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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (43 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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Malus se volvió a mirar a Hauclir.

—¿Adonde..., adonde ha ido mi hermana?

El guardia señaló hacia arriba.

—Ha subido como una bocanada de humo en busca de más piratas que matar, supongo. Esos ojos que tiene estaban hambrientos.

Urial gimió cuando lo levantaron.

—Tú has mirado esos ojos —dijo con la mirada fija en Malus—. ¿Qué viste?

El noble comenzó a responder, y luego lo pensó mejor. Finalmente, se limitó a encogerse de hombros.

—Llanuras de latón y ríos de sangre —dijo—. Vi muerte. Nada más ni nada menos.

Hauclir alzó una mano.

—Espera. ¿Qué es ese ruido?

Malus miró al guardia y se esforzó por percibir el sonido del que hablaba. Pasado un momento, lo oyó; era un coro de lamentos aflautados que flotaban en el viento, por encima de la protegida ensenada.

—Cuernos —dijo—. Nuestra flota ha llegado y navega hacia la muerte.

24. Al otro lado del río del tiempo

Surgidas de la superficie del mar gris como alas de cuervo alzadas al aire, las negras velas de la flota druchii que se lanzaba sobre los barcos de los skinriders refugiados en la pequeña ensenada destacaban en marcado contraste contra el neblinoso horizonte. Malus y Hauclir, de pie en la irregular abertura de la pared del acantilado, observaban los frenéticos movimientos de los piratas, que se preparaban para la acción en las cubiertas de los barcos anclados. Las enormes naves barrigonas no estaban destinadas a duelos cuerpo a cuerpo cerca de la orilla; a pesar de su gran capacidad de navegación y superioridad numérica, estaban casi indefensas en esa situación, como ovejas ante una ágil manada de lobos. Salvo, claro está, por la cadena que cerraba la ensenada.

Malus golpeó con un puño la pared de roca.

—¡Sin duda, pueden ver que la maldita cadena aún no ha bajado!

El guardia asintió con el ceño fruncido.

—Es muy probable que sí, y que esperen que la dejemos caer en el último momento, para sorprender más a los piratas.

Pero eran los druchii los que se encaminaban hacia una brutal sorpresa. Con viento de popa, se verían empujados hacia la pesada cadena de hierro e inmovilizados allí, mientras los hacían pedazos las catapultas de las torres del dique.

Con cuidado para no descargar peso sobre la pierna dolorida, Malus se asomó fuera del agujero. A cien metros más abajo vio la aldea abandonada que se alzaba cerca de la orilla, y que entonces hervía de hordas de skinriders que habían respondido a la llamada de los cuernos. El noble estudió las paredes de piedra de ambos lados, y comprobó la fuerza del viento. Allá abajo, en el campo abierto que se extendía entre la aldea y la empalizada, vio una humeante figura que aún lamía la lengua de alguna llama de color esmeralda.

—No se puede bajar por aquí —gruñó—. Y aunque pudiéramos, las torres de la cadena están al menos a tres o cuatro kilómetros de distancia. No llegaríamos a tiempo.

—Es una lástima que no podamos cabalgar sobre rayos verdes como los skinriders —comentó Hauclir, pesaroso. Miró los humeantes restos del jefe que yacían abajo—. Aunque a él no parece haberle funcionado muy bien, la verdad.

Malus se puso rígido.

—No sobre un rayo, tal vez, pero... —Se volvió a mirar a Urial—. Necesitamos llegar a la torre del otro lado de la ensenada. ¿Qué me dices del hechizo que usaste para transportarnos hasta el
Saqueador
!

Urial se apoyó, cansado, en el hacha. La sangre y la magia que había bebido el arma se habían consumido casi por completo, y el druchii estaba pálido y exhausto. Negó con la cabeza.

—Lo que yo hice fue construir un puente —dijo con una voz que era poco más que un susurro—. Necesito una resonancia de la destinación. La vez anterior, usé la conexión de Yasmir con Bruglir para salvar la distancia...

—¿Necesitas una resonancia?, ¿una conexión? —Malus, cojeando, atravesó rápidamente la cueva y recogió un pequeño objeto que había en el suelo. Cuando lo alzó, se vio que era un trozo de ladrillo vidriado—. Todas esas torres están hechas con los mismos ladrillos reaprovechados. ¿Bastaría con esto?

Urial cerró los ojos para concentrarse en el problema.

—Tal vez —dijo al fin—. Sí, es posible. Pero también necesitaré un marco..., un círculo cerrado por el que podamos pasar.

Malus frunció el ceño mientras recorría la caverna con los ojos. Finalmente, señaló la abertura de la pared del acantilado.

—Usa eso. Y hazlo de prisa... El tiempo se agota.

Urial estudió la abertura irregular con expresión de incertidumbre.

—La geometría es defectuosa —dijo—. No puedo garantizar que el hechizo salga bien. Si falla, lo atravesaréis y caeréis hacia la muerte.

