Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Cruzó despacio el patio, llegó al pie del ancho ventanal del barracón, cubrió el cristal con las manos para evitar el reflejo y atisbó hacia adentro.
No eran más que bultos alineados, dos metros de camastro a camastro, cubiertos por sucias sábanas que no permitían distinguir siquiera una mancha de sangre, empapada por los gruesos jergones.
Ni una respiración, ni un leve ronquido, ni una voz entre sueños, ni el rumor de unas uñas al rascarse la piel reseca por el sol y la arena.
Sólo silencio y algunas moscas que golpeaban contra el cristal como si se hubieran hartado de sangre y pugnasen por escapar hacia la luz y el aire libre.
Diez metros más allá empujó la puerta del pabellón del capitán y el sol penetró por primera vez a raudales en la recargada estancia polvorienta, yendo a detenerse sobre la gran cama del fondo, en la que un cuerpo menudo y muy delgado aparecía también cubierto por una sábana muy blanca.
Cerró de nuevo y recorrió, despacio, cada rincón del fortín, sin descubrir, ni en las garitas, ni ante la puerta, ningún otro cadáver, como si el targuí, por un extraño rito, hubiera preferido arrastrarlos hasta sus camas para taparlos luego.
Regresó a su celda, recogió las cartas, las fotos de sus hijos y el sobado ejemplar del Corán que le acompañaba desde que tenía uso de razón, y lo metió todo, junto a sus escasas ropas, en una bolsa de lona.
Luego se sentó a esperar a la sombra del porche, cerca del pozo, cuando ya el sol caía vertical y terrorífico, borrando del suelo todas las sombras.
El calor agobiante le sumió en un sopor inquieto, un remedo de sueño del que despertó sobresaltado, pero sobresaltado por aquel mismo silencio, aquella quietud y aquella angustiosa sensación de vacío, sudando a chorros y experimentando casi dolor en los oídos, como si le hubieran hundido de improviso en un universo hueco, hasta el punto de que murmuró por lo bajo unas palabras con el único objeto de escucharse a sí mismo y corroborar que aún existían sonidos en la tierra.
¿Qué lugar podía existir más callado que aquel gran panteón en que se había convertido el viejo fortín de los confines del Sáhara en un día sin viento?
Por qué lo habían alzado allí, en el centro de la llanura, lejos de los pozos conocidos y las rutas de las caravanas; lejos de los oasis y las fronteras, en el corazón mismo de la nada más absoluta, nadie parecía saberlo.
"El Fortín de Gerifíes", pequeño e inútil, era válido tan sólo bajo la teoría de que convenía tener apoyo logístico y un lugar de descanso para las patrullas nómadas. Tan bueno resultaba por tanto aquel punto como cualquier otro en quinientos kilómetros cuadrados a la redonda, y se cavó un pozo, se alzaron los bajos muros almenados, se trajeron muebles desvencijados, desecho sin duda de viejos cuarteles desmantelados, y se condenó a unos hombres a vigilar un pedazo de desierto, tan desierto, que contaba la tradición que jamás, ni un solo viajero, se aproximó nunca a Gerifíes.
Contaba también, esa misma tradición, que la guarnición de la Legión francesa tardó tres meses en enterarse de que ya no eran fuerzas coloniales, sino extranjeros vencidos.
Seis tumbas anónimas se alzaban en el exterior del muro trasero. En un tiempo contaron incluso con una cruz y un nombre cada una, pero años atrás el cocinero tuvo que quemar las cruces cuando se le acabó la leña y muchas veces Abdul-el-Kebir se había preguntado quiénes serían los cristianos que fueron a morir allí, tan lejos de su patria, y qué extraña historia les obligó a enrolarse en la Legión y acabar sus días en la soledad sin horizontes del Sáhara.
"Un día cavarán mi tumba junto a ellos —se dijo siempre—. Serán siete entonces las tumbas anónimas, y a partir de ese momento mis guardianes podrán abandonar Gerifíes. El héroe de la Independencia descansará para la eternidad junto a seis desconocidos mercenarios". Pero no había sido así, y serían catorce las tumbas necesarias ahora; tumbas sobre las que nadie querría escribir nunca los nombres, pues a nadie le interesaría que se supiese dónde yacía un puñado de ineptos carceleros.
De nuevo, instintivamente, volvió el rostro hacia el ventanal del barracón y le costó trabajo aceptar que allí comenzaban a pudrirse, bajo el seco calor insoportable, los cuerpos de cuantos habían llenado con sus voces y su presencia aquel lugar hasta la noche antes.
¡Cuántas veces había sentido la tentación de estrangular a alguno de ellos con sus propias manos! Durante sus años de cautiverio la mayoría le trató con respeto, pero otros le habían hecho víctima de toda clase de humillaciones, en especial en los últimos tiempos, a raíz de su regreso.
El castigo por su evasión había afectado a toda la guarnición por igual, privada de concesión de permisos por un año, y muchos fueron partidarios de provocar un "accidente" que acabara con él de una vez por todas y les librara para siempre de lo que se había convertido ya en un encarcelamiento compartido.
