Authors: John Varley
Ese día, la nave china, Armonía Celestial, llegó a Marte y empezó a realizar las maniobras de aerofrenado. Todas las misiones no tripuladas a Marte a excepción de las primeras habían utilizado el aerofrenado. En lugar de utilizar los cohetes para situarse en órbita alrededor del planeta, la nave penetraba en las capas superiores de la atmósfera. La fricción la frenaba lo suficiente para que pudiera situarse en una órbita acusadamente elíptica. Esto es, una órbita que se alejaba bastante del planeta —hasta alcanzar lo que se llamaba apoapsis— antes de describir una curva y regresar al punto más bajo de la órbita, el periapsis. Una vez allí, se sumergía un poco más en la atmósfera, lo que la frenaba un poco más y regresaba a la óptica menos elíptica. Tras media docena de órbitas de tamaño decreciente, la nave se acoplaba a una órbita circular, a partir de la cual procedía a descender a la superficie de Marte.
Todo esto requería tiempo. La primera órbita elíptica de la Armonía Celestial duraría seis días enteros. La siguiente cuatro, y así sucesivamente. Pero, ¿qué más daba? No tenían prisa. La nave americana, la Ares Siete, se encontraba bastante lejos.
—Puede que se apresuraran un poco más si supieran que estamos aquí — dijo Dak, pero no parecía muy convencido.
Estábamos todos viendo la gran televisión que teníamos en el almacén, con un sentimiento de derrota. En la pantalla, un millón de chinos abarrotaba la plaza de Tian-an-men, vitoreando y cantando. Se oía el sonido de miles de millones de petardos. Alguien sacudía un gran cartel, que el locutor de la CNN tradujo:
¡EL ESTE ES ROJO!
¡CHINA ES ROJA!
¡MARTE ES ROJO!
—Ya les daré yo algo rojo —murmuró Dak.
Sabíamos que aquello iba a ocurrir, pero eso no aminoraba el impacto. Los chinos habían sido los primeros seres humanos en llegar a Marte. Pero tampoco podíamos olvidar que los primeros seres humanos en llegar a la Luna habían sido Jim Lovell y la tripulación del Apolo 8, no la del Apolo 11.
—Travis —dije—. ¿De verdad vamos a perder... por dos días de nada?
Él no hacía más que sacudir la cabeza y pensé que no iba a responder. Pero entonces levantó la mirada y vi que había una expresión de angustia en sus facciones.
—Manny, lo prometí. A vuestros padres, a vosotros y a mí mismo. Creo que necesitamos siete días de prueba. No puedo rebajarlos.
—Por lo que a mí se refiere —dije—, te libero de esa promesa. Creo que no averiguaremos nada en siete días que no hayamos descubierto al cabo de cinco.
—Lo mismo digo —dijo Alicia—. Cinco son suficientes.
—¿Queréis mi voto? —dijo Dak—. Estoy con ellos.
—Yo no tengo voto —dijo Kelly—. Pero creo que tienen razón.
—Deja que lo hagan, cher —dijo Jubal en voz baja—. Dos días... no es nada.
Travis lo miró y, por un momento, pareció que lo estaba considerando. Pero entonces bajó la mirada y volvió a sacudir la cabeza.
Le lancé una mirada a Kelly, nos levantamos y abandonamos la reunión.
Quince minutos más tarde aparqué el Zumbón de Travis en el aparcamiento del Despegue. El puto Despegue. Cómo lo odiaba ahora. Durante semanas, mientras el Trueno Rojo iba creciendo debajo de mis pies, mi casa había sido el almacén. Unas semanas más y el Trueno Rojo sería mi casa, aunque para ello tuviera que reventarle la cabeza a Travis, secuestrar la nave y pilotarla yo mismo. De un modo u otro, iba a ir. Habíamos llegado demasiado lejos como para detenernos ahora. Juré que no pasaría una noche más en la habitación 201.
