Authors: John Varley
Seguimos mirando mientras los agentes abandonaban la discusión con mamá y regresaban corriendo al coche. Nuestros amigos y familiares se escurrieron subrepticiamente por las enormes compuertas del almacén. Vi que se abría la puerta lateral que daba a la calle y a continuación todos salían por ella.
Puede que alguien hubiera hecho la conexión entre Travis Broussard, cuyo vecino aseguraba haber visto un platillo volante, y Celebración Broussard, de Everglades City. Puede, pero toda la costa del Golfo, desde Florida al sudeste de Texas es un hervidero de Broussard. Solo en Everglades City hay otras tres familias Broussard que no tienen el menor parentesco con la suya.
Pero, en realidad, en aquel momento no importaba demasiado. Lo único que importaba era, ¿qué pensaban hacer al respecto?
Lo descubrimos quince minutos más tarde. Un helicóptero del servicio de Guardacostas se nos acercaba con enorme escándalo.
—Ya está —dijo Travis—. Todo el mundo a bordo. Sellad todas las esclusas estancas.
Subimos rápidamente la rampa. Yo marchaba el último, pues me correspondía a mí cerrar y sellar la compuerta. La rampa parecía moverse más despacio que nunca. Una vez dentro, atravesé la sala de trajes, entré en el módulo central y, tras asegurarme de que la luz verde estaba encendida, cerré la puerta tras de mí. ¡Esto no es un simulacro!, oía una vez tras otra. ¡Esto no es un simulacro!
Llegué a mi asiento de aceleración y me enganché el arnés, recliné el asiento y me puse los auriculares. Todos los instrumentos que tenía que ver se encontraban en un panel móvil, docenas de pequeñas pantallas de televisión, tres monitores de ordenador, botones, una esfera de pista, indicadores y parejas de luces rojas y verdes. Todo estaba en verde.
—Dak, ponme con el helicóptero del servicio de Guardacostas —dijo Travis.
—De acuerdo, capitán Broussard —dijo Dak. Su pantalla se inundó de números. Mientras tanto, Travis había llamado al capitán del remolcador.
—Capitán Menéndez, llévenos al centro de la Bahía Strickland y suéltenos. Luego, aléjese una milla.
—Ya casi estamos allí, capitán. Haré lo que me ha ordenado.
Estaba volviéndome loco de inquietud por no tener una ventana por la que mirar y creo que a Dak y Alicia les estaba pasando lo mismo. Por un momento, al pensar en que iba a pasar tres semanas viviendo en aquella pequeña lata, sentí que me faltaba el aliento. Pero la sensación pasó.
Oímos un gran estrépito en el exterior. El helicóptero voló cerca de nosotros y alguien empezó a hablar por un altavoz. Travis sintonizó la frecuencia del servicio de Guardacostas.
—... se les ordena apagar los motores y prepararse para ser abordados. Repito, remolcador y barcaza, se les ordena... —La voz de Travis lo interrumpió.
—Helicóptero del servicio de Guardacostas, aquí la astronave privada Trueno Rojo, a bordo de la barcaza. La cuenta atrás está avanzando y estamos ya a T menos un minuto treinta segundos. No hemos quebrantado ninguna ley, pero pueden ustedes subir a bordo del remolcador o la barcaza una vez que hayamos despegado. Hasta entonces, les aconsejo que se mantengan a una distancia de una milla, puesto que el chorro de gases provocado por el lanzamiento será muy grande y podría ponerles en peligro. Cierro.
Hubo un silencio muy, muy prolongado.
—Astronave privada Trueno Rojo. Aquí la capitana Katherine O'Malley, del servicio de Guardacostas de los Estados Unidos. Creo que nos arriesgaremos, a pesar de su... su chorro de gases. Prepárense para ser abordados. Cierro.
—Tripulación —dijo Travis—, hay dos guardacostas dirigiéndose hacia nosotros. El capitán Menéndez debería de cortar las amarras dentro de...
