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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (20 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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Monroy no era tan ingenuo de suponer que sería García Medina quien le telefoneara esta mañana. No. Llamaría esa otra persona, ese alguien que había estado moviendo los hilos desde la penumbra. Ese alguien que le había llamado ayer, que había ordenado, con toda la frialdad del mundo, la muerte de Roque y que hoy sabía que Monroy esperaba su llamada.

El disco se había secado. Inició el ordenador, insertó el disco en el lector y activó el programa para hacer una copia. No sabía bien por qué, pero, por el momento, se cubriría las espaldas de esa manera. Justo cuando pulsó el botón de introducción, sonó, por fin, el teléfono.

Lo dejó sonar varias veces mientras se dirigía al salón. Le llamaba, de nuevo, desde un número oculto. Pero su identidad ya no suponía ningún misterio. Monroy sonrió con tristeza, descolgó y dijo:

—¿Qué hay, Silva?

Desde el otro lado de la línea llegó una risita ahogada.

—¡Qué listo eres, cabrón! —dijo Silva, sinceramente admirado—. Bandido. Eres malo como carne de perro. No se te escapa una, ¿eh?

—Si fuera más listo, no me hubiera metido en este follón.

—Bah, un fallo lo tiene cualquiera.

—Todos hemos tenido muchos fallos en este asunto.

—Sí. La verdad es que no ha salido la cosa a pedir de boca. Bueno, ¿qué? ¿Quedamos?

—Dentro de una hora. Donde estuvimos tomando café el otro día.

* * *

Cuando Monroy entró en la cafetería, Silva ya le esperaba, tomando café y fumando en la misma mesa que habían ocupado la última vez. Monroy le contempló allí sentado ante la ventana que daba a toda la claridad de la calle Luis Doreste Silva, con su figura recortada contra aquel caudal de luz como un monstruo grande y maligno.

—Ya lo ves. No estoy muerto —dijo Silva cuando él se acercó a la mesa.

—Mejor vamos a dejarlo. Ya hemos dicho suficientes gilipolladas —contestó Monroy acercándose hasta la barra para pedir. Determinó apropiado posponer aquella parte para mejor ocasión. Lo primero era lo primero.

—¿Cómo has podido meterte en esto, Silva? —le preguntó cuando se halló sentado frente a él, endulzando el café que acababan de traerle.

—Tú ya has visto cómo vive mi familia. Un coche cada uno. El apartamento en Maspalomas. Electrodomésticos, ropa. Un viajecito de vez en cuando. Ese tren de vida, cuesta llevarlo. Además, le debía favores a Ana Mari.

—¿Sí?

—Claro que sí. ¿De quién te crees que es Seguridad Ceys?

Por el silencio de Monroy, Silva adivinó que no se le había ocurrido que Seguridad Ceys perteneciese a García Medina. Meneó la cabeza antes de continuar hablando.

—Ella me ofreció un buen puesto. Me aseguró la vida. Por nuestra vieja amistad, ya sabes.

—Te la tirabas.

Silva se mostró muy preocupado por aclarar ese punto.

—Después de que se separaran ustedes, ¿eh? Que yo nunca traicionaría a un amigo.

—Ya. Ya lo veo.

—No, en serio, viejo. Fue cuando ella estaba empezando con Ernesto. Estaba… —miró a su alrededor, buscando la palabra adecuada—. ¿Desorientada? Sí, eso es. Desorientada.

Monroy le llamó hijo de puta a media voz, lentamente, paladeando cada sílaba. Pensó en Maribel, en sus nietas, en Paula. Silva debió pensar también en ellas, porque se apresuró a añadir:

—Bueno, Monroy, cosas que pasan… Yo estaba pasando un bache. Estaba muy estresado, también. Fue cuando perdí el ascenso. Cuando todavía confiaba en poder ascender, claro. Y, en casa, las cosas tampoco iban bien del todo. Tú ya sabes… Hace mucho tiempo ya. Agua pasada, como se suele decir… El caso es que, el año pasado la llamé para decirle que dejaba el Cuerpo, que si había posibilidad de que ellos me dieran trabajo. Y me ofreció un puesto cojonudo, de supervisor. Ganando casi el doble de lo que ganaba antes.

