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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (14 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—¿Y eso?

—Él nunca había pisado un puticlub. Estábamos celebrando su cumpleaños. Yo me empeñé. En cuanto bajé de hablar con Ruiz, me dijo que quería irse a casa con su señora. Un tipo serio.

—Pobre pero honrado, ¿no?

—Algo así.

Alonso tardó unos diez minutos en volver. Entró con una carpeta de dossier en la mano. Se la entregó a su compañero, que leyó su contenido mientras él hablaba.

—He hablado con Gloria Bolaños. Por cierto —añadió volviéndose hacia Monroy—, viene para acá. Y, por lo que dice, va a movilizar a todo el colegio de abogados. Una mujer de armas tomar, amigo Monroy.

Monroy asintió, encogiéndose de hombros.

—Pero no creo que haga falta ningún abogado —dijo Pérez, levantando la vista del dossier.

—No. No creo —añadió Alonso.

Monroy les consultó con la mirada. Pérez, levantándose, le tendió la mano.

—Lamentamos mucho las molestias, señor Monroy. Parece ser que todo está en orden.

—Sí, su declaración encaja —dijo Alonso, con un tono algo más amable—. Lo siento, usted comprenderá…

—Por supuesto —dijo Monroy aceptándole el apretón de manos mientras se levantaba.

En ese momento, se abrió la puerta y entró Déniz. El comisario Déniz. Con un sufrido traje azul marino de Hugo Boss, corbata gris y camisa de mil rayas, que no encajaba con su ralo pelo gris, siempre desordenado, su frente sudorosa y su barba de tres días. Entró en el cuarto de interrogatorios como un elefante en una cacharrería, dándole un abrazo a Monroy ante la mirada atónita de los dos agentes.

—Coño, Monroy —dijo Déniz—. Lamento todo esto, hombre. Me acabo de enterar. Entré de turno hace un rato —entonces, volviéndose hacia los agentes, les miró con severidad—. Nosotros, ya hablaremos. Podían haber consultado antes, supongo.

—Bueno, la cosa era bastante evidente, comisario —se defendió Alonso.

—Pues ya ven que no —repuso su jefe, señalando el dossier, aún en las manos de Pérez.

—Bueno, Déniz, da igual. No pasa nada —intercedió Monroy.

—Oye, Eladio, ¿cómo viniste? ¿Trajiste el coche?

—No. Me trajeron ellos.

—Bueno, pues te llevan ellos a casa, entonces.

—No. No hace falta, Déniz. Una amiga va a venir a buscarme.

—Pues entonces esperas en mi despacho, ¿vale? —Déniz se volvió nuevamente hacia sus subordinados—. Que nos avisen cuando llegue la amiga del señor Monroy.

Déniz le condujo del brazo fuera de la sala de interrogatorios. Los dos policías se quedaron allí, asombrados, mirándose entre sí.

—Hay que joderse con el puto viejo —dijo Pérez estrujando entre las manos la carpeta de dossier que contenía el resultado de la autopsia de Ruiz.

* * *

En las paredes del despacho de Déniz se alternaban los títulos, los diplomas, las condecoraciones y las fotografías con dos Paco Sánchez de pequeño formato que representaban harimaguadas. Monroy no conocía aquel despacho. Sí había estado en el que Déniz ocupaba años antes en la comisaría de Doctor Miguel Rosas. Pero desde que había sido trasladado a este distrito, había tenido el placer de no verse obligado a visitarlo. Junto al bufete del comisario, había un monitor de vídeo, cuya presencia acabó de convencerle de que Déniz no se había perdido ni una coma del interrogatorio y ahora estaba haciendo todo lo posible por quedar como un caballero para evitarse una demanda. De hecho, los cafés que pidió formaban parte de aquella comedia.

