«¡Menuda utopía! —había comentado Nicole—. ¡Mansiones a tres millones! Un campo de golf. Colegios privados.» .
Lylie no había respondido nada. Marc se imaginaba que le habría gustado debatir sobre el concepto de la ciudad, el urbanismo, los espacios verdes, los desafíos arquitectónicos, el
soft management
de los desplazamientos por el municipio. Pero Lylie se había quedado callada, como siempre. Había sonreído cogiendo un trapo para ayudar a Nicole. Se había conformado con volver a hablar de ello con Marc, por la noche, brevemente. Todos sabían que los Carville vivían en Coupvray, uno de los bonitos pueblecitos vecinos al Val-de-Marne, cuya muy francesa tradición se había integrado muy bien en el proyecto americano de Vald’Europe, haciendo que se disparasen todavía más los precios del sector inmobiliario. Tradición y modernidad.
Marc seguía andando. El barrio había sido ideado para los peatones, nada que objetar en ese aspecto. Coupvray estaba apenas a dos kilómetros. Llegó a la plaza Toscane. Sonrió ante la visión de la fuente esculpida, de las terrazas y de los cafés de color tierra de Siena. Nunca había estado en Italia, pero era así totalmente como se imaginaba una plaza florentina o romana ideal, incluso en pleno invierno. Por poco se habría esperado ver a la Dama y al Vagabundo dedicados a la degustación de espaguetis en una mesa. Siguió avanzando a buen paso. Aunque la ciudad había sido pensada para los peatones, eran más bien escasos. Marc cruzaba ahora el barrio del golf. La moda allí eran las casas de campo inglesas. Miradores, maderas verdes y púrpuras, hierros forjados. Marc tenía la impresión de haber cruzado una Europa de tarjeta postal en menos de dos kilómetros.
Pequeñas mansiones más clásicas, aunque señoriales, le indicaron que se acercaba a Coupvray. Observó una serie de carteles más familiares: ayuntamiento, colegio, sala de fiestas, biblioteca, museo de la casa natal de Louis Braille. Jennifer le había proporcionado la dirección de los Carville, camino de Chauds-Soleils, un camino sin salida en el límite del municipio, en medio del bosque de Coupvray. Coupvray había crecido en un meandro del Marne, rodeada de bosques protegidos. El canal de Meaux a Chalifert formaba una especie de frontera para el municipio, trazando una línea recta para acortar el curso del Marne. Añadía un toque pintoresco suplementario a ese rincón de paraíso bucólico, a pocos kilómetros de la capital. Tres pescadores estaban sentados en el murete de piedra que se hallaba suspendido sobre el canal.
Esclusa de Lesches
, leyó Marc en un cartel marrón. No resistió mucho más tiempo. El lugar le pareció ideal para hacer una pausa, sentarse, sacar del bolsillo de su vaquero las cinco hojas arrancadas del cuaderno de Grand-Duc.
Marc no había tenido ánimos para leerlas en el cercanías ruidoso, en contacto con desconocidos que miraran de reojo por encima de su hombro.
No esa parte de la historia. La suya.
Había retrasado el momento. Comprobó su teléfono. Ningún mensaje de su abuela. Ningún mensaje de Lylie.
Ya no había excusas. Desdobló las cinco hojas.
Diario de Crédule Grand-Duc
Ese domingo, el 7 de noviembre de 1982, había pasado el fin de semana en Antalya, en el Mediterráneo, la Riviera turca, trescientos días de sol al año, en casa de un alto funcionario del Ministerio del Interior turco que me recibía en su segunda vivienda; después de semanas persiguiéndole, quería comprobar aún si nadie había visto nada en el aeropuerto Atatürk de Estambul, el 22 de diciembre. Nunca se sabe, una cámara de vigilancia, un incidente cualquiera; el aeropuerto estaba repleto de militares, en ese momento, uno de ellos había podido percatarse de algo, trataba de pasar un breve cuestionario en los cuarteles, y, por supuesto, me tomaban por un loco. Dándose por vencido, el alto funcionario en cuestión había acabado invitándome un fin de semana en que recibía en su casa a la flor y nata de la seguridad nacional turca. Por una vez Nazim no estaba allí; Ayla había insistido en que volviese, se había puesto enferma, creo recordar. No me venía bien, al contrario, me las había visto negras todo el fin de semana sin intérprete para explicar lo que quería, especialmente cuando los demás estaban allí para darse la gran vida al sol con sus mujeres. en absoluto convencidos del carácter prioritario de mis peticiones. Yo tampoco, por otra parte. Cada vez menos.
