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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (69 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Brotherhood negó con la cabeza.

–¿Belinda? Fue incondicional, siempre, a pesar de que él la engañó. Podría ir donde ella en cualquier momento.

Brotherhood movió otra vez la cabeza.

–O sea, mil personas -objetó Syd-.
Acreedores,
si quiere. No deudos. No se le llora a Rick. No, la verdad. Más bien lanzas un suspiro de alivio, para ser sincero. Y luego miras en la cartera y agradeces a la pobre Meg que todavía te queden algunos billetes. No le dije esto a Titch. No hubiera sido correcto. ¿Estaba Philip
realmente? ¿Usted
ha oído decir que estaba?

–Fue una mentira -dijo Brotherhood.

Syd se sobresaltó.

–Ah, vaya, eso es un poco duro. Eso es lengua de poli. Magnus me estaba timando, digámoslo así, lo mismo que su padre.

–¿Por qué? -preguntó Brotherhood.

Syd no le oyó.

–¿Qué quería? -insistió Brotherhood-. ¿Por qué se iba a tomar tantas molestias para timarle?

Syd estaba exagerando. Frunció el entrecejo. Apretó los labios. Se limpió la punta de su nariz marrón.

–Conque quería ocuparse de mí, ¿eh? -dijo, con vivacidad excesiva-. Darme coba, eso sí. «Voy a charlar con el viejo Syd. Para que se sienta bien.» Oh, siempre fuimos amigos. Grandes amigos. Muchas veces fui un padre para él. Y Meg fue una madre increíble, una auténtica madre. -Quizá con los años haya perdido el arte de mentir. O quizá no lo poseyó nunca del todo-. Lo único que quería era una tertulia. Consuelo, a eso se reduce todo. Yo te consuelo, tú me consuelas. Siempre quiso mucho a Meg, ya ve. Incluso cuando ella le veía las intenciones. Leal. Lo reconozco.

–¿Quién es Wentworth? -preguntó Brotherhood.

La cara de Syd se había cerrado de golpe, como la puerta de una cárcel.

–¿Quién es quién, amigo?

–Wentworth.

–No. No, creo que no. Creo que no conozco a ningún Wentworth. Me suena más a lugar. ¿Por qué? ¿Hay algún Wentworth que le está jorobando?

–Sabina. ¿Mencionó a Sabina?

–Es un caballo de carreras, ¿no? ¿No había una
Princesa Sabina
que decían que iba a ganar el
Gold Cup
del año pasado?

–¿Quién es Poppy?

–Vaya. ¿Ya está otra vez Magnus liado con nenas? Bueno, no sería el hijo de su padre si no lo hiciera.

–¿Para qué vino aquí?

–Ya se lo he dicho. Buscando consuelo.

Entonces, por una especie de cruel magnetismo, la mirada de Syd se desplazó al lugar donde había habido un mueble, antes de volver, con la mayor insolencia, a enfocar a Brotherhood.

–Pues bien -dijo Syd.

–Dígame una cosa, si no le importa -dijo Brotherhood- ¿Qué había en aquel rincón de allí?

–¿Dónde?

–Allí.

–Nada.

–¿Un mueble? ¿Recuerdos?

–Nada.

–¿Algo de su mujer que haya vendido?

–¿De Meg? No vendería una cosa de Meg aunque me estuviera muriendo de hambre.

–¿Qué ha hecho esas rayas, entonces?

–¿Qué rayas?

–Donde estoy apuntando. En la alfombra. ¿Qué las ha hecho?

–Las hadas. ¿Qué tiene que ver eso con usted?

–¿Qué tiene que ver con Magnus?

–Nada. Ya se lo he dicho. No repita las cosas. Me molesta.

–¿Dónde está?

–No está. No es una cosa. No es nada.

