Authors: John Varley
Levanté la mirada y vi que Jubal estaba en la terraza del segundo piso, delante de su habitación, observando cómo se perdía de vista el Zumbón de Travis. Se volvió y entró en la casa.
Instalé a Jubal en la habitación contigua a la mía, con un juego de nuestras mejores toallas grandes, no las ásperas y pequeñas que nadie se molesta en robar de las habitaciones normales. La televisión era también una de las mejores que teníamos. Le enseñé a manejar el mando... aunque a mitad de la demostración me sentí un poco tonto, al recordar que aquel era el tío que había convertido unos mandos de consola en varitas mágicas, sin necesidad de utilizar pilas.
Había traído una maleta muy vieja hecha de grueso cartón, llena de camisas hawaianas, pantalones bermudas y montones de calzoncillos limpios con —os lo juro— JUBAL escrito en la banda elástica. Me pregunté si estar separado de Travis supondría un gran trauma para él. No podía dejar de recordar que una parte de él tendría perpetuamente doce años.
Lo ayudé a guardar sus cosas y regresé a mi cuarto, cinco metros más allá. Había sido una noche larga y llena de sorpresas. Estaba muerto de cansancio.
Una hora más tarde, aún no había sido capaz de dormirme. Estaba pensando en demasiadas cosas.
Jubal y la responsabilidad que había asumido con él.
Travis y su misteriosa misión.
El Estrujador y todo lo que significaba.
Kelly y por qué se había marchado a casa en lugar de quedarse a pasar la noche.
La Triumph, cómo sería conducirla al día siguiente, adónde podía ir, y si Travis me la vendería, si aceptaría que se la pagara a plazos o simplemente debía cortarme el brazo derecho y dárselo.
Alguien llamó a mi puerta y salí de la cama de un salto. ¿Kelly? Pero antes de que llegara a la puerta supe a quién encontraría allí. Seguro.
Jubal vestía un holgado pijama amarillo. Tenía la almohada debajo de un brazo y arrastraba la colcha detrás de sí. Lo único que le hacía falta para parecer una de esas fotografías enmarcadas de Norman Rockwell que vendíamos en la tienda era un osito de peluche. Estaba mirando al suelo.
—No puedo dormir —murmuró.
—Pasa, cher —dije. Me había acostumbrado a hacerlo.
—Normalmente no me dan miedo —dijo—. Los ruidos del campo no. Pero he oído gente que pasaba por fuera, y policías, y motores, y sirenas de ambulancias y no sé...
Yo no había oído nada. Supongo que es cosa del sitio en el que vives. Nunca he pasado mucho tiempo en los pantanos. Imagino que si oyera croar a una rana me mearía en los pantalones.
—Sí, a veces es un pu... un horrible escándalo, ¿verdad? Quédate conmigo, tengo una cama gigante. No hay problema.
—Puedo dormir en el sofá.
—Ni pensarlo. Cerraré la puerta de la terraza y bajaré el aire acondicionado, a menos que creas que puede ser demasiado...
—No, no hay problema. —Me miró por primera vez—. Normalmente puedo dormir en cualquier sitio. Podría quedarme dormido detrás del altar, mientras una congregación entera estuviese aullando y gritando y sintiendo al espíritu santo. Al despertar me encontré una bonita serpiente acurrucada conmigo. —Se echó a reír pero enseguida se tranquilizó—. Solo esta noche, Manny, solo esta noche.
A continuación se arrodilló junto a la cama, juntó las manos, cerró los ojos y empezó a rezar en voz muy baja.
Cuando terminó, se tumbó y se cubrió con la colcha. Estaba completamente dormido antes de un minuto. No roncó, eructó, gimió ni tuvo ventosidades mientras dormía, a diferencia de varias chicas que podría mencionar.
Estaba amaneciendo cuando finalmente me quedé dormido.
El sol estaba muy alto cuando desperté. Demasiado alto. Demasiado, demasiado alto.
