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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (20 page)

BOOK: Tuareg
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—Gacel es capaz de cualquier cosa, señor. Incluso de mantener con vida a un anciano a costa de su propia sangre. Para él, proteger a su huésped, se ha convertido en algo más importante que su propia existencia o la de su familia. Si considera que Tikdabra le brinda un refugio más seguro, irá a la "tierra vacía".

—De acuerdo. Le buscaremos también allí entonces. Ahora bien —hizo una corta pausa—, usted ha mencionado a su familia. ¿Qué se sabe de ella? Si la encontráramos tal vez serviría para proponerle un canje.

—Abandonaron sus zonas de pastoreo. —La voz del general denotaba su desagrado e incomodidad—. Y no me parece digno involucrar en esto a mujeres y niños. ¿Qué opinión merecería nuestro Ejército si tuviera que acudir a esos métodos para solucionar sus problemas?

—El Ejército puede quedar al margen, general. Mi gente se ocupará del asunto. Aunque —añadió con intención no creo que el Ejército pueda resultar peor parado de lo que ha quedado hasta el momento.

El general fue a responder violentamente, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Le constaba que Alí Madani era, por el momento, la mano derecha del Presidente y el segundo hombre más influyente del país, mientras él seguía siendo un simple militar recién ascendido a su primer empleo de general. Cuanto estaba ocurriendo debía achacarse más a la ineptitud de políticos como aquél, que a falta de auténtica eficacia de las Fuerzas Armadas, pero no era el momento, ni el lugar, para enzarzarse en una discusión que únicamente podía proporcionarle disgustos. Se mordió el labio por tanto y permaneció a la expectativa. Al fin y al cabo, probablemente el ministro habría desaparecido de la escena política cuando él ascendiera a general de Brigada.

—¿Cuántos helicópteros tenemos? —le oyó preguntar, dirigiéndose al coronel.

—Uno.

—Haré venir tres más. ¿Aviones?

—Seis. Pero no podemos distraerlos. La mayoría de los puestos tan sólo pueden abastecerse por el aire.

—Traeré una escuadrilla. Que rastreen toda el área de Gerifíes. —Hizo una pausa—. Y quiero que sitúen dos regimientos al otro lado de la "tierra vacía" de Tikdabra.

—¡Pero eso está fuera de nuestras fronteras! —protestó el coronel—. Lo considerarán como invasión de un país vecino.

—Déjele esos problemas al ministro de Asuntos Exteriores y preocúpese de cumplir mis órdenes.

Se interrumpió molesto porque habían golpeado a la puerta. Esta se abrió y un ordenanza cuchicheó algo al oído del secretario Anuhar-el-Mojkri, que había permanecido en silencio durante toda la reunión y cuyo semblante se alteró visiblemente.

Asintió con un gesto, cerró de nuevo la puerta y comentó:

—Perdone, Excelencia, pero me comunican que acaba de llegar el gobernador.

—¿Ben-Koufra? —Se sorprendió Madani—. ¿Vivo?

—Así es, señor. En mal estado, pero vivo. Aguarda en su despacho.

El ministro se puso en pie de un salto y sin saludar siquiera a los presentes, abandonó la sala, cruzó la alta galería seguido por Anuhar-el-Mojkri y por las asustadas miradas de los funcionarios locales, y penetró en el amplio despacho en penumbras del gobernador, dejando fuera al secretario, que, prácticamente, se golpeó contra la pesada puerta.

Con barba de diez días, sucio, enflaquecido y ojeroso, el gobernador Hassán-ben-Koufra era una sombra del hombre orgulloso, altivo y seguro que había abandonado una tarde aquel mismo despacho camino de la mezquita. Derrumbado en uno de los pesados sillones, contemplaba, sin ver, el bosque de palmeras a través de los pesados visillos, y se diría que su mente estaba muy lejos, probablemente en la cueva donde había sufrido la más traumatizante experiencia de su vida. Ni siquiera alzó los ojos cuando Madani entró, y éste tuvo que colocarse ante él, para que al fin reparara en su presencia.

—No esperaba volver a verte.

Los ojos, enrojecidos por el cansancio y se diría que dilatados por el terror, se alzaron lentamente y le costó trabajo reconocer a su interlocutor. Al fin musitó con voz ronca, apenas audible:

—Yo tampoco. —Mostró sus muñecas llagadas y en carne viva—: ¡Mira!

—Es mejor que estar muerto. Y por tu culpa, catorce hombres han sido asesinados y el país está en peligro.

—Nunca imaginé que lo lograría.

Estaba seguro de que lo enviaba a una trampa y en Gerifíes acabarían con él. Teníamos allí a nuestra mejor gente.

—¿La mejor? —exclamó—. Los degolló como a gallinas, uno por uno.

Y ahora Abdul está libre. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Asintió con un gesto:

—Lo atraparemos.

—¿Cómo? Ahora no lo acompaña un muchacho fanático e inepto, sino un targuí que conoce esta tierra como jamás la conoceremos ninguno de nosotros. —Tomó asiento frente a él, en el sofá y se alisó los cabellos con un gesto mecánico—. Y pensar que fui yo quien te propuso para este puesto e insistí en tu nombre.

