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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (21 page)

BOOK: Tuareg
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Sentado en la penumbra, apoyada la espalda en una de las monturas, Gacel extrajo de una bolsa de cuero un puñado de dátiles y comenzó a comer como si no hubiera pasado nada y no corrieran el menor peligro. Se le diría tranquilamente sentado en su cómoda "jaima".

—¿Realmente puedes quitarles el poder si logras cruzar la frontera? —inquirió, aunque resultaba claro que no tenía demasiado interés en la respuesta.

—Ellos lo creen así, aunque yo no estoy tan seguro. La mayoría de mi gente ha muerto o está encarcelada.

Otros me traicionaron. —Aceptó los dátiles que el targuí le ofrecía—. No será fácil —añadió—. Pero si lo logro, podrás pedirme lo que quieras. Todo te lo debo a ti.

Gacel negó despacio:

—No me deberás nada y aún seré yo el que esté en deuda por la muerte de tu amigo. Por mucho que haga y por años que pasen, nunca podré devolverle la vida que me confió.

Le miró largamente tratando de calar en el fondo de aquellos ojos oscuros y profundos, la única parte de su rostro que había alcanzado a ver hasta el momento.

—Me pregunto por qué unas vidas significan tanto para ti y otras tan poco. No podías hacer nada aquel día, pero se diría que su remuerdo te persigue y te atormenta. Sin embargo, el haber degollado a los soldados te deja por completo indiferente.

No obtuvo respuesta. El targuí se había limitado a encogerse de hombros y continuaba con su tarea de introducirse dátiles en la boca, bajo el velo.

—¿Eres mi amigo? —inquirió Abdul de improviso.

Le miró sorprendido:

—Sí. Supongo que sí.

—Los tuareg se despojan del velo ante sus familiares y sus amigos.

Pero tú aún no lo has hecho ante mí.

Gacel meditó unos instantes y luego, muy despacio, subió la mano y dejó caer el velo, permitiendo que estudiara a gusto su rostro delgado y firme, surcado de profundas arrugas. Sonrió:

—Es una cara como cualquier otra.

—Te imaginaba distinto.

—¿Distinto?

—Más viejo quizá. ¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. Nunca los he contado.

Mi madre murió siendo yo un niño, y ésas son cosas que únicamente preocupan a las mujeres. Ya no soy tan fuerte como antes, pero tampoco empiezo a estar cansado.

—No te imagino cansado. ¿Tienes familia?

—Mujer y cuatro hijos. Mi primera esposa murió.

—Yo tengo dos hijos. Y mi esposa también murió, aunque nunca me dijeron cuándo.

—¿Cuánto tiempo llevas preso?

—Catorce años.

Gacel guardó silencio, tratando de hacerse una idea de lo que representaban catorce años en la vida de una persona, pero le resultó imposible imaginar siquiera lo que significaba permanecer tanto tiempo encerrado.

—¿Siempre estuviste en el Fortín de Gerifíes?

—Estos años, sí. Pero ya antes había pasado ocho en las prisiones francesas. —Sonrió con amargura Cuando era joven y luchaba por la libertad.

—¿Y pese a todo, quieres volver a la lucha y a la posibilidad de que te traicionen nuevamente y nuevamente te encierren?

—Pertenezco a una clase de hombres que únicamente pueden estar en la cumbre o en el fondo.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la cumbre?

—¿En el poder? Tres años y medio.

—No compensa —replicó el targuí convencido, negando con la cabeza repetidamente—. Por bueno que sea el poder, no compensa veintidós años de cárcel por tres y medio de mandar.

No. Ni aunque fuera al contrario.

Para nosotros, los tuareg, la libertad es, siempre, lo más importante.

Tan importante, que no construimos casas de piedra, porque sentir los muros alrededor nos ahoga. Me gusta saber que puedo levantar cualquiera de las paredes de mi "jaima" y ver la inmensidad del desierto al otro lado. Y me gusta advertir cómo el viento atraviesa por entre las cañas de las "sheribas". —Hizo una pausa—. Alá no puede vernos cuando nos ocultamos bajo techos de piedra.

—El nos ve en todas partes. Aun en la más profunda de las mazmorras.

Calibra nuestros sufrimientos, y nos compensará si los soportamos por una causa justa. —Le miró a los ojos—. Y mi causa es justa —concluyó.

—¿Por qué?

Le observó desconcertado.

—¿Cómo que por qué?

—¿Por qué tu causa es más justa que la de ellos? Todos buscáis el poder. ¿O no?

—Existen muchos modos de ejercer el poder. Unos lo usan para su propio provecho. Otros, para ser útiles a los demás y conseguir un futuro mejor para su pueblo. Eso era lo que yo pretendía. Por ello no encontraron cargo alguno del que acusarme cuando me traicionaron y no se atrevieron a fusilarme.

—Alguna razón tendrían para traicionarte.

—No les permitía robar —sonrió—. Quise hacer un gobierno de hombres puros, sin darme cuenta de que ningún país cuenta con suficientes hombres puros como para formar un gobierno.