—¡La alternativa es quedarnos varados aquí! —le espetó Malus—. Los skinriders hundirán o capturarán a todos los barcos de nuestra flota; peor aún, matarán a todos los druchii que los tiburones no atrapen antes. No tenemos alternativa.

Enfrentado con eso, Urial asintió rápidamente y les espetó órdenes a los supervivientes, para luego cojear hasta la abertura. Los guardias rebuscaron entre los cuerpos hasta encontrar la cabeza decapitada del guerrero de Norsca, y se la llevaron a su señor. Urial cogió el horripilante trofeo, lo inspeccionó como un sirviente que compra un melón en el mercado, usó el hacha para cortar el cráneo en dos, y arrojó a un lado la parte inferior. Luego, le entregó reverentemente el hacha a uno de los guardias, y se puso a trabajar; metió los dedos en la caja craneal del norse y trazó signos rojos en torno al borde de la abertura. Cuando acabó, tendió una mano para que le entregaran el trozo de ladrillo. Malus se lo dio y luego miró a su magro destacamento. Los dos supervivientes del séquito de Urial estaban ilesos, y Hauclir, a pesar de haber tenido que ocultarse bajo una fétida sobrevesta de skinrider, no parecía hallarse en peores condiciones. El corsario superviviente había pasado largos minutos susurrando sobre el cadáver del capitán, antes de levantarse en silencio y ocupar un sitio dentro del grupo.

«Seis hombres para tomar una ciudadela», pensó. De algún modo, tendría que bastar.

Urial alzó el trozo del cráneo del hombre con ambas manos y comenzó a salmodiar. Al principio, no sucedió nada. Luego, un solo jirón de tembloroso vapor se alzó de la caja craneal y flotó hacia la abertura, como atraído por el viento. El jirón aumentaba y disminuía de intensidad mientras extendía sangre y sesos por la pantalla mágica hasta que, comenzó a brillar una fina película roja sobre la abertura.

Malus frunció el entrecejo. Había algo que no tenía el aspecto correcto. Para empezar, aún veía claramente el mar gris que se extendía más allá de la débil membrana.

—¡De prisa, ahora! —siseó Urial, con voz tensa—. ¡No puedo mantenerlo por mucho tiempo!

El noble sintió un estremecimiento de pavor. Una cosa era hablar temerariamente de un salto a ciegas hacia la muerte o la gloria, y otra muy diferente era encontrarse ante ese último paso trascendental. Luego se le ocurrió otra idea. ¿Y si el hechizo no era más que una ilusión? ¿Y si Urial veía eso como una oportunidad para eliminarlo?

—¿Estás seguro de que se ha establecido el puente? —preguntó.

—¡Claro que no estoy seguro! —le contestó Urial—. ¡Daos prisa!

«No hay tiempo para dudas —pensó Malus mientras desenvainaba la espada ensangrentada—. Si el hechizo no funciona, probablemente estaremos muertos de todas formas.»

Inspiró profundamente, se lanzó a la carrera con los dientes apretados a causa del dolor de la pierna y saltó.

Dio un traspié por una palpitante llanura de sangre, bajo un colérico cielo rojo. Los aullidos de los condenados lo ensordecían. Malus miró por encima del hombro y vio una torre a lo lejos, justo antes de que lo bañara una ola de frío lacerante...

Malus cayó y rodó sobre un suelo de tosca piedra sembrado de desperdicios. En torno a él resonaban ásperos gritos que parecían sorprendidos e iracundos.

El noble rodó hasta quedar de espaldas. Se encontraba tendido en el suelo de una sala circular, sobre cuyas paredes brillaba musgo fangoso. Por una de las paredes, ascendía una escalera semirruinosa que llegaba hasta una planta medio derrumbada, donde había una puerta abierta que conducía al exterior. A poca distancia, veía un débil óvalo rojo que brillaba en la penumbra, oscilante e insustancial. El hechizo había funcionado.

Luego, oyó gritos y pesados pasos, y recordó que no estaba solo.

Rodó y se puso de pie con la espada en la mano, y con sobresalto se dio cuenta de que la Madre Oscura había bendecido su audaz plan: se encontraba a poca distancia de un enorme cabrestante muy parecido a los usados para recoger las anclas de los barcos, salvo por el hecho de que era mucho más grande. En el enorme tambor de madera estaban enrollados los gigantescos eslabones de una cadena oxidada. El hechizo de Urial lo había llevado hasta la cadena de la ensenada.

El resto de la estancia se veía lleno de trozos de madera partida y pilas de escombros provenientes de las paredes superiores, que se habían derrumbado. Cuando Malus llegó, había skinriders que cargaban escombros en un gran cesto que colgaba de una cuerda y un sistema de poleas que pasaban a través del enorme agujero que había en el techo. «Más municiones para las catapultas de lo alto de la torre», dedujo el noble. Los piratas ya se habían recobrado de la inicial conmoción causada por su repentina llegada, y acometían con todo, desde espadas a trozos de ladrillos partidos.