Dejando a Syd sentado en la silla, Brotherhood subió corriendo, de dos en dos escalones, la estrecha escalera. El cuarto de baño estaba en frente. Miró dentro y luego se dirigió al dormitorio principal, a la izquierda. Un diván rosa con volantes ocupaba casi toda la habitación. Miró debajo, palpó por debajo de las almohadas, las levantó. Abrió el armario ropero y apartó perchas de abrigos de pelo de camello y vestidos caros de mujer. Nada. Había un segundo dormitorio al otro lado del rellano, pero no albergaba ningún mueble de sesenta por sesenta centímetros, sino tan sólo pilas de maletas blancas de piel, muy hermosas. Al volver a la planta baja inspeccionó el comedor y la cocina y, desde la ventana trasera, el jardincillo que conducía al terraplén. No había cobertizo ni garaje. Volvió a la sala. Pasaba otro tren. Antes de hablar, esperó a que cesara el ruido de su paso. Syd estaba muy encorvado en la silla. Tenía las manos unidas sobre el pomo del bastón, y su barbilla descansaba pasivamente sobre ellas.

–¿Y las huellas de neumáticos que hay fuera también las han hecho las hadas? -preguntó Brotherhood.

Entonces Syd habló. Tenía los labios apretados y las palabras parecían causarle dolor.

–¿Me jura usted, poli, palabra de
scout,
que esto es en bien del país?

–Sí.

–Lo que él ha hecho, cosa que no creo y no quiero saber, ¿es antipatriótico o podría serlo?

–Podría serlo. Lo más importante para todos nosotros es encontrarle.

–¿Y que se pudra si me está mintiendo?

–Que me pudra.

–Se pudrirá, poli. Porque yo quiero a ese chico pero nunca he perjudicado a mi país. Vino aquí a timarme, es cierto. Quería el fichero. El viejo fichero verde que Rick me confió para que lo cuidara cuando se fue a hacer sus viajes. «Ahora que Rick ha muerto, puedes entregarme los papeles -me dice-. No te preocupes. Es legal. Son míos. Soy su heredero, ¿no?»

–¿Qué papeles?

–La vida de su padre. Todas sus deudas. Sus secretos, podríamos decir. Rickie los guardaba en ese fichero especial. Lo que nos debía. Un día iba a pagarnos a todos, nunca volvería a faltarnos de nada. Al principio le dije que no. Siempre dije que no cuando Rickie vivía, y no quería que nada hubiese cambiado. «Ha muerto -le dije-. Deja que descanse en paz. Nadie ha tenido un camarada mejor que tu padre y tú lo sabes, así que basta de hacerme preguntas y vive tu vida», le digo. Hay algunas cosas malas en ese fichero. Wentworth era una de ellas. No conozco los otros nombres que ha dicho. Quizás estén también en el fichero.

–Quizá.

–Empezó a discutir y al final le dije: «Llévatelo.» Si Meg hubiera vivido, nunca habría consentido que me lo quitaran, pero ha muerto. No pude negárselo, ésa es la verdad. Nunca pude negarle nada, como tampoco a su padre. Iba a escribir un libro. Eso tampoco me gustó. «Tu padre no fue muy amigo de los libros, Titch -le dije-. Tú lo sabes. Se educó en la universidad del mundo.» No me escuchó. Nunca me escuchaba cuando quería algo. «Muy bien -le dije-. Llévatelo. Y quizás así te quites a tu padre de encima. Mételo en el coche y lárgate -le dije-. Llamaré al vecino fortachón de al lado para que te ayude a cargarlo.» No quiso. «El coche no sirve -dice él-. No va al mismo sitio que el fichero.» «Muy bien -le digo-. Entonces déjalo aquí y cállate.»

–¿Dejó algo más aquí?

–No.

–¿Llevaba una cartera?

–Un maletín negro de tío blandengue, con el escudo de la reina y dos cerraduras.

–¿Cuánto tiempo se quedó?

–Lo suficiente para timarme. Una hora, media hora, ¿yo qué sé? Tampoco quiso sentarse. No podía. Iba continuamente de un lado para otro, con su corbata negra, sonriendo. Miraba todo el tiempo por la ventana. Le dije: «¿Qué banco has robado? Dímelo para que vaya a sacar mi dinero.» Solía reírse de chistes así. No le hizo gracia, pero sonreía constantemente. Bueno, los funerales impresionan de muchas maneras, ¿no? Pero yo habría podido prescindir de su sonrisa.