Me enteré del accidente de Tréport tres días más tarde, en el hotel Askoc. Fue Nazim quien me avisó. Desde entonces he hablado mucho con Nicole Vitral. Me ha explicado todos los detalles. Ese fin de semana de noviembre de 1982, como todos los años, las tres ciudades hermanas normandas y picardas, Le Tréport, Eu y Mers-les-Bains, organizaban su fiesta del mar, una especie de carnaval de Dunkerque pero en más tímido, versión normanda. Mejillones con patatas a voluntad, paseos en barco, desfiles en la calle. Un mundo loco sacado de no sé dónde. Pierre y Nicole Vitral participaban en la fiesta de Tréport todos los años, al igual que trataban de seguir todos los demás acontecimientos de los puertos de la Mancha, de Dunkerque, en el Havre. Aparte del verano, era sobre todo gracias a esos fines de semana festivos como llegaban a fin de mes. Les confiaban a Marc y a Émilie a los vecinos y se iban por una noche con la Citroën H naranja y roja. Aparcaban la camioneta en los sitios estratégicos, lo más cerca posible del mar, abrían el mostrador, la lona cortavientos tan necesaria, y comenzaban menos de una hora después a servir patatas fritas, creps, gofres y otros lujos. Por lo general, trabajaban hasta bien entrada la noche. A pesar del clima, las fiestas en el norte terminaban a menudo al alba. Para no perder tiempo y dinero, Pierre y Nicole cerraban entonces la camioneta, echaban un colchón entre el horno de gas y las neveras, había el sitio justo, y dormían allí unas horas antes de retomar el trabajo el domingo. Era algo espartano, pero en un fin de semana ganaban más que en diez días normales.
El domingo 7 de noviembre de 1982, Pierre y Nicole Vitral cerraron la camioneta hacia las tres de la madrugada. No la reabrieron nunca. Fue un tipo que paseaba a su perro por el malecón de Tréport quien dio la voz de alerta. El gas se olía incluso fuera de la camioneta, a pesar de los rociones. En fin, se olía el mercaptano más bien, el producto a base de azufre que se añade al butano, puesto que esa porquería del gas natural es inodora e incolora. Los bomberos rompieron la puerta de la camioneta por la parte trasera de un hachazo y descubrieron dos cuerpos inanimados. El butano se había escapado desde hacía cinco horas al menos, en un espacio confinado de nueve metros cuadrados. Pierre Vitral ya no respiraba. Los bomberos ni siquiera intentaron reanimarlo, sabían reconocer los síntomas de la muerte. Nicole Vitral vivía todavía. Fue llevada de urgencia a Abbeville. Los médicos no anunciaron que se había salvado definitivamente hasta quince horas más tarde, aunque quedaría con los pulmones debilitados por el resto de sus días.
La investigación no se prolongó. Uno de los tubos de gas de los cuatro hornos estaba perforado. El accidente era tan estúpido como previsible. Las aseguradoras fueron fieles a su reputación de profunda humanidad: dormir en la camioneta, atrapados entre las bombonas de butano y los hornos todavía calientes, era, según ellos, una pura locura; la instalación era vetusta, autorizada por los servicios sanitarios, claro, pero los expertos sacaron otros defectos. En resumen, a las aseguradoras no les costó encontrar todas las excusas posibles para no reembolsarle nada a Nicole Vitral.