Se produjo una leve sacudida al soltarse las amarras de la barcaza, pero no tardamos en volver a estar completamente estables.
—Capitán Broussard, aquí el capitán Menéndez. ¿Qué está pasando? Me había dicho que no era nada ilegal.
—No lo es, capitán. Le aconsejo que se deje abordar, puesto que no ha hecho usted nada malo y no tiene nada que ocultar. Hasta la vista.
—Lo mismo le digo. Y buena suerte en... donde quiera que vayan.
—Gracias. —Con un chasquido, Travis cambió de canal—. Bueno, chicos, parece que es hora de partir o de abandonar. ¿Estáis preparados?
—Adelante, capitán —dije, y por suerte no me tembló la voz.
—Vamos —dijo Alicia. Me miró y sonrió. Alargó el brazo y le cogió la mano a Dak. Este sonrió.
—¡Banzai! —gritó.
—Vamos, vamos, vamos... —murmuró Travis.
Durante los primeros segundos, no ocurrió nada. Yo tenía la vista clavada en los tres indicadores de tensión, que registraban el peso del Trueno Rojo en cada una de sus tres patas. Los números empezaron a descender. Y un rugido atronador estaba empezando a escucharse en el exterior.
—¡Mirad cómo huye ese helicóptero! —gritó Travis. Dirigió una de nuestras cámaras hacia él. En efecto, había dado media vuelta y estaba huyendo como si llevásemos una bomba a bordo... un pensamiento poco apropiado para el momento, por cierto.
El rugido fue en aumento. Las cifras de los indicadores de tensión pasaban a toda velocidad por mi pantalla.
—Ya casi estamos... —exclamó Travis. Pulsé un botón y lo vi allí sentado, rodeado por sus controles e instrumentos. Tenía una expresión en el rostro que casi resultaba dolorosa de contemplar, compuesta a partes iguales de preocupación y euforia por estar regresando finalmente al espacio.
Se produjo una sacudida y la nave pareció inclinarse un poco antes de que Travis corrigiera. El rugido era ahora una bestia viviente, un estruendo realmente asombroso.
—Tripulación, el Trueno Rojo ha dejado el planeta —dijo Travis y los tres respondimos con vítores. Una segundo más tarde la nave se inclinó con fuerza hacia la izquierda y Travis dijo algo que nunca conviene escuchar en boca de un piloto—. ¡Ups!
—¿Qué es...? —Esta era Alicia, aferrada a los brazos de su asiento. Pero la nave se enderezó. Cambié la visión a una cámara exterior, orientada hacia abajo desde la parte superior de la nave. El vapor súper caliente lo ocultaba casi todo... pero se veía parte de la superficie del agua, azotada por la potencia de nuestro motor.
—¿Dónde está la barcaza? —pregunté. Travis se echó a reír.
—Se ha arrugado como una patata frita y se ha ido directamente al fondo.
Maldición. La barcaza no era nuestra, la habíamos alquilado. Oh, bueno.
Rápidamente comprendí que el sonido que había oído antes era como el ronroneo de un gatito. Cuando Travis aceleró hasta dos g, el ruido se hizo inimaginable. Creo que me habría dejado sordo de no haber llevado los auriculares.
En la pantalla se veía cómo se iba alejando el agua. Aparecieron los dos guardacostas, luego los extremos de la bahía de Strickland y por fin los puentes de la autopista. Estaban abarrotados de coches. Había gente de pie sobre la carretera.
Dos g no está del todo mal. Imaginad que os ponen encima algo de vuestro mismo tamaño y peso. No es que sea agradable, pero tampoco resulta doloroso.
