Authors: John Varley
Dejé la comida al otro lado de la puerta y regresé. Fue el mejor pez gato de mi vida.
—Si sabes que Jubal no se la va a tomar —preguntó Dak en un momento dado—, ¿por qué has hecho que Manny le llevara la comida?
—Porque lo que cuenta es la intención, cretino —dijo Alicia.
—Por la misma razón, yo, que soy ateo, la bendigo —dijo Travis, mientras asentía en dirección a Alicia—. Si Jubal la tomara, le gustaría que estuviera bendecida. Siempre intento no mentirle. Ya ha tenido mentiras de sobra para tres vidas.
Nadie replicó a esto. Recogimos los platos. Demonios... o sea, caramba, recogimos la mesa entera y rematamos la comida con un sorbete de arándanos que Alicia había preparado. Pensé que si frecuentaba mucho aquel sitio tendría que empezar a vigilar la línea.
Mi teléfono sonó a las tres de la mañana del día siguiente. Estuve a punto de no responder, pero después de once llamadas comprendí que quienquiera que estuviese al otro lado del aparato no iba a rendirse fácilmente.
—¿Sí? —dije, y bostecé.
—¿Manny? Soy Travis. ¿Puedes hacerme un gran favor?
Me senté en la cama, completamente despierto de repente.
—Puedo intentarlo, Travis. ¿De qué se trata?
—¿Podrías venir al rancho?
—Venir... ¿Quieres decir ahora mismo?
—Si es posible. Es bastante importante.
—Joder, Travis, no sé...
—Tiene que ver con Jubal.
—¿Está bien? ¿Le ha pasado...?
—Por favor, Manny, ven. Te lo explicaré en cuanto llegues. Coge un taxi si quieres. Yo te lo pago.
—No, Travis. O sea, sí, claro, iré, pero...
—Un millón de gracias, colega. —Y colgó. Kelly se dio la vuelta y se incorporó.
—¿Era Travis?
—Sí. Quiere que vaya a verlo. Esta noche. Ahora mismo.
—Eso es lo que pasa cuando se tienen amigos raros —dijo, y salió de la cama de un salto—. Deja que me lave la cara y me peine y vamos los dos.
Paramos en Starbucks para comprar dos cafés expresos y una docena de Krispy Kremes y luego nos pusimos en camino.
Esta vez, el lugar tenía mucho mejor aspecto en la oscuridad. Resulta asombrosa la diferencia que pueden suponer unas cuantas luces fundidas. Había polillas y escarabajos que se estrellaban con ellas hasta matarse y por todo el patio se oía el zumbido de los antimosquitos.
Pero la mayor diferencia era la piscina, toda limpia y llena de preciosa agua azul, iluminada desde dentro. Ojalá me hubiera traído el bañador.
Dak y Alicia llegaron poco después. Entramos por la puerta corredera del patio y nos encontramos a Travis sentado en el porche rehundido, completamente vestido. Había una botella de Jim Beam en la mesa, junto a él, y un vaso medio lleno. Alicia arrugó el gesto al ver el bourbon pero no dijo nada.
Sobre la mesita de café descansaba la taza de 7-Eleven de Jubal, llena de indestructibles burbujas plateadas del tamaño de pelotas de golf.
—¿Y dónde está Jubal? —preguntó Dak al fin.
—Ha salido a remar al lago. Es lo que hace cuando se enfada. Supongo que os habréis fijado en el tamaño de sus brazos. Rema un montón y normalmente por mi culpa. Desde luego, esta noche es así.
»Me gustaría saber qué sabéis de estas cosas. —Nos miró a todos, uno detrás de otro—. A menos que vayáis a decirme que no sabéis nada sobre ellas.
Le conté todo lo que había hecho con la burbuja después de encontrarla en la hierba, a menos de treinta metros del lugar en el que estaba sentado ahora. No tardé mucho. Cedí el turno a Kelly, quien tenía muy poco que añadir, y luego a Dak, quien confirmó que Jubal nos había hecho una demostración de la naturaleza de las burbujas, y trató de repetir todo lo que nos había contado.
Alicia era una de esas mujeres, como mamá y la tía María, que no soportan ver gente sentada sin nada que comer o beber. Había estado escuchándonos desde la cocina, y ahora apareció con una gran cafetera y unas galletas que había traído consigo. El sabor de la harina de avena y el azúcar moreno disimulaba el de los otros ingredientes de herbolario que, sin la menor duda, contenían.
Travis tomó un buen trago de bourbon, miró la botella, a continuación a Alicia, y entonces pidió una taza de café. Alicia se la sirvió con el aire satisfecho de una prohibicionista que acaba de prender fuego a un alambique.
—Bien, amigos —dijo Travis—. ¿He dicho amigos? Bueno, a Jubal le caéis bien. Si por mí fuera, os devolvería a todos a patadas a la playa en la que os encontré...
—¿En la que tú nos encontraste? —resopló Alicia.
—... en la que os encontré, haciendo carreras ilegales en una playa pública llena de gente inocente dedicada a sus propios asuntos. Pero resulta que también a mí me caéis bien, más o menos, y la verdad es que no creo que hayáis hecho nada malo... aunque me gustaría que me lo hubierais contado. Habría sido mejor para Jubal.