—Lo lamento.

—¿Lo lamentas? —Soltó una corta carcajada, amarga y despectiva—. Si al menos estuvieras muerto podría decir que te torturaron hasta límites inhumanos. Pero estás aquí, vivo y presumiendo de unas heridas que cicatrizarán en quince días. Cualquier estudiante revoltoso resiste más a mis hombres de lo que le has resistido tú a ese targuí. Antes eras más duro.

—Cuando era joven y eran paracaidistas franceses los que torturaban.

Entonces creía en algo. La causa era buena. Tal vez no estaba convencido de que fuera justo mantener a Abdul encerrado de por vida.

—Te pareció justo mientras te proporcionó este despacho y un nombramiento de gobernador —le recordó. Y te pareció justo cuando decidimos qué hacer con él. Entonces no era "Abdul"; era el enemigo, el diablo; el que llevaba al país hacia el caos porque nos estaba apartando a nosotros, sus íntimos, del Gobierno. No, Hassán —negó con decisión—, no trates de engañarme, que te conozco hace tiempo. La realidad es que el poder, los años y la comodidad, te han vuelto blando y asustadizo. Se podía ser un héroe y resistir cuando no se tenía nada que perder más que la esperanza en un futuro mejor. Pero no cuando se vive en un palacio y se tiene una cuenta en Suiza como la tuya. No lo niegues —le atajó—. Recuerda que mi obligación es estar informado, y sé cuánto te pagan las compañías petroleras por tu colaboración.

—Menos que a ti probablemente.

—Desde luego —admitió Alí Madani sin escandalizarse—. Pero de momento eres tú quien está en entredicho y no yo. —Se dirigió a la ventana a observar el muecín que llamaba a los fieles desde el alminar de la mezquita, y comentó sin volverse a mirarle—:

Reza porque pueda arreglar lo que has estropeado, o será algo más que un puesto de gobernador lo que pierdas.

—¿Quiere eso decir que me has destituido?

—¡Naturalmente! —replicó—. Y te garantizo que, si no encuentro a Abdul, haré que te juzguen por traición.

El gobernador Hassán-ben-Koufra no respondió, absorto como estaba en observar las llagas que habían dejado las correas en sus muñecas, y meditando en que, días atrás, y en aquel mismo despacho, había sido él quien ocupara la posición de Madani, juzgando duramente a un hombre por culpa de aquel targuí que se estaba convirtiendo en una obsesión para todos.

Evocó las horas y los días de ansiedad y zozobra que pasó en la cueva, preguntándose a cada instante si realmente el targuí enviaría a alguien a buscarle o le dejaría morir allí, como un perro, de hambre, terror y sed.

Y evocó igualmente el modo en que el otro había demostrado ser más inteligente que él, descubriendo, sin esforzarse mucho, cuál era su punto débil, y de qué forma resultaba factible conseguir su colaboración sin necesidad de tocarle.

Comprendió que odiaba al targuí por todo ello, pero le odiaba más aún, sobre todo, porque hubiese sido capaz de cumplir su promesa enviando a salvarle.

—¿Por qué? —preguntó Alí Madani, volviéndose a mirarle de nuevo como si hubiera estado leyendo su pensamiento—. ¿Por qué un hombre que mata con la frialdad con que él lo hace, te dejó libre?

—Lo había prometido.

—Y un targuí siempre cumple sus promesas, lo sé. Aun así, me cuesta trabajo admitir que exista una mente que admita que es lícito degollar a unos desconocidos que duermen, pero no es lícito incumplir la promesa hecha a un enemigo. —Agitó la cabeza negativamente y fue a tomar asiento tras la pesada mesa, en el sillón que había pertenecido a su interlocutor—. A veces me pregunto cómo es posible que vivamos en el mismo país si tenemos tan pocas cosas en común. —Continuó como si hablase consigo mismo—. Es parte de la herencia que debemos agradecerle a los franceses: nos mezclaron como en un gigantesco "puding", y nos cortaron luego en pedazos, dividiéndonos a su antojo. Ahora, veinte años después, nos sentamos aquí, a tratar inútilmente de entender algo los unos de los otros.

—Eso ya lo sabíamos —señaló Hassán-ben-Koufra cansinamente—. Todos habíamos llegado a la misma conclusión, pero a ninguno se le ocurrió renunciar a la parte que no nos correspondía, conformándonos con un país más pequeño y homogéneo.

—Abrió y cerró las manos como si le costara hacerlo, conteniendo un gesto de dolor—. La ambición nos cegaba y hubiéramos anhelado más y más territorio, aun a sabiendas de que no sabríamos gobernarlo. De ahí nuestra política: si no conseguimos que los beduinos se adapten a nuestro modo de ser, debemos destruirlos. ¿Qué hubiéramos hecho si los franceses hubieran tratado de destruirnos años atrás porque no nos adaptábamos a su forma de ser?

—Lo que hicimos al fin: independizarnos. Tal vez sea ése el futuro de los tuareg: independizarse de nosotros.

—¿Los imaginas independientes?