No le quedaba más que la camioneta. Un tubo de plástico y una puerta trasera que cambiar. Y dos chiquillos que criar.
Eso fue tal vez lo que me acercó a los Vitral. La piedad. Sí, se puede llamar así. La piedad. No hay vergüenza alguna en ello.
La piedad. Y la sospecha también.
Cuando Nazim me llamó para contarme lo que había pasado en Tréport, mi primera reacción fue no creer en la tesis del accidente. De acuerdo, el destino es como los niños en el patio del colegio, se ceba con los más débiles. Pero ¡hay límites! En las semanas que siguieron, me encontré con los abogados de los Carville; algunos, no muy orgullosos, cantaron. Antes de su segundo infarto, Léonce de Carville había hecho trabajar a sus abogados sobre una cuestión puramente técnica: Y si los esposos Vitral llegaran a desaparecer, ¿qué pasaría? ¿La pequeña Lylie seguiría siendo una Vitral a la que se colocaría en una residencia o sería posible un recurso? En ese nuevo contexto, ¿cuáles eran las probabilidades de que la pequeña fuese confiada a los Carville?
La cuestión era tan morbosa como peliaguda. Los abogados no estaban de acuerdo entre ellos, pero la idea general era que si los Vitral llegaran a desaparecer, y si la pequeña Lylie tenía menos de dos años, un nuevo juicio era posible. «Simple hipótesis técnica», precisaban, pero se podrían aprovechar a la vez de la duda concerniente a la identidad y del interés superior del niño. Puestos a buscar una familia de acogida para la joven huérfana, ¡tanto daba devolvérsela a los Carville!
Les desvelo esto en bruto. Pueden hacer con ello lo que quieran.
Si Mathilde de Carville estaba lo bastante loca como para contratar a un detective privado durante dieciocho años, su marido, menos paciente, bien podía haber tenido la idea, por su parte, de contratar a un asesino. Perforar un tubo de gas en una camioneta que no cierra más que a medias debía de estar al alcance de cualquier tipo sin escrúpulos. Nunca he creído que Mathilde de Carville hubiese podido estar al corriente, todavía menos haber tramado una tentativa semejante. No haría nunca nada que su religión le hubiese prohibido. Léonce de Carville, por el contrario, era completamente capaz de ello. El segundo ataque al corazón acabó con él, veinte días más tarde. Se podría ver en ello una relación de causa-efecto. Nicole Vitral había sobrevivido. Tal vez tenía sobre la conciencia la muerte de Pierre Vitral. Para nada. Lyse-Rose estaba definitivamente muerta…
Ya está, ya saben tanto como yo. El vegetal en el que se ha convertido Léonce de Carville guardará para siempre su secreto.
¿Debe tener el beneficio de la duda?
¡Menuda pregunta!
2 de octubre de 1998, 12.40
.
Marc miró cómo el frágil sol de otoño se dejaba rodear por nubes en bandas bien organizadas.
La duda…
No tenía más que cuatro años en el momento del accidente, Marc no se acordaba de casi nada, aparte de la infinita tristeza de las personas mayores de su entorno; y él, que no tenía más que un único objetivo, un único instinto: proteger a Lylie, apretarle muy fuerte la mano, no separarse de ella, no dejarla sola.
Su abuela nunca le había dado muchos detalles. Lo comprendía. No se vuelve a hablar de esas cosas. El informe de Grand-Duc era mucho más claro que todos los retazos de información que hubiese podido sacar con el paso de los años.
Marc observó a los tres pescadores enfrente de él, más bien jóvenes, inmóviles, casi dormidos. ¿Qué interés podían encontrar en esperar horas a un pez que no picaba nunca? Tal vez simplemente aguardaban el fin del mundo en ese rincón del paraíso.
La duda…
¿Ese rincón del paraíso donde residía el diablo?
Marc trataba de ahondar en lo más profundo de su memoria. Sin percibir muy bien por qué, el relato de Grand-Duc había desencadenado en él una especie de alerta. Un detalle inquietante, una anomalía…
¡Algo no cuadraba!