Entramos apresuradamente en el vestíbulo. Mamá estaba detrás del mostrador. Pasé y apreté el interruptor que encendía el NO del NO HAY HABITACIONES en el cartel, y Kelly le dio la vuelta a la señal de la entrada para que dijera CERRADO.
—Mamá, tienes que venir con nosotros —dije.
—Manuel, ¿es que estás loco? Son... son las tres de la...
—Por favor, mamá, hazlo por mí. No te lo pediría si no fuera importante.
Se disponía a responder algo, pero debió de ver algo en mi cara, porque asintió y me siguió.
Mamá, María y Gracia se montaron en el asiento de atrás y nos dirigimos al taller de los Sinclair. No me sorprendió ver que Dak estaba aparcando la camioneta de alquiler en la parte de atrás. Alicia estaba sentada en el asiento delantero y Sam en el trasero. Saludé a Dak con el pulgar, y él sonrió y me devolvió el saludo.
Quince minutos más tarde llegamos al almacén. Una vez dentro, no pudieron por menos que detenerse y contemplarlo. Ninguno de ellos había visto el Trueno Rojo en su estado final y era una visión que daba miedo... o que podía provocar un ataque de risa.
Los llevamos hasta la rampa, subimos a la plataforma y entramos por la escotilla. Les enseñé cómo funcionaba y lo sólido que era. A continuación subimos por la escalerilla a las compuertas presurizadas del suelo de la sala de trajes. Los cinco trajes estaban allí, rechonchos y de un rojo brillante, todos ellos con el logotipo del Trueno Rojo bien a la vista, en el pecho y en la espalda. La sala olía a coche nuevo. Era un olor delicioso. Un olor que, de alguna manera, parecía inspirar confianza. Confiaba en que estuviera haciendo efecto en mamá y Sam.
Luego volvimos a subir las escalerillas y, tras cruzar una escotilla que recordaba a la de un submarino, llegamos a la cubierta central del módulo central.
—Este es nuestro refugio antirradiación —les dije—. Los demás módulos lo escudan, así como una capa de plástico de polietileno. Es lo que se utiliza en los submarinos nucleares para revestir el compartimiento del reactor.
Bajamos la escalerilla y llegamos a los camarotes, que tenían un aspecto bastante bueno con la luz difusa, tan bueno como los camarotes de un crucero decente. Luego volvimos a subir a la sala común, a la cubierta de sistemas de control, y finalmente a la cabina. Una vez allí, los invité a mirar por las ventanillas y les mostré las imágenes de las pantallas. Todo tenía un aspecto muy profesional, muy competente, pensé. Si yo quisiera comprar una nave nueva, ¿compraría aquella?, me pregunté. Joder, pues claro que sí. Había una parte de mí en cada remache, y en cada soldadura. Con el tiempo suficiente, podría desmontarla hasta la última tuerca, y volver a montarla. Con los ojos cerrados. ¿Podía esa nave llevarnos hasta Marte y traernos de vuelta? Apostaría la vida a que sí. Quería apostar la vida a que sí.
Miré por la ventana. Travis estaba allí abajo, mirándonos, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Prometí que no escatimaría en la seguridad —dijo Travis una vez que estuvimos todos reunidos al pie de la rampa—. En mi diccionario, reducir en dos días el ensayo general de sistemas es escatimar en la seguridad.
—Has dicho que el viaje no duraría más de tres días y medio —señalé—. Cinco días está por encima del margen de seguridad.
—Dije que siete días. Dije que no escatimaría en la seguridad. Y me atendré a lo dicho.
Nadie pronunció palabra durante algún tiempo. No recurrí a mamá y Dak no le dijo nada a Sam. Lo que queríamos estaba bien claro, y tanto mamá como Sam podían verlo.
Traté de leer la expresión de mi madre. Eso nunca era fácil, pero aquel día no parecía tan impasible como al principio. Era evidente que María habría votado por seguir adelante de haber tenido voto, pero se mantuvo en silencio.
—Betty —dijo Sam—. Me gustaría hablar contigo un momento en privado, si no tienes inconveniente.
