No, Tom. En tanto Pym consumía la noche trascendental bajo un dosel de ideales inasequibles, absteniéndose del lecho de Sabina por la pureza de su alma, no se estaba atormentando con grandes decisiones. No estaba examinando su espíritu inmortal en previsión de lo que los puristas podrían denominar una acción pérfida. No reflexionó que la mañana siguiente era el día fijado para su ejecución irrevocable: el día en que moriría para Pym toda esperanza y el día en que habría de nacer tu padre. Estaba contemplando el amanecer de una jornada bella y armoniosa. Una jornada en que iba a enmendarse un historial aciago, en que la suerte de todos aquellos de quienes era responsable descansaría en sus manos, en que los electores de su circunscripción oculta se postrarían de rodillas para agradecer a Pym y a su Hacedor que hubiese nacido para ocuparse de ellos. Estaba radiante; exultaba. Estaba dejando que su buena voluntad y su fe en sí mismo le armaran de valor. El cruzado secreto había depositado su espada sobre el altar y estaba transmitiendo mensajes fraternales al dios de las batallas.
–¡Axel, pásate a nosotros! -le había suplicado Pym-. Olvídate del sargento Pavel. Puedes ser un desertor corriente. Yo te protegeré. Te daré todo lo que necesites. Lo prometo.
Pero Axel era tan intrépido como resuelto.
–No me aconsejes que traicione a mis amigos, Sir Magnus. Soy el único que puede salvarles. ¿No te he dicho que he cruzado mi última frontera? Si me ayudas podemos obtener una gran victoria. Estáte aquí el miércoles a la misma hora.
Cartera en mano, Pym se dirige con paso veloz al piso más alto de la casona y abre con llave la puerta de su despacho. «Soy hombre madrugador, todo el mundo lo sabe.» Pym se levanta temprano, es diligente, Pym ha concluido una jornada laborable cuando la mayor parte de sus colegas está todavía afeitándose. El despacho de Membury comunica con el suyo por un par de puertas grandes. Pym empuja las jambas y entra. Cuando lo hace, su sensación de bienestar se vuelve intolerable: una mezcla vertiginosa de determinación, honradez y liberación. Soy afortunado. El escritorio de estaño de Membury no es el escritorio
Reichskanzlei.
Su parte frontal es de hojalata vieja y la navaja del ejército suizo que maneja Pym conoce bien los cuatro tornillos. En el tercer cajón inferior de la mano izquierda, Membury guarda las obras de consulta básicas: las ordenanzas de la unidad,
Peces cobrizos del mundo,
un listín telefónico reservado,
Lagos y vías fluviales de Austria.
Orden de Batalla de la inteligencia militar en Londres, una lista de los acuarios principales y un mapa para Div Int, Viena, mostrando las unidades y sus funciones, pero sin nombres. Pym introduce una mano. No es una invasión. No es un castigo justo. No va a grabar iniciales en el panel. «Estoy aquí para administrar una caricia.» Carpetas, manuales de hojas sueltas. Instrucciones de señales con la rúbrica «Ultrasecreto», que Pym nunca ha visto. «Esto es un préstamo, no un robo.» Abriendo la cartera, saca una cámara Agfa, fabricada en exclusiva para el ejército, con una cadena de agrimensor de treinta centímetros atada a los objetivos. Es la misma cámara que usa cuando Axel le lleva materia prima y Pym tiene que fotografiarla allí mismo. La prepara y la coloca encima del escritorio. «He nacido para esto», piensa, no por primera vez. En el principio fue el espía.