Hacía muchísimo tiempo que no me quedaba dormido hasta las once por una razón muy sencilla. A las siete, mamá o la tía María aporreaban mi puerta. Me levanté de un salto al recordar que Jubal había venido a mi cuarto por la noche. Pero no estaba allí. No saldría a pasear solo por un vecindario extraño, ¿verdad?
Al pensarlo me enfadé un poco. No era un perro, demonios, no había que atarlo o estar vigilándolo cada minuto. Si era tan inútil... bueno, no me había comprometido para eso. Pero era mejor que fuera a ver.
Encontré a Jubal subido a una escalera y con la cabeza metida en el cajetín de control del cartel de la entrada. Mamá y Betty estaban debajo, sujetando la escalera y mirándolo con aire nervioso. Cuando me reuní con ellas oí un sonido curioso que provenía del interior del cartel. Tardé un momento en darme cuenta de que era Jubal, canturreando. La melodía tenía un claro aire de los pantanos y las palabras parecían francés cajún.
Salió del cajetín y levantó un trozo pelado de cable eléctrico como si fuera una serpiente muerta. Parecía muy feliz.
—¡Este es el culpable! —bramó—. Qué suerte haberlo encontrado. Estaba a punto de incendiarse, os apuesto lo que sea. Puede que hubiera incendiado el lugar entero. Betty, dale a ese botón, por favor. —Me miró y volvió a sonreír—. ¡Bonjour, monsieur dormilón! ¡Declaro que has dormido hasta el mediodía!
—Nada de eso —dije—. Solo son las once.
Mamá pulsó el interruptor general y el cartel volvió a la vida con más fuerza de la que había tenido en los últimos años. La mayor parte funcionaba, a excepción de unas pocas bombillas fundidas que podría cambiar en cinco minutos. Uno de los pequeños cohetes de neón estaba roto.
—Lo recargaremos y volverá a volar. Será barato. Betty dice que hay un sitio de camino a casa de Dak.
Miré a mamá y ella asintió, puede que no del todo convencida, lo que quería decir que me libraba de deslomarme a trabajar para compensar todo lo que no había hecho por la mañana. La besé en la frente y a continuación Jubal y yo fuimos a sacar la Triumph y el sidecar del cuartillo en el que guardamos los trastos de conserjería, mis herramientas, una pequeña mesa de trabajo, latas de un refresco genérico para la máquina de refrescos, que es de nuestra propiedad, y cajas de aperitivos para la máquina de aperitivos, que no lo es. Jubal había dejado algunas herramientas suyas sobre la mesa de trabajo. Parecía que había estado trabajando toda la mañana.
Sacamos la moto del cuarto y pasamos los siguientes veinte minutos asegurando el sidecar a la estructura. Jubal había memorizado la lista de comprobaciones que requería la operación y la cumplimos metódicamente, probando cada perno para asegurarnos de que era lo bastante seguro. Un sidecar que se suelta puede ser una cosa divertida en las películas, pero no en la vida real. Jubal era un hombre meticuloso.
La gran bestia negra y cromada cobró vida inmediatamente cuando pulsé el botón de encendido. Temblaba debajo de mí, preparada para partir. Jubal se introdujo en el sidecar y se puso su sencillo casco negro. Yo hice lo propio con el mío.
—Me gustaría uno así —dijo Jubal. Mi casco es una de las mejores cosas que tengo. Resulta irónico, teniendo en cuenta que no tengo coche, y mucho menos moto. Lo había pintado Henry 2Loose La Beck, rey de los artistas callejeros de Daytona.
Solo tardé unas pocas manzanas en hacerme con la moto. Con un sidecar tienes que inclinarte de forma diferente. Jubal me dio algunas indicaciones, sin ponerme nervioso ni llegar a ser un copiloto entrometido.