–Y entonces se marchó. ¿Con el fichero?

–Pues claro que no. ¿Acaso no mandó el camión?

–Por supuesto -dijo Brotherhood, maldiciéndose por su estupidez.

Estaba sentado cerca de Syd y había dejado su whisky al lado del de Syd, encima de la mesa india de cobre batido que Syd pulía hasta que brillaba como el sol oriental. Syd hablaba con mucha desgana, y su voz casi no se oía.

–¿Cuántos?

–Dos tipos.

–¿Les ofreció una taza de té?

–Naturalmente.

–¿Vio el camión?

–Pues claro. Estaba mirando por la ventana cuando llegaron, ¿no? Eso aquí es una gran distracción, un camión.

–¿De qué empresa?

–No lo sé. No había nada escrito. Era un camión normal. Parecía más bien uno alquilado.

–¿De qué color?

–Verde.

–¿Alquilado a quién?

–¿Cómo quiere que lo sepa?

–¿Firmó algún papel?

–¿Yo? Está loco. Tomaron el té, cargaron y se dieron el
bote.

–¿Adónde lo llevaban?

–Al almacén, ¿no?

–¿Dónde está el almacén?

–En Canterbury.

–¿Está seguro?

–Pues claro que lo estoy. Canterbury. Facturado a Canterbury. Y además se quejaron del peso. Siempre se quejan, piensan que eso les vuelve más hidrópicos.

–¿Dijeron que era un envío para Pym?

–Envío a Canterbury. Se lo acabo de decir.

–¿Traían algún nombre?

–Lemon. Vayan a casa de Lemon y recojan un envío para Canterbury. Yo soy Lemon. La respuesta es Lemon.

–¿Vio el número del camión?

–Oh, sí. Lo apunté. Es mi
hobby,
apuntar números de camiones.

Brotherhood consiguió ensayar una sonrisa.

–¿Recuerda al menos qué clase de camión era? -preguntó-. Rasgos distintivos, lo que sea.

Era una pregunta inofensiva, planteada de un modo inofensivo. El mismo Brotherhood esperaba poco de ella. Era la clase de pregunta que, si no se hace, deja una laguna, pero si se hace no reporta beneficio; era parte del bagaje necesario del oficio de interrogar. Y sin embargo fue la última que Brotherhood hizo a Syd aquel atardecer de otoño, y de hecho fue la última que hizo en su breve pero desesperada búsqueda de Magnus Pym, porque posteriormente sólo tuvo respuestas de que preocuparse. Syd, no obstante, se negó en redondo a investigarlas. Empezó a hablar pero luego cambió de opinión y cerró firmemente la boca con un pequeño
pop.
Despegó la barbilla de las manos, levantó la cabeza y después, gradualmente, levantó también su cuerpecillo de la silla dolorosa pero estrictamente, como si un bugle lejano le hubiera llamado para un último desfile. Arqueó la espalda, puso el bastón a un costado.

–No quiero que encierren a ese chico -dijo, con voz descascarillada-. ¿Me ha oído? Y no voy a ayudarle a que le encierren. Su padre estuvo en la cárcel. Yo también. Y no quiero que metan al chico. Me molesta. No es nada personal, poli, pero váyase.

