Un espia perfecto (68 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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Era la misma noche, más temprano.

La casa formaba parte de una hilera de viviendas individuales y la fachada trasera daba a un terraplén ferroviario, tal como Tom la había descrito. Una vez más, Brotherhood hizo un reconocimiento antes de acercarse. La calle era tan recta como la línea férrea, y aparentemente igual de larga. Nada, salvo la puesta de sol otoñal perturbaba el firmamento. Había la calle, había el terraplén con sus postes de telégrafos y su agua estancada, y había el cielo inmenso de la infancia andrajosa de Brotherhood, un cielo siempre poblado por la nube blanca que dejaban los trenes de vapor fluctuante en su traqueteo por los pantanos hacia Norwich. Todas las casas eran del mismo diseño y, cuando las examinó, su simetría le pareció hermosa, sin que entendiese el porqué. Aquél era el orden de la vida, pensó. «Esta hilera de pequeños ataúdes ingleses es lo que creí que estaba preservando.» Hombres blancos decentes en filas ordenadas. La número 75 había sustituido la cancela de madera por otra de hierro forjado, con «Eldorado» inscrito en escritura curva. La número 77 presentaba un camino de cemento con conchas incrustadas. La 88 tenía una fachada de madera rústica de teca. Y la número 79, hacia la cual avanzaba Brotherhood ahora, resplandecía con una bandera inglesa que ondeaba en una hermosa asta blanca, plantada justo dentro de su territorio. En el pequeño sendero de grava se hundían las marcas de neumáticos de un vehículo pesado. Había un altavoz eléctrico empotrado junto al timbre abrillantado de la puerta. Brotherhood lo pulsó y esperó. Le contestó un chisporroteo de interferencias acústicas, seguido de una voz resollante de hombre.

–¿Quién puñetas llama?

–¿Es usted el señor Lemon? -dijo Brotherhood por el micrófono.

–¿Y qué si soy? -dijo la voz.

–Me llamo Marlow. Quisiera saber si podría tener unas palabras con usted sobre un asunto privado.

–Voy a decirle una sola, y la va a entender. Lárguese.

En la ventana salediza, la cortina de tul se abrió lo suficiente para que Brotherhood vislumbrase una carita tostada y reluciente, muy arrugada, que le observaba desde la oscuridad.

–Se lo diré de otro modo -dijo Brotherhood, en voz más baja, hablando todavía por el micrófono-. Soy un amigo de Magnus Pym.

Un nuevo chisporroteo mientras la voz del otro lado parecía recobrar fuerzas.

–¿Por qué demonios no lo ha dicho antes? Entre a tomar un trago.

Syd Lemon era por entonces un viejecillo minúsculo y rechoncho, vestido totalmente de marrón, como un conejo. Una raya en el centro del cráneo partía su pelo castaño, sin una mota de gris. Su corbata marrón lucía cabezas de caballo que miraban con recelo a su corazón. Llevaba un pulcro chaleco de punto marrón y pantalones planchados del mismo color, y las punteras de sus zapatos brillaban como castaños de Indias. Sepultados entre un laberinto de arrugas tostadas por el sol, dos luminosos ojos animales despedían un fulgor alegre, aunque la respiración fluía con esfuerzo. Llevaba un bastón de endrino con contera de goma, y al caminar cimbreaba sus menudas caderas como si llevara falda.

–La próxima vez que toque a ese timbre, diga simplemente que es usted inglés -le aconsejó mientras le precedía por un recibidor inmaculado y mínimo. Brotherhood vio en las paredes fotografías de carreras de caballos y a un Syd Lemon más joven con la indumentaria de Ascot.

–A continuación explique claramente lo que quiere y yo vuelvo a mandarle a tomar por el saco -concluyó, con un acceso de risa, y giró torpemente sobre su bastón para guiñar un ojo a Brotherhood e indicarle que era sólo una broma.

–¿Cómo está ese bribón? -preguntó Syd.

–En excelente forma, gracias -respondió Brotherhood.

Sin previo aviso, Syd se sentó bruscamente en una silla de respaldo alto y luego, con ayuda del bastón, se inclinó cautelosamente hacia delante, como una viuda diminuta, hasta encontrar el ángulo que le reportaba menos malestar. Brotherhood vio sombras oscuras debajo de sus ojos y una película de sudor en su frente.