Marc intentó concentrarse más, pero estaba cada vez más persuadido de que ese detalle estaba inscrito en su memoria mecánica, algo que se había aprendido de memoria, que conocía, pero que no le volvería más que si tenía el extremo de un hilo, un punto de partida, una palabra.
Buscó más, sin éxito. Estaba seguro de que ese detalle estaba tranquilamente guardado, en su habitación, entre sus cosas, en la calle Pocholle, en Pollet, en Dieppe. Sabía que rebuscando lo encontraría…
¿Era urgente? ¿Qué relación tenía con el resto? El gran viaje sin retorno de Lylie.
Dieppe no estaba más que a dos horas de tren. También era necesario que hablase con Nicole.
Con su mano febril, volvió la hoja desgarrada y leyó la primera página.
Diario de Crédule Grand-Duc
Un mes después del drama de Tréport, Nicole Vitral servía de nuevo a los clientes en su puesto ambulante. No tenía elección. Muchos encontraron curioso, morboso incluso, que siguiese trabajando en ese ataúd sobre ruedas, en esa trampa de chapa y gas que se había llevado a su marido, dormido definitivamente en ese suelo que seguía pisando durante toda la jornada.
Nicole respondía con una sonrisa: «Bien que se sigue viviendo en las casas en las que nuestros allegados han fallecido. Se sigue durmiendo en las mismas camas, se come en los platos en los que comían, en los vasos en los que bebían. los objetos no son responsables. La camioneta no lo es más que cualquier otro.» .
Comprendí años más tarde que en lo más profundo de ella a Nicole le gustaba ese trabajo, servir a los clientes en la Citroën H, en el paseo marítimo de Dieppe, como lo había hecho durante años con Pierre, aunque el humo de la fritura y la mezcla de olores en el espacio confinado le desgarrasen todavía los pulmones, haciéndola toser sin parar. Pierre se había dormido en la camioneta, en realidad nunca había salido de ella, y Nicole, desde entonces sola, lo estaba menos en su tienda ambulante que en cualquier otra parte. Exceptuando el cementerio de Janval, tal vez.
Me acerqué a Nicole, a sus nietos, más o menos en aquel momento, hacia mitad del año 1983. Me encontré con ella por primera vez en abril, una mañana, Marc estaba en el colegio y Lylie dormía.
Nicole me cerró el paso en su puerta. Empecé con timidez: .
—Crédule Grand-Duc. Detective privado, estoy. estoy investigando sobre…
—Sé quién es usted, señor Grand-Duc, lleva meses hurgando en el barrio. Por aquí, las noticias vuelan, ¿sabe?
—Esto. Bueno. Al menos, vamos a ganar tiempo. Mathilde de Carville me ha contratado para empezar desde cero toda la investigación, todo el caso del accidente del monte Terrible…
—Espero que al menos le pague bien por ello…
—No me puedo quejar, el sueldo es más bien respetable…
—¿Cuánto?
Los ojos de Nicole Vitral temblaban. Jugaba al gato y al ratón conmigo. ¿Para qué mentir?
—Cien mil francos. Al año.
—Habría podido conseguir más, mucho más…
Nicole Vitral llevaba un jersey bastante fino, gris azulado, muy escotado. El cuello de pico bajaba en su pecho. Me sentía tremendamente turbado. Continuó, sin moverse ni un ápice: .
—¿Y qué es lo que espera de mí?
—Poder acercarme a Lylie, observarla, hablar con ella. Verla crecer…
—Nada más que eso…
Notaba que las negociaciones serían largas. Ya no sabía dónde poner los ojos, en el brillo de los suyos o en su pecho. Nicole Vitral tiró instintivamente de su jersey hacia arriba.
—Ya ve, no tengo nada que ocultar. Al contrario de lo que debe de pensar, a mí también me interesa conocer la verdad. ¿Ha encontrado algo?
