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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (18 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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No. No era probable, se respondió al recordar el coche aparcado el jueves junto al Saab de García Medina.

Aun así, quiso comprobarlo. Marcó el número de la familia Millonetis, el mismo que había marcado el viernes por la noche para comunicarles el resultado de la gestión. Le respondió el propio García Medina.

—Tenemos que hablar —dijo Monroy.

—Usted y yo no tenemos nada de qué hablar —dijo el hombrecillo en cuanto reconoció su voz—. He puesto este asunto en manos de intermediarios que tienen toda mi confianza. Lo único que voy a decirle es que le conviene ponerse de acuerdo con ellos. Buenas tardes.

Y colgó. Esta vez, Monroy no hizo pedorreta alguna. Era la tercera vez que le colgaban el teléfono esa tarde (aún no habían dado las seis) y comenzaba a estar hasta las ingles.

Por eso, cuando un par de horas después, con el día ya feneciendo en un infierno ocre que se colaba por la ventana, volvió a sonar, comprobó de quién se trataba antes de descolgar. Y era el Chapi, lo cual le extrañó, porque el Chapi rara vez le telefoneaba. Él solía dejarle recado en el Casablanca o se pasaba directamente a visitarle.

—¿Qué hay, Chapi? —preguntó al descolgar.

—Eladio —dijo el Chapi con tono serio—. Te llamo para darte una mala noticia, tío.

* * *

En el tanatorio estaban ya casi todos los asiduos del Casablanca. Casimiro había dicho que iría en cuanto cerrara el bar. Monroy, el Chapi y Dudú se quedaron fuera. Total, aún no había cadáver que velar. Hasta que no le hicieran la autopsia, no instalarían la capilla. Un par de horas, calculó un primo lejano del finado, que parecía tener influencias y era quien había movido hilos para acelerar ese trámite.

Sobre las once comenzaron a llegar parientes más o menos lejanos, vecinos y compañeros de la luchada. Los otros del Casablanca, como Juan, el del pescado, Ramón, el feo y Juancito, habían hecho corro al otro lado de la entrada y fumaban haciendo comentarios a media voz. En breve comenzarían a hacer lo que todo el mundo acaba haciendo en los velatorios: contar chistes que ayuden a olvidar la extrañeza y la perplejidad ante la ineludible presencia de la muerte.

Ellos se mantenían al otro lado. El senegalés, apoyado en la pared, se hallaba ensimismado y parecía preguntarse a sí mismo qué hacía allí. Había ido, supuso Monroy, por mera solidaridad, porque estaba con el Chapi cuando éste se enteró y había decidido acompañarle.

En cuanto al mismo Monroy, se limitaba a mirarse los zapatos escuchando las explicaciones del Chapi, según las cuales, había sido sobre las seis de la tarde. Al parecer, Roque había estado pescando y volvía hacia casa, desde la avenida. Al cruzar, un cabrón le echó el coche encima y lo levantó por los aires. Parece que ni siquiera se había parado para ver si estaba vivo o muerto. Seguro que iba borracho, el hijo de puta. La ambulancia había tardado en llegar. Ingresó cadáver, claro. Se rompió la cabeza contra el suelo al caer. Nadie había cogido la matrícula. Todo había ocurrido muy rápido. Un coche azul. O gris.

Al escuchar esto último, Monroy enarcó las cejas.

—¿Qué? —le preguntó el Chapi.

—Nada, ¿por qué?

—No, es que pusiste una cara, tío, que pensé que…

—No. Nada. Es que me parece alucinante, Chapi —disimuló Monroy, sin por eso mentir—. Lo vi hoy mismo, justo después de hablar contigo. Me parece acojonante que esté ahora mismo ahí, en la sala de autopsias.

Pensó que el velatorio le serviría como excusa para darle esquinazo a Gloria al menos por esa noche. Cuando fuera a casa, se prepararía un lecho en el suelo con un par de mantas. O, si no, se iría a una pensión. Cualquier cosa antes de permitirle estar cerca de él. Porque, últimamente, la gente que estaba cerca de él había adquirido la mala costumbre de morirse.

Roque no era un amigo íntimo. Pero le dolía profundamente su muerte. Sentía como si tuviese la boca llena de arena o de cristales molidos. Algo le oprimía las sienes y fuerte, muy fuertemente, notaba cómo una garra invisible le atenazaba la garganta.