–Tendrá que hacer de anfitrión hoy, señor. Yo no estoy en condiciones -dijo-. Está en el rincón. Levante la tapa. Tomaré una gota de
scotch
por mi salud y usted sírvase cuanto guste.

Una gruesa alfombra marrón corría hasta la pared. Un cuadro chillón de una escena suiza colgaba sobre los azulejos de la repisa de la chimenea, a uno de cuyos lados se encontraba un elegante mueble bar de nogal crudo. Cuando Brotherhood levantó la tapa, una caja de música empezó a reproducir una canción, que era lo que Syd había estado esperando.

–La conoce, ¿verdad? -dijo Syd-. Escúchela. Baje la tapa. Así. Ahora levántela. Ya empieza.

–Es
Debajo de los arcos
-dijo Brotherhood, con una sonrisa.

–Pues claro. Me la regaló su padre. «Syd -me dice-. No puedo comprarte un reloj de oro ahora mismo, y me temo que hay un problema temporal de liquidez respecto a tu pensión. Pero hay un mueble de mi propiedad que nos ha amenizado la vida a lo largo de los años y que vale unos cuantos chelines, y me gustaría que lo tengas tú como un pequeño recuerdo.» Así que fuimos corriendo con la furgoneta, Meg y yo, antes de que los artistas de la recuperación nos lo birlaran. Hace cinco años de esto. Él había comprado seis en
Harrods
para obsequiar a sus contactos. Sólo quedaba éste. Nunca me pidió que se lo devolviera, ni una sola vez. «Todavía funciona, ¿eh, Syd? -me decía-. Muchas canciones bonitas tocadas con un violín viejo. Todavía puedo sorprenderles.» Y podía. Ni el ojo de las cerraduras estaba a salvo cuando él andaba cerca. Hasta el mismo final. No pude ir al funeral. Estaba indispuesto. ¿Cómo fue?

–Me han dicho que precioso -dijo Brotherhood.

–No me extraña. Había dejado huella. No estaban enterrando a un don nadie, ¿sabe? Aquel hombre había estrechado la mano de algunos de los mandamases del país. Al duque de Edimburgo le llamaba «Philip». ¿Escribieron sobre él cuando murió? Miré unos cuantos periódicos pero no vi gran cosa. Luego pensé que probablemente lo estarían reservando para los dominicales. Claro que nunca se sabe con Fleet Street. Me hubiera dejado caer por allí si llego a estar bien y les hubiera ofrecido un puñado de chelines para asegurarme. Es usted pasma, ¿señor?

Brotherhood se rió.

–Tiene pinta de poli. Yo cumplí tiempo por él, ¿sabe? Muchos de nosotros, en realidad. «Lemon», me dice. Siempre me llamaba por el apellido cuando quería realmente algo, nunca supe por qué. «Lemon, van a pescarme por mi firma en esos documentos. Pero si yo negase que la firma es mía y tú dijeses que la falsificaste, nadie se enteraría, ¿no crees?» «Bueno», le dije.
Yo
sí. Me caería algún tiempo -le dije-. Si encerrado un tiempo todavía no me entero, no me voy a enterar hasta que tenga más años que Matusalén. Pero aun así lo hice, fíjese. No sé por qué. Me dijo que me daría cincuenta de los grandes cuando me soltaran. Yo sabía que no. Supongo que a eso se le puede llamar amistad. Un mueble bar como ése no te salva la vida en estos tiempos. A su salud. Ojo al parche.

–Salud -dijo Brotherhood, y bebió mientras Syd le miraba con aprobación.

–¿Qué es usted, entonces, si no es pasma? ¿Es uno de esos amigos blandengues de Exteriores? No parece blando. Parece más un boxeador, si es que no es pasma. Yo no lo he hecho nunca, boxear, ¿y usted? Teníamos cada vez asientos en primera fila. Allí estuvimos la noche en que Joe Baksi le dio una buena tunda al pobre Bruce Woodcock. Tuvimos que darnos un baño después, para quitarnos la sangre. Luego fuimos al club «Albany» y allí estaba Joe en el mostrador, sin una marca en la cara y con un par de beldades al lado, y Rickie le dice: «¿Por qué no le has tumbado, Joe? ¿Por qué lo has alargado tanto, asalto tras asalto?» Tenía una facilidad de palabra increíble. «Rickie -le contesta Joe-. No he podido. No tengo corazón para eso, y punto. Cada vez que le doy, él suelta:
oooh… oooh…
No he podido empalmarle el remate, eso es todo.»