Entré en el aparcamiento del padre de Dak. No había nada comparable a mi moto. El señor Sinclair miró a la Triumph con codicia en los ojos. De joven había sido miembro de un club. Por entonces conducía una Harley pero siempre me había dicho que la que le gustaba de verdad era la Triumph. Casi todo lo que yo sabía sobre motos me lo había enseñado él.
Saludó a Jubal con amabilidad y lo ayudó a salir del sidecar. Después de darle un buen repaso general a la moto, pasamos unas pocas horas con cepillos de dientes, agua, jabón y cera. Su aspecto mejoró un poco. Habría que volver a pintar la estructura y el depósito dentro de poco, pero para eso tendríamos que desmontarla y yo no tenía tiempo, si quería poder aprovecharla un poco antes de devolvérsela a Travis.
—A ver qué te parece esto para el depósito —me dijo el señor Sinclair—. Azul oscuro, con un poco de copo en la pintura, para que eche chispas. Con cinco o seis capas debería bastar. Pasad, os enseñaré a qué me refiero.
Nos mostró varios libros en su oficina. Estaba claro que haría gustosamente el trabajo por el precio de la pintura.
Travis tardó las dos semanas que había mencionado como estimación aproximada, y varios días más. Fue una de las mejores temporadas que he pasado en toda mi vida.
Jubal poseía la energía de diez hombres y los conocimientos de varias docenas. Era capaz de arreglar cualquier cosa a la que pudiera ponerle las manos encima. Cosas que no habían funcionado en el Despegue desde los tiempos en que John Glenn todavía estaba en órbita volvieron a funcionar como por arte de magia. Yo se lo comentaba a Jubal y él respondía que se había dado cuenta de que no funcionaba y lo había arreglado. Era incapaz de pasar junto a algo que no funcionaba o, incluso, que no funcionaba tan bien como debería, y no hacer nada.
Dak le puso un nombre, o algo parecido. Mientras observaba a Jubal trabajando en el garaje con los motores de algunos coches, lo definió como "un monstruo de la grasa nato".
—Hay gente que posee un oído perfecto —dijo—. Hay gente que no se pierde nunca. Hay gente que tiene eso que llaman un "pulgar verde". Y hay gente que, sencillamente, entiende de motores.
Pero decir que era un monstruo de la grasa dista mucho de describir sus habilidades. Arregló tres molestos fallos de mi viejo ordenador que yo llevaba meses tratando de reparar, y lo hizo en quince minutos. Reparó los plomos y el cableado eléctrico. Arregló pequeños electrodomésticos y tres televisores que languidecían en un almacén porque yo había sido demasiado perezoso para tirarlos. Hasta arregló el baño de la habitación 201.
Yo estaba observándolo cuando arregló los televisores y no puedo decir cómo lo hizo. Fue algo espeluznante, como ver a un curandero. Jubal cogía el aparato, lo miraba y movía los dedos en el aire, sin dejar de silbar melodías que, según descubrí más tarde, eran himnos. Tocaba los circuitos aquí y allá con su probador de corriente y lo siguiente que yo sabía era que estaba arrancando un transistor de un tablero de circuitos. A continuación sacaba su ordenador de bolsillo —el modelo más avanzado que existe, miles de veces más potente e inteligente que el mío— y en cuestión de instantes había descubierto un lugar en Kansas, o en Oregon o en Sudáfrica en el que podías conseguir un transistor semejante por unos pocos peniques más gastos de envío. Unos días más tarde llegaba el transistor, él lo soldaba en el lugar preciso... y el televisor volvía a funcionar.
Travis había resaltado la incapacidad social de Jubal, y había dicho la verdad. Cuando estaba con gente a la que no conocía, murmuraba, se mantenía apartado, no les miraba a los ojos y, en general, daba la impresión de querer estar en otro lugar. Pero después de pasado algún tiempo para acostumbrarse un poco, se relajaba, y cuando empezaba a considerarte miembro de su "familia", cosa que podía tardar desde un microsegundo, en el caso de Alicia, hasta un par de días, con Dak y conmigo, todo cambiaba. Con su familia le encantaba reír y cantar y bailar y en general hacer lo que llamaba una "fais do-do", que creo que es fiesta en cajún.