De un expediente con la leyenda «Vertebrados» tachada en la cubierta, elige el Orden de Batalla de Div Int. «Axel lo conoce, a fin de cuentas», razona. Sin embargo, hay impresionantes sellos de «Ultrasecreto» arriba y abajo, y un sello de distribución para garantizar la autenticidad. Si amas mi libertad, agénciame algo grande. Lo fotografía una vez y después otra, y le invade un sentimiento de desilusión. Hay treinta y seis temas en este rollo. «¿Por qué ser tan tacaño de darle sólo dos? Podría hacer algo en pro de nuestro entendimiento mutuo. Axel, tú mereces algo mejor.» Recuerda una valoración reciente de la Oficina de Guerra sobre la amenaza rusa. Si se leen esto, leerán cualquier cosa. Está en el cajón superior, junto a un
Manual de mamíferos acuáticos,
y empieza por un resumen de conclusiones. Fotografía todas las páginas y termina el rollo. «¡Lo he hecho, Axel! Somos libres. ¡Hemos arreglado el mundo, exactamente como tú dijiste! Somos hombres del medio campo: ¡hemos fundado nuestro país con la población de dos!»
–Prométeme que no volverás a traerme nada tan bueno, Sir Magnus -dijo Axel en su siguiente encuentro-. Si lo haces, me nombrarán general y no podremos volver a vernos.
Querido padre
(escribió Pym al hotel Majestic de Karachi, donde al parecer vivía Rick por motivos de salud):
Gracias por tus dos cartas. Me alegro mucho de saber que haces buenas migas con el Aga Khan. Creo que estoy haciendo un buen trabajo aquí y que estarías orgulloso de mí.
Cuando Mary Pym, a la edad de dieciséis años, decidió que había llegado el momento de perder la virginidad, simuló una fuerte dosis de vapores adolescentes y el ama de llaves la metió en la cama en lugar de permitirle que jugara al hockey. Mary estuvo en la enfermería, mirando a la pared, hasta que sonó la campana de las tres, y se dijo que el ama de llaves libraba hasta las cinco. Esperó exactamente cinco minutos más, según su reloj de pulsera, contuvo la respiración durante treinta segundos, lo que siempre le ayudaba a armarse de valor, y luego bajó de puntillas por la escalera trasera de piedra, pasó por delante de las cocinas y la lavandería y atravesó un trecho de hierba ajada rumbo a un viejo invernadero de ladrillo donde el ayudante del jardinero había instalado una cama provisional de mantas y arpillera vieja. El resultado fue más espectacular de lo que razonablemente ella podía esperar, pero lo que más saboreó después no fue tanto el acontecimiento como la anticipación del mismo: el tumbarse audazmente en la cama, con la falda arrugada en torno a la cintura, sabiendo que nada iba a detenerla ahora que había tomado la decisión; la sensación de libertad que experimentó cuando franqueaba el límite prohibido en estado de pecado.
Y era la misma sensación que experimentaba ahora, recatadamente sentada en la fila central del salón recargado de Caroline Lumsden, con sus espantosas mesas Thai y sus chillones cuadros chinos y su estantería llena de budas fabricados en serie, mientras escuchaba a Caroline, que pretendía parecer la reina al gimotear, con su pastoso canto del cisne, las actas de la última reunión de la filial vienesa de la Asociación de Esposas de Diplomáticos. «Lo voy a hacer -se dijo Mary, con absoluta calma-. Si no resulta de una manera, haré que resulte de otra.» Miró a la ventana. Al otro lado de la calle, Georgie y Fergus estaban sentados con las cabezas juntas en su «Mercedes» alquilado, dos amantes fingiendo que estudiaban un mapa de la calle al tiempo que vigilaban la puerta principal y el Rover de Mary aparcado en el sendero de Caroline. «Usaré la puerta de atrás. Funcionó entonces y funcionará ahora.»
–Se acordó, por tanto,
unánimemente
-se estaba lamentando Caroline- que el
informe
de los inspectores del ministerio de Asuntos Exteriores sobre el coste local de la vida era a la vez tendencioso
e
inexacto, y que se formaría
inmediatamente
un subcomité económico, encabezado, me complace decirlo, por la
señora
McCormick.