Ahora, todos tienen yates, palacios en la Riviera, y cuentas en Suiza pese a que cuando éramos jóvenes y luchábamos juntos, juramos combatir la corrupción con el mismo espíritu con que combatíamos a los franceses.

—Chasqueó la lengua como burlándose de sí mismo—. Era un juramento idiota. Podíamos luchar contra los franceses porque, por más que nos lo propusiéramos, jamás llegaríamos a ser franceses. Pero no resulta tan fácil luchar contra la corrupción, porque, a poco esfuerzo que hagamos, podemos convertirnos también en corrompidos.

—Le observó con fijeza—. ¿Entiendes de lo que te estoy hablando?

—Soy targuí, no estúpido. La diferencia entre nosotros estriba en que los tuareg se asoman a vuestro mundo, lo observan, lo comprenden, y se apartan. Vosotros, ni os acercáis a nuestro mundo, ni, mucho menos aún, lográis entenderlo. Por eso siempre seremos superiores.

Abdul-el-Kebir sonrió por primera vez en mucho tiempo, sinceramente divertido:

—¿En verdad que los tuareg continuáis considerándoos la raza elegida de los dioses?

Gacel señaló hacia fuera:

—¿Qué otra hubiera sobrevivido dos mil años en estos arenales? Si el agua se acaba, yo seguiré con vida cuando a ti te estén comiendo los gusanos. ¿No es ésa una demostración de que los dioses nos eligieron?

—Es posible. Y si así fuera, es hora de que solicitéis toda su ayuda, porque lo que no consiguió el desierto en dos mil años, lo conseguirán los hombres en veinte. Quieren destruiros; acabar con vosotros y eliminaros de la faz de la tierra, aunque no se sientan capaces de construir nada sobre vuestras tumbas.

Gacel cerró los ojos sin preocuparse gran cosa por la amenaza o la advertencia:

—Nadie podrá destruir nunca a los tuareg —sentenció—. Nadie, más que los tuareg mismos, y hace años que están en paz y no luchan entre sí. —Hizo una pausa y sin abrir los ojos, añadió—: Ahora será mejor que duermas. La noche será larga.

Y fue en verdad una larga y fatigosa noche. Desde que un sol rojo y tembloroso comenzó a sumergirse en la calima que flotaba sobre las crestas de las dunas, hasta que ese mismo sol, descansado y brillante, renació por su izquierda, iluminando idéntico paisaje de gigantescas mujeres desnudas.

Rezaron sus oraciones, de cara a La Meca, y estudiaron de nuevo el horizonte:

—¿Hasta cuándo?

—Mañana llegaremos a la llanura.

Entonces empezará lo malo.

—¿Cómo lo sabes?

El targuí no tenía respuesta. Era como predecir cuándo llegaría la tormenta de arena o cuándo el calor aumentaría hasta límites insoportables.

Era como presentir la manada de antílopes más allá de una duna o recorrer, sin perderse, una ruta ignorada.

—Lo sé —fue todo lo que dijo al fin—. Al amanecer alcanzaremos la llanura.

—Me alegrará hacerlo. Estoy harto de subir y bajar dunas y hundirme en la arena.

—No. No te alegrará —sentenció—. Aquí corre brisa. Mucha o poca, refresca y ayuda a respirar. Los ríos de arena se forman en los caminos del viento. Pero las "tierras vacías" son como hoyas muertas donde todo es quietud, y donde el aire, de tan caliente, se vuelve espeso. La sangre quiere hervir, y los pulmones y la cabeza estallan. Por eso, ningún animal ni ninguna planta viven allí. Y esa llanura —recalcó, señalando hacia delante con el dedo— jamás ha logrado atravesarla nadie.

Abdul-el-Kebir no respondió, impresionado, más que por las palabras, por el tono de voz del targuí. Había aprendido a conocerle y le había visto desenvolverse en cada uno de los momentos que llevaban juntos, sin que nada ni nadie pareciera asustarle, absolutamente seguro del terreno que pisaba y el hostil mundo en que se desenvolvía. Era un hombre sereno, hermético y distante que parecía mantenerse por encima de los problemas y los peligros que pudieran presentársele, pero que ahora, al hablar de la "tierra vacía" lo hacía con un respeto que no podían por menos de alarmarle.

Para cualquier ser humano, el "erg" que atravesaban hubiera significado el final de todos los caminos, el principio de todas las locuras, y la muerte sin esperanza alguna. Para el targuí no había constituido más que la etapa "cómoda", de un viaje que pronto comenzaría a tornarse verdaderamente difícil. A Abdul-el-Kebir le aterrorizaba imaginar siquiera lo que aquel hombre pudiera considerar "difícil".

Por su parte, Gacel libraba una lucha consigo mismo, preguntándose si no estaría sobrevalorando sus fuerzas al despreciar un consejo, ¿o quizá fuera una ley?, que durante generaciones se habían transmitido los de su pueblo verbalmente: "Huye de Tikdabra".

