Tormenta de sangre (40 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Tormenta de sangre
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El ascenso por la pared del acantilado fue largo y arduo. El sendero era empinado y estrecho, y los skinriders marcaban un ritmo implacable. A medio camino del ascenso, comenzaron a encontrar agujeros abiertos en la pared del acantilado, a menudo en grupos de dos o tres situados uno junto a otro, de los que salía espeso humo o niebla que olía a podredumbre. En una o dos ocasiones oyó un estruendo agudo, como de una fuente de aguas calientes, que reverberaba a través de la piedra.

Pasado un rato, el noble miró hacia la ensenada y la orilla circundante para distraerse. Vio más edificios abandonados, monumentos partidos e incluso podridos cascos de barcos, amontonados unos sobre otros a lo largo de los años. Las torres gemelas del dique marino se destacaban con nitidez contra un muro de niebla que se alzaba en todas direcciones hasta el oscuro cielo. Intentó calcular el tiempo transcurrido desde que habían atravesado la barrera. ¿Una hora? ¿Una hora y media? ¿A qué distancia se encontrarían los barcos de la flota? ¿El grupo de desembarco estaría ya en posición para bajar la cadena? «No hay manera de saberlo», admitió finalmente para sí. El tiempo era escurridizo a este lado de la niebla. No pasó mucho rato antes de que se diera cuenta de que lanzaba furtivas miradas hacia el mar abierto, temeroso de ver los altos mástiles y negras velas que significarían que la flota había llegado antes de lo previsto y se encaminaba al desastre.

Antes de que se diera cuenta, llegaron a lo alto del acantilado. El sendero describía una curva cerrada para adentrarse en una arcada que terminaba en una escalera de piedra semirruinosa. Percibió el peso de la ciudadela que se alzaba por encima de ellos, una pila de viejas piedras erigidas por manos enfermas y despellejadas, y unidas con sangre y hueso.

El aire estaba cargado del hedor a carne podrida. Desde más cerca, Malus vio que el cemento color herrumbre que se desmenuzaba estaba adherido a unos ladrillos lisos y vidriosos que podrían haber tenido diez mil años de antigüedad. Pasó la punta de los dedos por la superficie de uno de ellos, y sintió que un cosquilleo de poder le penetraba la piel. Algo despertó en el fondo de su mente, una sensación de familiaridad que no logró identificar del todo. Antes de que pudiera meditar sobre el asunto, la escalera giró a la izquierda, y Malus ascendió a un territorio de demencia absoluta.

La escalera daba al interior de la base de la ciudadela, o al menos eso sospechaba Malus, ya que no podía ver muro alguno desde el sitio en que se encontraba. El aire estaba cargado y húmedo, teñido por un resplandor verdoso que brillaba al otro lado de estrechas cortinas de piel cosida que pendían de algún sitio alto. Por la superficie de las brillantes pieles corrían regueros de sangre y bilis, cuyo palpitante flujo llamó la atención de Malus. Pasado un momento, cerró los ojos con fuerza y apartó la cara, incapaz de librarse de la sensación de que en el flujo de los pegajosos fluidos había una pauta que prometía conocimiento y poder si abría los ojos y lo miraba.

En el aire flotaban, como humo, nubes de moscas negras y azules, cuyo agudo zumbido hacía de contrapunto a un coro de desgarrados alaridos que resonaban en algún sitio de lo alto. Desde arriba caían gotas de sangre en cálida lluvia amarga sobre la cabeza y los hombros de los druchii.

Las cortinas de piel delimitaban espacios cerrados y estrechos pasadizos dentro de la ciudadela. Malus se preguntó si la estructura no sería un sitio vacío, en realidad, compartimentado por tapices de tortura y enfermedad. Las cortinas se mecían en una suave brisa y parecían querer llegar hasta los druchii que seguían a los skinriders a través del fétido laberinto.

Se volvió a mirar a Urial, que marchaba estoicamente detrás de él, con el hacha sujeta de través sobre el pecho como si fuese un cetro.

—¿Tienes idea de cuánto tiempo ha pasado desde que entramos en la niebla? —susurró Malus.

Urial negó con la cabeza.

—No lo sé con seguridad, pero tengo la sensación de que casi nos hemos quedado sin tiempo.

Malus asintió, y giró la cabeza a un lado y otro para intentar no desorientarse en el confuso laberinto de piel putrefacta.

—Yo tengo la misma sensación. —Le lanzó al antiguo acólito una mirada significativa—. Puede ser que tengamos que encontrar la salida por nuestra cuenta cuando las cosas se calienten.

Urial se encogió de hombros.

—Si nos encontramos en una audiencia con el jefe cuando lleguen nuestros amigos, tal vez podamos volver la situación a nuestro favor —susurró—, pero si llevamos aquí tanto tiempo como parece, ya deberían estar sonando las alarmas desde una de las torres del dique marino. Aún no hemos oído nada, y eso me preocupa.

El noble sintió que le recorría la espalda un escalofrío, la más débil y atormentadora caricia del Destino.