Ahora le espantaba la idea de reanudar la larga fuga; la infinita caminata a través de las arenas y los pedregales siempre bajo un sol incansable, sin saber hacia dónde se dirigía y si aquella llanura desolada tenía realmente fin en alguna parte. Recordaba con espanto el tormento de la sed y el dolor insufrible de cada uno de sus músculos acalambrados, y se preguntaba por qué continuaba sentado allí, a la sombra, con su hatillo en la mano, aguardando el regreso de un hombre, un asesino, que quería conducirle de nuevo a las arenas y los pedregales.
Y apareció de pronto a su lado, nacido de la nada, silencioso pese a los cuatro cargados camellos que le seguían sin un rumor siquiera, como si se hubieran contagiado de su amo o les espantase el hecho, que su instinto percibía, de que habían penetrado en un mausoleo.
Señaló hacia, el barracón con la cabeza:
—¿Por qué llevaste a los centinelas a su cama? ¿Crees que están mejor allí que donde los mataste? ¿Qué importancia puede tener ya?
Gacel le observó un instante como si no comprendiese a qué se refería.
Al fin se encogió de hombros:
—Un ave carroñera descubre un cadáver al aire libre a las dos horas de muerto —replicó—. Pero se necesitarán tres días para que el olor atraviese esas paredes, y para entonces estaremos ya camino de la frontera.
—¿Qué frontera?
—¿Acaso no son buenas todas las fronteras?
—La del Sur y la del Este, sí.
Pero si cruzo la del Oeste me ahorcarán en el acto.
Gacel no respondió, inmerso como estaba en la tarea de sacar agua del pozo y dar de beber a los insaciables animales, pero cuando hubo concluido, reparó en la bolsa de lona.
—¿No llevas más que eso? —quiso saber.
—Es todo lo que tengo.
—No es mucho para quien ha sido presidente de un país —indicó hacia adentro—. Ve a la cocina y trae provisiones y todos los recipientes para llevar agua que consigas. —Agitó la cabeza—. El agua va a ser nuestro problema en este viaje.
—En el desierto el agua siempre es el problema. ¿O no?
—Sí, desde luego, pero adonde vamos, más que en ninguna otra parte.
—¿Y a dónde vamos, si puedo saberlo?
—Adonde nadie pueda seguirnos: A la "gran tierra vacía" de Tikdabra.
—¿Hacia dónde pueden haberse dirigido?
No obtuvo respuesta. El ministro del Interior Alí Madani, un hombre alto, fuerte, de pelo planchado y ojos diminutos que intentaba ocultar, junto con sus intenciones, tras unas gruesas gafas muy oscuras, recorrió uno por uno los rostros de los presentes, y al no encontrar eco a su pregunta, insistió:
—¡Vamos, señores! No he hecho un viaje de mil quinientos kilómetros para sentarme a mirarles. Se supone que ustedes son expertos en temas saharianos y en costumbres de los tuareg. Repito: ¿hacia dónde puede haberse dirigido?
—Hacia cualquier parte —replicó, convencido, un coronel de gesto adusto—. Salió hacia el Norte, pero fue para buscar una zona rocosa en la que se perdieran sus huellas. De ahí en adelante, todo el desierto es suyo.
—¿Pretende darme a entender —masculló el ministro en voz muy baja que trataba de acallar su indignación que un beduino, ¡un solo beduino!, puede penetrar en uno de nuestros fortines, degollar a catorce hombres, liberar al más peligroso enemigo del Estado, y desaparecer con él en un desierto que, por lo visto, "es suyo"? —Agitó la cabeza incrédulo—. Se suponía que el desierto era "nuestro", coronel. Que el país entero estaba bajo la jurisdicción del Ejército y las Fuerzas del Orden.
—El país se compone de un noventa por ciento de desierto, Excelencia —intervino el general, Comandante en Jefe de la Región, en tono también claramente molesto—. Pero, sin embargo, el diez por ciento restante, la Costa, acapara todas las riquezas y todos los esfuerzos. Tengo que controlar una región tan grande como media Europa con los desechos de un ejército y un mínimo de mantenimiento.
La proporción es, de menos de un hombre por cada mil kilómetros cuadrados, acuartelados en oasis y fortines desparramados aquí y allá sin lógica alguna. ¿De verdad cree, Excelencia, que de ese modo puede considerarse que el desierto nos pertenezca? Nuestra penetración e influencia son tan nulas, que ese targuí ni siquiera sabía aún, más de veinte años después, que constituimos una nación independiente. El es el "dueño" del desierto —recalcó con intención—. El único dueño que existe.
El ministro Madani pareció aceptar que tenía razón, o por lo menos prefirió no tener que responder directamente, y se volvió al teniente Razmán que permanecía respetuosamente en pie, en un rincón junto al sargento mayor, Malik-el-Haideri.
—Usted, teniente, que es, por lo visto, el que más tiempo ha tratado a ese targuí, ¿qué opina de él?
