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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (39 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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—Aún no —replicó Bruglir—. Posiblemente, esperarán hasta el último momento. —Señaló las torres del dique marino—. Es probable que estén preguntándose qué hacemos aquí, e intentando encontrar a alguien que reconozca el barco.

A Malus no se le había ocurrido que los hombres que hacían guardia en la torre podrían no conocer el barco capturado y cerrarle el paso como medida preventiva básica. El pensamiento era tan absurdo como aterrador.

—¿Crees que pueden darse cuenta de que no somos skinriders?

Bruglir rió entre dientes.

—No, a menos que se hayan pegado ojos de halcón en la cabeza. Nos conocerán por la forma de las velas y del casco, y eso es todo. —Hizo un gesto con la cabeza hacia los grandes barcos que estaban anclados en la ensenada—. De todos modos, las cosas se pondrán interesantes cuando tengamos que pasar por esas baquetas.

Ya casi habían llegado a la entrada. Malus miró hacia la torre de babor. Desde esa distancia, podía ver lo tosca que era la construcción. Habían caído trozos de la muralla circular y del revestimiento del edificio, y la parte superior de la ciudadela era desigual. Sin embargo, los puestos de disparo de lo alto de la torre parecían bien construidos y perfectamente situados para hacer blanco en los barcos que llegaban a la ensenada. No podía ver las achaparradas catapultas ni las pilas de piedras cuidadosamente acumuladas, pero sabía que estaban allí. En las ventanas de la ciudadela brillaba una luz pálida.

—¡Allí!

Bruglir señalaba hacia la oscuridad que se extendía ante ellos. Malus siguió la dirección del gesto, pero lo único que vio fue olas hinchadas y más sombras.

—Alguien debe de habernos reconocido. Están bajando la cadena.

El barco capturado pasó entre las torres y entró en la ensenada. Como se hallaban ya al otro lado del dique marino, Malus pudo atisbar los descomunales eslabones de la cadena que iban de una torre a otra, ya que el metal engrasado aún brillaba dentro del agua mientras descendía hacia las profundidades. Una vez más, le llamó la atención la naturaleza de la construcción de las torres. Suponía que los skinriders habían hallado el camino de acceso a la isla, visto que el dique marino carecía de defensas, y habían hecho lo posible por rectificar el problema. Tenía que admitir que era una obra tosca aunque eficaz, pero ¿de dónde habían sacado el material para erigirla?

Órdenes dadas en sordina desde el timón pusieron a trabajar a los masteleros, que arriaron las velas para reducir la velocidad del barco. Bruglir posó una bota sobre la borda y se inclinó hacia adelante, con los brazos apoyados sobre la rodilla flexionada mientras estudiaba la costa.

—Esos barcos grandes tienen demasiado calado para acercarse más a la orilla, pero nosotros deberíamos poder amarrar en alguna parte, si encontramos un muelle.

Ya estaban acercándose a los barcos skinriders más próximos, dos grandes buques de guerra imperiales, con viejas culebrinas de latón de boca grande como fauces de dragón a proa y popa. Malus se preguntó si los skinriders aún tendrían pólvora para esos enormes cañones, y si todavía podrían disparar sin estallar en pedazos. En caso afirmativo, el daño que causarían sería espantoso.

Por la cubierta principal del barco se movían figuras encapuchadas que arrastraban los pies hasta la borda y se asomaban a mirar a la nave pirata más pequeña, que pasaba de largo. Los druchii no intentaron ocultarse, y Malus imaginó que oía gritos de consternación en la cubierta del enorme buque que iba quedando atrás.

La armada de los skinriders se encontraba dispersa a lo ancho de la ensenada para que los barcos guardaran entre sí una distancia suficiente que les permitiera zarpar sin riesgo de colisión. Tanithra condujo el barco más allá de los dos navios imperiales más viejos, y continuó en un curso aparentemente sinuoso para esquivar a un guardacostas bretoniano y dos flechas tileanos, cuyas cubiertas estaban erizadas de apretadas hileras de toscos lanzadores de virotes. Bruglir avistó un muelle de piedra situado en el extremo más lejano de la ensenada, y le gritó órdenes a Tanithra. Las claras, nítidas órdenes en idioma druchii provocaron un coro de sobresaltados gritos en las naves cercanas. Instantes después, un cuerno de Norse tocó una inquietante nota gimiente desde la cubierta del barco más cercano, sonido que pronto fue recogido por todos los otros barcos de la ensenada, como lobos que respondieran a un aullido.

Gritos y alaridos farfullados resonaron por la ensenada cuando los tripulantes skinriders salieron como hormigas de debajo de las cubierta y corrieron a echarle una mirada al intruso que pasaba ante ellos. Muchos llevaban faroles que brillaban con pálida luz, y en el enfermizo resplandor Malus vio que aquellos piratas no sólo carecían de piel, sino que estaban monstruosamente hinchados y gangrenados, con el cuerpo deformado por el poder corruptor del vil dios al que adoraban. En el aire, por encima de sus cuerpos putrefactos, zumbaban nubes de insectos impelidos a una actividad frenética por el nerviosismo de los skinriders. Los oficiales —o lo que Malus supuso que eran oficiales— les gritaban órdenes a los pestilentes tripulantes para que volvieran al trabajo. Hinchadas figuras de largas extremidades trepaban por los aparejos de los barcos como desgarbadas arañas, hacia los nervios que sujetaban las andrajosas velas.

