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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (13 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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Gloria abrió la puerta y le contempló un momento. Aunque no supiera a qué se debía, le notó la extrañeza y el mal sabor. Sintió, merced a algún instinto nunca antes percibido, que había algo doloroso en su rostro. Pero no dijo nada. No hizo preguntas. Ni siquiera le saludó. Sencillamente, le atrajo de la mano hacia el interior, cerró la puerta y fue a la cocina a buscar una botella de vino.

* * *

Tardó un poco en recordar dónde estaba. El día había entrado en el dormitorio de Gloria como los marines en Panamá y bañaba toda la estancia con una luz insultante. Habían estado bebiendo vino y haciendo el amor hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Después, exhaustos, se habían dormido. Gloria no estaba, pero él sentía su presencia en cada rincón del cuarto, desde el cartel enmarcado de
El cartero y Pablo Neruda
a la colección de tortuguitas de porcelana que atestaban el tocador, todo tan blandamente hogareño. Se levantó y fue a la cocina. Tomaría un café antes de bajar a casa. Se permitiría aquel pequeño lujo. De hecho, Gloria debía haberlo previsto, porque le había dejado una nota sobre la encimera, escrita en una hoja de libreta a cuadros, con su letra redonda y cuidada de quinceañera que copia poemas de Bécquer en las carpetas:

Cariño: La cafetera está preparada. Si te apetece que comamos juntos, llámame a la librería. Si no, ya te llamo por la tarde. Que tengas un buen día. Besos. Muchos. Grandes. Gloria.

Sonrió de oficio y puso la cafetera al fuego. El malestar de la noche comenzaba a mitigarse. Después de todo, él había hecho cosas peores. Se recordó a sí mismo amedrentando a tipos para que pagaran deudas; vendiendo mercancía sisada de contenedores que «se despistaban» en los muelles. ¿En realidad, eran peores esos actos? Probablemente fuesen menos legales. Pero, ¿eran peores? Y, si lo eran, ¿por qué en esas ocasiones no se había sentido como ahora? ¿Sería porque ahora Ana María andaba de por medio? ¿O acaso, y más probablemente, era porque el padre de la criatura era García Medina, precisamente el mismo García Medina que tanto empresario joven de la ciudad tomaba como ejemplo?

No supo contestarse con seguridad, pero se dejó invadir por la sospecha de que los tiros iban por ahí cuando volvió el recuerdo de la chica del vídeo. Loreto. Nombre supuesto, con seguridad. Rubia. Delgada. De rostro anguloso bien dibujado. Nariz respingona. Ojos claros. Un rostro dulce y serio. En algún lugar, aquella chica tenía, o, por lo menos, había tenido, unos padres. Alguien que la había criado. Unos padres que, presumiblemente, habían puesto en ella su esperanza. La esperanza de que alguna vez ella fuese aquello que ellos no habían podido ser. O quizá no. Pero ellos, hubiesen querido o no, seguramente no habrían podido pagarle una carrera en Salamanca. Eso seguro.

La vida es muy cabrona, se dijo mientras se servía el café, un instante antes de pensar en Paula y preguntarse cómo era posible que Ana Mari no se acordara de ella cuando estaba con aquellas chicas a las que pagaba para que le permitieran robarles, como una moderna Erzbeth Bathory de garrafón, su juventud y su belleza. Muy posiblemente, esa era la causa de su malestar: la identificación del rostro de Loreto con el de Paula. La tristeza de comprobar en un vídeo lo que ya sabía pero se preocupaba en negarse; lo mismo que, ahora, mientras revolvía el café y se sentaba en el sofá, su mente le repetía una y otra y otra vez: La vida es muy cabrona.