—¿Nos imaginaron acaso alguna vez los franceses, hasta que comenzamos a tirarles bombas y demostrar que podíamos serlo? Ese Gacel, o como quiera que se llame, ha demostrado que puede vencernos. Si todos los suyos se le unieran, te garantizo que nos arrojarían del desierto. Y medio mundo estaría dispuesto a ayudarles a cambio del petróleo de sus tierras. No —señaló convencido—, no debemos darles la oportunidad de averiguar que podrían convertir sus camellos en "Cadillacs" de oro.

—¿Para eso has venido?

—Para eso, y para acabar de una vez con Abdul-el-Kebir.

30

Era un mar de cuerpos de mujeres desnudas, tumbadas al sol, con la piel dorada, a veces cobriza y hasta roja en las crestas de las cumbres más viejas, pero eran cuerpos inmensos, con pechos que superaban a veces los doscientos metros de altura, traseros de un kilómetro de diámetro, y largas piernas, inacabables piernas, inaccesibles piernas, por las que los camellos ascendían pesadamente, resbalando, chillando y mordiendo, amenazando a cada instante con flanquear y caer redondos hasta el pie de la duna para no levantarse más y concluir devorados por la arena.

Los "gassi", los pasos entre una y otra duna, se convertían en un tortuoso laberinto, inexistentes la mayoría de las veces, o que volvían al punto de partida muchas otras y tan sólo el increíble sentido de orientación de Gacel y la seguridad de su criterio, les permitía avanzar hacia el Sur día tras día, sin retornar sobre sus propios pasos.

Abdul-el-Kebir, que se preciaba de conocer a fondo un país que había gobernado durante años, y que había vivido en el corazón mismo del desierto, jamás pudo imaginar, ni en sus peores sueños, que existiera sobre la tierra un mar de dunas semejante; una extensión de arena tan dilatada; un "erg" al que no se le veía el fin ni aun trepando a la más elevada de las "ghourds".

Arena y viento era cuanto existía allí, en los aledaños de la "gran tierra vacía", y se preguntaba cómo era posible que el targuí asegurase que existía algo "aún peor" que aquel océano petrificado.

Dejaban transcurrir las horas del día al socaire del viento y a la sombra de una ancha tienda de color amarillento que compartían con los camellos, para reiniciar la marcha en cuanto la tarde comenzaba a declinar, y continuarla durante toda la noche, a la luz de la luna y las estrellas, sorprendidos siempre por unos amaneceres portentosos, en los que las sombras parecían ir corriendo de cresta en cresta de los "sifs" en forma de sable, sobre cuyos filos podría pensarse que los granos de arena se mantenían unidos abrazándose los unos a los otros.

—¿Cuánto falta? —quiso saber en el quinto de aquellos amaneceres, cuando las primeras luces le permitieron comprobar que tampoco era capaz de distinguir en el confín del horizonte el comienzo de la gran planicie.

—No lo sé. Nadie ha vuelto jamás de este lugar. Nadie ha contado los días de arena, ni los días de "tierra vacía".

—¿Vamos hacia la muerte entonces?

—Que nadie lo haya logrado, no quiere decir que no pueda hacerse.

Agitó la cabeza incrédulo:

—Me maravilla ésa fe que tienes en ti mismo —dijo—. Yo comienzo a sentir miedo.

—El miedo es el principal enemigo en el desierto —fue la respuesta—. El miedo conduce a la desesperación y la locura, y la locura lleva a la estupidez y la muerte.

—¿Tú nunca tienes miedo?

—¿Al desierto? No. Aquí nací y aquí ha transcurrido mi vida. Tenemos cuatro camellos, las hembras todavía darán leche hoy y mañana, y no llegan señales de "harmatan". Si el viento nos respeta, tenemos esperanzas.

—¿Cuántos días de esperanza? —quiso saber Abdul.

Se durmió tratando de calcular cuántos días de esperanza les quedaban, y cuántos aún de sufrir aquel martirio, y le despertó al mediodía un zumbido lejano. Abrió los ojos y lo primero que vio fue a Gacel, cuya silueta se recortaba contra la entrada de la tienda, arrodillado en la arena y vigilando el cielo.

—Aviones —señaló el targuí sin volverse.

Se arrastró a su lado y pudo distinguir a una pequeña avioneta de reconocimiento que trazaba círculos a unos cinco kilómetros de distancia y que se iba aproximando lentamente.

31

—¿Puede vernos?

Gacel negó, pero aun así se aproximó a los camellos y les maniató las patas uniendo las de atrás con las de delante para impedirles cualquier intento de alzarse.

—El ruido les asusta —dijo—. Y si echan a correr nos delatarán.

Cuando hubo concluido aguardó paciente a que, en uno de sus círculos, la cumbre de la duna más próxima se interpusiera entre la avioneta y ellos, y tan sólo entonces salió al exterior y cubrió con una capa de arena las partes más visibles de la tienda.

Quince minutos después, y sin más molestias que el continuo barritar nervioso de las bestias, una de cuyas hembras intentó morderles por tres veces, el zumbido se alejó y el aparato pasó a convertirse en un punto de la distancia tras haber pasado una sola vez sobre sus cabezas.

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