–¿Usted es de la universidad? -inquirió Membury de pronto, desde el fondo de la mesa.
–Cariño, ya te lo he
dicho.
Es
historiador.
–Bueno, a decir verdad soy más bien un soldado retirado, señor -contestó Brotherhood-. Tuve suerte en encontrar este empleo. A estas alturas estaría en el paro si no me hubiera surgido esto.
–¿Y cuándo va a salir? -gritó la señora Membury, como si todos estuviesen sordos-. Tengo que saberlo con
meses
de adelanto para poder inscribirme donde la señora Lanyon. Tristam, no des esos tirones. Aquí tenemos una biblioteca ambulante, ¿sabe usted? Magda, querida, haz algo con Tristam, que está intentando arrancar una página de historia. Viene una vez por semana, y es un auténtico regalo del cielo siempre que a una no le importe esperar. Mire, ésta es la mansión de Harrison, donde tenía su despacho y todo el mundo estaba a sus órdenes. El cuerpo principal es de 1680. El anexo es nuevo. Bueno, del xix. Éste es el estanque. Lo repobló desde cero. La Gestapo había lanzado granadas y reventado a todos los peces. Sí. Cerdos.
–Por lo que dicen mis jefes, por lo pronto va a ser una obra de referencia interna -dijo Brotherhood-. Más tarde publicarán una versión expurgada para el mercado normal.
–Usted no es M.R.D. Foot, ¿verdad? -dijo la señora Membury-. No, no puede ser. Usted es Marlow. Pues creo que es un acierto, de todos modos. Es lo más sensato localizar a la gente antes de que la palme.
–¿Con quién estuvo de soldado? -preguntó Membury.
–Bueno, digamos que anduve un poco de un lado para otro -contestó Brotherhood con deliberada timidez, mientras se ponía sus gafas de lectura.
–Aquí está -dijo la señora Membury, tocando con un dedo minúsculo una foto de grupo-. Aquí. Ése es el joven por el que preguntaba. Magnus. Él hizo el trabajo realmente brillante. Éste es el viejo
Rittmeister.
Era un verdadero encanto. Harrison, ¿cómo se llamaba el camarero, aquel que tenía que haber entrado en el seminario pero no tuvo valor?
–No me acuerdo -dijo Membury.
–¿Y quiénes son las chicas? -preguntó Brotherhood, sonriendo.
–Oh, Dios mío, no daban más que quebraderos de cabeza. Cada una estaba más chalada que la anterior, y si no estaban embarazadas se fugaban con amantes indeseables o se cortaban las venas. Podría haber abierto para ellas una clínica de horario continuo si en aquella época hubiéramos creído en el control de natalidad. Ahora somos híbridos. Nuestras hijas toman la píldora, pero todavía se quedan embarazadas por error.
–Nos servían de intérpretes -dijo Membury, cargando una pipa.
–¿No había un intérprete para la operación Mangasverdes? -preguntó Brotherhood.
–No hacía falta -respondió Membury-. El fulano hablaba alemán. Pym le controlaba solo.
–¿Completamente solo?
–Completamente. Mangasverdes insistía en que fuera así. ¿Por qué no habla usted con Pym?
–¿Pero quién le sustituyó cuando Pym se fue?
–Yo -dijo Membury orgullosamente, cepillando tabaco mojado de la pechera de su jersey astroso.
No hay nada como una libreta de lomo rojo para poner orden en una conversación incoherente. Tras haber extendido una, muy pausadamente, entre las sobras de varias comidas, y haber sacudido su gran brazo derecho a guisa de preámbulo antes de adoptar lo que él llamaba una actitud un poquito oficial, Brotherhood sacó una pluma del bolsillo con tanta ceremonia como un policía de pueblo en el lugar de autos. Habían desalojado a los nietos. Desde una habitación del piso superior llegaban los sonidos de alguien que intentaba arrancar música sacra a un xilófono.
–Si primero apuntamos todo esto, más tarde puedo volver a los datos individuales -dijo Brotherhood.