* * *

Procuró que el resto de la mañana fuese lo más agradable posible. Bajó a casa, se duchó y se cambió de ropa. Después, salió a la calle, compró la prensa y un paquete de cigarrillos. Dio un uso apropiado a ambos productos en el bar Casablanca hasta mediodía. Al volver a casa, telefoneó a Gloria para citarse con ella y fue a la cocina a preparar algo. Decidió que un revuelto de puerros y una ensalada eran una buena opción. Un almuerzo ligero era lo más apropiado para pasar dignamente aquella canícula que llevaba ya semanas caldeando la ciudad. Justamente al abrir el refrigerador, sonó el timbre.

Se dirigió a la puerta, después de coger el periódico que estaba sobre la mesa del comedor. Pensó que debía ser Matías. Se le había olvidado dejarle el periódico. Pero no era Matías. Cuando abrió, se enfrentó a dos hombres. Ambos llevaban el pelo cortado al dos. Uno de ellos, el más rubio (y también el más joven), debía sacarle a Eladio unos cinco centímetros de altura. Llevaba perilla y un arete de plata en la oreja izquierda. El otro, de unos treinta y tantos, lucía un afeitado de anuncio de wilkinson en un rostro interesante. Parecía bastante más inteligente que su compañero. Los dos vestían con vaqueros y camisetas, además de camisas sueltas. Aquellas camisas, supuso enseguida Eladio, ocultaban las armas y las esposas que debían portar a la cadera, las cuales, en invierno, se ocultarían tras cazadoras bombers. Porque, en cualquiera de los casos, apestaban a policía.

—¿Eladio Monroy Santana? —preguntó el treintañero.

Asintió. No era la primera vez que la policía le requería. Pero nunca le habían visitado agentes de paisano. De hecho, en otros tiempos, simplemente recibía una llamada de Silva o algún otro inspector, para que se pasara por comisaría a declarar. La vieja guardia le conocía. Pero éstos eran de la nueva hornada. Por eso, desde el mismo instante en que los agentes mostraron sus identificaciones, comenzó a hacer rápidamente memoria de sus actividades, para averiguar cuál de ellas había provocado la presencia ante su puerta de Starsky y Hutch. ¿Habría algo feo en los pedidos de Viram?

—Pasen ustedes —dijo franqueándoles el paso e invitándoles con la mano a sentarse en el sofá.

Rehusaron la invitación. Se quedaron allí, en pie, en medio del recibidor, mientras Eladio cerraba la puerta barruntando que la cosa debía ser más seria.

—Ustedes dirán.

—Necesitamos que nos acompañe a comisaría —dijo el rubio.

—¿Para?

—Tenemos que hacerle unas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre Francisco Ruiz Sepúlveda.

—¿Francisco Ruiz Sepúlveda? Me parece que no lo conozco.

—A nosotros nos parece que sí —dijo el del apurado perfecto—. De hecho, le hizo una visita anoche.

—Ah, claro… Ya sé. ¿He hecho algo malo?

—Eso ya lo veremos.

El rubio comenzaba a impacientarse.

—Bueno, ¿va a acompañarnos por las buenas o tendremos que…?

—Claro. Por supuesto que voy —le apostrofó Monroy para evitar que las cosas se complicaran—. Pero, ¿pasa algo con ese hombre?

—Pasa que está en el depósito de cadáveres.

* * *

Una mesa. Tres sillas. Y, seguramente, una cámara disimulada tras un espejo. Eso es todo cuanto había en la pequeña habitación rectangular, insonorizada y pintada de amarillo pastel, en la que Monroy llevaba ya una hora hablando con los dos agentes, que habían resultado llamarse Alonso y Pérez.

Alonso, el rubio, hacía de poli malo. Hablaba lo menos posible. Se limitaba a mirarle fijamente, sentado en un rincón. Y, cuando aprovechaba algún silencio para decir algo, sus palabras implicaban siempre una más o menos velada amenaza.

Pérez, en cambio, hablaba a media voz, sonriendo con frecuencia y asintiendo comprensivamente a cada respuesta de Monroy. Sin embargo, continuaba sentado a medias sobre la mesa, manteniendo así una simbólica superioridad sobre él. Monroy, por su parte, se limitaba a responder con toda la claridad posible a sus preguntas. Omitiendo, porque sabía que eso complicaría las cosas, cualquier referencia al asunto del chantaje.