Ya no pudo decirse que todo era casualidad, como había sostenido hasta el domingo por la noche. El matón que le había llamado, le había dicho que le iba a demostrar de lo que eran capaces y tan solo media hora más tarde alguien se había llevado por delante a Roque, que era quien le había acompañado a Cuarenta Grados. Ahora tuvo una certeza más: con Paco Ruiz no se les había ido la mano. No. Habían acabado con él con toda la frialdad del mundo. Podían matar fríamente; lo habían demostrado, y una rabia infinita vino ahora a añadirse a su miedo y a su sentimiento de culpabilidad.

El entierro sería al día siguiente, a las cinco de la tarde. En cuanto pudo, Monroy se excusó y dijo que se iba. Casimiro, que había llegado un rato antes, iba a quedarse un poco más. El Chapi y Dudú también dejaron el velatorio y se metieron en el coche del primero, aparcado justo delante del mortuorio.

Camino de su Fiat, estacionado calle arriba, Monroy se preguntó qué sería más fuerte en su ánimo cuando llegara la hora de actuar, cuando, por ejemplo, dentro de un rato, volviese a recibir una llamada del matón cobarde que había asesinado a Roque sólo para hacer exhibición de su poder. En ese momento, ¿qué sería más fuerte? ¿Su rabia o su miedo?

En el instante en que ponía el motor en marcha se sintió absolutamente incapaz de responder a esa pregunta.

* * *

El teléfono había registrado varias llamadas desde el número oculto. Pero su matón no había dejado ningún recado en el contestador.

Paseando arriba y abajo por toda la casa, fumando un cigarrillo tras otro, esperó la nueva llamada, con cada vez mayor ansiedad. Sobre las dos, cuando ya una burbuja de nicotina le aislaba del mundo exterior, el teléfono volvió a sonar. Esta vez se oía sólo la voz distorsionada. Volvía a llamar desde la calle, pero ya no se escuchaba ningún ruido de autos.

—Pensaba que no ibas a llegar nunca, Monroy.

—Pues aquí estoy —dijo él.

—¿Ya sabes lo de tu colega? ¿Ya te ha quedado claro lo que estabas dudando esta tarde?

—Eso no hacía falta.

—Sí la hacía. No me dejaste otra opción. Si no hubieras sido tan cabezota, ahora tu amigo estaría haciendo la digestión del pescado.

—Hijo de puta.

—Sí, vale. Lo que quieras. Pero vamos a dejarnos de gilipolladas. ¿O hay que hacerte otra demostración? —preguntó el otro, soltando una carcajada.

La rabia y el miedo luchaban en el interior de Monroy. Los sentía dando envites dentro de su vientre, en medio del combate definitivo que se había entablado entre ellos desde el instante en que descolgó el auricular. Ahora, cuando su interlocutor mostró su última prueba de cinismo al hacer aquella última pregunta y reírse, el combate cesó de repente y Monroy supo que había un vencedor.

—Bien, ¿qué dices? —insistió el otro, ahogando su risa, ante el mutismo de Monroy—. ¿Llegamos a un acuerdo o no?

Monroy pensó un segundo más cuál sería la forma adecuada para expresar su decisión. Después, dejó de buscarla y el asco y el rencor ascendieron lentamente desde sus tripas, se instalaron en su boca y se materializaron en dos simples palabras, pronunciadas a media voz pero con una solidez marmórea.

—Estás muerto —dijo Monroy.

—¿Qué? —dijo el otro, con una superioridad titubeante—. ¿Te atreves a amenazarme?

—No es una amenaza —respondió Monroy con una seguridad que venía desde mucho más allá de sí mismo—. Aquí, el que amenaza, eres tú. Yo estoy describiendo un hecho objetivo.

—¿Cómo?

—Que tú estás muerto. No hay nadie al otro lado del teléfono. Estoy hablando con un muerto.

El otro dudó un instante. Y ése fue, precisamente, el instante en que Monroy colgó.

Solucionaría todo aquello. Sabía que lo haría. Y llegaría hasta aquel malnacido. Y, después, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, acabaría con él. Se lo juró a sí mismo. Ya sin ira. Sin deseo de venganza. Simple, irracionalmente, le sentenció a muerte.

