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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (7 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—Mierda, Silva, si a ti te parece que esto son bromas para dar…

—Lo siento, tío… No contaba con que se me fuera de las manos… Estos muchachos están conmigo.

El primero ya había recuperado la compostura. La dignidad le costaría, calculó Monroy, un poco más, pues no dejaba de mirarle de reojo.

Silva los presentó a todos. El único nombre que Monroy retuvo fue el de su contendiente: Ulises. Cuando le tendió la mano, tardó bastante en aceptarla.

—Lo siento, Ulises —dijo Monroy para animarle—. No sabía de qué iba la cosa. Un fallo.

—Ya. No hay problema —se limitó a decir el otro estrechando su mano con algo menos de fuerza de lo habitual.

—Bueno —dijo Silva a sus compañeros—, cada uno a su puesto, antes de que algún pez gordo asome el hocico por la ventana.

Los otros volvieron a sus puestos, situados en sendos coches aparcados a lo largo de la calle. Ulises se quedó junto a ellos. Monroy supuso que hacía pareja con Silva.

Silva, cercano a los sesenta, continuaba siendo el hombretón de siempre, casi cien kilos de grasa y músculos. Algo más alto que Monroy, con una enorme cabezota calva, ojos saltones, nariz de boxeador y menos cuello que un muñeco de nieve, su aspecto era pavoroso, cosa que a él le gustaba fomentar porque venía de perlas en su trabajo. De cualquier forma, era hombre de carcajada fácil, amigo de contar chistes y bromear y (eso lo sabía bien Monroy) marido y padre abnegado y abuelo dulcísimo para sus dos nietas que le hacían babear irremediablemente.

—Coño, Silva, ¿cómo se te ocurre?

—Yo qué sé —dijo el otro, avergonzado, sacando un paquete de cigarrillos y ofreciéndolos a los otros—. Te vi y pensé que te podía dar una bromilla… Hace tiempo que no te veía, hombre… Debe ser que te estás portando bien…

—No. Sigo portándome igual de mal —bromeó Monroy.

—¿Y qué coño haces tú aparcado precisamente ahí? —inquirió Silva señalando con la mirada primero al coche, luego a la casa que él y sus «muchachos» parecían custodiar.

—Estoy de chófer.

—¿De chófer?

—Bueno, de chófer, acompañante, niñera… Un poco de todo.

Silva echó un vistazo a su alrededor. Era un gesto típico en él, cosa de deformación profesional, como si siempre hubiese alguien al acecho.

—El tipo ése con el que viniste ¿va a tardar mucho en salir?

—Un buen rato, supongo.

—Coño, pues vamos a echarnos un cafecito.

—No, hombre. Tengo que esperarlo.

—No hay problema. Los pibes me avisan por la emisora.

Eladio lo pensó un momento, fue hasta el coche y cerró las puertas.

* * *

Cinco minutos más tarde, Silva y Monroy compartían mesa, café y cigarrillos en una cafetería desierta.

—Tienes que venirte un día por casa, coño. Que todavía no la has visto.

—Sí, es verdad.

—Me llamas al móvil y te vienes.

—Hombre, pues sí. Una cosa por otra, al final no la hemos inaugurado.

—Pues llevamos allí un montón de tiempo. Este fin de semana, o el que viene, te vienes y hacemos un asaderito. Para que veas a las nietillas. Raquel nos las trae todos los domingos. La pequeña ya camina y todo.

—¿Y Maribel, cómo está?

—Como siempre: con el ombligo entre las tetas y una mala hostia de cojones.

—No te quejes: a ver qué tía te hubiera aguantado a ti treinta años.

—No, si la verdad, no me puedo quejar. Pero es que ahora, con el rollo de que me cantó el colesterol y que si tengo que hacer dieta y que si para arriba y que si para abajo, me tiene que no me deja vivir.

—¿Tienes colesterol?

—Sí —respondió Silva, resignado.