«Se acabó -pensó con calma Brotherhood, mirando en torno de la concurrida mesa de conferencias de la
suite
de Brammel en el quinto piso-. Es mi último banquete con vosotros. Al salir por esta puerta seré el hijo de sesenta años de un guardabosque.» Había una docena de manos desplegada debajo de la luz, como cadáveres a la espera de ser identificados. A su izquierda languidecían las mangas de estambre, cortadas por un sastre, del representante de Asuntos Exteriores, un hombre llamado Dorney. Leones heráldicos en postura arrogante decoraban sus gemelos de oro. Más allá de Dorney reposaban las puntas inmaculadas de los dedos de su jefe Brammel, cuya herencia del medio Surrey no necesitaba proclamarse. Más allá de Bo se sentaba Mountjoy, ministro del Gobierno. Luego los demás. En su talante de desapego creciente, a Brotherhood le costaba trabajo emparejar las manos con las voces. Pero ya no importaba, porque esa noche todos ellos eran una sola voz y una mano muerta. «Forman la corporación que en un tiempo pensé que era mayor que la suma de sus partes -pensó-. He presenciado en mi vida el nacimiento del avión a reacción, de la bomba atómica y de la computadora, y también el fallecimiento de la institución inglesa. No tenemos nada que despachar, salvo a nosotros mismos.» El aire mohoso de la medianoche olía a decadencia. Nigel estaba leyendo el certificado de defunción.

–Esperaron delante de la casa de Lumsden hasta las seis y doce, y después telefonearon a la casa desde una cabina de la carretera. La señora Lumsden contestó que ella y su sirvienta estaban buscando a la señora Pym en ese momento. Mary había salido a dar un paseo por el jardín trasero y no había vuelto. Había estado fuera más de una hora. El jardín estaba desierto. Lumsden, por su parte, estaba en la Residencia. Al parecer, el embajador le convocó.

–Espero que nadie intente culpar a los Lumsden de esto -dijo Dorney.

–Seguro que no -dijo Bo.

–No dejó una nota ni una palabra a nadie -continuó Nigel-. Durante el día había estado preocupada, pero era natural. Investigamos en las compañías aéreas y descubrimos que había reservado un pasaje de clase turista en el vuelo a Londres de la «British Airways» de mañana por la mañana. Dio la dirección del hotel «Imperial» de Viena.

–De esta mañana -le corrigió alguien, y Brotherhood vio que el reloj de oro de Nigel se ladeaba bruscamente hacia él.

–El vuelo de esta mañana, pues -asintió Nigel, de mal humor-. Cuando indagamos en el Imperial, ella no estaba en su habitación, y cuando investigamos en el aeropuerto por segunda vez supimos que había comprado un billete sin reserva para el último vuelo de la «Lufthansa» a Frankfurt ese mismo día. Por desgracia no obtuvimos esta información hasta después de que el vuelo de Frankfurt hubiese aterrizado en su destino.

«Te la ha dado con queso -pensó Brotherhood, con una satisfacción rayana en orgullo-. Es una buena chica y conoce el juego.»

–¿No es una lástima que no descubrierais lo de Frankfurt la
primera
vez que fuisteis al aeropuerto? -dijo audazmente un incrédulo desde la cabecera de la mesa.

–Naturalmente que es una lástima -replicó Nigel-. Pero si hubieras estado escuchando con más atención, creo que me habrías oído decir que ella compró un billete sin reserva. La lista oficial del vuelo en la que figuraba su nombre, por lo tanto, no quedó completa hasta el momento justo en que el avión despegó.

–Suena un poco a embrollo, de todas maneras -dijo Mountjoy-. ¿Y la lista no oficial del vuelo?

«No -pensó Brotherhood-. No es un embrollo. Para embrollarse hace falta primero tener orden. Esto es inercia, normalidad. Lo que antiguamente fue un gran servicio se ha convertido en un híbrido inamovible: mitad burócrata, mitad pirata, y usa los argumentos de una para refutar a los de la otra.»

–¿Entonces dónde está? -preguntó alguien.

–No lo sabemos -dijo Nigel, con satisfacción-. Y como no podemos pedir a los alemanes ni, dicho sea de paso, por supuesto, a los americanos, que registren todos los hoteles de Frankfurt, acción que parece lenta, por no decir otra cosa, no veo qué más podemos hacer. O haber hecho. Francamente.

–¿Jack? -dijo Brammel.

Brotherhood oyó una versión más antigua de su propia voz que se retiraba hacia la oscuridad.

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