—¿De veras lo crees? —preguntó Kelly.
—... Probablemente no. En cualquier caso, las cosas serían mucho más sencillas si no hubierais visto estas burbujas. Pero las habéis visto. Y Jubal no quiere que dejéis de venir. Eso es algo en lo que le he fallado miserablemente. Tendría que haber traído gente para que pudiera ver a alguien de vez en cuando. A veces le tiene miedo a los demás, pero los dos sabemos que si no empieza a relacionarse ahora, es muy probable que se le endurezca tanto la piel que no pueda volver a hablar con nadie en toda su vida. Y ya he utilizado demasiado a todos los amigos que tenía, lo que posiblemente explica por qué estoy tratando de granjearme la amistad de un grupo tan raro como el vuestro. En todo caso...
»Creo que será mejor que os hable un poco más de Jubal. De Jubal y de mí. No le he contado esto a nadie, a nadie que no perteneciera a la familia, al menos, y no os lo contaría si Jubal no hubiera dicho que podía hacerlo. Pero esto es lo que hay.
»Amigos míos, no es fácil ser Jubal...
El tío de Travis, Avery Broussard, era unos años mayor que su padre. Cuando Avery era joven, había sido el favorito de los seis tíos de Travis. De todos los hermanos y hermanas Broussard, Avery era el que estaba más próximo a la tierra. Enseñaba a sus hijos y sobrinos a valérselas en los bosques y pantanos de Louisiana. Era él quien siempre encontraba tiempo para sacarlos en mitad de la noche a pescar ranas o cazar ciervos. Travis nos contó que no fue hasta los nueve años cuando descubrió que cazar ciervos —ciervos a los que se paralizaba con linternas o con la luz de un foco— era ilegal. Avery se echó a reír cuando se lo dijo y respondió que no pasaba nada porque la carne era para comer. No era más que una forma más cómoda de llevar comida a la mesa y no le sorprendía que los chicos y chicas de la ciudad, que nunca habían tenido que cazar para comer, quisieran que los niños del campo como él tuvieran que cazar a las duras.
—Tú piensa en ello, cher —decía Avery—. Estúpidos chicos de ciudad. Se quejan porque dicen que no es justo para el ciervo. ¡Que no es justo! —Se reía con ganas—. Escucha lo que te digo, prefiero mil veces dispararle a un ciervo que no se mueve que andar corriendo por toda la creación de Dios nuestro Señor en busca de un ciervo para acabar perdiéndolo, después de haber malgastado un montón de munición. No, señor, a Avery Broussard nunca se le ha escapado un ciervo con los focos. Si esto no es "crueldad con los animales", ¿qué es, eh?
Así que siguieron cazando con focos y esquivando la veda por las enmarañadas marismas que Avery conocía mejor que nadie. Durante el día, Avery los llevaba a cazar mapaches, liebres y ardillas. También criaban sus propios conejos. Los sacaba en barca para poner cañas de pescar y trampas para cangrejos, a pescar peces gato y truchas y crías de caimán y cualquier otra cosa que pudieran subir a bordo de una canoa desvencijada, incluidos caimanes adultos cuando no era temporada de veda. Era una vida como la de Huck Finn y lo cierto es que a Travis y a sus hermanos les gustaba muchísimo más que la que llevaban en la ciudad, Lafayette, donde su padre, Emile Broussard, se ganaba la vida como ajustador de tuberías.
No es que no percibieran las diferencias entre las dos familias, sino que durante muchos años no les importaron. La familia de Emile tenía dinero suficiente, un coche, ropa y comida de calidad, una gran casa y toda clase de ayudas económicas y beneficios sociales conseguidos por los sindicatos del petróleo, de la industria química y de la nuclear. Avery, en cambio, no tenía nada. Sus hijos vestían harapos y ropa que les habían pasado las familias de sus hermanos y si contaban con un par de zapatos podían darse por afortunados. Pero a Avery no parecía importarle, ni tampoco a sus hijos, que, en todo caso, casi nunca se ponían zapatos. De hecho, los celos operaban en sentido contrario. Hasta Emile admitía en ocasiones que le hubiera gustado haber optado por una vida independiente, por vivir de la tierra. La mayoría del tiempo se vivía bien en los pantanos, y cuando no era así, Avery tenía una familia grande que lo ayudaba a pasar las vacas flacas. Avery siempre pagaba la ayuda recibida con huevos frescos, pescado, conejos y lo que quiera que la naturaleza estuviera produciendo en abundancia en aquel momento.
Durante aquellos años dorados, Jubal fue el mejor amigo de Travis. Travis tenía tres años más que él, cosa que hubiera debido de suponer una barrera, pero lo cierto es que Jubal era la persona más inteligente que Travis había conocido jamás, joven o adulta, y Travis, que era con diferencia el mejor de la clase en todas las asignaturas, sabía algo sobre la inteligencia.