Rub-al-Jali, al sur de la península arábiga y Tikdabra, en el corazón del Sáhara, constituían las dos regiones más inhóspitas del planeta; aquellas que los cielos reservaron para enviar a los espíritus de los peores asesinos, infanticidas y violadores, y donde moraban las almas atormentadas de los que habían vuelto la espalda al enemigo durante las guerras santas.

Gacel Sayah había aprendido desde niño a no hacer caso de espíritus, fantasmas o apariciones, pero conocía otras "tierras vacías" menos famosas y menos terribles, que Tikdabra, y podía hacerse una clara idea, por tanto, de lo que les esperaba en los días venideros.

Observó a su acompañante. De hecho venía estudiándolo desde el primer instante; desde que descubrió un relámpago de espanto en sus ojos cuando le confesó que había matado a sus guardianes. Si había soportado tantos años de cautiverio y no se había dado por vencido, decidido a reanudar la lucha, era, sin duda, un hombre de coraje, con un temple fuera de lo común.

Pero el temple para la lucha —Gacel lo sabía bien— no tenía nada que ver con el temple necesario para enfrentarse al desierto. Con el desierto no se luchaba, porque al desierto jamás se le vencía. Al desierto había que resistírsele, mintiendo y engañando, para concluir por escamotearle la propia vida cuando ya creía tenerla en las manos. En la "tierra vacía" no había que ser héroe de carne, sino piedra sin sangre, porque las piedras eran las únicas que lograban pasar a formar parte del paisaje.

Y Gacel abrigaba el temor de que Abdul-el-Kebir, al igual que cualquier otro ser humano que no hubiera nacido "imohag" y no se hubiese criado entre las arenas y las rocas, careciera de la más mínima capacidad de convertirse en piedra.

Lo observó nuevamente. Era sin duda un hombre que no temía a los hombres, pero al que aplastaba la soledad y el silencio de aquella naturaleza callada y dulcemente agresiva, donde todo eran suaves curvas y colores tranquilos; donde no acechaba la fiera, ni se escondía el alacrán o la serpiente; donde ni siquiera un mosquito sediento acudía a amenazar en los atardeceres, pero que hedía a muerte aunque no oliese a nada, pues en el aséptico mar de dunas, hasta los olores se habían esfumado hacía mil años.

Ya había comenzado a dar las primeras muestras de ansiedad desfalleciendo ante la dilatada inmensidad del mar de arena, cuando los problemas aún no habían hecho siquiera acto de presencia. Ya su pulso latía con fuerza cuando coronaban las más altas dunas, las viejas "ghourds" rojizas y duras como basalto, y no distinguía al otro lado sino una repetición exacta del paisaje que habían dejado atrás una y mil veces, y ya renegaba cuando los camellos tiraban al suelo su carga nuevamente, o se dejaban caer amenazando con no volver a levantarse nunca.

Y era sólo el principio.

Montaron la tienda y dos aviones volvieron al mediar la mañana.

Gacel agradeció su presencia y el que sobrevolaran sus cabezas con insistencia sin llegar a descubrirles, porque comprendió que esos aviones constituían el acicate que Abdul necesitaba, la evidencia del peligro presente; de la vuelta al encierro; de la otra muerte, más sucia y denigrante, que sin duda le aguardaba si caía en manos de sus perseguidores.

Y los dos sabían que, en caso de desaparecer para siempre en la "tierra vacía" de Tikdabra, entrarían directamente en el mundo de la leyenda; del mismo modo que entró en su día "La Gran Caravana", y al igual que entraban los héroes que jamás se rendían. Pasarían cien años antes de que el pueblo que le amaba perdiera la esperanza de que algún día el mítico Abdul-el-Kebir regresara del desierto, y sus enemigos se enfrentarían a ese fantasma porque jamás podrían tener una constancia, física y palpable, de su muerte.

Los aviones rompían el terrible silencio, e incluso se diría que en el aire dejaban un olor a bencina que avivaba recuerdos.

Cuando se hubieron alejado, salieron a observarlos, girando como buitres en busca de su presa.

—Sospechan, hacia dónde nos dirigimos. ¿No sería mejor regresar e intentar escapar por otro lado?

El targuí negó lentamente.

—El que lo sospechen, no quiere decir que nos encuentren. Y aunque nos encontraran, tendrían que venir a buscarnos. Y eso nadie lo hará. El desierto es ahora nuestro único enemigo, pero es, también, nuestro aliado.

Piensa en ello y olvídate del resto.

Pero, aunque lo intentara, Abdul-el-Kebir no podía olvidar el resto.

En realidad, no quería olvidarlo, porque también él se había dado cuenta de que, por primera vez en su vida, algo le aterrorizaba realmente.

32

Eran otras las luces, pero no otras las sombras, pues no existía objeto alguno capaz de proyectar la menor sombra sobre la blanca planicie ilimitada.

Las últimas dunas morían mansamente, como lenguas sedientas o como largas olas de un mar sin fuerza sobre una playa sin fondo, caprichosa frontera que la Naturaleza se había impuesto sin razón aparente; sin explicar a nadie por qué acababa allí la arena, o por qué comenzaba la llanura.

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