—Tanithra es una corsaria experta —replicó con rapidez—. Ni se sabe cuántas veces se ha escabullido al interior de torres de vigilancia en medio de la noche y ha degollado a los hombres que las guardaban.

—Tal vez tengas razón —dijo Urial, pero con expresión ceñuda—. Lo sabremos muy pronto.

Le pareció que avanzaban durante largo rato por los verdes corredores de piel, girando hacia uno u otro lado sin ritmo ni razón aparentes. Las gotas de lo alto les manchaban los hombros y las mangas de los ropones. Uno de los corsarios de Bruglir tropezó y se dobló por la mitad para vomitar violentamente. El resto de la procesión continuó adelante sin decir nada. Por mal que estuvieran las cosas, Malus esperaba que se pusieran mucho peor.

Al fin, la procesión se detuvo y se apiñó en lo alto de otra escalera de caracol. Ésta bajaba por la pared toscamente tallada de un pozo circular que se hundía en el acantilado. De las profundidades ascendía una columna de humo como las que salían de la pared e inundaba el interior de la torre con el nauseabundo hedor de la podredumbre. Al deslizarse entre los demás para situarse junto a Bruglir, Malus oyó golpeteos procedentes de lo alto que resonaban. En la luz verde destellaban trozos de vidriado ladrillo negro al caer al interior del pozo y rebotar de una pared a otra.

A un lado había un enorme hombre de Norsca acorazado, que apoyaba el hacha contra un hombro cubierto de malla. El mentón sin piel y los dientes blancos del pirata brillaron inquietantemente en la luz cuando habló.

—Nuestro señor aguarda abajo —dijo al mismo tiempo que señalaba con un dedo rematado por una garra. Hizo un ruido ronco que podría haber sido una risa entre dientes—. Presentadle vuestros regalos, druchii, y él os concederá un sitio de honor a su lado.

Una punzada de inquietud recorrió a Malus, pero antes de que pudiera considerar más atentamente la situación, Bruglir le lanzó al hombre una mirada desafiante y comenzó a bajar con rapidez y decisión por los goteantes escalones. Sin vacilar, Malus lo siguió y le dirigió una rápida mirada por encima del hombro para comprobar el avance del resto del grupo. Los corsarios de Bruglir se pusieron en marcha a continuación, no sin lanzarle miradas coléricas al noble por haberlos avergonzado sin darse cuenta. Urial fue el siguiente en bajar, cojeando con su pierna contrahecha, con un hombro pegado a la pared. Tenía los ojos fijos en la niebla y las profundidades de abajo, como si intentara discernir su origen.

Justo detrás de Urial, Malus vio que un skinrider se deslizaba entre las cortinas de piel y se inclinaba ante el guardia de Norsca. Los hombros del recién llegado subían y bajaban a causa de la agitada respiración, y le habló al alto guerrero con jadeos rápidos. Malus sintió que el corazón se le detenía por un segundo cuando el de Norsca se tensó y le lanzó una mirada acusadora. «Se terminó —pensó—. Acaba de enterarse de que han atacado la torre.» Pero justo cuando Malus se llevaba la mano a la espada, el de Norsca apartó a un lado al mensajero para echar a correr por donde éste había llegado, y el skinrider lo siguió a paso ligero.

«¿De qué iba todo eso?», se preguntó Malus. Tal vez los piratas se habían dado cuenta de que sucedía algo raro en una de las torres, pero no sabían qué era exactamente. «Pero el de Norsca sospecha», pensó. Urial lo miró a los ojos con una ceja alzada, y Malus le respondió con un encogimiento de hombros, para luego seguir bajando por la escalera.

Continuaban cayendo trozos de ladrillo de lo alto de la ruinosa torre; a veces chocaban contra la pared de piedra a una distancia lo bastante escasa como para regar a los druchii de polvo. Cuanto más descendían, más denso parecía el aire, hasta el punto de que Malus imaginó que los jirones de niebla habían adquirido vida propia. Giraban en torno a su cabeza y le tironeaban tímidamente de las pestañas con pegajosos dedos fantasmales; le apartaban los labios y se le metían por la garganta. Sentía que Tz'arkan se movía con enojo dentro de su pecho, como un oso acorralado en la cueva. Cada vez que la niebla parecía hacerse más densa dentro de sus pulmones, sentía que el demonio se hinchaba para dispersarla y expulsarla del cuerpo.

El descenso pareció durar una eternidad. Pasado un rato, el aire se estremeció con un sonido estentóreo, como el ardiente aliento de un dragón que surgiera de abajo. A Malus lo hizo pensar en los calientes géiseres que manaban hacia el cielo en la Llanura de los Dragones de Naggaroth, pero al descender más pudo oír otro tono subyacente bajo la potente exhalación de vapor. Había una curiosa nota aflautada que subía y bajaba de volumen, casi demasiado débil para oírla por encima de la sonora detonación de aire contenido. Parecía un sonido emitido por una docena de fuentes al mismo tiempo, y ascendía y descendía al unísono. A pesar de la viciada atmósfera, el tembloroso gemido lo heló hasta los tuétanos.

