Authors: John Varley
—Jesús —susurró Travis sin apartar la mirada.
Y vi que su dedo se dirigía hacia el botón de APAGAR... y me abalancé sobre el Estrujador mientras Jubal gritaba:
—¡Travis, no!
Travis apretó el botón.
He vivido dos huracanes... desde una distancia segura, tierra adentro. No hubiera arriesgado la vida para salvar el Despegue. Ninguno de ellos nos dio de pleno, pero he visto lo que pueden hacer vientos de ciento veinte kilómetros por hora.
Esto fue peor.
Sin ninguna advertencia, como un relámpago de tormenta, nos vimos succionados por un vendaval aullante. Hubo también un trueno. A mí me levantó junto con mi silla de aluminio. Kelly salió despedida a mi lado, y logramos cogernos las manos. Durante uno o dos segundos, estuvimos dando vueltas en el ojo de un huracán, como Dorothy, con la única diferencia de que ella se llevó una pequeña casa al partir para Oz. Algo me golpeó en el costado con mucha fuerza. Era la mesa de picnic. Había hojas y tierra a nuestro alrededor. Me di cuenta de que estábamos los dos en el aire, a unos tres metros sobre el suelo.
Entonces, casi tan deprisa como había empezado, la tormenta cesó. Sentí que me iba al suelo, cogido todavía de la mano de Kelly.
Caí de cabeza en la piscina.
Había tantos desperdicios girando con lentitud a nuestro alrededor, que apenas se podía diferenciar arriba de abajo. Había soltado la mano de Kelly y eso me preocupaba. Pero finalmente conseguí orientarme y salí a la superficie.
Al emerger me encontré mirando a Kelly, que estaba escupiendo agua y apartándose el pelo mojado de los ojos. Entonces señaló algo que había detrás de mí y gritó. Me volví y supongo que grité también, porque había un caimán gigante a no más de dos metros de distancia, avanzando hacia mí...
El puto caimán de goma. Lo odiaba desde la primera vez que lo había visto.
—¿Alguien está herido? ¿Estáis todos bien? —Era Travis el que gritaba. Estaba corriendo por el borde de la piscina. Miré a mi alrededor y vi a Jubal y Dak, con las barbillas fuera del agua. La superficie de la piscina estaba tan llena de hojas secas, hierba, ramitas e incluso algunas ramas grandes, que casi parecía sólida. Había también una caja de cartón vacía, que antes había estado llena de Krispy Kremes.
A quien no vi fue a Alicia.
Todos empezamos a gritar su nombre. Travis estaba mirando a su alrededor como un poseso, por si no había caído a la piscina. Al instante, Dak empezó a bucear y yo también traté de hacerlo, pero el agua estaba tan llena de tierra y hojas que ella podría haber estado a menos de un metro de mí y no la habría visto.
Salí a la superficie más o menos al mismo tiempo que Kelly. Sacudió la cabeza y puso cara de temor, y es posible que yo hiciera lo mismo. Solo habían sido quince o veinte segundos pero a mí me habían parecido una hora. Vi que Dak emergía... y entonces Alicia salió de debajo de la mesa de picnic que flotaba en la piscina. Me relajé un poco. Qué alivio.
—¡Está sangrando! ¡Está sangrando! —gritó Dak, y nadó hacia ella lo más rápido posible entre todos aquellos restos. Travis corrió por el borde de la piscina, la alcanzó antes que Dak y la sacó del agua.
—¡Que venga un médico! ¡Llamad al novecientos once! —gritó Dak. Travis la tenía en brazos y estaba examinando su rostro.
—Ya vale, Dak —dijo Alicia—. No estoy malherida.
Dak salió del agua, corrió a su lado y la abrazó.