—Joder, Eladio —decía el comisario, alisándose inútilmente el cabello mientras con la otra sostenía un palmero recién encendido—. No sé cómo recompensarte. Me dijeron que iban a interrogar a un sospechoso. Y, cuando paso al lado de Alonso y le oigo nombrarte… Estaba hablando con tu amiga, por lo visto… Qué vergüenza, hombre… Pero, bueno, tú sabes que a veces pasan estas cosas.

—Ya. No te preocupes, Déniz —dijo Monroy, decidido a sacar ventaja de la nueva situación—. De todas formas, soy, de alguna manera un testigo, supongo.

—Hombre, yo no descarto que te llamen a declarar.

—Ningún problema, Déniz. Lo que haga falta. Pero, ¿cómo fue lo de ese tipo? ¿Quién puede haberlo hecho?

El comisario se encogió de hombros antes de contestar.

—Aquí, entre nosotros, por el momento no tengo ni puta idea. Debe haber sido un robo. Aunque, quien lo hizo, debía estar buscando algo más.

Monroy le preguntó con la mirada. Déniz miró a la puerta, en previsión simbólica de alguna posibilidad de intrusión. Después acercó su asiento a la mesa, para acortar la distancia y poder hablar a media voz.

—Al tal Ruiz se lo cargaron entre las cinco y media y las seis de la mañana. Lo ataron a la silla del despacho y le estuvieron dando hostias hasta reventarlo. Quienquiera que fuese, no estaba buscando sólo dinero. Por supuesto, le sacaron a galletas la combinación de la caja fuerte. Y le vaciaron los cajones. Pero, también machacaron el ordenador. Lo destrozaron. Buscaban algo ahí. No sé. —Déniz se quedó con cara de oler a cuesco durante unos segundos y, después, como si se le hubiese ocurrido en ese mismo momento, dijo—: Oye, Monroy, tú estuviste manejando ese ordenador un par de horas antes. ¿Se te ocurre qué podían andar buscando?

—Ni puta idea, Déniz. La verdad es que ni puta idea. A mí, el tipo me estuvo enseñando un programa de vídeo, que no pixeliza o no sé qué narices. Tú sabes que yo, de informática, lo justo.

—No sé. Bueno, los de delitos informáticos están analizando el disco duro. Por lo que se pueda encontrar. Supongo que habrá un montón de pornografía. De basura, ¿no?

—Hombre, a mí lo que me enseñó fue un vídeo porno, la verdad.

—Tienes que tener cuidado de con quién te mezclas, Eladio. Deberías buscarte un trabajo serio.

Monroy se encogió de hombros.

—Ya estoy viejo para hacerme policía, Déniz. Total, hago chapucillas para completar la pensión.

—Sí, Eladio. Pero reconoce que tus chapucillas, no es que sean ilegales, pero —y meneó la mano extendida para acompañar sus palabras— por ahí se andan, ¿eh? Que por lo de las cámaras te coge Hacienda y te mete un paquete.

—Bueno, para ti la perra gorda. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Qué quieres? ¿Que me dedique a guardarles las espaldas a los ricachones, como el amigo Silva?

Déniz abrió mucho los ojos.

—Ah, ya te has enterado… Pues, mira, no es mal trabajo. Yo, hasta me lo he pensado.

—A ti no te interesa. Tú has llegado a comisario, hombre. Es distinto.

—La verdad es que me promocioné mejor. Pero fue a golpe de estudiar, Eladio. De estudiar y trabajar duro. Ya lo sabes. Que mientras Silva estaba de juerga contigo yo estaba quemándome las pestañas en la biblioteca de la Universidad a distancia. Eso no hay quién me lo quite.

—Vale, para ti otra perra gorda. Y el perrito piloto y la chochona. Pero ahora tienes una seguridad. La pensión te la tienes currada.

—Eso sí. Pero mi trabajito me ha costado… Oye, Eladio, en serio, cambiando de tercio: ¿seguro que no tenías nada más que ver con ese hombre?

—Palabra, Déniz. No lo había visto en mi vida.