—Bueno —decía Pérez en ese momento—. Vamos a recapitular. Dice usted que fue a Cuarenta Grados a celebrar el cumpleaños de un amigo.

—Exacto.

—Y que aprovechó para hablar con Ruiz de un negocio.

—Sí señor.

—Que habló con él durante cinco o diez minutos y que luego bajó de nuevo al bar y se marcharon.

—Exactamente.

—¿Sobre qué hablaron?

—Yo quería venderle una cámara de vídeo.

—¿Una cámara de vídeo?

—Sí. De vez en cuando hago algún negocio para ganarme un dinerillo. Acabo de comprarle a un mayorista una partida de cámaras digitales. Y tengo que colocarlas.

—Mercancía robada, ¿no? —inquirió Alonso.

—No señor. Mercancía legal, de paquete y con su factura. De hecho, si le interesa una cámara digital de última generación a buen precio, podemos hablar del asunto.

—No se haga el payasete conmigo, Eladio.

—No tengo esa costumbre, señor Alonso —respondió Monroy, pronunciando el «señor» lenta, muy lentamente—. No soy ningún criminal. Y lo puedo demostrar cuando haga falta.

—¿De qué se conocían?

—De nada. Bueno, de oídas. Me habían contado que a ese hombre le interesaba ese tipo de juguetes.

—¿Quién?

—Ahora mismo no sabría decirle. Igual lo oí comentar en el mismo club, alguna vez. O en el Lugo. Él paraba antes por allí. Ya saben cómo es la cosa.

—No. No lo sabemos —dijo Alonso—. ¿Por qué no nos lo explica?

—Con mucho gusto. La cosa es que uno escucha rumores. A veces ni te lo dicen a ti directamente. Simplemente, estás tomándote una cerveza en el bar y oyes hablar a dos tipos que hay al lado. Y, esos dos, hablan de un tío que tiene un puticlub en Grau Bassas y que se gasta millonadas en cualquier cacharro que tenga botones. Y, como da la casualidad de que tú tienes que colocar cacharros de ese estilo… Pues, claro, blanco y en botella es leche.

—¿Y dónde están esas cámaras?

—Me llegan el lunes.

—¿Y la factura?

—En mi casa.

—¿Y a quién se las ha comprado? —volvió a retomar el hilo Pérez, que debía notar que su compañero iba por mal camino.

—Si me prometen no ir a pisarme el negocio, se lo digo.

Pérez no pudo reprimir un amago de carcajada.

—Es que me hace muy buen precio —aclaró Monroy—. Hanif Viram. Se llama Hanif Viram. Un honrado comerciante indio que lleva más de veinte años establecido en la calle Ripoche —dijo esta última frase regodeándose en cada una de sus sílabas, un poco teatralmente, pero sin quitarle ojo a Alonso, que comenzaba a odiarle más allá de toda exigencia profesional y en cualquier momento podía soltarle una galleta.

—Vale —dijo Pérez—. Eso ya lo comprobaremos. Ahora, dígame una cosa. ¿Le vendió algo?

—No. El tipo decía que acababa de comprarse un equipazo. Que no le interesaba. Yo qué sé. Igual no se fiaba de mí.

—¿Por qué no? —preguntó el rubio, mostrando nuevamente los colmillos.

—Ya le dije que no nos conocíamos.

Se hizo un silencio espeso, durante el cual Pérez miró a su compañero. Aquél le devolvió la mirada, reconociendo que, en aquella dirección, no iban a ninguna parte.

—¿A qué hora se fue de allí?

Monroy hizo memoria.

—Podrían ser las doce y media o la una de la madrugada.

—¿Y después?

—Después nos marchamos. Dejé a mi amigo en su casa y me fui a la mía.

