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Authors: John Varley

Trueno Rojo (17 page)

BOOK: Trueno Rojo
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—Creo que tiene razón —dije.

Cuando volvimos al Despegue, el aparcamiento estaba casi lleno de la clase de vehículos de veinte años de antigüedad que solían verse por allí a esa hora de la tarde, junto con algunas tartanas aún más viejas que habrían sido clásicas de no estar tan oxidadas. Aparcado junto a la oficina, en el sitio delimitado por una cinta amarilla que decía "Gerente", había una versión civil, más baja, ancha y fornida, del HumVee militar, conocido también como Zumbón. Era negro y rojo y parecía recién sacado de una exposición.

—Tiene que ser Travis —dijo Kelly.

Dak y yo nos detuvimos un minuto para admirarlo, así que íbamos unos pasos por detrás de Alicia y Kelly cuando ellas rodearon el mostrador de la entrada y entraron en el apartamento que había detrás. De la parte de atrás llegaba un olor delicioso y se oían carcajadas.

Jubal, Travis y mi madre estaban sentados alrededor de la mesa del salón. La tía María estaba en ese momento entrando por la puerta de la cocina, con una bandeja humeante llena de plátano frito y buñuelos de caracol. La dejó sobre la mesa y, tras recoger de allí un cuenco con nachos y otro con su famosa salsa casera, regresó a la cocina.

—Huele estupendamente bien, María. —Travis tomó un plátano de la bandeja.

—Realmente bien, señora —dijo Jubal mientras masticaba uno. Tenía una mancha de salsa en la barba y otra en la camisa.

La mesa del salón no era más que una mesa plegable de cafetería de tres metros de longitud, que normalmente estaba cubierta de basura y trastos diversos en diferentes estados de acabado.

La tía María es una artista. En su momento probó todos los tipos imaginables de artesanía hasta dar con la que proporcionaba más beneficios, la escultura de conchas. Componía cuadritos con figuras hechas de conchas, principalmente almejas, pero también pequeñas conchas cónicas y espirales, además de trocitos de coral y otras cosas, unidas con pegamento y silicona transparente. Hacía familias de conchas delante de casas de conchas, golfistas de conchas con pequeños clavos a modo de palos, surfistas de conchas sobre cáscaras de mejillones, cabalgando sobre olas de conchas, perros de conchas orinando sobre bocas de riego hechas con conchas. Algunas de sus escenas más grandes utilizaban conchas de orejas de mar, o de caracolas, abiertas con una sierra. No había dos iguales y las vendíamos a montones.

Mi madre no posee esa vena artística. Mientras la tía María pega sus conchas, mamá pinta réplicas de plástico del cartel del Motel el Despegue, de diez centímetros de longitud, las monta sobre una base y las mete en globos transparentes llenos de nieve de plástico o brillantina. ¿Nieve en Florida?, es lo primero que acostumbran a decir los turistas, pero luego un número sorprendentemente elevado de ellos decide llevarse una.

A lo largo de los años hemos creado y vendido docenas de tipos diferentes de objetos horteras, como las bolas de nieve y las esculturas de conchas. Cada mañana sacaba un cartel de madera contrachapada en el que se anunciaban RECUERDOS, LOS MÁS BARATOS DE LA CIUDAD. Algunas veces ha sido lo que marcaba la diferencia entre la bancarrota y seguir abiertos.

Jubal estaba sentado en una silla plegable, en un extremo de la mesa, inclinado sobre un "árbol" de seis carteles del Despegue, unidos todos ellos como las piezas de una maqueta de poliestireno antes de que las separes. Estaba mirando fijamente el cartel. Utilizando un fino pincel, seguía de forma laboriosa el contorno de las letras y a continuación se reclinaba para examinar su trabajo. Se dio cuenta de que lo estaba mirando y levantó otros tres, que ya había terminado.

—¿Nunca has hecho uno de estos, Manuel? —preguntó. Más o menos unos diez mil, pensé.

—Unos pocos, Jubal, he hecho unos pocos.

—Yo estoy haciendo una docena. Tu mamá me...

—Betty —dijo mamá, sonriéndole.

—Tu Betty me ha dado este. —Levantó un globo ya terminado y lo sacudió con fuerza, y entonces lo sostuvo en alto y contempló cómo caía la nieve—. Yo nunca he visto nieve.

—Un día iremos, Jubal, un día iremos —dijo Travis. Estaba sentado entre mamá y la silla vacía de la tía María, trabajando en una escultura de conchas imposible de identificar. Tenía pegamento en los dedos y un mechón de su cabello estaba tieso por culpa de una pizca de sellador de silicona. Parecía estar pasándoselo en grande.

De repente sentí una especie de fiebre y unas náuseas en el estómago. Necesitaba aire fresco. El camino más próximo a la salida era a través de la cocina.