—Sabes que si me cuentas algo, va a quedar entre nosotros. Necesito algún hilo del que tirar. ¿No viste nada raro? ¿Algún tipo extraño en el local, o algo así?

—No sé, Déniz. Cuando estuvimos allí, estaban el portero, las fulanas y tres o cuatro clientes, tomando copas. Ah, sí: y cuando yo subía a la oficina de Ruiz, un coreano se iba de una de las habitaciones. Pero no tenía pinta rara. El típico marinero.

El comisario dio un bufido.

—Pues estamos in albis.

—¿Qué han logrado averiguar?

—Lo que te decía. La señora de la limpieza llamó al 112 a las ocho de la mañana. Lo estuvieron torturando. No hay más huellas que las tuyas, las del mismo Ruiz y las de una de las chicas, que le hacía trabajitos de becaria. De todas formas, eran varios. Tuvieron que ser varios. Porque el tipo era fuerte. Buscaban algo y no pudieron encontrarlo. Colaboró. Si no, no hubieran podido abrir la caja fuerte. Tuvo que colaborar. Pero no pudo darles lo que iban buscando. Entonces, se cabrearon y se les fue la mano.

—¿Y nadie vio nada?

—No. El local cierra a las cuatro y media. A las cinco salió la última camarera, una tal Charo. El portero la acompañó a su casa. Están liados, por lo visto.

—Vaya estómago que tiene el negro —comentó Monroy con gesto de asco.

—Pues sí, más bien —correspondió Déniz.

—¿Y forzaron la puerta?

—No. O los conocía o le inspiraban confianza. Debieron llamar afuera y el tipo les abrió y los hizo pasar a la oficina. Ya ves, todo muy raro. Yo creo que los conocía.

—Tal vez la Charo y el portero. Después de todo, trabajaban allí.

Monroy no creyó que las cosas fueran en esa dirección, pero decidió que el chismorreo de la Charo se merecía una pequeña venganza, aunque ésta sólo consistiese en tenerla allí un par de horas con Starsky y Hutch.

—No sé. El negro es un guineano sin papeles. No creo que se buscara el odio de esa manera. Demasiado evidente, ¿no?

En ese momento, sonó el intercomunicador de Déniz. Al parecer, Gloria, metamorfoseada en leona defensora de su cachorro, preguntaba por Monroy.

Cuando ya se despedían, a la puerta del despacho, Déniz le retuvo agarrándole suavemente el antebrazo.

—Eladio, si recuerdas algo, me lo dirás, ¿no?

—Supongo que sí.

—Hay que estar siempre del lado de los buenos.

—Personalmente, pienso que siempre hay que estar del lado de los filisteos.

—¿Qué quieres decir?

—Que todo ese asunto, me suena a algún problema de negocios. Así que tienes que enterarte de quién hacía negocios con ese tipo. A qué se dedicaba realmente. Cuestión de filisteos.

Déniz le miró sin comprender. Monroy decidió aclarárselo y, de paso, ilustrarle un poco; demasiado trabajo policial y demasiada poca literatura. Así que, justo antes de salir del despacho dándole una palmadita en la espalda, le dijo:

—Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos. Únete siempre a los filisteos.

Un hombre se consuela exactamente igual que una mujer

Gloria debía de haberse llevado el susto de su vida. Por eso, Monroy decidió que soportaría cualquier cosa con tal de que ella descargara y se relajase. Primero se dejó abrazar. Aguantó el llanto en su hombro durante un rato, ante las miradas de agentes, detenidos, denunciantes y abogados de oficio que entraban o salían de las dependencias. Luego, mientras bajaban las escalinatas que había ante la comisaría, soportó la bronca, los No sé cómo puedes meterte en estos líos, que desembocaron en un Me parece que me merezco alguna explicación, justo después de traspasar el umbral de la vivienda de Eladio.