El desconocido volvió a llamar varias veces en los minutos siguientes. Pero Monroy no descolgó.

Había logrado desconcertarle. Si seguía así, lograría ponerlo nervioso. Acabaría dando un paso en falso y acercándose. Y, una vez descubierto, nada podría salvarle.

Pero, antes que nada, tenía que solucionar todo aquello. Arreglar el malentendido desde el que surgía. Si quería acabar con aquel tipo, primero tenía que hacer que nadie se preocupara por su suerte. Y eso sólo ocurriría si solucionaba el asunto.

Debía volver a empezar por el principio. Y, el principio, era el disco. El disco que él no tenía. Y eso, se dijo, era tan sencillo como una frase musical.

Lo que no nos mata nos hace más fuertes

¿O sí la tenía? ¿Y si, por los lazos del demonio, era verdad que él tenía una copia?, se preguntó.

De pronto, una débil luz comenzó a prender en su mente. Pero no pensaba esperar allí parado a que brillase con toda intensidad. Bajó a la calle y fue a su coche. Una vez en el interior ni siquiera se planteó ponerlo en marcha. Se quedó sentado allí, intentando recordar. Echó un vistazo en el suelo y bajo los asientos. Entonces, sus ojos se clavaron en la guantera. La abrió y empezó a sacar cosas. Cintas de cassette, la documentación del coche, folletos, una agenda… Al fondo, allá donde no parecía quedar nada, palpó la superficie fría y circular de un disco compacto. Lo sacó y reconoció uno de aquellos discos que Paco Ruiz le había entregado el viernes y que, con el movimiento del auto, se habían salido del sobre por el camino. Con la mano libre, dio un puñetazo en el salpicadero.

Volvió a meter todo lo demás en la guantera, salió del coche y lo cerró. En el ascensor, mientras subía a casa, volvió a decirse que la vida era muy cabrona.

Dos hombres habían muerto por aquel disco que tenía en la mano. Y a Matías le habían tenido que dar tres puntos en una ceja. Después de todo, Paco Ruiz vivía de jugar con fuego. Y él mismo se había metido en todo aquello para sacar tajada. Pero Roque era un buen tipo que sólo le había acompañado para ganar un dinero que le hacía bastante falta, así como Matías era un pobre viejo que no se metía con nadie. Y esas cosas, a él, le hacían hervir la sangre.

Nuevamente en casa, dejó el disco sobre la mesa de la entrada y se preguntó qué debía hacer. Tener aquel disco era peligroso. Lo mejor sería llamar a García Medina y dar marcha atrás en todo el asunto, si aún era posible.

Cogió el teléfono pero no llegó a marcar. De repente, se quedó parado, mirando el disco ante él. Y colgó.

¿De verdad valía la pena contratar a unos matones por aquello? ¿Mancharse las manos hasta ese punto? ¿Valía la imagen pública de García Medina lo que la vida de una persona? Después de todo, no era el primer millonetis de este país de quien alguien poseía un vídeo haciendo cochinadas con putas. De hecho, le había ocurrido a gente aun más poderosa. Y no había pasado absolutamente nada.

Al final, aquellas filmaciones nunca eran emitidas públicamente. El tiempo acababa convirtiéndolas en poco más que rumores, en leyendas urbanas con las que se bromea en el bar.

No le iba a quedar otro remedio. Trajo una silla de su despacho y la situó junto a lo que quedaba del sofá. Encendió el televisor e introdujo el disco en el reproductor de deuvedé. Cuando la grabación se cargó, vio de nuevo el dormitorio de la casa de San José del Álamo en cualquier noche de sábado de hacía unos meses. Volvió a ver la entrada de Loreto con Ana María y con Ernesto. Volvió a ver cómo se besaban. Cómo Loreto besaba a uno y a otro, hasta que al final los tres reunían sus rostros en una especie de marioneta nepalí inversa, una cabeza con tres nucas, mientras las seis manos de aquel monstruo lúbrico se revolvían en el abrazo y las ropas iban cayendo al suelo. Poco después, quedaban los tres tirados en la cama y empezaban a hacer todo lo imaginable: Loreto practicándole una felación al hombrecillo mientras Ana María la masturbaba. Loreto lamiendo el sexo de Ana María al tiempo que Ernesto la montaba desde atrás. Ana María, sodomizada por Ernesto mientras lamía el sexo de Loreto.

