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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (17 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—Joder, pues en bonita película me metiste, ¿no?

—No, hombre, no pasa nada. De ti, ni se van a acordar. Pero si te quedas con alguna movida extraña, dame un aviso.

—¿Una movida extraña, como cuál?

Monroy le recordó el Opel gris que había dejado la plaza libre el viernes por la noche y le dijo que si volvía a verlo, que le avisara.

—Parece que esos tipos nos estaban vigilando.

—Joder, joder… Sabía que no me tenía que haber metido en eso.

Monroy le agarró del brazo y se le acercó.

—Tranquilo, hombre, tranquilo. Te estoy avisando sólo por si las moscas. Para que estés al loro. No te va a pasar nada. ¿De acuerdo? Y, sobre todo, no le digas nada a nadie de todo esto.

No muy convencido, Roque asintió y se metió en el bar con cara de preocupación.

Monroy prosiguió camino en dirección al cajero automático. No creía que a Roque pudiera pasarle nada, pero pensó que tenía derecho a saber al menos algo de lo que estaba pasando. Guerra avisada no deja muertos.

Tan sencillo como una frase musical

Llamó a la puerta de Matías y fue Loli quien abrió.

—¿Cómo está? —preguntó Monroy, alargándole el periódico. Del interior, provenían ruidos de autos, insultos y tiros mezclados con música incidental.

Loli señaló hacia dentro con la sien.

—Ya ves tú. Le he traído un par de pelis del video club y ya está como si nada.

—Bueno, cuando termine de ver la peli, vengo a hacerle una visita —dijo Monroy, introduciendo la llave en la cerradura de su puerta.

—¿Quieres que te avise?

—No. Ésa ya la he visto. Le queda como media hora.

Comenzó por recoger la biblioteca. Eso le ocupó hasta mediodía, contando con la parada que hizo para ir a ver a Matías, cuya herida sí estaba ahora completamente hinchada, igual que su orgullo por su «heroica defensa de la ajena propiedad», como hubiera dicho un comentarista cursi.

Cuando volvió a casa, puso la tele para escuchar, que no ver, las noticias mientras hacía limpieza en el salón. Fue recogiendo, aquí y allá, los trozos de guata y metiéndolos en una bolsa de plástico.

—Como primera medida —decía alguien desde una rueda de prensa—, vamos a establecer un concurso entre diversas empresas del sector a fin de determinar cuál es la que ofrece el servicio más eficiente. De entre esas empresas, sólo una será la adjudicataria de la contrata.

A Monroy le resultó familiar aquella voz. Miró a la pantalla y vio el rostro del consejero a quien Ortiz había ido a visitar unos días antes. No pudo evitar una risita.

—En cualquier caso —continuó diciendo el consejero—, les aseguro que la elección se llevará a cabo con rigor, seriedad y equidad, teniendo en cuenta los criterios de rentabilidad y eficacia que deben presidir la gestión de los fondos públicos.

—Algo así me esperaba yo —dijo Monroy en voz alta mientras el reportaje acababa y el presentador del informativo territorial pasaba a hablar de las reacciones de la oposición y de los colectivos ecologistas a esas declaraciones. Las reacciones eran muchas y variadas, pero sus argumentos resultaban débiles y poco convincentes en general.

Por lo que Monroy pudo entender, se trataba de intervención en litoral, o algo así. Y apostó consigo mismo una cerveza a que sabía qué empresa sería la «legítima adjudicataria de la contrata». Como no pensaba esperar a beber hasta que se resolviera el concurso, fue al frigorífico y sacó una lata de Tropical.

Acababa de dar un trago y de dejarla sobre la mesa para seguir recogiendo, cuando llamaron a la puerta.

No era Loli. Gloria iba a almorzar con Manolo, su compañero de la librería. Y era pronto para que el hijo de Hanif llegara con las cámaras. Con sigilo, se acercó a la puerta y atisbo por la mirilla. Sólo podía ver dos cabezas, que esperaban, pegadas a la puerta. Demasiado pegadas para distinguir ningún rasgo.