Dudaba. ¿Estaba retomando la delantera? No por mucho tiempo, el jersey ya volvía a caer.
—He seguido muchas pistas, callejones sin salida en su mayoría, pero también he descubierto algunos detalles inquietantes…
Nicole Vitral pareció dudar. Sus ojos abarcaron la calle Pocholle.
—¿Mathilde de Carville le ha hecho firmar una especie de cláusula de confidencialidad? ¿De resultados en exclusiva?
—Nada de eso. Me paga sólo por descubrir una prueba.
—¿Una prueba? Nada más que eso. No tengo medios para pagarle. pero Mathilde de Carville sabe ser generosa por dos.
Sonrió y volvió a subirse el jersey.
—¿Un toma y daca? Entre a tomar un café, va a contarme todo eso mientras esperamos a que Lylie se despierte.
Nicole Vitral había confiado en mí. ¡Vaya a usted a saber por qué!
No ignoraba que jugaba a un juego peligroso: si alguna vez descubría algo, mi posición entre las dos viudas, o casi, no sería fácil de mantener, aunque lograse permanecer neutral. ¡Y ése era cada vez menos el caso! Entre la sencillez de la familia Vitral y el desdén de los Carville, no había color. Léonce de Carville tenía agua en vez de músculos, Malvina vapor en vez de cerebro y Mathilde un témpano en vez de corazón. Era su asalariado, su perro fiel, pero, sin lugar a dudas, mi simpatía estaba con los Vitral.
Marc y Lylie eran unos chiquillos adorables. Había cogido la costumbre de ir a verlos bastante a menudo, al menos en cada cumpleaños de Lylie. A veces iba a Dieppe con Nazim. Les daba miedo con su gran bigote. Nicole me fascinaba por su energía, su humor, su empeño por criar ella misma a Marc y a Lylie. Se había resistido, no había tocado ni un céntimo de los ahorros de Lylie en su cuenta bancaria, la fortuna ingresada por Mathilde de Carville.
Nicole era decidida y fiel. Un encanto de mujer, increíble. Los meses, los años pasaron así.
Yo también era fiel a mi peregrinación. Es el momento de hablar de ello. Es importante, no se imaginan todavía hasta qué punto. Todos los años, cerca del 22 de diciembre, volvía al monte Terrible. Dormía en una casa rural cercana, en Clairbief, a orillas del Doubs, y pasaba un tiempo allá arriba, en el mismo lugar del accidente. Me quedaba cada año al menos unas horas, para caminar, pensar, releer notas que había tomado.
Como si el lugar fuese a acabar por desvelarme su secreto…
Iba allí siempre solo, sin Nazim.
Conocía ya cada camino, cada piedra, cada abeto. Sentía que era necesario que domase ese rincón de montaña salvaje, que era imprescindible que me tomase tiempo para escucharla, más allá del trauma. Como con los Vitral, al fin y al cabo.
Sin duda no van a creerme. ¡Pero eso funciona! La montaña confió en mí. Tres años después, exactamente. Tres peregrinaciones más tarde, en diciembre de 1986. Me desveló su secreto, de lejos lo más inquietante en dieciocho años de investigación.
Ese 22 de diciembre de 1986, una tormenta tan violenta como repentina me había sorprendido, al final de la tarde, en lo más alto del monte. Para volver a bajar, me habrían hecho falta al menos dos horas bajo la lluvia y los relámpagos. Traté de encontrar un refugio, lo que fuera, al azar. Los árboles replantados en el lugar del accidente eran incapaces de protegerme.
Caminé a ciegas durante uno o dos kilómetros. Hasta darme de narices con el más increíble de los descubrimientos. Estaba empapado. Primero creí encontrarme en un mal sueño, una especie de alucinación. Continuaba avanzando en el barro, con la imagen cada vez más nítida, muy real, delante de mí.
La lluvia recia ya no importaba. Mi corazón latía con fuerza. Avancé azorado hasta la…