En el vuelo de una VStar, la aceleración va aumentando gradualmente a medida que se quema el combustible, mientras que el impulso permanece más o menos constante. Cuando están a punto de apagarse los motores, los pasajeros experimentan una aceleración de unos cinco g. Nuestros dos g se mantendrían constantes hasta que dejáramos atrás la gravedad de la Tierra. En el momento del lanzamiento, una g se debía a la gravedad y la otra a la aceleración de la nave.
Al cabo de unos momentos, pude ver la ciudad entera de Daytona en mi pantalla. Luego el condado y todo el estado de Florida. Otra cámara mostraba el cielo, de un azul cada vez más oscuro, y luego negro. El rugido de los motores fue convirtiéndose en un gruñido mientras el aire iba desapareciendo.
Dios mío, estaba en el espacio.
No pasó mucho tiempo antes de que la aceleración se redujera a una g y cuarto.
—Muy bien, oídme todos —dijo Travis—. Quiero una inspección completa, de arriba abajo, para asegurarnos de que todo ha sobrevivido a la tensión. Que sea rápida, y luego venid al puente. ¡Y moveos con cuidado! El peso adicional todavía durará algún tiempo.
Soportar una g punto veinticinco es como llevar una mochila muy pesada. Es fácil hacerse daño si uno no tiene mucho cuidado. Antes de abrir la compuerta interior del tanque seis, verifiqué los dos indicadores de presión, uno que marcaba la presión del interior de la pequeña cámara de descompresión, y otro para el módulo cámara/traje. Ambos marcaban unos perfectos 15 psi. Abrí las compuertas y bajé a la cubierta de los trajes.
Inmediatamente vi que uno de los trajes se había caído de la percha. Estaba en el suelo, cabeza abajo. Nada de qué preocuparse. El material del casco es el que utilizan en las ventanillas a prueba de balas y está garantizado para resistir el impacto de una .45.
Estaba a punto de inclinarme para recogerlo cuando el traje se movió.
Pegué un salto de varios kilómetros, a pesar de la gravedad superior.
—Oh, Dios mío. ¿Kelly?
Se dio la vuelta y se incorporó. Vi que decía algo y la ayudé a abrir los cierres del casco. No sabía si estaba feliz o espantado. Pero la felicidad no tardó en salir victoriosa. Hasta había empezado a reírme mientras la ayudaba a quitarse el casco.
—No puedo creerlo... ¡Jesús! ¿Qué...? —Había sangre resbalando desde sus cejas hasta su boca y su barbilla.
—Estoy bien, estoy bien —dijo—. ¡Deprisa, ayúdame a quitarme esto!
—Pero...
—¡Rápido! —No hice más preguntas y en menos de un minuto se lo había quitado. Llevaba vaqueros y una camiseta, igual que yo. Se acercó a la escalerilla y empezó a subir. No pude hacer mucho más que seguirla.
Cuando llegó a la cubierta intermedia, volvió a bajar, pasando junto a los aposentos de Travis y el cuarto que habría sido de Jubal de haber venido con nosotros. Luego volvió a bajar... y se metió en el baño. Cerró de un portazo y oí que se reía de puro alivio.
—¡He pasado toda la noche en esa cosa! —dijo.
Oí que alguien bajaba por la escalerilla. Era Alicia, y parecía preocupada.
—Kelly —le dije, y sonreí. Se le iluminó el rostro.
—Oh, tío. Travis se va a cabrear de verdad...
Pero no fue así. No se enfadó ni de lejos tanto como ella temía.
Al verla aparecer en el puente, detrás de mí, puso una cara de sorpresa digna de Laurel y Hardy y entonces enterró el rostro entre las manos. Cuando volvió a levantarlo, había una sonrisa en él.
—Debería haberlo supuesto —dijo—. Debería haberlo comprobado.
—Escucha, Travis, no te preocupes por mi padre. Quiero decir, sí, se va a cabrear. Pero iba a hacerlo de todos modos cuando descubriera que he gastado la mayor parte de mi fideicomiso. Aceptaré toda la responsabilidad. No has...
—Si tuviera una borda, te arrojaría por ella...