—Y eso incluía lavarle los trapos sucios.

—Eladio, Eladio, Eladio… —dijo Silva, meneando de nuevo la cabeza, pareciendo, incluso, casi un ser humano—. A ti, lo que siempre te ha perdido, es el orgullo. De bien nacidos es ser agradecidos… Y yo, a Ana Mari y a Ernesto, les debo mucho.

—Sí. Y con lo que sabes sobre ellos, estás garantizado, ¿no?

—Hombre, pues viéndolo así…

Monroy formuló la pregunta que le había rondado por la cabeza a lo largo de toda la mañana.

—¿Por qué a mí, Silva? ¿Qué te he hecho yo?

Silva pareció sorprendido ante esa pregunta.

—¿A mí? Nada, hombre. Tú no me lo vas a creer con todo lo que ha pasado, pero yo te aprecio, hombre. Te aprecio de veras. De hecho, cuando surgió el problema y dije lo que se podía hacer para solucionarlo, fue Ana Mari la que se empeñó en que te usáramos a ti. Yo, al principio, dije que no. Pero, después pensé que si la cosa salía bien, te ibas a llevar un buen pellizco. Ya lo ves: en el fondo, lo que intentaba era hacerte un favor.

—Pues parece que no salió bien.

—No. La cosa se torció. Pero todavía lo podemos solucionar pacíficamente, Monroy. No querrás que le ocurra nada a nadie más, ¿no?

Monroy se sintió muy interesado por la insinuación de Silva.

—A nadie más, ¿cómo a quién?

—Como a alguien cercano. Esa chica, Gloria, por ejemplo. Me cayó muy bien, Monroy. No me gustaría que le pasara nada. Pero los muchachos están nerviosos. Y más después de lo de anoche. A veces es difícil contenerlos. Tú ya sabes cómo es la juventud.

—Diles que como se vuelvan a acercar por la calle Murga, lo de anoche va a ser un masaje tailandés comparado con cómo los voy a dejar. Y a ti te advierto una cosa: si tengo la más mínima sospecha de que alguien me vigila, voy directo a por ti.

—Oye —escupió Silva de pronto con furia—, ¡a mí no me amenaces! ¡Ni se te ocurra hablarme como a las putas de tu barrio!

En ese momento, el camarero y los dos o tres clientes que conversaban en la barra se volvieron hacia ellos y Silva decidió que era mejor suavizar el tono. Pero Monroy no le dejó hablar. Tomó la palabra con serenidad.

—Te conozco, Silva —dijo haciéndose adelante en su asiento—. Cuando gritas así, es porque estás acojonado. Tú sabes que conmigo no sirven tus matones. Ni tu mala leche. Ni tu experiencia. Ni tus pistolas. Ya viste cómo dejé a esos dos anoche. Y, lo que son armas, no les faltaban. Como yo sospeche que alguien se acerca a mí o a alguno de los míos, aunque sea mi panadero, te vas a acordar del día en que naciste. ¿Está claro? —Monroy hizo una pausa y el silencio de Silva le indicó que así era—. Entonces, vamos al asunto.

—Está bien —dijo Silva volviendo a su anterior cordialidad—. ¿Cuánto quieres por el disco?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Como que nada, Silva.

—¿Todo esto ha sido por nada? ¿Para qué te lo quedaste, entonces?

—Yo no me lo quedé, Silva —dijo Monroy, sintiéndose ridículo—. Se me quedó por error en la guantera.

Silva meditó unos segundos, mirándole con las cejas enarcadas.

—¿Se te quedó por error?

—Sí.

—¿Lo que me estás queriendo decir es que tú no sabías que lo tenías?

—Hasta anoche, no.