Volvieron a tocar el timbre. Luego, impacientes, golpearon con los nudillos.

—¿Monroy? —dijo el propietario de una de las cabezas—. Monroy, sabemos que está ahí. Oímos la tele.

Monroy notó que su corazón se aceleraba. Buscó con la mirada algo que le pudiera servir para defenderse. Pero no había nada a mano. Tendría que ir a la cocina.

—Eladio —dijo otra voz—. Le habla Pérez. Abra de una vez, hombre.

Monroy dejó escapar un suspiro y abrió.

Los dos policías entraron en cuanto él les saludó.

—¿Por qué no abría, Eladio? —preguntó Alonso.

—Estaba cagando —dijo Monroy, bajando el volumen del televisor.

Starsky y Hutch se habían parado en medio del salón y miraban en derredor, contemplando el paisaje después de la batalla.

—Cómo le han dejado la chabola, ¿eh?

—No vendrán por esto, supongo.

—Pues sí y no —dijo Pérez.

—La cosa es que parece que hay algo que no nos ha contado —añadió su compañero que, al parecer, hacía nuevamente de poli malo.

—Ahí se equivoca usted, como casi siempre. Les conté todo lo que sabía —le dijo Monroy a Alonso, dando otro trago a la lata—. ¿Les apetece una cerveza?

Ambos negaron con la cabeza.

—Algo debe haber —insistió Alonso, haciendo un amplio gesto de la mano que abarcó todo el salón—. Si no, ¿a qué iba a venir todo esto?

—Miren, ya está bien de regodeo. Es la tercera vez en lo que va de año que se me meten a robar. Al vecino del primero se le han metido cinco o seis veces. No sé si lo habrán notado, pero es muy frecuente. Será porque ustedes se están comiendo el bocadillo cuando deberían estar de ronda.

—Oiga, Eladio —comenzó a decir Alonso.

—¡No! Oiga usted: si vienen a decirme que tienen algo sobre los tipos que se me metieron aquí cuando todavía era de día, me destrozaron la casa y le dieron leña a mi vecino, me parece de cojones. Si vienen a decirme que saben quién se cargó a Paco Ruiz (lo cual, dicho sea de paso, me importa tres pepinos), bienvenidos sean. Pero, si no, háganme el favor de decirle a Déniz que me deje tranquilo. Que no tengo ni puta idea de lo que pasó el viernes en ese puticlub después de haberme ido yo. ¿Estamos?

Alonso inició un ademán de protesta, pero su compañero le atajó.

—Está bien —dijo éste—. Le voy a decir lo que me parece. No sospechamos de usted. Por lo que dice el comisario no parece un asesino, ni un ladrón. El comisario está preocupado por otra cosa.

—A ver.

—A ver cómo se lo explico: a mí me da en la nariz que los que le hicieron la visita ayer por la tarde son los mismos que fueron la otra noche a Cuarenta Grados. Y no me diga que no se la ha pasado también a usted por la cabeza. —Pérez hizo una pausa, quizá algo teatral, pero eficaz—. Eso quiere decir que usted tiene lo que esos tíos están buscando.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque, según la declaración de su vecino, esos dos no eran, precisamente, un par de yonquis. Y porque, amigo mío, usted declaró que no le habían robado nada. Por lo tanto, andaban buscando algo. Conclusión: tuvo ayer una potra de cojones por no estar en casa. Pero puede que la próxima vez no tenga la misma suerte y que acabe como el difunto Francisco Ruiz. Eso es lo que pensamos nosotros. Y lo mismo opina el comisario.

Monroy se quedó callado. Al parecer, los muchachos de Déniz habían hecho los deberes.

—Así que —continuó Pérez— a mí me parece que es mejor que nos cuente de qué va el asunto.

—No sé qué coño le voy a contar. Todo pasó como les dije en comisaría. Si hay algo, está en mi declaración.