—Eso debe ser la pila.

—¿Qué pila?

—La pila de años, hombre.

—Sí. Los años no pasan en cubo, amigo mío.

—Pues a cuidarse, abuelo.

Hubo una pausa en la conversación, que Silva aprovechó para comprobar si su emisora tenía buena recepción dentro del local. Eladio le observó en silencio, pensando que Silva ya estaba mayor para aquellos trotes.

—Oye, viejo —le dijo—, ¿cómo es que hay montado todo este operativo?

—Hombre, es una autoridad.

—Sí, pero provincial. Tampoco es un ministro, como para tener a cuatro policías controlándole la calle.

Silva le miró un momento sin comprender. Después, cuando entendió lo que Eladio pensaba, rompió en carcajadas.

—¿De qué te ríes, gilipollas?

—No, el gilipollas eres tú, que no te enteras de nada.

—A ver, explícate.

—Yo ya no estoy en el cuerpo.

—¿Qué me estás contando?

—Lo que oyes: llevo ya fuera más de un año. Bueno, por mis cuentas, hago un año y medio el mes que viene.

—¿Entonces? —preguntó Monroy señalando con la cabeza en dirección a la calle de la que habían venido.

—Seguridad Ceys. Seguridad privada, escolta personal, sistemas de vigilancia. Lo que se vaya terciando. Se cobra mejor y se trabaja bastante menos. Y, además, si me dices que en la Península… Pero aquí es un trabajo bastante tranquilo.

—O sea, que el amiguete se paga su propio ejército privado…

—Hombre, tampoco es eso. Sólo aseguramos la zona por la que se mueve. Lo seguimos de lejos. De todas formas, hoy estamos cubriendo a unos compañeros, que tenían una despedida de soltero anoche y ya sabían cómo iban a terminar. Con este equipo, normalmente, hacemos otros servicios. Yo, de hecho, la mayoría de las tareas que hago son de supervisión.

—¿Supervisión?

—Sí. Discotecas, centros comerciales, todo eso… También a alguna personalidad. Les diseño los cuadros.

—Ya. Entiendo. De todas formas, lo del consejero éste es un poco como de película, ¿no?

—Hombre, pues sí. Aquí, entre nosotros, a mí me parece que es un poquito paranoico… Pero ya sabes cómo son estos tíos… Oye, ¿y el tuyo? ¿Se dedica a la política?

—Casi tan malo: a los negocios. Inmobiliarias y construcciones…

—Eso es una mafia…

—Lo mismo pienso yo…

—Hay que joderse. Desde que estoy en esto, veo cada cosa…

Después de decir esto, la mirada de Silva se perdió en el fondo del cenicero, donde terminaba de expirar el cigarrillo de Eladio. Éste supuso que se refería al cliente de la calle cercana.

—¿Quieres decir con este cliente?

Silva pareció salir de un ensimismamiento ante esa pregunta.

—Ah —dijo mirando un momento a Monroy—. Ah, no. No me refería a este tío. Dentro de lo que cabe, parece un tipo decente… Bueno, no te voy a decir que no veo pasar maletines en una dirección y en otra por debajo de la mesa. Pero, dentro de lo que cabe, hace lo que hace todo el mundo en este país… No. Me refiero a… A otras cosas. Esta empresa hace todo tipo de servicios. Te daría asco, Eladio. Conociéndote como te conozco te daría asco hacer las cosas que yo he hecho… Acompañar a tipos más viejos que yo, viejos asquerosos, para protegerles mientras se montan orgías con chiquitas jovencitas… Joder, Eladio, que podrían ser sus hijas… Tú sabes que yo he visto de todo ya. Pero desde otro punto de vista… No he tenido que ser… Cómplice… Eso es… Un cómplice de toda esa basura… A mi edad, no sé si tengo estómago para aguantarlo…

—¿Y por qué aguantas, viejo?