La tía María estaba allí, preparando una cazuela entera de su famoso picadillo, A María no hay nada que le haga más feliz que tener bocas nuevas que alimentar y a juzgar por los tarros vacíos de la alacena se veía que estaba echando el resto. Básicamente, el picadillo es carne de ternera guisada, pero luego se le añaden aceitunas y pasas y huevos estilo cubano y tres o cuatro clases diferentes de pimienta, molida o en granos, todo ello en caliente. Nosotros lo tomábamos con bastante frecuencia, pero sin todos los aderezos y con cortes de carne de peor calidad que la que María estaba utilizando aquel día. Se olía su maravilloso pastel de coco cocinándose en el horno.

Era imposible que un amigo mío traspasase la puerta de aquella casa sin que se le ofreciese comida y una invitación para quedarse a cenar. Otra cosa hubiera sido impensable. Pero los aperitivos serían nachos con salsa y la cena, normalmente, macarrones con queso, al menos hasta que lo conocieran mejor. Los plátanos y los buñuelos y el picadillo indicaban que Travis y Jubal las habían conquistado bastante deprisa.

Salí a toda prisa por la puerta trasera de la cocina, que daba a una calle abarrotada. Tenía dificultades para respirar, así que caminé arriba y abajo por la acera hasta que, finalmente, empecé a sentirme mejor.

Estaba observando desde la esquina de la calle cuando se abrió de nuevo la puerta trasera y salió Travis. Aquel día vestía como Jubal, con pantalones cortos y una camisa hawaiana. Utilizando las manos para protegerse del viento, encendió uno de los cortos y finos cigarros que fumaba de vez en cuando, y a continuación se quedó allí, con las manos en los bolsillos de los pantalones, mirando el Manatí Dorado. Por un momento, de perfil, advertí el parecido con Jubal.

Entonces reparó en mi presencia y se me acercó paseando por la acera.

—Hay un vagabundo cerca del hotel —dijo, señalando el Manatí.

—Por aquí hay montones de vagabundos —dije.

—Pues no deberías desanimarte por ello. María me ha enviado a comprar algunas cosas. Dice que hay una buena bodega por aquí, en alguna parte... — Miró a ambos lados de la calle.

—Unas manzanas hacia el interior —dije—. Yo te llevo.

No pronunciamos palabra hasta dejar atrás la primera manzana. Me di cuenta de que me estaba observando.

—Me gusta tu familia —dijo al cabo de un rato.

—Lo que queda de ella —dije yo.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que mi padre está muerto. Los padres de mi madre no le hablan porque se casó con un sudaca. La familia de mi padre y de María no le hablan a mi madre porque es una gringa y le echan la culpa de la muerte de mi padre.

—¿Sí? Bueno, estás mejor sin conocer a semejantes capullos.

—La familia de mi padre, los García, podría ayudarnos a arreglar la situación financiera del Motel, y puede que hasta a venderlo. Pero mamá no quiere saber nada, claro.

—No hace falta que lo digas, Manny. Esa es una de las razones por las que es buena gente. Nunca le besaría el culo a nadie.

—En su lugar, lo que hacemos es convertir nuestro salón en un taller del tercer mundo.

Travis le dio varias caladas a su cigarro, que casi se había consumido.

—No tienes de qué avergonzarte. Es trabajo honrado.

—Me hubiera gustado... quizá deberías haber avisado...

—¿Para que pudierais plegar la mesa, pasar el aspirador y quitar el polvo? Eso fue lo que dijo Betty cuando abrió la puerta. Noventa y nueve mujeres de cada cien habrían dicho lo mismo, al margen de que vivieran en una pocilga o en una casa tan limpia como la vuestra. Te lo diré otra vez: no te avergüences de ellos, de tu trabajo ni de ti mismo.

»Nos ocurre a la mayoría, Manny —continuó—. Ricos o pobres, nos avergonzamos de papá y mamá y de lo que hacen, o de su forma de hablar, o de que no tienen dinero o de que tienen demasiado dinero, los muy cerdos capitalistas.

»El año que empecé el colegio, mi padre estaba en huelga. El dinero escaseaba. Si lo que quieres es una humillación, prueba a aparecer el primer día de tu primer curso con un par de zapatillas Kmart con agujeros a los lados, para que la mitad de la escuela te llame pobretón. Volví a casa corriendo y maldije a mi padre con cada paso que daba.

Medité un momento sobre esto mientras comprábamos, fruta fresca y verduras más que nada. Me di cuenta de que la tía María se disponía a preparar una fiesta cubana de la que tardaríamos una semana en recuperarnos. Travis pagó con un billete de cien dólares que el señor Ortega, el verdulero, examinó con mucho cuidado bajo la luz antes de darle las vueltas. Guardamos la mayoría de las verduras en bolsas de plástico y las cosas más pesadas en la bolsa de la compra de malla que la tía María había traído como souvenir de las Bahamas, y que Travis sacó de su bolsillo.

Nos detuvimos en la acera, en el exterior, y Travis volvió a sacar su billetera. Contó treinta billetes de cien, los dobló una vez, y me los ofreció. Hice un movimiento hacia ellos, por puro reflejo, y entonces retrocedí un paso.

—Lo que pasa, Manny, es que voy a tener que estar una temporada fuera. Todavía no he averiguado gran cosa sobre las burbujas plateadas, pero conozco algunas personas en determinados sitios que me permitirán usar unas máquinas muy caras durante una o dos horas, no harán preguntas sobre lo que quiero hacer con ellas, y no hablarán de ello después. Voy a ir a Huntsville, a Houston y a Cal Tech, y puede que hasta a Boston. Estaré fuera al menos una semana, y puede que dos.