—¿Van a levar anchas? —se preguntó Malus en voz alta. Bruglir negó con la cabeza.

—Es improbable. Supongo que sólo quieren estar preparados por si los llaman a la acción.

—Así que reaccionarán mucho más rápidamente cuando lleguen tus barcos —dijo el noble, ceñudo, y le sorprendió la risa de Bruglir.

—Créeme: una vez que caiga la cadena, seremos como lobos entre ovejas. Podríamos decirles ahora mismo que la flota viene hacia aquí, y no cambiaría nada. Dentro de dos horas, esta ensenada estará ardiendo de punta a punta, y nosotros sacando oro a toneladas de sus cámaras de tesoros. —Los oscuros ojos del capitán destellaron de avaricia, y Malus sonrió.

El barco pirata capturado viró lentamente para dirigirse hacia el muelle. Estaba hecho de piedra tallada, mucho mejor construido que las ruinosas torres de los skinriders, y Malus se preguntó quién lo habría erigido. ¿Cuánta gente se había apoderado de esa isla en los miles de años transcurridos desde la llegada de Eradorius? Por primera vez, experimentó un verdadero temblor a causa de la duda. ¿Y si la torre ya no existía y al ídolo se lo había llevado, hacía mucho tiempo, algún marinero emprendedor?

Esa terrible ensoñación fue interrumpida por un rugido que reverberó desde la orilla. Una multitud de skinriders había corrido hasta el largo amarradero; blandían armas corroídas para bramarles un reto a los corsarios que arribaban. Por encima de la muchedumbre, en el extremo de largas pértigas, se bamboleaban faroles que daban parpadeante relieve a los rostros enfermos.

Bruglir miró a Malus, y en sus labios apareció una ancha sonrisa.

—Nos ofrecen una bienvenida digna de un rey —dijo con sequedad—. Me pregunto si habrá esclavas y garrafas de vino.

Malus y los corsarios que se encontraban cerca rieron, y todos cobraron ánimo al oír el sepulcral sonido. Antes, la actitud de Bruglir hacia el plan había sido diferente; pero en ese momento, con el enemigo delante, se había animado, impertérrito ante el peligro, y sus hombres reaccionaban de modo afín. Fue una revelación que a Malus le causó sorpresa y amarga envidia.

El barco pirata se detuvo junto al muelle, y Bruglir se volvió a mirar a sus hombres.

—¡Echad los cabos y amarrad! —ordenó.

Los hombres obedecieron de inmediato. Gruesas cuerdas cayeron por babor, y las siguieron los corsarios con ágil seguridad, sin hacer caso de la frenética multitud que les bramaba desde pocos metros de distancia. El capitán sonrió, satisfecho de la valentía de sus hombres.

—¡Preparad la plancha! —gritó.

Se oyó un rechinar de cuerdas adujadas, y la cubierta se meció cuando el barco se detuvo contra el muelle. Casi de inmediato, la plancha bajó con estruendo de cadenas y un golpe, y Bruglir se puso en marcha, lo que obligó a Malus a apretar los dientes mientras lo seguía con pasos lentos y dolorosos. Urial administró las últimas bendiciones, recogió el hacha y se unió a ellos, mientras sus enmascarados guardias entraban en formación a su alrededor como una bandada de cuervos meditabundos. En la plancha ya esperaban tres corsarios fuertemente armados, preparados para dar escolta al capitán.

—Tani, quedas al mando del barco —gritó Bruglir—. Ya sabes qué tienes que hacer.

Tanithra no dijo nada, y observó la marcha del capitán con el ceño fruncido de resentimiento. «Adiós, Tanithra —pensó Malus—. Quiera la Madre Oscura que no volvamos a vernos nunca más.»

El noble descendió con precaución por la plancha que rebotaba. Bruglir y sus hombres ya estaban a medio camino del muelle, por lo que se vio obligado a cojear con mayor rapidez para darles alcance.

Malus reparó en un movimiento similar en el otro extremo del muelle. Evidentemente, alguien de alta graduación había hecho valer su autoridad sobre la muchedumbre, porque los gritos habían cesado y todos se apartaban para dejar pasar a una figura alta que iba flanqueada por un puñado de guardias. Al aproximarse la figura a los druchii que estaban sobre el muelle, Bruglir también comenzó a avanzar con la intención de reunirse con el skinrider a medio camino. En cuanto se encontraron al alcance auditivo de un grito, Bruglir dijo algo en un áspero idioma gutural, y Malus se sorprendió cuando el skinrider respondió en un druchii con fuerte acento.

—No te humilles intentando hablar nuestra lengua —dijo el skinrider con una voz de áspero sonido burbujeante y ronco.