Mientras seguía escuchando, Brotherhood dejó que su mirada ociosa recayera sobre la huella de un mueble ausente en un rincón del cuarto. Era de forma cuadrada, quizá de sesenta centímetros de alto por otros sesenta de ancho, y había traspasado el pelo de la alfombra hasta el refuerzo de lona de debajo.

–¿Estuvo Magnus esa noche también? -preguntó jovialmente, orientando de nuevo, con delicadeza, la conversación hacia el propósito de su visita.

–Era demasiado joven, señor -contestó Syd, resueltamente-. Demasiado crío. Rickie le hubiera llevado, pero Meg dijo que no. «Déjale conmigo -dijo-. Vosotros podéis salir a divertiros. Pero Titch se queda aquí conmigo, y nos iremos al cine y vamos a pasarlo bien.» Bueno, más valía no discutir con Meg cuando decía algo así. No lo hacías dos veces. Yo estaría hoy arruinado sin ella. Le hubiera dado a Rick hasta el último penique. Pero Meg ahorraba. Conocía a Syd. Conocía a Rick también… un poco demasiado bien, pensaba yo a veces. Pero no se le puede reprochar. Él estaba chalado, ¿sabe? Todos lo estábamos, pero el padre de Titch estaba muy chalado. Me costó mucho tiempo darme cuenta. Aunque, si volviera, supongo que haríamos lo mismo. -Se rió, a pesar de que su reír le producía dolor-. Haríamos lo mismo y más, seguro que sí. ¿Así que Titch está en apuros?

–¿Por qué iba a estar en apuros? -preguntó Brotherhood, apartando la mirada del rincón.

–Dígamelo usted. Usted es el pasma, no yo. Con una jeta así podría dirigir una cárcel. No debería estar hablando con usted. Lo huelo. Yo entraba en la oficina un día. Audley Street. Mount Street. Chester Street. Old Burlington. Conduit. Park Lane. Siempre las calles mejores. Todo en orden. Todo limpio y bonito. La recepcionista allí, sentada ante su mesa como la Mona Lisa. «Buenos días, señor Lemon.» «Buenos días, preciosa.» Pero lo sabía. Lo veía en su cara. Notaba el silencio. Hola, me decía. La pasma. Han estado charlando con Rickie. Ahueca el ala, Syd, sal pitando por la puerta de atrás. No me equivocaba nunca. Ni una sola vez. Aunque fueron doce meses cuando me engancharon, siempre me olfateaba antes el jaleo.

–¿Cuándo le vio por última vez?

–Hace un par de años. Quizá más. Se distanció después de la muerte de Meg, no sé por qué. Yo habría creído que vendría pero a él no le gustaba eso. No le gustaba ver morir a la gente, supongo. No le gustaba la gente pobre o sin esperanza. Una vez se presentó candidato al parlamento. Lo habría logrado si hubiésemos empezado una semana antes. Era igual que sus caballos. Siempre lo dejaban para última hora, en la llegada. Llamaba por teléfono, eso sí. Le encantaba el teléfono, siempre le encantó. No era feliz si no estaba sonando.

–Me refería a Magnus -dijo Brotherhood, pacientemente-, Titch.

–Pensé que quizá se refería a él -dijo Syd. Empezó a toser. Tenía su whisky delante, encima de la mesa, pero aunque estaba a su alcance no lo había tocado. «Ya no bebe -pensó Brotherhood-. Lo ha puesto ahí por decoro.» La tos terminó y le dejó sin resuello.

–Magnus vino a verle.

–¿Ah, sí? No me enteré. ¿Cuándo?

–Cuando iba a ver a Tom. Después del funeral.

–¿Cómo hizo eso?

–Vino en coche. Se sentaron los dos a charlar sobre los viejos tiempos. A usted le agradó la visita. Se lo dijo a Tom después. «He tenido una conversación deliciosa con Syd -le dijo-. Ha sido igual que en los viejos tiempos.» Quería que lo supiese todo el mundo.

–¿Le dijo a usted eso?

–Se lo dijo a Tom.