Detrás de Malus se produjo una crepitación eléctrica, y se oyó que caía un cuerpo, y los skinriders se detuvieron en seco ante el repentino estallido de magia. El noble aprovechó la momentánea vacilación de los enemigos y cargó contra ellos. La espada destelló al atravesar la cabeza de un pirata; él pasó por encima del cadáver y acometió contra el siguiente con movimiento grácil. El skinrider bloqueó el tajo, retrocedió con un grito de sobresalto y chocó contra el hombre que tenía detrás. Malus aprovechó la ventaja y atacó la defensa del pirata, hasta que logró que el hombre perdiera el equilibrio; en ese momento, le clavó la espada en el cuello. La afilada hoja cercenó la columna vertebral y dejó la cabeza colgando de poco más que una tira de carne enferma.

Conmocionados por la ferocidad del ataque del noble, los skinriders supervivientes dieron media vuelta y huyeron hacia la escalera, al mismo tiempo que les daban la voz de alarma a otros hombres situados en lo alto. Malus los persiguió hasta el pie de la escalera, y luego se volvió al oír un penetrante trueno. Entonces vio a Urial y los tres guardias supervivientes avanzando trabajosamente hacia el cabrestante.

—¡Buscad una palanca para soltar la cadena! —gritó Malus.

—No es necesario —dijo Urial, cansado, a la vez que apartaba a un lado a sus guardias.

Alzó el hacha por encima de la cabeza mientras pronunciaba una palabra de poder, y luego descargó un golpe sobre la gruesa cadena. Los eslabones de hierro se partieron como queso blando, y la parte de la cadena que no estaba envuelta en el cabrestante desapareció con estruendo a través de la canaleta de entrada que había en la pared, seguida por un sonoro chapoteo en el agua del mar.

Con los oídos zumbando a causa del estruendo, los druchii se miraron unos a otros, sin saber qué hacer a continuación. Hauclir parpadeó como una lechuza.

—Bueno —dijo—, eso ha sido fácil.

Apenas había acabado de hablar cuando toda la torre se estremeció a causa de un tremendo golpe. Una parte de la pared, justo por encima del nivel del suelo, estalló en pedazos y roció a los druchii que estaban abajo con puntiagudos trozos de piedra, al mismo tiempo que los envolvía en un manto de polvo granulado.

Malus giró sobre sí misma, tosiendo en medio de la nube de polvo, y oyó que algo mojado y grande se deslizaba a través de la abertura. Al mirar con más atención la polvorienta niebla, vio dos pequeños puntos de luz verde que corrían hacia él, y saltó a un lado justo antes de que una hirviente masa de carne fofa aterrizara en el sitio que acababa de abandonar.

El demonio era una masa pulposa de cuerpos fundidos, amalgamados por una voluntad sobrenatural y mágica. De la palpitante mole brotaban brazos y piernas de modo fortuito; algunas manos aún aferraban armas corroídas, mientras que otras se abrían y cerraban espasmódicamente en el aire. Rostros distorsionados abrían la boca y gemían sobre la masa marrón amarillento. Mientras el noble contemplaba con horror al ser, éste se contrajo, y del amorfo cuerpo le brotó una cabeza sobre un grueso cuello de carne plagada de gusanos, que vomitó un chorro de bilis marrón hacia Urial y sus hombres. Urial alzó el hacha con un movimiento instintivo, y el arma arcana se encendió con brillante luz y desvió el chorro lejos de su portador. No obstante, los dos hombres de Urial no fueron tan afortunados como su señor. Bramaron de agonía cuando el ácido llegó a ellos y derritió la armadura, la ropa y la carne con espantosa facilidad.

Sin pensárselo, Malus se lanzó hacia el demonio y abrió un profundo corte en la carnosa masa, de la que manó bilis humeante, pero sin causarle más efectos. La cabeza de largo cuello, a la que aún le goteaba bilis de las maleables fauces, se volvió bruscamente y lo contempló con ojos encendidos. El cuerpo de la criatura se hinchó, y de la masa brotaron largos tentáculos recubiertos de puntiagudos dientes, que se enroscaron en torno a la cintura y el cuello de Malus.

A un lado del demonio, se oyó un salvaje alarido de furia, y el corsario de Bruglir se subió encima de la criatura por un costado y lanzó un tajo hacia el larguísimo cuello. La gruesa cuerda de inmundo músculo se partió en medio de una fuente de bilis ácida, y la cabeza rebotó por el suelo. En ese momento, todo el cuerpo de la criatura pareció recular, y lanzó al frenético corsario al aire para luego sufrir un tremendo espasmo y acometer al druchii que volaba con una gigantesca boca, como si fuera un sapo que cazara una mosca. Se lo tragó entero, y Malus hizo una mueca al oír el siseo de los jugos gástricos del monstruo, que disolvieron al corsario en segundos.

El noble cercenó los tentáculos que le rodeaban el cuello y que la espada atravesó como si fueran finas enredaderas. Los que le rodeaban la cintura se contrajeron para atraerlo hacia el monstruo. Malus vio que la carne se hinchaba cerca de los tentáculos, y de las profundidades de la criatura comenzó a emerger una nueva cabeza de ojos verdes en los que ardía el odio.

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