—Solo le sangra la nariz —dijo Travis—. No creo que se la haya roto. — Entonces les dio la espalda y bajó la mirada al suelo, con expresión desolada. Saltaba a la vista que estaba echándose en cara la tontería que había hecho. Bueno, la verdad es que se lo merece, pensé. Pero habíamos tenido suerte, como ya he dicho. Si aquella burbuja, que debía de tener no menos de ciento cincuenta metros de diámetro, hubiera estado a solo un metro de nosotros en el momento de desaparecer, y el aire que nos rodeaba se hubiera precipitado instantáneamente hacia allí para llenar el vacío creado...
Eso era, claro. Eso era lo que Jubal y yo habíamos visto cuando ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Si cuando estrujabas una burbuja se comprimía el aire atrapado en su interior, al expandir el aire contenido en una pelota de golf en un volumen equivalente al gordito de Goodyear se crearía un vacío de mil demonios.
Travis se había visto lanzado contra la barbacoa de ladrillos y logró aguantar hasta que se extinguió el viento. Todo lo que había en el patio, más liviano que Jubal o la mesa de picnic, había sido succionado y la mayor parte de las cosas habían caído en la piscina... otro golpe de suerte, comprendí, porque la habían llenado justo el día antes. Yo había caído de cabeza, desde al menos siete metros de altura...
La casa de Travis tenía tres baños completos, todos ellos con bañeras de grandes dimensiones. Kelly y yo utilizamos una de ellas. Hasta entonces no había llegado el dolor. La excitación te hace más resistente, creo, libera algunos productos químicos de primera en tu sangre para que puedas seguir funcionando a plena capacidad a pesar de estar herido, hasta que pasa el peligro.
Entonces los productos químicos empiezan a disiparse y comienza a dolerte.
Me había desabrochado los pantalones y estaba empezando a bajármelos cuando sentí un agudo dolor en un costado.
—Creo que igual me he roto una costilla —dije. Tenía la camisa hecha jirones y había algo de sangre. Kelly me la quitó con cuidado y vimos que había un bulto irregular en la base de la caja torácica. A su alrededor, la carne había adquirido una tonalidad entre púrpura y amarilla. Con delicadeza, Kelly hizo presión sobre el cardenal.
—¿Te duele cuando hago esto?
—Me dolerá si aprietas con más fuerza. —Movió la mano por debajo del cardenal.
—¿Y cuando hago esto?
—Sí. —Le miré la cara, empapada, con el pelo enmarañado y hojas secas por todas partes, mientras examinaba mi magullado costado. Tenía la camisa abierta y los pezones arrugados por el agua y el aire acondicionado, que a Travis le gustaba poner a la temperatura del Polo Norte. Levantó la mirada y sonrió. Su mano se introdujo en mis pantalones.
—¿Y esto? ¿Te duele?
—Castígame —dije. Nos besamos mientras tratábamos de arrancarnos la ropa mojada. Los vaqueros fueron lo peor, entre otras cosas porque a Kelly le están bastante ajustados hasta cuando están secos. Y no nos ayudó demasiado el hecho de que nos echáramos a reír, yo soltara un jadeo de dolor, tratáramos de hacerlo con más cuidado y empezáramos a reír de nuevo. Ella también estaba tiritando, mojada y fría. Finalmente entramos en la ducha, abrimos el agua caliente e hicimos el amor. Ella puso mucho cuidado en no tocar mi costado, aunque la verdad es que a mí ya no me importaba demasiado.
Logramos enjabonarnos el uno al otro antes de que una cosa llevara a la otra una segunda vez, y para cuando coronamos esta ola, habíamos gastado toda el agua caliente de Travis.
—¿Y qué nos ponemos? —me preguntó al salir.
—Toallas, supongo —dije—. Voy a ver si Travis tiene algo.
Me envolví en una toalla grande. Cuando abrí la puerta había ropa limpia al otro lado, en un montón sobre el suelo. La metí en el baño y fui levantando las prendas, una a una. Dos pares de bermudas cortos del tamaño de Travis y dos de las camisas hawaianas de Jubal, grandes como tiendas de campaña.