En dos semanas, cambió muchísimo a mi familia.
Durante los primeros días teníamos la televisión puesta durante la cena. Pero todo el mundo hablaba y se reía tanto que hacia el tercer día nos habíamos olvidado ya de su presencia. Kelly, Dak y Alicia empezaron a frecuentarnos durante la cena y hasta conseguimos que el señor Sinclair, el padre de Dak, viniera en un par de ocasiones.
Después, nadie podía saber lo que iba a hacer. Lo llevé al rancho Broussard pare recoger su colección de discos, formada por unos cincuenta vinilos de 33 1/3 revoluciones y su viejo tocadiscos. Eran todos de música de baile cajún, música de los pantanos, de la de antes. A Jubal le encantaba bailar al compás de su música, y acompañarse cantando. Era un buen cantante y un bailarín entusiasta, ya fuera en compañía de sus "cuatro jóvenes damas" o por sí solo.
Algunas veces jugábamos al Monopoly. Jubal nunca había jugado, pero nos dijo que había aprendido a "hacer cuentas" utilizando ese tipo de dinero. No le costó aprender, y una vez que lo hizo, le encantó. Era implacable, y ganaba la mayoría de las veces. Cogió el pequeño coche de carreras desde el principio y yo no le dije que, tradicionalmente, esa era mi ficha. Y mamá que dice que tengo que madurar... Quería el cochecito de carreras, era mío, pero dejé que se lo quedara nuestro invitado. ¿No es eso madurez?
Recuerdo que en la primera partida, cuando Kelly estaba poniendo un hotel en la Avenida del Pacífico, preguntó:
—¿Por qué no viene el Hotel el Despegue en el tablero? —Sugirió que cambiáramos el nombre por Park Place o Boardwalk.
—El Park Place se parece más al Manatí Dorado, el que hay al otro lado de la calle, cher —respondió mamá—. Cuando construyeron el Despegue, podría haber sido una de las casillas rojas, puede que la Avenida Illinois, o Nueva York. Pero ahora estamos bastante más cerca de la "Salida".
Entonces empezamos a discutir sobre la casilla que debía corresponderle al el Despegue.
—La Oriental —dije—. Un paso después del apestoso motel Baltic.
—¡Jod... eh, caramba! —dijo Dak—. El Baltic es un EHI, un "Establecimiento de habitaciones individuales", con un baño al final del pasillo. En el Oriental es donde el recepcionista está en una cabina antibalas. Yo creo que el viejo motel Despegue está en la Avenida Saint Charles. Lo que me recuerda, por cierto, que pongo dos casas en Saint Charles. ¡La próxima vez que pases por ahí, Manny, te voy a desplumar!
Probablemente. Lo que no le dije a Dak era que en su momento había considerado seriamente la posibilidad de instalar una de aquellas cabinas de plexiglás. Cualquiera lo habría hecho después de ser secuestrado dos veces por chavales de mirada enloquecida. Al primero, mama le pegó un tiro en toda la mano, como en las películas del oeste. Después de eso, la policía y yo logramos convencerla de que en casos así era mejor entregar el dinero. No merecía la pena morir, y ni siquiera matar, por tan poca cosa. Nadie se haría rico con lo que sacara de nuestra oficina.
Algo asombroso era que con Jubal allí, todos teníamos más tiempo libre. La cosa llegó a tal punto que en ocasiones no teníamos nada que hacer por la tarde, así que Jubal y yo salíamos a dar una vuelta. Casi siempre recorríamos la playa, porque a él le encantaba el océano. Debíamos de ser toda una estampa. Muchos turistas nos sacaban fotografías cuando pasábamos rugiendo a su lado, Jubal con sus enormes camisas y sus gafas de sol, su barba blanca y la nariz quemada por el sol, sonriendo y saludando a todo aquel con el que nos cruzábamos.