–Pero no se lo dijo a usted. O no necesitaría haber venido. Lo razoné siempre. Nunca me equivoqué. «Si los polis preguntan es porque no saben. Entonces no se lo digas. Si preguntan y saben, están intentando cazarte. Así que tampoco se lo digas.» Solía decirle esto mismo a Rickie, pero él no me hacía caso. En parte porque era masón. Le hacía sentirse inmune si se iba de la lengua. Así le cogieron nueve de cada diez veces. Hablaba más de la cuenta. -Apenas hacía pausas-. Escuche, señor. Haré un trato con usted. Usted me dice lo que quiere y yo le digo que se vaya a tomar por el saco. ¿Qué le parece?

Siguió un largo silencio, pero la sonrisa paciente de Brotherhood no desmayó.

–Dígame una cosa. ¿Qué hace ahí fuera esa bandera inglesa? ¿Significa algo o es simplemente una flor grande para el jardín?

–Es un espantapájaros para que no se acerquen extranjeros ni pasmas.

Como quien saca una fotografía de la familia, Brotherhood sacó la tarjeta verde, la que le había enseñado a Sefton Boyd. Syd extrajo un par de gafas del bolsillo y la leyó por delante y por detrás. Pasó un tren, atronador, pero no pareció oírlo.

–¿Es un timo? -preguntó.

–Estoy en el mismo negocio que esa bandera -dijo Brotherhood-. Si eso es un timo.

–Podría ser. Todo podría ser.

–Estuvo en el octavo ejército, ¿verdad? Tengo entendido que ganó una pequeña medalla en el Alamein. ¿También eso fue un timo?

–Podría haber sido.

–Magnus Pym está en un pequeño apuro -dijo Brotherhood-. Para serle perfectamente franco, cosa que siempre soy con la gente, parece haber desaparecido temporalmente.

La carita de Syd se había puesto tirante. Su respiración se hizo áspera y rápida.

–¿Quién le ha hecho desaparecer? ¿Usted? No se habrá metido en líos con los chicos de Muspole, ¿verdad?

–¿Quién es Muspole?

–Un amigo de Rickie. Tenía amistades.

–Pueden haberle raptado, puede haberse escondido. Estaba jugando un juego peligroso con algunos extranjeros muy poco recomendables.

–Extranjeros, ¿eh? Bueno, él hablaba franchute, ¿no?

–Trabajaba en la clandestinidad. Por su país. Y para mí.

–Pues entonces el jodido es un pequeño cabrón -dijo Syd, enfurecido, y, sacando del bolsillo un pañuelo perfectamente planchado, se lo pasó por su cara reluciente-. No tengo paciencia con él. Meg lo vio. Se va a malear, decía. Hay un poli en ese chico, créeme. Es un soplón. Un soplón nato.

–No era soplar, era jugarse el pellejo -dijo Brotherhood.

–Eso es lo que dice usted. Y quizá lo piense. Pues está equivocado. Ese chico nunca estaba satisfecho. Dios no le parecía suficientemente bueno. Pregúntele a Meg. No puede. Ha muerto. Era sensata, Meg. Era una mujer, pero tenía más sentido común que usted y yo y medio mundo juntos. Él ha estado jugando con cartas trucadas, lo
sé.
Meg siempre decía que lo haría.

–¿Qué aspecto tenía cuando vino a visitarle?

–Saludable. Todo el mundo lo parece. Rosas en sus mejillas asquerosas. Siempre sé cuando quiere algo. Es encantador, como su padre. Le dije: «Un poco más de luto te vendría bien, a juzgar por tu aspecto.» No quiso ni oírlo. «Ha sido una ceremonia preciosa, Syd -me dice-. Te hubiera encantado.» Bueno, por lo pronto, eso era jabón para limpiarme el culo. «Estaban todos apretujados como sardinas, y aun así no cabían en la iglesia.» «Pamplinas -dije-. Estaban en la plaza, fuera, haciendo cola en la calle, Syd. Debía de haber unas mil personas. Si los irlandeses hubieran puesto una bomba, habrían privado al país de sus mejores cerebros.» «¿Estaba Philip? -le pregunté-. Por supuesto que estaba.» Bueno, pues no podía haber estado, porque habría salido en los periódicos y en la tele. Aunque supongo que podría haber ido de incógnito. Me han dicho que lo hacen mucho hoy en día, gracias a los irlandeses. En otro tiempo tuvo un amigo. Kennie Boyd. Su madre era una señora. Rick tuvo un problema con su tía. Quizá fue donde el joven Kennie. Podría ser.

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