—¿Y que estaba en la guantera del fotingo tuyo? ¿Del mismo cacharro con el que viniste anteayer a mi casa?

—Pues sí.

Monroy tuvo que aguantar durante varios minutos las carcajadas de Silva. Con mucho trabajo, éste consiguió serenarse tras varios intentos.

—Bueno, bueno… —dijo al fin—. Pues vamos a ver si llegamos a un arreglo, hombre. ¿Cuánto le vas a pedir a Ernesto?

—Nada. Ya te dije. Lo único que quiero es deshacerme del disco. Eso es todo.

—Hombre, Eladio. Aquí, entre nosotros, algo por las molestias. Los muebles. Algo para tu vecino o para la familia de tu amigo. No sé.

—La familia de Roque no sabe nada del tema y es mejor que siga así. En cuanto a mi vecino, es un tipo demasiado honrado para mancharse con el dinero de esa basura. Por pedir, yo pediría cinco minutos a solas con García Medina y con Ana Mari —dijo Monroy.

—Sabes que eso no te lo puedo conceder.

—Contaba con ello. Pero te pongo la condición de que García Medina esté presente cuando te lo entregue.

—¿Y eso, por qué?

—Quiero preguntarle algo.

—Eladio, no sé si…

—Es la única condición que pongo —le atajó Monroy.

—Bueno, voy a intentar arreglarlo.

—Y, Silva…

—¿Sí?

—Nadie más. Los tres solos.

—Vale, pero, ¿cómo lo hacemos? ¿En tu casa o en la mía?

* * *

La calima había caído sobre la ciudad como los nazis sobre Varsovia, ocultando el cielo y haciendo el aire irrespirable. A las tres de la tarde sólo quien estaba obligado a ello se encontraba en la calle. Los demás se encontrarían en sus casas, sesteando o pasando la insoportable canícula ante ventiladores o aparatos de aire acondicionado.

Eladio Monroy, con una camisa blanca de manga corta, por cuyo bolsillo asomaba el bolígrafo que siempre llevaba por si acaso, unas bermudas de algodón con bolsillones y unos guaraches, padecía aquel clima sofocante sentado en un banco de la alameda de Colón. Enfrente, ante el edificio del Gabinete Literario y la terraza del hotel Madrid, el busto de Bartolomé Cairasco de Figueroa se sacrificaba estoicamente al calor, al polvo y a las sempiternas cagadas de paloma. Hasta los pájaros que solían combar las ramas de los árboles de la alameda se habían callado. Sólo de vez en cuando, algún turismo o algún taxi vacío, pasaba por el cruce con la calle Muro y se perdía por General Bravo.

Monroy había elegido un banco alejado de los árboles. No le apetecía ponerse perdido. Consultaba su reloj cuando escuchó la voz de Silva llamándole por su nombre.

Instintivamente, se levantó y se dio la vuelta. Silva y García Medina se acercaban a pie, cruzando la alameda, desde la calle de Los Malteses. Debían haber aparcado por allí.

Cuando llegaron hasta él, rehusó las manos que le tendieron y se limitó a echar un vistazo alrededor. Ellos procuraron continuar siendo cordiales.

—Siento el retraso, querido —dijo Silva—. No había manera de aparcar.

Monroy volvió a sentarse. Con un gesto, le indicó a García Medina que se sentase junto a él. García Medina consultó a Silva con la mirada. Silva, a su vez, consultó a Monroy y, tras negar éste con la cabeza, le señaló el banco al hombrecillo.

Cuando éste se hubo sentado, Silva se quedó en pie, frente a ellos, a sólo un paso de Monroy, se desabrochó la chaqueta y apoyó la mano derecha en su cadera. Evidenciaba, así, que Monroy podía considerarse advertido.

—¿Y bien? —preguntó García Medina.

Monroy chasqueó la lengua y se pellizcó el mentón un par de veces antes de hablar.