—Claro, Sam. —Se apartaron. Los dos parecían cansados. Nosotros nos quedamos allí en silencio, mirando sus espaldas. En un momento dado, Sam rodeó a mamá con el brazo y ella pareció apoyarse un poco en él. Dios, qué dura había sido su vida, qué poco había conseguido a cambio de sus esfuerzos en el motel. Por un momento, me entraron ganas de gritar, lo siento, abandono. No puedo pedirte que apruebes esta locura. Tras la visita, al verlos allí, observando la absurda nave que habíamos construido, me sentía menos confiado que nunca en que lográramos volver sanos y salvos.
Pasados cinco minutos, regresaron. Sam miró a Travis a los ojos.
—Travis... —Saltaba a la vista que aquello no era fácil para él. Enderezó la espalda y prosiguió—. Travis, apoyamos a los chicos. Cinco días, siete días... si funciona, creo que deberíais ir.
Travis le devolvió la mirada sin pestañear una sola vez.
—Creo que cinco días es suficiente. Creo que funcionará. Pero reduce el margen de seguridad hasta un punto en el que estaría dispuesto a arriesgar mi vida... pero no la de vuestros hijos, a menos que cuente con vuestra aprobación.
—¿Irías tú solo? —preguntó mamá, mirándolo fijamente—. Si pudieras manejar la nave tú solo, ¿irías?
—De hecho lo había pensado... pero sé que Manny, Dak y Alicia me matarían. Y los necesito. Yo soy el piloto... pero la nave la han construido ellos, y saben cómo se maneja mejor que yo.
—De acuerdo, Travis. Haced vuestro ensayo de cinco días. Si sale bien, seguid adelante. Sam y yo os damos permiso.
Antes de que mamá y Sam se marcharan, ella se nos llevó aparte a Dak y a mí un momento.
—Creo que debes saber lo que tu padre me ha dicho, Dak —dijo.
—Sí, señora.
—Ya eres lo bastante mayor como para llamarme Betty, Dak. Lo que tu padre ha dicho... estaba a favor de dejaros ir. Y, además, sabía que perdería tu respeto si vetaba el proyecto.
—No —dijo Dak—. Él nunca podría perder mi respeto.
—Claro que no. Eso le dije yo. Pero los dos perderíais algo si no pudiera confiar en tu criterio.
Dak no dijo nada. Seguía pareciendo a la defensiva.
—Pero comprendió que si sencillamente decía que sí, que estaba de acuerdo, todo el peso de la decisión recaería sobre mi cabeza. Sería yo la que arruinaría el asunto o me vería obligada a tomar una decisión con la que no podría vivir. Así que me dijo que la votación sería unánime, en un sentido u otro. Si yo quería votar que no, trataría de convencerme, pero si no lo conseguía, él me respaldaría. Si decidía votar que sí, estaría a mi lado. Dak, creo que hace falta mucho amor para actuar así. Solo quería que supieras lo especial que es tu padre.
—Sí, señora. Lo es.
Mamá me abrazó y a continuación hizo lo mismo con Dak. Los seguimos con la mirada mientras salían del aparcamiento y hasta que se perdieron de vista detrás de la curva. A continuación, nos miramos. Sonrió y lo mismo hice yo. Extendió una mano y le di una palmada.
El Trueno Rojo seguía vivo.
2Loose La Beck era un canijo que apenas levantaba metro sesenta del suelo. Aún vestía y se comportaba como un pandillero, algo que nunca había sido realmente, pero ahora conducía un Mercedes de dos años, probablemente el único Mercedes de color naranja y carrocería baja que hubiera en Florida... o en todo el universo. Tenía murales en el capó y en el maletero, y estaba equipado con un equipo de música capaz de arrancarle la pintura a una casa a cien metros de distancia.
Ahora estaba allí, con las manos en los bolsillos, contemplando el Trueno Rojo. Debo decir que parecía albergar ciertas dudas.