Un silencio respetuoso. Ruth McCormick era la esposa del ministro de Economía y, por lo tanto, un genio de las finanzas. Nadie mencionó que se dedicaba a follar con el agregado militar holandés.
–El subcomité especificará
todos
nuestros criterios y, una vez hecho esto, presentará una objeción
escrita
a nuestra asociación en Londres para que se entregue, por los
cauces
preceptivos, al jefe de inspectores
en persona.
Aplausos de timbre soprano de catorce pares de manos femeninas, las de Mary inclusive. «Bravo, Caroline, bravo. En otra vida te tocará a ti ser el joven diplomático en ascenso y a tu marido le tocará quedarse en casa e imitarte.»
Caroline había pasado a todos los demás asuntos.
–El
lunes
próximo, nuestro semanal almuerzo trasatlántico en el
Manzi.
A las doce y media
en punto
y cuatrocientos
schillings
por cabeza, al contado, por favor, lo que incluye dos vasos de vino, y por favor
no
lleguéis tarde, porque ha costado un trabajo
terrible
convencer a Herr Manzi de que nos reserve un comedor
privado.
Pausa. «Dilo, estúpida», le instó Mary. Caroline no lo dijo. Aún no.
–De aquí a una semana, el viernes, por favor, Marjory de Weever pronunciará
aquí
su
fascinante
conferencia con diapositivas sobre aerobia, materia que enseñó con
mucho
éxito a la clase de tropa en el Sudán, donde su marido era el
segundo
en el mando. ¿No es así, Marjory?
–Bueno, en realidad era el encargado de negocios -bramó Marjory desde la primera fila-. El embajador sólo estaba allí tres meses de cada catorce. Sólo que Brian no cobraba ese trabajo, aunque eso no viene a cuento.
«¡Por todos los diablos!», pensó Mary.
«¡Ahora!»
Pero se había olvidado de que al maldito marido de Penny Sharlow le habían concedido una medalla.
–Y estoy segura de que a
todas
nos gustaría felicitar a Penny por el fantástico apoyo que ha prestado a James a lo largo de los años, y sin el cual apuesto a que no le hubieran dado
absolutamente
nada.
Esto último, aparentemente, fue una broma, ya que hubo una carcajada histérica de muy pocas voces, que Caroline acalló con una mirada melancólica al vacío. Adoptó su tono de duelo oficial.
–Y Mary, querida… Me has dicho que no te importaba que lo mencionase. -Mary agachó rápidamente la cabeza y se contempló el regazo-. Estoy segura de que a todo el mundo le gustaría que dijera
cuánto
sentimos la muerte de tu suegro. Sabemos que Magnus está muy afectado y esperamos que se recupere
pronto
y vuelva a desplegar entre nosotros su
alegría
de siempre, que a
todas
nos parece tan refrescante.
Murmullos de condolencia. Mary susurró «gracias» y zozobró un poco hacia delante, pero no demasiado. Percibía la ansiosa pausa mientras todas esperaban a que levantase la cabeza, pero no lo hizo. Empezó a estremecerse y vio, impresionada, las lágrimas de verdad que caían sobre sus manos unidas. Emitió un sollozo estrangulado, y desde su oscuridad voluntaria oyó decir a la alegre señora Simpson, esposa del guarda de la cancillería, «Ven aquí, cielo», al mismo tiempo que rodeaba con un brazo enorme la espalda de Mary. Ella sollozó otra vez, rechazó sin mucho vigor a la señora Simpson y se puso de pie con esfuerzo y bañada en lágrimas: lágrimas por Tom, por Magnus, lágrimas por haber sido desflorada en el cobertizo y seguro que estoy embarazada. Dejó que la señora Simpson la agarrara del brazo, movió la cabeza y tartamudeó: «Estoy bien.» Al llegar al vestíbulo descubrió que Caroline Lumsden le había seguido.