Él se limitó a ir a la cocina y continuar, como si nada hubiese ocurrido, picando los puerros. Eran las cuatro de la tarde y tenía apetito. En algún momento, Gloria debió hartarse de esperar una respuesta. Entró, furiosa, en la cocina y le espetó:

—¿Es que no vas a decirme nada, Eladio?

Monroy dejó el cuchillo sobre la tabla y la miró con resignación.

—Oye, entiendo que te hayas llevado un susto. Pero la verdad es que no tengo mucho que explicar. Fue un malentendido. Resulta que anoche estuve de copas con un amigo. Estuve hablando con un tipo al que luego alguien le dio una paliza. Y, como la policía está dando palos de ciego, la tomaron conmigo.

—Sí, pero, ¿quién fue el que le dio la paliza a ese hombre? Y, ¿por qué?

—¿Por qué? Supongo que para robarle. ¿Quién? No tengo ni puta idea. Ni me interesa. Yo estaba arriba, follando contigo.

—A mí no me engañas, Eladio. Anoche te pasó algo antes de venir a mi casa. Eso lo tengo claro.

Se quedaron callados, mirando cada uno a una baldosa situada en un extremo opuesto del suelo de la cocina. Luego, la situación se relajó un poco y Monroy le tomó las manos a Gloria, atrayéndola hacia sí.

—Lo siento, reina, de verdad.

—Eladio, tienes que entenderlo, hombre. Anoche me apareces a las tantas, con cara de haber visto al fantasma de Carrero Blanco y callado como una puta. Por la mañana, te dejo durmiendo en mi casa y lo siguiente que sé de ti es que estás en comisaría. ¿Qué coño quieres que piense?

Monroy meditó unos instantes. Luego la llevó al salón y se sentaron, uno junto al otro, en el sofá. Le contó toda la historia (o todo lo que sabía hasta ese momento de la historia), cuidándose mucho de aventurar suposiciones o de hacerla partícipe de sus sospechas, por lo demás aún no muy claras. Se limitó, pues, a contarle el encargo que se le había hecho y los detalles de su cumplimiento, incluyendo la especificación de lo que había solicitado como pago a sus servicios, porque, conociendo a Gloria como la conocía, sabía que el asunto de Paula la predispondría en su favor.

—Si te lo estoy contando —concluyó— es porque supongo que tienes derecho a saberlo. Pero tienes que darte cuenta de que eso no te da derecho a contarlo. Está claro, ¿no?

Gloria dijo que sí con la cabeza.

—Vale. Pero, ¿quién mató a ese hombre?

—Mira, Gloria, léeme los labios: Me da igual. No tiene nada que ver conmigo.

—¿Estás seguro?

—Seguro —mintió Monroy.

* * *

Silva se pellizcó compulsivamente la punta de la nariz y miró por la ventana de la cocina. En el patio, sus nietas hacían de las suyas bajo la atenta mirada de su madre, que charlaba con Gloria compartiendo una cerveza y un plato de chuletas. En un extremo del patio, Lucas controlaba la barbacoa.

Maribel abrió el refrigerador y le preguntó a Monroy si le apetecía un whiskito.

—No, gracias, Maribel… Con la cerveza ya voy —respondió él, apoyándose en el quicio de la puerta y alzando la lata de cerveza.

—Pues yo me voy a llevar la botella de Frangelico para tomarme uno con las chiquillas —repuso ella sacando la botella de la nevera y mostrándola con una sonrisa que la hizo parecerse, Monroy no sabía bien por qué, a una versión dipsómana de la mujer de Papá Noel.

—Uff… Si sacas eso, ya te ganaste a Gloria —comentó.

—¡Ay, qué simpática es esa muchacha, Eladio! —dijo Maribel, aprovechando que él la había nombrado—. A ver si a ésta sí le das una oportunidad y sientas la cabeza de una vez.

Silva se volvió hacia ella con severidad.

—Coño, Maribel… Después te quejas de que no viene nunca.

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