—Eh, vamos, Travis —dijo Dak—. Ha sido más lista que tú, lisa y llanamente.
Por mucho que fuera el capitán, Travis sabía que en este caso estaba en minoría. No fue hasta más adelante que empecé a preguntarme... ¿habría sido una completa sorpresa para él? No había registrado la nave antes del lanzamiento y a cualquiera que conociese a Kelly le hubiera parecido sospechoso lo poco que había protestado por tener que quedarse atrás. ¿Le había dado la ocasión de tomar la decisión por sí misma, para poder lavarse las manos de la responsabilidad por ella?
Puede, pero yo conocía a Kelly muy bien y no se me había ocurrido. Mi única excusa era que estaba tan atareado que no había tenido tiempo de pensarlo. Cuando, durante un instante, me sentí un poco dolido al pensar que no había confiado en mí, tuve que recordarme que no se me había ocurrido ayudarla a hacerlo, cosa que debería haber hecho. Realmente debería haberlo hecho. Me sentí como un tonto.
Alicia la examinó antes de dirigirse al puente, le limpió la sangre y la herida, que no era más que un corte sobre la ceja. Apuntó el haz de una linterna a sus ojos, diagnosticó que estaba sana y en perfecto estado y le dio dos aspirinas para el dolor de cabeza.
—Me caí cuando Travis pisó el acelerador, pero antes de que llegáramos a las dos g —nos contó—. Por suerte, porque me di un buen golpe cuando estábamos con una y media, o lo que fuera. No os recomiendo las dos g estando tirada en el suelo.
Una de las desventajas de pasar todo el viaje acelerando es que cuesta ver por dónde pasas. Naturalmente, todos queríamos echar un vistazo a la Tierra. En una nave de deriva, como la Armonía Celestial, puedes modificar tu orientación a voluntad. Pero en la Trueno Rojo no podíamos hacerlo, porque, como estábamos acelerando constantemente, había que mantener el morro apuntando hacia el sitio al que nos dirigíamos.
Había cinco ventanas redondas en el puente, una por cada uno de los puntos cardinales y una en lo alto. Podíamos ver adónde nos dirigíamos, pero no de dónde veníamos. En el sitio al que nos dirigíamos no había nada más que una estrella brillante de color rojizo. La ventana que miraba al sol estaba polarizada para prevenir quemaduras y lesiones oculares.
Pero Travis pudo inclinar levemente la nave reduciendo la potencia de uno de los cohetes de Fase-2 que teníamos debajo. De este modo, pudimos apretarnos junto a la esquina de una de las ventanas y echar un vistazo a la Tierra. Al ver lo pequeña que se veía, nos quedamos asombrados.
—Ya hemos dejado atrás la órbita de la Luna —dijo Travis—. Siento deciros que en este momento se encuentra al otro lado de la Tierras, así que tampoco podremos verla. Dentro de pocas horas, la Tierra no será más que una estrella muy brillante.
Sentí que se me erizaba el vello de la nuca. Era asombroso darse cuenta de que habíamos llegado más lejos que ningún ser humano, con las únicas excepciones de los tripulantes de la Armonía Celestial y la Ares Siete...
—Kelly —dijo Travis—. ¿Has pensado cómo vas a salir de la nave cuando lleguemos a Marte?
—Claro. Tengo mi propio traje. He dejado el de Jubal en... —frunció el ceño—. ¿Dónde está Jubal? —Se quedó tan sorprendida como los demás cuando Travis se lo explicó—. Su traje está a bordo. El que he utilizado para esconderme era mío.
—Entonces, ¿todas esas piezas "defectuosas"...?
—Algunas de ellas eran defectuosas de verdad. Pero me compré el traje a plazos, un brazo y una pierna cada vez. Y lo hice con mi propio dinero. Aunque, puedes creerme, sentí la tentación de cargártelo después de la manera en que me trataste.