A medida que descendían, la niebla se volvía más densa, los rodeaba y hacía que les resultara difícil ver por dónde andaban. Malus daba traspiés, incapaz de ver dónde ponía los pies, mientras intentaba enfocar la borrosa silueta de los hombros y la cabeza de Bruglir. El noble dio otro paso... y se detuvo en seco al darse cuenta de que el descenso había acabado, por fin. Avanzó, vacilante, envuelto en fétidas nubes de pestilencia, hasta que la alta forma de Bruglir adquirió nitidez en medio de la niebla. El capitán tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y observaba con desconfianza el neblinoso entorno. Atisbo a Malus y, por un momento, pareció realmente aliviado. El sonido siseante —y el coro de lamentos subyacentes— resonaba atronadoramente contra las paredes de roca que los rodeaban.

Luego, sin previo aviso, la niebla onduló y después retrocedió bruscamente, como la bajamar, hacia un círculo irregular de luz gris que aumentaba en brillantez y definición a medida que disminuía la niebla. Pasado un momento, Malus se dio cuenta de que el círculo era una de las toscas aberturas que había visto en la pared del acantilado. Se había levantado un fuerte viento que barría el acantilado y, de momento, se llevaba el vapor.

Cualquier sensación de alivio que pudiese haber experimentado el noble, se desvaneció en un instante al ver qué habían ocultado las nieblas. Junto a Malus, Bruglir retrocedió con una sobresaltada maldición.

Se encontraban dentro de una oquedad natural del interior del acantilado, con un suelo irregular pero relativamente horizontal de casi ochenta pasos de ancho. En el centro de la cámara había un agujero circular de aproximadamente quince pasos de diámetro. El vapor ascendía en bocanadas de una espesa superficie hirviente, roja y amarilla. En el horrendo estofado se agitaban y giraban brazos, piernas y cabezas calvas; los dedos inertes parecían mecerse al ascender y descender las manos con cada escape de gases contenidos. El gangrenoso aire que flotaba sobre la masa hervía de moscas, cuyo zumbido se perdía en las reverberantes voces del pozo.

Con creciente revulsión, la conmocionada mente de Malus se fijó en cada detalle del monstruoso contenido del pozo, y una pequeña parte de él se dio cuenta de que era un estofado de cuerpos en fusión que habían echado dentro a centenares para dejarlos fermentar en el vapor. La superficie se hinchó para dejar escapar una erupción de gas fétido, y el noble vio que las cabezas que flotaban en la superficie de la masa se echaban atrás sobre cuellos que se fundían, y gemían. Las voces eran el origen de aquella terrible sinfonía de dolor que ascendía con el vapor, y el noble quedó pasmado de asombro y horror ante la visión.

—¡Madre de la Noche y Dragones de las Profundidades! —susurró Bruglir—. ¿Qué monstruos son éstos?

—Suplicantes de los Poderes Malignos —replicó Malus con tono grave—. Adoradores del Dios de la Pestilencia y la Podredumbre. Lo sabías desde el principio, Bruglir. Tú mismo lo dijiste.

—Sí, pero... —La voz del capitán se apagó mientras él intentaba asimilar la enormidad de la escena que tenía delante—. Nunca imaginé...

La superficie del pozo volvió a hincharse, pero esa vez no fue debido a la hirviente presión del vapor que había debajo; la carnosa piel del estofado humano se tensó como una membrana cuando una poderosa figura se alzó de las profundidades ante los pasmados druchii. Malus observó cómo la masa de piel y huesos transformados en gelatina envolvía como una capa una musculosa figura de anchos hombros. Capas de piel amarillo verdoso se estiraron en los extremos de enormes cuernos curvados hacia abajo, y luego se rasgaron para dejar un agujero que se posó alrededor de la coronilla de la criatura como una de las toscas capuchas de los skinriders. Dos verdes puntos de luz ardían donde la criatura debía tener los ojos, y la carne de la capucha corrió por las oscuras mejillas en una parodia de lágrimas.

El jefe de los skinriders alzó los poderosos brazos, de los que colgaban mangas de piel y hueso, y volvió los ardientes ojos hacia los druchii. Malus contempló la funesta mirada, y comprendió que la criatura que tenía delante podría haber sido un hombre hacía mucho tiempo, pero entonces el cuerpo estaba poseído por un cruel demonio. Tz'arkan también reparó en ello, y esa vez Malus sintió que el demonio retrocedía cautelosamente ante esa nueva amenaza.

—Avanzad.

La voz del demonio era como el estertor de muerte de un dios, como el sonido de la sangre y el pus encharcados que burbujean en una herida enconada. A Malus se le encogieron las entrañas al oírla, y oyó que Bruglir gemía de consternación al avanzar un convulso paso, y luego otro. Malus también sintió la fuerza de atracción, aunque más como algo distante y terrible que como un puño de hierro que desafiaba toda resistencia. Oyó que el resto del grupo daba vacilantes pasos hacia el demonio, y prefirió imitarlo antes que revelarle su ventaja al jefe.

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