—¿Quién se queda con los surfistas y quién con las chicas hula-hula?
—Los surfistas para mí, colega —dijo, y le arrojé la camisa.
Los pantalones cortos me estaban unos centímetros cortos. El de Kelly le estaba un poco estrecho en las caderas y suelto en la cintura. Las camisas nos engulleron a los dos.
Oí el ruido de una secadora, lo seguí hasta el final de un pasillo, metí nuestra ropa con la de Dak y Alicia y luego regresé al salón.
Alicia tenía una tirita en la nariz, donde se había hecho un pequeño corte. Pero no se la había roto. Si cualquiera hubiera recibido un golpe más fuerte que el que me había propinado la mesa de picnic, seguramente tendríamos algunos huesos rotos, pero Alicia se había hecho la herida al salir de debajo de la mesa, no mientras volábamos por el aire. Jubal, Kelly, Travis y Dak estaban ilesos.
—Hemos tenido suerte —dijo Travis—. Lo siento mucho, amigos, no sé en qué estaba pensando. Mis disculpas.
—No pasa nada, Trav —le dijo Dak.
—Sí, sí que pasa. En serio. Voy a tener que pediros que volváis a vuestras casas. No quiero que nadie esté por aquí mientras Jubal y yo tratamos de averiguar lo que pasa.
—No tenemos miedo, Travis —dijo Kelly, para mi sorpresa. Miró al resto de nosotros—. No, ¿verdad?
—Yo no —dijo Dak.
—Pues yo sí que lo tengo —dijo Travis—. No de reventarme mi viejo culo sino de hacer daño a uno de vosotros, chicos. No podría vivir con ello.
—No podrías hacerlo si fuéramos niños, cosa que no somos —dijo Alicia—. El cacharro es de Jubal. ¿Tú qué dices, Jubal?
Todos lo miramos y él pareció encogerse.
—Oh, cher... no lo sé, yo... o sea... —Alicia comprendió que una decisión así superaba con mucho su capacidad. Le rodeó el hombro con un brazo y le susurró algo al oído, que pareció animarlo. La miró con una sonrisa.
—Jubal irá con su familia, como siempre —dijo Travis, no sin tono amistoso—. Podéis volver mañana y os pondré al día con lo que hayamos averiguado.
—Me parece estupendo —dijo Dak—. Vamos, gente, será mejor que nos pongamos en camino antes de la hora punta.
—No hasta dentro de al menos media hora —dijo Alicia, mirando su reloj, que parecía haber sobrevivido a la catástrofe.
—¿Qué pasa, te gusta el tráfico, cariño? —le preguntó Dak.
—No, me gusta la ropa seca. Y no pienso dejar que se me vea en público con una camisa de Jubal y unos pantalones de Travis. Tengo que pensar en mi reputación.
Mi trabajo en el Despegue había estado resintiéndose, así que aquella mañana me dediqué a las faenas domésticas con todo el fervor posible teniendo una costilla lastimada. La verdad es que debería haberme hecho cargo también del turno de tarde, el de mamá, puesto que ella me había sustituido dos veces la semana pasada... pero no pude. Me quedé dormido dos veces tras el mostrador, junto al ordenador de las reservas.
A las seis, Kelly apareció en el motel, montada en un pequeño y sexy Corvette rojo. Además de tener los más deslumbrantes coches nuevos de la ciudad, Mercedes Strickland ofrece también los mejores usados. A veces, Kelly decide probarlos durante un día o dos. Lleva una vida durísima.
Entró a paso vivo en la oficina. Me di cuenta enseguida de que estaba tan impaciente como yo por regresar al rancho Broussard y averiguar qué había descubierto Travis. Pero mamá también se encontraba allí, así que hubo que sacar tiempo para un abrazo, un beso y una corta charla. A mamá le gusta Kelly. Además de ser preciosa y rica, hay veces en que nos ayuda con faenas de las que seguro que nunca ha tenido que encargarse en su propia casa. ¿Qué objeciones podría poner cualquier madre? Así que le dio dos besos en la mejilla, nos siguió con la mirada mientras subíamos a aquella máquina mortal de color rojo y nos despidió con la mano mientras salíamos del aparcamiento.