–No, gracias… de verdad que no quiero tumbarme… mucho mejor dar un paseo… ¿Me traes el abrigo, por favor…? Azul, con un cuello de piel sucio… prefiero estar sola, si no te importa… has sido tan amable… Oh, Señor, creo que voy a llorar otra vez…
En cuanto estuvo en el largo jardín trasero de los Lumsden, recorrió el sendero, todavía encorvada, hasta perderse de vista detrás de los árboles. Entonces se movió de prisa. «Entrenamiento -pensó, con gratitud, mientras levantaba el picaporte de la cancela-: No hay nada mejor para enfriar la sangre.» Se encaminó velozmente hacia la parada de autobús. Pasaba uno cada catorce minutos. Lo había consultado.
–Oh, qué buenísima idea han tenido -exclamó la señora Membury, con la mayor satisfacción, mientras llenaba hasta los bordes el vaso de Brotherhood de vino confeccionado con bayas de saúco-. Oh, francamente me parece previsor y sensato. Nunca hubiera creído que la Oficina de Guerra tuviera ni la
mitad
de juicio. ¿Y
tú,
Harrison? No es sordo -explicó a Brotherhood, en tanto aguardaban-. Es sólo que piensa despacio. ¿Y tú, Harrison?
Harrison Membury había salido del arroyo al fondo del jardín, donde había estado cortando juncos, y llevaba todavía las botas altas. Era un hombre voluminoso y, a los setenta años, todavía juvenil, con mejillas rosadas e inmaduras y pelo blanco plateado. Se sentó en el extremo más lejano de la mesa y empezó a engullir tarta casera con té de una jarra enorme de cerámica que lucía escrita la palabra
Gramps.
Brotherhood advirtió que se desplazaba exactamente la mitad de rápido que su mujer y hablaba a la mitad de volumen.
–Pues no lo sé -dijo, cuando todos los demás habían olvidado la pregunta-. Había algunos chicos listos desperdigados por allí, en un lado u otro.
–Pregúntele algo sobre peces y le responderá
mucho
más aprisa -dijo la señora Membury, precipitándose hacia el rincón de la sala y sacando unos álbumes de entre las obras completas de Evelyn Waugh-. ¿Cómo están las truchas?
–Oh, muy bien -respondió Membury con una mueca.
–No estamos autorizados a comerlas, ¿sabe? Sólo el lucio puede zampárselas. Bueno, ¿no le parecería divertido ver las fotos? Es decir, ¿va a ser una historia
ilustrada?
No me lo diga. Eso duplica el precio. Lo decía el
Observer.
Las fotos duplican el coste de un libro. Pero yo creo que también duplican su atractivo. Sobre todo en las biografías. No aguanto una biografía si no puedo
mirar
a la persona de quien cuentan la vida. Harrison sí. Es cerebral. Yo soy visual. ¿Y usted?
–Creo que debo ser más parecido a usted -dijo Brotherhood con una sonrisa, interpretando su pesado papel.
El pueblo era una de esas colonias georgianas semiurbanizadas a las afueras de Bath, donde católicos ingleses de cierto nivel social han decidido congregarse en el exilio. La casa se encontraba en la extremidad del pueblo que se abría al campo, y era una casona con un jardín angosto y en pendiente que descendía hasta un tramo de río, y ellos estaban sentados en sillones de ruedas en la cocina atiborrada de objetos, rodeados de platos sin fregar y chucherías vagamente votivas: una placa de cerámica rajada de la Virgen María, procedente de Lourdes; una cruz de junco deshilada y embutida detrás de la cocina; un móvil infantil de papel, con figuras de ángeles girando en la corriente de aire; una fotografía de Ronald Knox. Mientras hablaban, nietos mugrientos entraban a mirarles hasta que madres de elevada estatura les echaban fuera. Era un hogar en permanente y benévolo desorden, impregnado por el tenue escalofrío de la persecución religiosa. Un blanco sol matutino se colaba por la niebla de Bath. Se oía el rumor de agua lenta cayendo en los canalones.