—Claro —tomó de nuevo la palabra Alonso—. Se fue a dormir usted solito y no tiene más testigo que su osito de peluche, ¿no?

—No exactamente. No llegué a entrar en casa. Subí a casa de Gloria Bolaños. Vive en mi mismo edificio. En el 6º A —a Monroy no le gustó meter a Gloria en todo aquel asunto, pero necesitaba mostrar su coartada, pues, con toda seguridad, Starsky y Hutch no tenían más sospechoso que él.

—¿Y hasta qué hora se quedó? —preguntó Pérez.

—Toda la noche. Me desperté sobre las diez de la mañana.

—Entonces, llegó a casa de… ¿Gloria Bolaños?

—Sí. Eso es. Gloria Bolaños.

—Llegó a su casa, digamos, ¿a la una y media?

—Algo así. Una y media, dos menos cuarto.

—¿Dónde podemos localizar a esa mujer?

Eladio consultó su reloj.

—Bueno, ya les dije su dirección. Pero puede que ahora mismo esté en mi casa preguntándose por qué no estoy allí. Debe haber llamado ya a todas las clínicas. A ustedes les llamará dentro de un rato.

Los policías se miraron entre sí. Luego Alonso se levantó, dirigiéndose hacia la puerta.

—Vamos a ver si es verdad.

—¿Quiere que le apunte mi número? —preguntó Monroy.

—No, no hace falta, gracias —respondió el otro antes de dar un portazo.

Pérez se levantó de la mesa y se sentó en una silla frente a Monroy. Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno.

—No, gracias —dijo Monroy, sacando los suyos—. Prefiero mi marca. ¿Le apetece uno de estos?

El policía negó con la cabeza, pero sonrió.

—¿Sabe? A esta hora, la policía científica está comparando sus huellas digitales con las que había en la oficina de Ruiz.

—Ah. Si quieren, se lo ahorro. Van a encontrar huellas mías en la puerta, en una silla, sobre la mesa y en el ordenador. —Monroy no dijo nada sobre el neceser. Sabía que el neceser no aparecería por ningún lado.

—¿Por qué en el ordenador?

—Porque el amigo Ruiz, que en paz descanse, se empeñó en enseñarme lo bien que le funcionaba un nuevo software de tratamiento de imagen que se había conseguido.

—No se le ve muy impresionado por la muerte de Ruiz —observó Pérez con suspicacia.

—Bueno, tampoco es que fuéramos íntimos, ¿no? Además, cuando llegue usted a mi edad, ya verá cómo la muerte no le impresiona tanto.

Todo quedó nuevamente en silencio. Monroy, pese a la incomodidad que suponía aquella situación, se sentía tranquilo. Conocía los procedimientos policiales. Sabía que no podrían acusarle. Su curiosidad se movía en otras direcciones. En varias al mismo tiempo. Quizá, sondeando convenientemente al policía, podría satisfacerla en alguna de ellas.

—¿Cómo murió? —preguntó Monroy.

El policía arqueó las cejas.

—¿No lo sabe usted?

—Vale. Asesinado. Pero, ¿cómo lo hicieron?

Eres listo. Eres muy listo. Pero yo soy más listo que tú. Exactamente ésas fueron las palabras que Pérez le decía con los ojos mientras le contestaba que aún no conocían el resultado de la autopsia.

—Fue la Charo quien les dijo que yo había estado allí, ¿no? —preguntó Monroy.

El otro no dijo nada. Se quedó inmóvil. Demasiado inmóvil. Había sido la Charo quien le había nombrado a la policía.

—Ese amigo que le acompañó, ¿está localizable?

—Sí, claro. Es un amigo del bar Casablanca, en León y Castillo. Está allí cada tarde. Es un ex luchador. Roque, se llama. No sé el apellido. Pero es un tipo honrado. Si se lo pueden evitar, me gustaría que no lo molestaran. De hecho, la idea de ir a la whiskería fue mía.

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