Hasta ahí era todo lo que se podía esperar. Lo lógico. Incluso aburrido, dadas las circunstancias. Nada nuevo para Monroy, que, al fin y al cabo, había estado muchos años acostándose con Ana María y sabía lo que le gustaba. Con la diferencia de que, en su época, sólo lo hacían con gente que lo hacía, a su vez, por amor al arte. Por eso Monroy visionaba el clip casi con forense indiferencia, si dejaba aparte la repulsión que le producía la juventud de Loreto y el hecho de que fuese una esclava sexual por horas. Pero, de pronto, en uno de los cambios de postura, mientras Ernesto montaba a la prostituta a la antigua usanza, sin que ésta se percatara, Ana Mari sacó un maletín de debajo de la cama y lo abrió. En un primer momento, Monroy pensó que sacaría un consolador, unas bolas chinas, una fusta relativamente inofensiva. Pero no. Fue algo distinto: dos juegos de esposas, con los que, sin que a Loreto le diese tiempo a nada, la esposaron a los barrotes de la cama. Aquello no debía estar pactado, porque Loreto se asustó y empezó a quejarse, diciéndoles que eso no, que eso no, que pararan.

Eso fue lo que hizo Monroy. Paró la reproducción. Dejó la pausa en la imagen en que el hombrecillo se levantaba de la cama, mientras Loreto forcejeaba, aterrada y Ana María metía la mano en el maletín para sacar algo más. Fue entonces cuando recordó las palabras de Paco Ruiz. Y cuando lamentó no haber visto el vídeo completo antes de hacer la entrega.

Palabras e imágenes se agolpaban en su mente. García Medina preguntándole por teléfono si había visto el vídeo. Paco Ruiz diciendo que quería quitarse de encima todo aquello. Silva diciéndole que pensara, que pensara, porque algo debía haber salido mal. García Medina en albornoz ante su piscina, con los discos en el bolsillo, sonriéndole y dándole las gracias. Todo se mezcló en un tiovivo vertiginoso con tintes de pesadilla durante el minuto que pasó mirando aquella imagen congelada.

Tengo que terminar de verlo, se dijo. Intentó prepararse mentalmente. Sabía que iba a ver cualquier cosa. Se lo dijo a sí mismo en voz alta y pulsó nuevamente el botón de reproducción.

La habían torturado hasta matarla. Era la única manera de describirlo. Le habían hecho pequeños cortes con una hojilla de afeitar en las plantas de los pies, en los muslos, en los brazos, en los pechos, en el sexo. Habían reído a cada grito de dolor de Loreto. Habían lamido la sangre de sus heridas, mientras se masturbaban mutuamente. Habían fornicado sobre ella, golpeándola y mordiéndola entre envite y envite. La habían obligado a comerles alternativamente el sexo, a la vez que el otro la pellizcaba, la mordía y le practicaba nuevos cortes, sin dejar de masturbarse. Y, después, en el colmo de las humillaciones, aquellas dos bestias inmundas se habían orinado sobre ella. Sí, se le habían meado en la cara mientras la pobre chica lloraba y suplicaba en la lengua de su infancia. Y el sudor, el orín, el semen y la sangre se habían mezclado entre aquellas sábanas de raso, convertidas en una pocilga donde se celebraba la gran orgía de la iniquidad. Después, jugaron a estrangularla. Por turnos, paciente y cruelmente, jugaron a apretar su cuello entre sus manos, hasta llegar justo al punto que existe antes del desmayo. Luego la reanimaban y volvían a empezar. Continuaron haciéndolo una y otra vez. Hasta que una nueva mancha de orín surgió de entre las piernas de Loreto. La chica se había meado de miedo. Eso fue lo que pensaron al principio. Pero no. Monroy adivinó enseguida que no. Se dio cuenta de que Loreto no había podido resistir. Al hombrecillo, que era quien jugaba en ese momento al estrangulador, se le había ido la mano. Los esfínteres de Loreto se habían relajado definitivamente. Estaba muerta.

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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