Travis sabía mejor que nadie lo que te hacen los otros chicos cuando descubren que eres listo. Podía resumirse todo, a su modo de ver, en la imagen de Moe Howard, el Stooge malo, sonriendo a Curly y diciéndole:
—Oh, un chico listo, ¿eh? —antes de meterle un dedo en el ojo. En las escuelas de la ciudad, listo era lo peor que se podía ser después de marica, y Travis suponía que en el campo las cosas no eran diferentes.
No lo eran, pero ninguno de los Broussard de la rama de Avery tenía que preocuparse por eso, porque nunca fueron a la escuela. Aunque es muy posible que hubiera mejores candidatos para los programas de escolarización doméstica que la familia de Avery Broussard, la junta educativa de la parroquia del pantano Teche tenían dificultades hasta para hacer frente a la educación de los niños que acudían voluntariamente a la escuela. Nunca tuvieron motivación para luchar por aquellos niños cuyos padres preferían que se quedaran en casa. Los escolares que se graduaban allí solían tener dificultades para pasar exámenes de séptimo. ¿Podía ser mucho peor la escolarización doméstica? Se lavaron las manos con Avery Broussard y su prole y prefirieron hacer la vista gorda ante el hecho de que la compañera de Avery, una retardada llamada Evangeline, no supiera leer ni escribir.
Resultó, en el caso de los Broussard, que la escolarización doméstica lo hizo bastante peor que la escuela pública.
Avery había sido un hombre extremadamente religioso la mayor parte de su vida. Era cristiano, por supuesto, como todo el mundo en la parroquia, y católico, como muchos de sus vecinos. Pero la suya era una forma salvaje y carismática de Cristianismo, que se fundía de una forma natural con el Baptismo de línea dura que los rodeaba, hasta tal punto que costaba encontrar la diferencia entre ambas confesiones. De hecho, la iglesia de la familia Broussard no tenía mucho contacto con las corrientes principales del Catolicismo o el Baptismo. La Primera Iglesia Baptista de Lafayette, por ejemplo, nunca había soltado serpientes venenosas en el sagrario y los miembros de la congregación de Nuestra Señora no bebían veneno.
La iglesia de Avery hacía estas cosas, y otras peores. Había empezado siendo pequeña y continuó así, pues las conversiones equilibraban las bajas por defunción.
En aquella parte de Lousiana no era raro compaginar una profunda religiosidad con una completa falta de santidad. Muchos salían y organizaban grandes juergas las noches del sábado. Puede que esa fuera la razón de que al día siguiente hubiera que recurrir a medidas extremas, como si las sencillas plegarias y sermones no bastaran.
Una noche, cuando tenía veintidós años, completamente borracho y drogado hasta las cejas, Avery fue al aparcamiento de Gables, un local mugriento que no cerraba en toda la noche, para saldar una disputa con Alphonse Hebert. Avery pensaba que la cosa debía resolverse a puñetazos y no había hombre mejor que él con los puños en quince kilómetros largos a la redonda. Hebert debía de saberlo, porque sacó un revólver y descargó sus seis tiros sobre él a una distancia de no más de dos metros. Avery, totalmente sobrio de repente pero tan capaz de moverse como un ciervo paralizado por la luz de un foco, se quedó allí y se meó encima, empezó a tantearse el cuerpo en busca de los agujeros de balas, y por fin cayó de rodillas y empezó a rezar mientras tres de sus hermanos se encargaban de Hebert con tacos de billar y patadas, y el resto de los clientes de Gables, reunidos en corrillo a su alrededor, asistían a la escena con la generalizada idea de que Hebert estaba recibiendo ni más ni menos lo que merecía.
Ahora bien, aunque todo el mundo coincidía en que Hebert estaba lo bastante borracho como para haber fallado algún disparo a esa distancia, era harto improbable que hubiera errado los seis. Y, al examinar más tarde los agujeros de bala, se vio que la mayor parte del plomo debiera haber sido frenada por partes diversas de la anatomía de Avery antes de ir a alojarse en el tablón que había tras él, cosa que hubiera sido una buena noticia para el viejo Charlie Wilson, quien recibió dos de las balas después de que hubieran atravesado la pared, una en el pecho y la otra en la cabeza, y como consecuencia de ello abandonó la bebida y no volvió a caminar bien el resto de su vida.
—No fue ninguna causalidad, no —diría más tarde Avery a cualquiera que quisiera escucharlo—. Reconozco la mano de Dios cuando la veo, ya lo creo.
Renunció al licor, a la fornicación y a las peleas, lo que dejó un terrible vacío en su vida social, puesto que aparte de beber, comer y trabajar como una bestia en una plataforma perforadora de la costa cuando necesitaba dinero, beber, pelear y tirarse a las esposas de otros hombres era lo único que hacía.
Llenó el vacío con un matrimonio y con plegarias y rezos. Su incapacidad laboral se hizo todavía más acusada que antes del milagro, puesto que ahora era raro el día que pasaba sin entablar una discusión acalorada sobre religión con un patrón, un cliente, o un compañero de trabajo. Nunca titubeaba a la hora de denunciar el pecado, y esto no hacía de él un hombre popular. Se trasladó más hacia el interior de los pantanos y fundó una familia.