»Jubal no es un perro ni un niño, pero no puedo dejarlo solo tanto tiempo en el rancho. No puedo, sencillamente.

»Así que le he pedido a tu madre que le prepare una habitación en el Despegue. Estará perfectamente mientras sepa que María y Betty se encuentran cerca, en alguna parte. No hay inconveniente en que vaya solo al Burger King. Este dinero es para pagar los gastos con antelación. Si puedes llevarlo una o dos veces al cine, te lo agradecería de verdad.

Me entraron ganas de sujetarlo, zarandearlo y gritar, ¡llévame contigo!. Pero sabía que no lo haría, y la verdad es que tampoco podía ignorar el trabajo extra que la presencia de Jubal iba a suponer en el motel. Así que aspiré hondo y asentí, y Travis introdujo el dinero en mi bolsillo antes de que pudiera detenerlo.

—Betty no estaba dispuesta a aceptar el dinero con antelación, así que mejor que lo hagamos así. Dáselo cuando yo me haya largado, ¿de acuerdo?

—De... acuerdo —dije.

—Bien —dijo, dándome una palmada en el hombro, No dije nada.

Dos semanas haciendo de niñera —dijera lo que dijera Travis— con un genio autista de 115 kilos de peso, con un desorden de déficit de atención o algo muy parecido.

Oh, tío. No podía esperar.

El anochecer había quedado atrás cuando logramos finalmente rechazar una rodaja de pastel más y pudimos apartarnos de la mesa. Travis no quiso ni oír hablar de marcharse del apartamento antes de que los platos estuvieran lavados, secos y guardados con su ayuda. Mamá y María no quisieron ni oír hablar de permitírselo. Creí que estaban a punto de enzarzarse en un educadísimo combate pugilístico cuando Alicia y Kelly lo cogieron de los brazos y se lo llevaron a empujones de la cocina, que ya estaba abarrotada con solo dos personas tratando de trabajar. Así que mamá y María tuvieron que echar también a Kelly y Alicia y en ese momento, por fin, pudieron limpiar las cosas.

Travis decidió entonces que me ayudaría en el mostrador de la entrada, y observó por encima de mi hombro mientras yo me hacía cargo del turno de noche. No alquilamos habitaciones a prostitutas, pero no las conocemos a todas. Y por lo que se refiere a las demás parejas que entran a las diez y se marchan a las once, ¿qué podemos hacer? No es asunto nuestro.

Unos pocos minutos antes de la medianoche, cuando estaba a punto de apagar el cartel de HABITACIONES LIBRES, llamaron de una de las habitaciones para pedir toallas limpias, y cuando regresé, Travis estaba atendiendo a la última pareja de la noche. Miraba la pantalla del ordenador con el ceño fruncido. Tras unos segundos, sacudió lentamente la cabeza.

—Lo siento, señor —dijo—, pero ya tenemos un "Tom Smith" registrado. No queremos causar confusión. Pero podría ser usted Bob Smith o Bill Smith.

El chico puso cara de confusión y creí que iba a enfurecerse, pero su novia, o la prostituta, cogió el chiste y se echó a reír.

—Bob está bien, ¿verdad, Bob?

Bob dejó el dinero sobre el mostrador y Travis le dio una llave y le indicó la dirección. Dak, que se encontraba allí, introdujo la llave en la cerradura y a continuación, incapaz de seguir conteniendo las carcajadas, se sentó en el suelo. Kelly entró y lo miró.

—¿Cuál es el problema?

—Vamos —dije—. Saquemos a Travis de aquí antes de que él nos saque del negocio.

Tengo que admitir que Travis sabía cómo endulzar las píldoras.

Había una vieja moto Triumph en la parte trasera del Zumbón. La bajamos y la dejamos en el suelo, y luego hicimos lo propio con un viejo sidecar. Travis me enseñó cómo se sujetaba el sidecar a la moto.

—Lo único que le hace falta es un poco de pintura —dijo—. Corre como si fuera nueva. Jubal es el peor conductor del mundo, no me preguntes por qué. Pero, en cualquier caso, le encanta dar paseos en este trasto. Le gusta ir deprisa de verdad. Confío en que te encargues de que no pase de Mach 1 para evitar las detonaciones sónicas.

Me enseñó dónde había que meter la llave y cómo se arrancaba. Tenía razón, la máquina ronroneaba como un gatito. En aquel momento, no creo que hubiera en Florida un hombre más feliz que yo.

Dak, Alicia, mamá y María salieron para despedirlo. Mamá sabía que pasaba algo que no le habíamos contado, pero no dijo nada al respecto. Travis estaba comportándose y parecía buena gente, así que eso bastaba... por ahora. Le estrechó la mano y María le dio un abrazo. Entonces Travis abrazó a Alicia y Kelly, subió a su extravagante vehículo de asalto suburbano y partió por las calles más desiertas de Daytona.

BOOK: Trueno Rojo
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