En ese momento, Alonso tomó la palabra.

—Eladio, lo de las cámaras no cuela. Usted le hizo una jugarreta a alguien.

—¿Qué jugarreta? Pero ¿de qué me está hablando? Yo no me meto con nadie. Ni tengo nada de nadie.

Alonso miró a su compañero.

—Mira, tío, yo lo doy por imposible —dijo—. Que le metan cuatro puñaladas, si así está más a gusto. Yo paso.

Dicho esto, se dirigió a la puerta y la abrió. Monroy dio un trago largo a su cerveza y eructó sonoramente. El otro se quedó parado en el vano, mirándole con desprecio.

Pérez, por su parte, se acercó a su compañero sin dejar de mirar a Monroy.

—Usted sabrá, amigo —comentó—. Ya verá lo que hace. Seguro que nos llama cuando la cosa se ponga cruda. Lo único es que no sé si entonces podremos llegar a tiempo de que no le corten el pescuezo.

—Buenas tardes —le oyeron decir a Monroy antes de cerrar la puerta.

Monroy continuó mirando la puerta cerrada durante unos segundos. Tenían razón. Eso estaba claro. Paco no les había dado lo que querían y ahora irían a por él. Algo frío le subió por la espalda hasta la nuca y le hizo estremecerse. Todo aquello era absurdo. Pero el absurdo es condición esencial de la existencia. Eso lo había aprendido a los veintidós años, leyendo a Camus en el camarote de un carguero que se dirigía a Venezuela. Por eso, nada más desembarcar en Isla Margarita, lo primero que hizo fue buscar un buen tatuador y grabarse en el brazo aquella letra K. Para no olvidar que era inútil buscar un sentido.

Ahora, dando un respingo, se miró el tatuaje.

—Vaya mierda —dijo, para resumir la situación.

Quince minutos después, sonó el teléfono. Como era de esperar, se trataba de Déniz. Acababa de hablar con Starsky y Hutch.

—Me tienes muy preocupado, tío —le espetó el comisario.

—No tienes nada de lo que preocuparte. Lo de ayer, no creo que tenga nada que ver con lo de Paco Ruiz.

—Yo creo que sí. Es más, creo que tú piensas como yo. Pero tienes miedo o algo así.

—No, Pepe, de verdad. No tiene nada que ver. Y yo no sé nada más que lo que ya les dije en comisaría.

—Eladio, no seas cabezón. Tienes que cubrirte las espaldas. Van a ir a por ti. Y, si no me ayudas, yo no puedo protegerte.

—¿Protegerme? ¿De qué me vas a proteger?

Déniz hizo una pausa, buscando algún insulto adecuado. Al parecer, no lo encontró.

—Mira, tú verás, querido. Yo no puedo hacer nada más. ¿Sabes qué te digo? Que cada uno, con su garbo, que se lo monte como pueda —dijo, finalmente, justo antes de colgar.

Monroy hizo lo propio. Luego se alejó un paso del teléfono y, plegando índice y pulgar, se los llevó a los labios para efectuar el inequívoco gesto de una pedorreta.

Le iba llegando el momento de echar un párrafo con el amigo García Medina. Para que aclarara las cosas. O para aclarárselas a él. Pero decidió esperar. Esperaría a que el otro diera un primer paso.

* * *

El hijo de Hanif le trajo las cámaras a media tarde. El joven dejó volar sus ojos hindúes por el salón al ver el desorden, pero no dijo nada sobre ello.

—No creas que esto siempre está así —dijo Monroy—. Ayer entraron a robar.

—Ah —suspiró el muchacho—. Hay mucho chorizo aquí.

—No. Aquí lo que hay es mucho desorden. Chorizos hay en todos lados.

Cuando el hijo de Hanif se hubo marchado, continuó recogiendo. Si se esforzaba un poco, aquello volvería a parecer una vivienda en uno o dos días.

