo no se movió. Cuando lo acometió la siguiente ola de tormento, el dolor fue tan intenso que tuvo la certeza de que le estallaría el corazón. El hecho de que eso no sucediera fue probablemente otra prueba de las infernales habilidades de Urial.

—¡Ahórrame los insultos y ayúdame, espíritu maldito! ¡Préstame la fuerza para vencer a estas malditas agujas, al menos! ¡No puedo marcharme si no puedo moverme!

—Me es imposible, Darkblade. Aquí, no. Es demasiado peligroso.

Malus logró reír con amargura.

—¿Demasiado peligroso? ¿Para quién?

Pero Tz'arkan no respondió. Las puertas se abrieron y los goznes gimieron de sufrimiento. En el umbral aguardaba un grupo de druchii empapados de sangre que llevaban cuencos y cuchillos de latón en las manos. Lenta y silenciosamente entraron en la sala, la mitad hacia la izquierda y la otra mitad hacia la derecha. A medida que lo rodeaban, la habitación se hacía cada vez más indistinta, y un dolor irresistible estalló en cada uno de los puntos que perforaban las agujas.

Urial fue el último en entrar en la sala, entonces abarrotada. Como los sacerdotes, vestía finos ropones blancos empapados en sangre fresca, de la que parecía desprenderse vapor en el aire cargado. Sin la cobertura de la armadura ni de ropones gruesos, no había nada que disimulara el flaco físico de Urial. Prominentes músculos como finos cables de acero recorrían el estrecho pecho huesudo y los hombros angulosos, y le conferían a la cara una apariencia aún más cadavérica de lo normal. El inservible brazo derecho permanecía agarrotado al lado. Aún más encogida que el resto del cuerpo, la mano derecha de Urial era una retorcida garra nudosa paralizada, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos curvados hacia dentro, como si se la hubiese quemado una llama desnuda.

El antiguo acólito de Khaine caminaba con una marcada cojera porque arrastraba el deforme pie izquierdo, pero tenía los ojos brillantes y se conducía con orgullo, como un rey en lugar de un tullido maldito. Mediante incisiones, le habían tallado runas en el pecho y los brazos. Llevaba el pelo blanco recogido en una gruesa trenza, que descansaba sobre su hombro derecho y le llegaba casi hasta la cintura. Un tercio de su largo estaba rojo de sangre. En la mano izquierda tenía una larga daga de hoja ancha, sobre la que había labrados temibles sigilos. Alrededor del arma había una bruma roja, como si del aire mismo se coagulara sangre en torno a su santificado filo. Espesas gotas rojas caían de la atroz punta del arma sobre el suelo de piedra.

La ola de dolor aumentaba con cada paso que daba Urial. Malus volvió a concentrar hasta la última pizca de su voluntad e inclinó la cabeza para saludarlo.

—Bien hallado, hermano —jadeó a través de los dientes apretados—. Constituye... un honor ser invitado a tu sanctasanctórum, pero no es necesario que organices semejante... espectáculo para mí.

Al rostro de Urial no afloró emoción alguna. Sus ojos contemplaron a Malus con la misma ausencia de pasión con que un sacerdote inspeccionaría a un esclavo al que va a sacrificar. Cuando habló, su voz fue resonante y áspera, como la nota penetrante de un címbalo o una campana.

—El honor es mío —dijo Urial sin el más leve rastro de modestia o compasión—. Para el Señor de la Espada no hay ofrenda más grandiosa que un pariente del propio santificado. He sido paciente y obediente en tu persecución, y ahora Khaine ha provisto al ponerte en mis manos.

—Bendito sea el Asesino —entonaron los sacerdotes.

—Yo... te he perjudicado, hermano —dijo Malus, cuya mente buscaba a toda velocidad una manera de distraer a Urial de sus mortíferas intenciones—. Y la sangre de tus propiedades está en mis manos. Quiero enmendarlo.

Urial se detuvo y frunció muy levemente el ceño.

—Lo harás —replicó, ligeramente divertido, al parecer—. Tu cabeza cortada descansará sobre una gran pirámide de cráneos, desde la que contemplarás con adoración la gloria de Khaine. Yo me ocuparé de que así sea.

—Bendito aquel que mata en nombre de Khaine —entonaron los sacerdotes.

—Pero... ¿no se dice que todos los guerreros contemplan el rostro de Khaine, llegado el momento?

Una vez más, Urial se detuvo.

—Sí, así es.

—Entonces, ¿qué necesidad hay de acelerar las cosas?

—Tú entraste violentamente en mi torre. Me robaste propiedades, mataste esclavos míos y profanaste mi sanctasanctórum con tu impura presencia —replicó Urial con voz ronca—. Y está el asunto de la deuda de sangre que tienes con el templo. Un juramento hecho ante el Señor del Asesinato no puede ser negado.

—Una llamada de sangre se responde con carne hendida —dijeron los sacerdotes.

—Pero se trata de una deuda que tú invocaste contra mí —protestó Malus—, y como tal, puedes retirarla si lo deseas. Fui engañado...

La expresión de Urial denotó entonces desconcierto absoluto.

—Yo no invoqué la deuda de sangre —dijo—. Fue Nagaira.

Durante un momento, Malus no pudo hablar. Luchaba para aceptar lo que había dicho Urial y comprender la plena envergadura del engaño que habían levantado a su alrededor.

—Madre Bendita —dijo para sí—, ha jugado conmigo a cada paso. Todo lo que dijo era mentira.

Urial asintió con gravedad.

—Es la costumbre de toda la carne: una senda de debilidad y engaño que se redime con la sangre del asesinato. —Avanzó al mismo tiempo que alzaba la daga—. Pronto conocerás la verdad, hermano. La bendición del acero borra todos los engaños.

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