El pirata iba ataviado con un grueso pellejo que a Malus le recordó las escamas de los gélidos, toscamente cosido en torno a la musculosa estructura de anchos hombros. Sobre el pellejo, el skinrider llevaba un pesado plaquín de malla que le llegaba a las rodillas, y las manos sin piel aferraban una enorme hacha de doble filo. Un manto de lana negra con voluminosa capucha cubría la cabeza del pirata, que quedaba casi completamente oculta en sombras. Cuando el skinrider habló, Malus vio que en la mandíbula se le movían músculos brillantes, y que los labios desgarrados dejaban ver dientes puntiagudos.

—Puedo entender bastante bien vuestros patéticos maullidos.

Bruglir miró al hombre con ojos altivos y feroces.

—¿Hablas en nombre de tu jefe, skinrider? Porque no he navegado miles de leguas para que me reciba en la orilla un grupo de sus perros falderos.

La mandíbula del skinrider se estiró en lo que Malus tomó por una sonrisa.

—Es buena cosa que mis hombres no puedan entender tus gimoteos. Te harían pedazos por decir algo así.

—En ese caso, explícaselo, despellejado, o ahórrame tus vacuas amenazas. He venido con una cuantiosa oferta para tu señor.

—Dime de qué se trata, y yo decidiré si merece la atención de mi señor.

—Los perros no tienen nada que hacer en los asuntos de sus amos —se burló Bruglir—. Llévame ante él y habrás cumplido con tu cometido.

—¿Crees que soy tan estúpido como para permitiros llegar a presencia de mi señor?, ¿a una manada de asquerosos elfos oscuros traicioneros que no son dignos de lamer las excreciones de los pies de mi señor?

Bruglir se le rió al hombre en la cara.

—¿Es que tanto les teme tu gran jefe a una docena de druchii? —El capitán avanzó un paso—. ¿Es que todas las leyendas que hablan de los skinriders no son más que cuentos para dormir, destinados a asustar a los blandos niños humanos?

El skinrider rugió de cólera, con la intención de alzar la pesada hacha, pero Bruglir lo inmovilizó con una sola mirada.

—Levanta una mano contra mí, especie de babosa, y será el último error que cometas en tu vida —dijo.

Entre ambos se prolongó un tenso silencio. Al fin, el skinrider bajó el hacha.

—Sigúeme —gruñó.

Dio media vuelta al mismo tiempo que les bramaba una orden a los hombres que se encontraban al final del muelle. Bruglir lo siguió con el ceño desdeñosamente fruncido, pero a Malus no se le pasó por alto el frío destello de triunfo de sus ojos.

«Saboréalo mientras puedas», pensó, y siguió a su hermano como un fantasma, mientras sonreía secretamente al observar el despliegue de su plan.

«Representas bien tu papel, hermano —pensó Malus cuando comenzaron el largo ascenso hacia la fortaleza del acantilado—. Pero olvidas que yo soy el autor, y ésta es una obra escrita con sangre.»

22. Cae la oscuridad

Aquella ciudadela estaba construida sobre los huesos de los muertos.

Desde el muelle situado en la base del acantilado, los skinriders condujeron a los druchii a través de una desierta aldea de casas de piedra de paredes cubiertas de musgo, cuyos tejados se habían convertido en polvo hacía muchos siglos. Tenía la apariencia de un cementerio, con las estructuras de piedra dispuestas en ordenadas hileras como si fueran túmulos, y dejadas a merced del paso del tiempo. Mientras caminaban por las estrechas callejas que separaban los edificios, Malus reparó en la quietud y el silencio del ambiente; ni un soplo de viento ni un sonido animal perturbaban la fúnebre calma. Puertas abiertas y ventanas vacías parecían llamarlos al pasar, tentarlos con antiguos misterios ocultos en sus abismales sombras. Al noble le pareció sentir miradas invisibles que lo escrutaban desde esos edificios en ruinas: la inexpresiva, implacable mirada de fantasmas inquietos que aguardaban en la oscuridad el fugaz calor de un mortal demasiado curioso.

Más allá de la aldea encantada había un amplio campo ligeramente inclinado que en algún momento del pasado había sido despejado de árboles, ya que Malus vio docenas de pequeñas elevaciones de tocones de árbol muy viejos que se alzaban entre la hierba y los arbustos bajos. El campo era atravesado por un sendero que se bifurcaba al otro lado. El de la izquierda subía por la pared del acantilado en una serie de curvas cerradas que llegaban hasta la ciudadela, mientras que el de la derecha conducía a las puertas de madera de una empalizada de troncos construida contra la base del propio acantilado. Por los troncos de la empalizada trepaban enredaderas, y en las rendijas que los separaban crecía musgo. Las estrechas saeteras de las dos torres de las esquinas, y las ventanas del cuerpo de guardia que se alzaba detrás de la empalizada estaban tan negras y vacías como las de la aldea, pero allí la negrura exudaba un odio maligno y abyecto. Incluso los skinriders pasaron a buena distancia de la abandonada estructura, y Malus volvió a preguntarse cuántos otros viajeros del mar habrían llegado a la isla a lo largo de milenios, en busca de fortuna o de un refugio seguro, para encontrar sólo locura y destrucción.

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