Al día siguiente iría a la tienda de muebles de Saulo a encargarle un colchón y elegir algún sofá. Tal vez lo del colchón pudiera hacerlo a golpe de teléfono. El anterior se lo había comprado también a Saulo. Con llamarle y pedirle que le mandara uno igual, habría suficiente. Porque hasta que no lo tuviera, tendría que seguir durmiendo en casa de Gloria. Eso estaba claro. Y sospechaba que ella empezaba a tomarle gusto a la situación.

Pero, justamente cuando buscaba el número de Saulo en su agenda, volvió a sonar el teléfono. Miró la pantalla del teléfono para ver si reconocía el número. Llamaban desde un número oculto, pues en la pantalla sólo podía leerse «Llamada». Dudó si contestar o no. Después, casi con resignación, descolgó.

—Diga.

La voz que le habló a continuación le llegaba con ruido de tráfico, sorda y lejana. Era la voz de un hombre. Eso era lo único distinguible a través del dispositivo que la distorsionaba.

—Devuelve lo que no es tuyo antes de que sea tarde, Monroy.

—No tengo nada que no sea mío.

—Sí lo tienes. Y, si no lo devuelves, lo vas a pasar muy mal.

—¿Sí? —dijo con petulancia el hombre de barrio que había en Monroy—. ¿Y, si no, qué? ¿Qué me vas a hacer? ¿Me vas a despeinar?

—¿Quieres que te demuestre lo que puedo hacer?

—No estaría mal. Ven y me lo demuestras —dijo Monroy, a quien una especie de instinto le dictó jugar apostando alto—. Da la cara. Y, por cierto, si quieres acordarte de cómo la tienes ahora, será mejor que antes de darla te saques una foto. Porque luego no te va a reconocer ni tu puta madre, payaso.

Por el ruido que hizo su anónimo interlocutor, Monroy entendió que aquél chasqueaba la lengua un par de veces.

—Me parece que sí voy a tener que demostrártelo. Hasta pronto, imbécil.

La comunicación se interrumpió en este punto y, para empezar, Monroy se cagó en los muertos de su comunicante. Luego le hizo al teléfono otra nueva pedorreta.

¿A qué venía tanto misterio? Sólo podía haber un motivo que, a su vez, garantizaba un hecho: acababa de hablar con uno de los autores materiales de la muerte de Paco Ruiz.

También ahora quedaba claro que buscaban lo que Ruiz no había podido darles; y que estaban seguros de que era Monroy quien lo tenía. Habían hecho uso de la disyunción excluyente. O el proverbial «si no es Juana es la hermana», en el que, por supuesto, Monroy hacía de hermana.

En cuanto a su propia seguridad, se preguntó hasta dónde llegarían. Evidentemente, hasta donde fuera. Habían torturado a un hombre hasta matarlo. Por lo tanto, habían transgredido ya todos los límites imaginables. Se le ocurrió que primeramente debía evitar que se le viese con Gloria. Ya inventaría alguna excusa.

Llamar a la policía quedaba descartado. Aquellos inútiles no eran capaces de proteger a nadie. Su única habilidad, en opinión de Monroy, era la de complicarlo todo.

Sin darse cuenta, se había puesto a pasear arriba y abajo por el salón mientras pensaba en todo esto.

Había apostado fuerte con el matón. Aún no conocía el resultado de la partida. Pero la apuesta estaba hecha.

Hasta ese momento, había esperado una simple llamada de García Medina proponiéndole retomar negociaciones. Sin embargo, el hombrecillo parecía haber dejado el asunto en las manos de otros. O en las zarpas de otros, para ser más exactos.

De pronto se le ocurrió otra posibilidad: ¿Y si el error era de bulto y lo que buscaban aquellos tipos no tenía nada que ver con el famoso cineduro 0016? ¿Y si lo que buscaban era el motivo de chantaje a
otro
individuo que había contratado para solucionar el asunto a
otros
tipos menos escrupulosos y bastante más torpes que él?

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