—No sé, tronco —dijo—. Teóricamente no puedo pintar vagones de tren.
—Ya no son vagones de tren —le dije—. Les hemos quitado las ruedas.
—No sé —volvió a decir—. En los viejos tiempos pinté un montón de vagones. Pero nunca lo había hecho con uno que estuviera de pie, ¿sabes? Eso lo cambia todo. Jode las proporciones.
—Eso no es problema para ti, 2Loose —dijo Kelly—. Te pagaremos diez mil dólares.
2Loose ni sonrió.
—No lo tocaría por menos de veinte de los grandes, tíos. 2Loose se ha hecho famoso. Ahora todo el mundo dice que soy un artista, no un puto muralista callejero. Han puesto obras mías en una exposición en un museo, ¿sabéis?
—Sí —le dije—, pero, ¿cuánta gente las ve? ¿Unos miles? 2Loose, esto van a verlo millones de personas.
—Eso me da igual. No me importa cuánta gente los vea. Los furgones de mercancías que pintaba volvían a pintarlos antes de que nadie tuviera oportunidad de verlos. Me da igual, tío. Yo los veo, incluso en la oscuridad. —Hizo una pausa momentánea, sin dejar de mirar la nave—. ¿Cómo que millones de personas? ¿Y de qué va todo esto, por cierto?
Así que le contamos nuestra tapadera sobre una película. Se le daba bastante bien fingir indiferencia, pero yo me di cuenta de que el hambre crecía en sus ojos. ¡Hollywood!
—Quince mil —dijo Kelly—. Y es mi última oferta.
—Hecho. ¿Cuándo empiezo?
Accedió a volver el mismo día que cuatro de nosotros subiríamos al armatoste para comprobar si podía mantenernos vivos durante cinco días. Fueron cinco días aterradores.
Quien se presentó aquella misma tarde no fue otro que el señor Strickland, el viejo "locodelferrari" en persona. Irrumpió en el edificio como si fuera suyo... Bueno, ahora que lo pienso, sí que era suyo, pero se supone que un casero debe llamar antes de presentarse. Strickland era la clase de tío que odia estar solo, y se presentó con un séquito de tres personas. Una era su secretaria, una antigua Miss Montana, otro era su contable y lo único que sé del tercero es que Strickland le gritó dos veces mientras estábamos allí.
No nos profesamos ningún amor, pero él no es el tipo de persona que admitiría abiertamente que te odia. No, alargó el brazo con su gran sonrisa de vendedor y, aunque a regañadientes, le estreché la mano, a pesar de todas las mentiras que le había contado a Kelly sobre mí para tratar de conseguir que rompiéramos. Cuando me daba unas palmaditas en la espalda, siempre me entraban ganas de comprobar si me había clavado un cuchillo.
—¿Qué haces aquí, papá? —le espetó Kelly—. Te dije que no vinieras.
—¿No hay un beso y un abrazo para mí, Kitten?
Dios, cómo odiaba Kelly aquel apodo.
—¿Es tu cumpleaños? ¿Es Navidad? Te lo dije, son dos abrazos al año, y después de esto voy a tener que replantearme el del cumpleaños.
Strickland se echó a reír, pero creo que en el fondo le dolió un poco. Creo que es probable que la quisiese, al menos a su manera, que significaba dominar su vida y convertirla en una extensión de sí mismo. Pero el destino le había dado la hija equivocada. Kelly nunca se sometería a eso.
Regresó a la oficina, caminando con la espalda tiesa y erguida. Así que nos correspondió a Dak y a mí hacerle la visita, pues era el único modo de librarse de él.
Le mostramos la sección central y la cámara de descompresión, que era imposible de evitar. Los demás tanques estaban llenos de bolsas de agua y del equipo del sistema de aire, en pleno funcionamiento, lo que podía generar preguntas incómodas. Otro fallo del que alguien podía darse cuenta era que un decorado hubiera debido tener paredes móviles para que la cámara pudiera hacer las tomas desde más lejos.