—Voy a darle el disco, no se preocupe. Voy a dárselo, sobre todo, por mi hija. Porque se iba a llevar un disgusto si se entera de a qué se dedica su madre.

—Comprendo —articuló el hombrecillo con dificultad, tragando saliva.

—No. Usted no comprende. Como tampoco comprende que es también por mi hija por lo que no le rompo el hígado de una patada.

—Eladio… —comenzó a advertirle Silva.

—Silva, me parece que tú, lo que tenías que decir, ya lo dijiste.

Silva hizo una mueca al tiempo que Monroy continuaba hablando.

—Porque, que le quede bien claro: por muchos guardaespaldas que pudiera contratar, llegaría un momento en que alguno tendría un descuido. Y conmigo es mejor no descuidarse. Ya se habrá enterado de la que monté anoche delante de su casa ¿no?

García Medina volvió a tragar saliva. Estaba más que enterado, al parecer. Monroy continuó hablando con tranquilidad, lentamente, a media voz, como si en realidad fuera un cirujano dando instrucciones al anestesista en una operación a vida o muerte.

—Así que quiero que tenga claro esto: si no le destrozo la vida y no le destrozo la salud, es sólo por Paula. Pero, también por Paula, le voy a preguntar cómo coño son capaces de hacer algo como lo que le hicieron a Loreto.

—Eladio, créame que nadie quiso hacerle a Loreto… Se nos fue la mano…

—Se les fue la mano después. Pero no me refiero a eso. Me refiero a cómo fueron capaces de torturarla de esa manera.

El hombrecillo buscaba una respuesta sobre el pavimento. Monroy continuó hablando.

—¿Cómo pueden ser capaces de hacer cosas así? ¿En qué coño piensan? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que algo así los ponga cachondos? No me lo explico. Y me gustaría explicármelo para que toda esta mierda tenga sentido.

García Medina continuó mirando al suelo. Silva, por su parte, miraba en una y otra dirección. Ninguno de los dos abrió la boca.

—Basura —le escupió Monroy, dándolo por imposible—. Sólo una cosa más —añadió después, esta vez hablándole a Silva—. ¿Qué hicieron con ella?

Silva se sorprendió.

—¿Para qué quieres saberlo? —indagó con el ceño fruncido.

—Quiero saberlo.

—Venga, ya está bien, Eladio. Danos el disco.

—No te lo doy hasta que no me lo digas.

—¿Me vas a obligar a quitártelo?

—Todavía no ha nacido el tío que me obligue a mí a hacer algo que no quiera. Algo así fue lo que me dijiste. Y sabes que es verdad. Si intentas algo, te voy a obligar a tener que utilizar la cacharra. Y hay poca gente en la calle, pero hay. —Monroy señaló con la cabeza la estación de guaguas cercana, donde varios viajeros y al menos dos conductores esperaban la salida.

—Dígaselo y acabemos con esto de una vez —dijo el hombrecillo.

Silva miró alternativamente hacia la estación y hacia su jefe. Después, recapacitó, antes de contestar.

—Bah, da igual. La hicimos desaparecer. La despiezamos. La metimos un par de días en cal viva y luego, lo que quedó lo echamos al mar. Nunca van a poder dar con el cuerpo. ¿Estás contento ahora, Mike Hammer?

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

—¿Desde dónde la echaron al mar?

—Antes de llegar a Bañaderos, hay una zona con acantilados.

—¿Cuál de ellas?

—Roque Prieto, creo que se llama. No sé. El sitio lo eligió Ulises.

—Hijo de puta. O sea, que tus muchachos estaban pringados desde el principio.

—Demasiada carga para mí solo.

Monroy dio un suspiro. Ya estaba cansado de todo aquel asunto. De pronto se levantó. Metió la mano en el bolsillo que su pantalón tenía a la altura del muslo derecho y sacó el disco. Lo alargó en dirección al hombrecillo, que lo cogió enseguida. Pero él no lo soltó. Lo mantuvo entre el índice y el pulgar.

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