—Por lo que aguanta todo el mundo… Porque hay que pagar la hipoteca y la letra del coche y el plan de pensiones y el apartamento en el Sur… Bueno, ¿qué más te voy a contar? Uno vive como si fuera un perro.

El silencio que se quedó flotando entre ambos se hubiera podido cortar con un cuchillo. De su interior hubiera brotado un montón de bilis negra que hubiese caído sobre la mesa del café. Pero ninguno de los dos sacó ese hipotético cuchillo. Fue la emisora la que lo disipó. El cliente de Monroy acababa de salir de la casa.

Mientras Silva pedía la cuenta, Eladio Monroy pensó en la última frase que aquél le había dicho. «Uno vive como si fuera un perro». Eso le recordó una novela de Kafka. Y completó, mentalmente, la cita: «Era como si la vergüenza debiera sobrevivirle».

La prudencia debería contar siempre con lo imprevisto

José Luis Ortiz de Guzmán esperaba en la acera junto al coche, acompañado por Ulises, que fumaba un cigarrillo y miraba alrededor como si hubiera una amenaza en marcha. Mientras avanzaban hasta ellos, a Eladio se le ocurrió que el tal Ulises había pasado la adolescencia viendo películas de boinas verdes enloquecidos. Debía haber sido uno de esos jovenzuelos que se van de acampada con un cuchillo de supervivencia que al final no sirve para nada que no sea presumir de cuchillo.

Cuando llegaron, Ortiz le sonrió con esa sonrisa de Te he pillado en falta pero no importa porque soy buena gente y no voy a echártelo en cara. Monroy asumió esa sonrisa y correspondió presentándole a Silva.

El viejo y el empresario se estrecharon las manos.

—Lamento habérselo secuestrado —dijo Silva—. Eladio es un buen amigo y hace mucho que no lo veía.

—No se preocupe —repuso Ortiz—. En realidad, acabo de salir. No he esperado ni dos minutos. Además, este joven me ha hecho compañía.

Ulises, con un moratón en el lado izquierdo del cuello, se mantenía aparte mientras los demás hablaban, fumando sin parar.

—Bueno —cortó Monroy—. Va a ser mejor que nos vayamos.

Se despidieron de Ulises y de Silva, quien le arrancó a Eladio la promesa de ir un domingo a su casa a comer, y arrancaron nuevamente. Una vez en medio del tráfico de León y Castillo, Monroy preguntó adónde tenían que ir.

—Pues, no sé —contestó el pasiego—. Mis obligaciones han terminado. Si quiere, podemos ver un poco la ciudad, antes de ir al hotel. Proponga un sitio.

—Propongo Vegueta. Es la ciudad antigua. Lo más bonito.

—Perfecto.

—Parece que le han ido bien los negocios, ¿no?

Ortiz no pudo evitar una sonrisa de satisfacción.

—No puedo decir lo contrario. Estoy contento. Muy contento. De hecho estoy tan contento, que le invito a cenar donde usted quiera.

—En Vegueta hay un par de sitios agradables. Podemos dejar el coche por allí y dar un paseo.

—¿Y qué hay?

—De todo un poco: museos, zonas comerciales, bares y restaurantes para parar un tren… Arquitectónicamente es interesante.

—Pues no se hable más.

Monroy tomó la desviación hacia la Avenida Marítima, en dirección Sur.

* * *

A medianoche, después de haber pasado la tarde viendo la zona antigua de la ciudad, después de haber cenado en un restaurante de la calle Mendizábal y de haber tomado copas en varios locales de aquella misma calle, Monroy depositó a Ortiz en el mismo vestíbulo del hotel. Allí, sentados en un rincón, estaban Steven Seagal y Dani De Vito, ya sin disimulos y con cara de pocos amigos. Cuando les vieron entrar, el alto hizo ademán de levantarse, pero el otro le frenó con un gesto de la mano.

Ortiz, que, como él, se había percatado enseguida de la situación, le preguntó entre dientes qué iban a hacer.