Avistamos al Trueno Azul medio kilómetro más adelante, poco después de salir de la vía automática. Kelly pisó el acelerador y alcanzamos a Dak sin necesidad de forzar demasiado el motor. Con un corto bocinazo, Kelly lo adelantó y a continuación dejó que el Corvette marchara un rato a máxima velocidad. Cuando alcanzó los 150 km/h, el Trueno Azul no era más que un punto azul en el espejo retrovisor.
Volvimos a pasar junto a la destartalada iglesia de los bosques, con todos sus carteles. Había un tipo en lo alto de una escalera, pintando uno de ellos. Era de corta estatura, debía de rondar los setenta y vestía un mono manchado de pintura, sin camisa. Sus brazos desnudos eran increíblemente flacos, pero apuesto a que hubiera podido ahogarme con ellos. Conozco a esa clase de capullos. Se pasan toda la vida trabajando, y por qué no tenemos a gente así levantando pesas en las Olimpiadas, es algo que se me escapa. Había media docena de latas abiertas de lo que parecía pintura plástica para interiores, de brillantes colores todas ellas.
Lo cierto es que estaba obteniendo resultados bastante decentes. En todo caso, he visto peores expresiones de arte callejero. Nadie colgará nunca este tipo de cosas de las paredes de los museos pero a mí me gustan bastante más que esos tíos que arrojan pintura sobre un lienzo y luego lo venden a miles de dólares; y los cuadros de estos sí que están colgados de los museos.
Había erigido algunas planchas de madera contrachapada de cuatro por ocho, de grado Z, llena de nudos, y estaba creando una nueva simbología en ellas. Ya había alterado algunas de las antiguas.
—Parece que ha tenido una nueva revelación —dijo Kelly.
—Renacido y vuelto a renacer —sugerí.
Vi a Jesús varias veces en los carteles, con una cara tan lúgubre como la de un basset hound. De su corona de espinas manaba sangre. En la pintura estaba clavado a la cruz, rezando en la cima de una montaña. Y en otra, parecía estar bajando de un platillo volante por una rampa. Parecía el de El Día que la Tierra se Detuvo. Probablemente el tío hubiera visto la película a los veinte años. Un nuevo cartel rezaba:
JESÚS ESTÁ AQUÍ
EN SU PLATILLO VOLANTE
¿TENÉIS VUESTRAS
TARJETAS DE EMBARQUE PARA EL CIELO?
El cartel en el que estaba trabajando decía:
EZEQUIEL VIO LA VER
Paró de trabajar y nos lanzó una mirada hostil mientras pasábamos a su lado.
Doblamos la esquina para enfilar el camino privado de los Broussard... y Kelly pisó los frenos. Había una gruesa cadena suspendida entre dos postes, con un cartel de NO PASAR colgado. Nos quedamos un rato allí, mirándolo, y entonces oímos al Trueno Azul, que se detenía con un frenazo a nuestro lado. Kelly y yo salimos del coche. Alicia y Dak se reunieron con nosotros junto a la cadena.
—Parece que hay que parar —dije.
—Y yo con mi vestido de fiesta nuevo —dijo Dak—. Joder.
Nadie dijo nada durante un rato. Dak dio varias patadas a la gravilla del camino y finalmente una más fuerte.
—¿Creéis que deberíamos pasar? —preguntó Alicia—. Dijo que nos veríamos hoy.
—¿Tú crees? —dijo Dak—. A mí me parece que la cadena lo deja bastante claro. —Señaló el candado, nuevo, brillante y muy grueso—. Está evitándonos. Si entramos en la casa, seguro que nadie responde a la puerta.