—Que es muy astuto, señor. De alguna manera se las arregla para hacer siempre aquello que no esperamos que haga.
—Descríbamelo.
—Es alto y delgado.
El ministro permaneció expectante, y como no continuaba, insistió:
—¿Y qué más?
—Nada más, Excelencia. Va siempre totalmente cubierto. Sólo se le ven los ojos, oscuros, y las manos, fuertes.
El ministro soltó un reniego:
—¡Por todos los diablos! —exclamó descargando un golpe con su lápiz sobre la mesa—. ¿Nos enfrentamos a un fantasma? Alto, delgado, ojos oscuros, manos fuertes. ¿Es eso todo lo que sabemos del hombre que tiene en jaque al Ejército, preocupa al Presidente, ha raptado al gobernador y se ha llevado a Abdul-el-Kebir?
¡Es cosa de locos!
—No, Excelencia —apuntó de nuevo el general—. No es cosa de locos. Las leyes, aquí, autorizan a los tuareg a ocultar el rostro según sus tradiciones. La descripción corresponde, por lo tanto, a un targuí.
Teniendo en cuenta que se calcula que existen unos trescientos mil, de los que algo más de la tercera parte habitan a este lado de nuestras fronteras, debemos aceptar que la descripción coincide con la de por lo menos, cincuenta mil hombres adultos.
El ministro no dijo nada. Se quitó las gafas, las dejó a un lado, y se frotó los ojos con gesto de profunda preocupación. En las últimas cuarenta y ocho horas apenas había dormido, y el largo viaje y el calor de El-Akab le habían extenuado. Pero se sentía incapaz de irse a descansar, porque le constaba que, de no recuperar de inmediato a Abdul-el-Kebir, sus días al frente del Ministerio estaban contados y pasaría a convertirse en un oscuro funcionario sin futuro.
Abdul-el-Kebir era una bomba de relojería que en menos de un mes haría saltar por los aires al Gobierno y al sistema si alcanzaba la frontera y llegaba a París donde los franceses le proporcionarían los medios que le negaron en un tiempo. Entre el dinero francés y su arrastre popular, no habría fuerza alguna capaz de oponérsele y aquellos que le habían traicionado tendrían el tiempo justo para hacer las maletas y emprender un largo éxodo, a la espera siempre de que les alcanzase la venganza donde quiera que se ocultasen.
Había que encontrar a Abdul-el-Kebir, y había que acabar con él de una vez por todas, porque se sentía incapaz de soportar de nuevo semejante angustia. Si el Presidente le hubiera hecho caso, fusilándolo cuando escapó la primera vez, nada de aquello habría ocurrido y, por lo tanto, se había hecho el firme propósito de liquidar el problema definitivamente, pesara a quien pesara.
—Hay que encontrarlos —dijo al fin—. Pidan lo que necesiten; hombres, aviones, tanques, ¡lo que sea!, pero encuéntrenlo. ¡Es una orden!
—¡Señor!
Alzó el rostro hacia el que había hablado:
—¿Sí, sargento?
—Señor —repitió con un hilo de voz el sargento Malik—, yo estoy convencido de que se han adentrado en "la tierra vacía" de Tikdabra —¿"La tierra vacía"? Tendrían que estar locos. ¿Qué le hace suponer eso?
—Vi las huellas que salían del Fortín de Gerifíes. Cuatro camellos muy cargados. Y en el Fortín no quedaba ningún recipiente capaz de contener agua. Si a ese targuí le interesaba huir rápidamente, no llevaría cuatro camellos, ni los llevaría tan cargados.
—Pero las huellas se dirigían al Norte. Y la "tierra vacía" queda hacia el Sur si no me equivoco.
—No se equivoca, señor. Pero ese targuí ya nos ha engañado muchas veces. Puede que no le importe perder un día dirigiéndose al Norte para ocultar sus huellas y volver luego a Tikdabra. Al otro lado está a salvo.
—Ningún ser humano ha cruzado jamás esa región —le hizo notar el coronel—. Se eligió como frontera por eso mismo. No necesita protección.
—Ningún ser humano sobreviviría sin agua en el centro de una salina durante cinco días, pero yo vi cómo ese targuí sobrevivió, mi coronel —replicó Malik—. Con todo respeto, quiero hacerle notar que no es un hombre común. Su capacidad de resistencia va más allá de lo imaginable.
—Pero no está solo. Y Abdul-el-Kebir es casi un anciano debilitado por la aventura de su última fuga y por esos años de encierro. ¿Realmente le imagina soportando treinta días de sed a más de sesenta grados de temperatura? Si son tan insensatos como para intentarlo, le garantizo que no tendremos que volver a preocuparnos de ellos.
El sargento mayor Malik-el-Haideri no se atrevió a contradecir una vez más a alguien cuyo rango estaba tan por encima del suyo, y fue el ministro el que tomó la palabra por él.
—Tal vez sea descabellado —aceptó—. Pero el sargento y el teniente están aquí porque son los únicos que han tenido trato con ese salvaje y su opinión importa especialmente. ¿Qué piensa de eso, teniente?