—Tranquilo —dijo Monroy—. Ya suponía algo así. Ya veremos lo que pasa.

—Pero, ¿y si se ponen violentos?

—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

—Sí, pero, ¿si se ponen violentos? —insistió Ortiz, comenzando a ponerse verdaderamente nervioso.

Monroy le mostró su más amplia sonrisa y dijo con extremada serenidad:

—En mi barrio suele decirse que nadie se come a nadie.

—¿Por qué no coge una habitación? Me sentiría más tranquilo si se quedara aquí.

—No creo que haga falta —atajó Monroy—. Le diré lo que vamos a hacer: lo acompaño a su habitación y me voy a casa. Yo vivo a quince minutos en coche. Si nota algo extraño, me llama y vengo. No creo que estos gilipollas se pongan violentos, porque si a alguien le da por llamar a la policía, iban a tener que explicar quiénes son. Y eso, a quien los contrata, no les iba a hacer mucha gracia. ¿Entiende?

Ortiz pareció no entenderlo del todo. O, si lo entendió, no dio la impresión de que lo entendido le gustase demasiado. En todo caso, Monroy no le dio la oportunidad de intentar convencerle. Se limitó a tomar el camino del ascensor. Una vez arriba, se citaron para las ocho de la mañana y Monroy esperó hasta que Ortiz cerrara la puerta.

Al salir del ascensor en el vestíbulo, los falsos turistas continuaban allí sentados. Avanzó hasta la puerta pero, justo antes de salir, volvió sobre sus pasos y se encaró con ellos, que le miraban, más apáticos que airados, con el rencoroso aburrimiento del equipo perdedor.

—Ya no va a salir más esta noche —les soltó a bocajarro.

—¿Cómo dice? —intentó disimular el calvo.

—Digo que ya no va a salir más esta noche —insistió Monroy, obviando disimulos—. Y mañana, en cuanto se levante, le llevo al aeropuerto.

—¿Y, a nosotros, qué nos cuenta, amigo? —dijo Steven Seagal.

—No, nada. Lo digo porque me da pena que se pasen la noche en vela para nada. Será mejor que se vayan a dormir. Yo voy a hacer lo mismo.

El más alto, entonces, se levantó y se encaró con él.

—Tú, lo que eres, es un hijo de puta.

Eladio ni se inmutó. Se limitó a asentir con la cabeza. Luego, con serenidad, respondió:

—Muy probablemente. Pero, cuando pierdo, soy un buen perdedor.

El otro turista también se levantó y puso la mano sobre el hombro de su compañero. Pese a lo que había pensado en el primer momento, el calvo era quien llevaba la voz cantante.

—Me parece que tiene razón, Manolo —dijo—. Aquí, el amiguete, nos ha ganado por la mano. Las cosas como son.

Manolo Seagal miró alternativamente a Monroy y al calvo varias veces. Finalmente, se relajó.

—Sí —dijo—. Igual es mejor que nos vayamos a dormir.

Monroy dio por zanjado el asunto. Dio las buenas noches y se volvió.

—Hay que reconocer que tiene usted cojones —escuchó decir al calvo.

—Como todo el mundo, supongo —respondió.

—Cuídese, amigo.

—Ustedes también —repuso dirigiéndose a la puerta.

* * *

Una vez en casa, despojado de la ropa de calle, Eladio sacó una cerveza del refrigerador y se dispuso a disfrutar de los últimos momentos de la jornada. Decidió que descansaría un poco del libro que estaba leyendo. Por varios motivos. El primero, que se trataba de una relectura. Lo había leído hacía años y, en los últimos días, como tenía cuerpo de Cortázar, le había dado por echarle un vistazo. El segundo, quizá el principal, era que, con el ajetreo de aquel día, no confiaba en tener la suficiente concentración requerida para sumergirse en el universo que Cortázar planteaba en esa novela.

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