–Excelente idea -dijo severamente la señora Membury-. Harrison, querido, escucha.
–Por desgracia, como ya les he dicho, casi toda la materia prima sobre el caso Mangasverdes se ha destruido, perdido o extraviado, por lo que recae una responsabilidad mayor sobre los hombros de los testigos supervivientes: ustedes. Empecemos.
Durante un rato, después de esta solemne advertencia, reinó una cordura relativa en tanto Membury, con sorprendente exactitud, recordaba las fechas y el contenido de los triunfos principales de Mangasverdes y el papel desempeñado por el teniente Magnus Pym, del cuerpo de espionaje. Brotherhood escribía diligentemente e intervenía poco, haciendo una pausa únicamente para humedecerse el pulgar y pasar las hojas de la libreta.
–Harrison, cariño, otra vez vas lento -le interrumpía de vez en cuando su mujer-. Marlow no dispone de todo el día.
Y en una ocasión:
–Marlow tiene que volver a
Londres,
querido. Marlow no es un pez.
Pero Membury continuó nadando a su propio ritmo, ora describiendo los asentamientos militares soviéticos en el sur de Checoslovaquia, ora el laborioso método para abrir con una palanca los cofres de guerra de Whitehall, llenos de los lingotitos de oro que Mangasverdes insistía en recibir como pago, ora las luchas que había mantenido con Div Int para impedir que se excedieran en el uso de su agente favorito. Y Brotherhood, a pesar de la pequeña grabadora que anidaba una vez más en el bolsillo del pecho, lo expuso todo a la vista, las fechas a la izquierda, el material en el centro.
–¿Mangasverdes no tuvo en ningún momento otro nombre en clave? -preguntó como de paso, al tiempo que anotaba-. Algunas veces se rebautiza a un informante por razones de seguridad o porque han descubierto el nombre.
–Piensa, Harrison -le exhortó su mujer.
Membury se sacó la pipa de la boca.
–¿Fuente Wentworth? -sugirió Brotherhood, pasando una hoja.
Membury negó con la cabeza.
–Había también una información -Brotherhood titubeó ligeramente, como si el hombre casi le eludiera-. Serena, ¿no es eso? No, no era Serena. Sabina. La informante Sabina, que operaba en Viena. ¿O era en Graz? Quizás en Graz, antes de que usted llegara. Era una práctica corriente, al fin y al cabo, mezclar los sexos con los nombres cifrados. Una estratagema bastante común de desinformación, me han dicho.
–¿Sabina? -exclamó la señora Membury-. ¿No será
nuestra
Sabina?
–Está hablando de una informante, querida -dijo firmemente Membury, reaccionando con mucha más rapidez que de ordinario-. Nuestra Sabina era una intérprete, no un agente. Es totalmente distinto.
–Pues
nuestra
Sabina era una auténtica…
–No era una informante -dijo Membury con firmeza-. Vamos, no chismorrees. Poppy.
–¿Cómo ha dicho? -dijo Brotherhood.
–Magnus quería llamarle Poppy. Le llamamos así por un tiempo. Fuente Poppy. No me desagradaba. Luego llegó el Día del Armisticio y algún asno de Londres decidió que Poppy era insultante para los caídos…
[12]
Las amapolas son para los héroes, no para los traidores. Absolutamente típico de esa gente. Probablemente le ascendieron por eso. Un verdadero bufón. Yo estaba furioso, y Magnus también. «Poppy es un héroe», dijo. Me gustó aquello. Majo chico.
–Ya hemos hecho el esqueleto -dijo Brotherhood, inspeccionando sus notas-. Ahora vamos a ponerle carne, ¿de acuerdo?
Estaba leyendo los epígrafes que había escrito en el principio de la libreta antes de visitar a los Membury.
–Personalidades; bien, ya estamos tocando eso. Valía o inutilidad de los militares no profesionales en la actividad de espionaje durante el tiempo de paz: ¿eran una ayuda o un estorbo? En seguida lo hablaremos. Qué fue de ellos posteriormente: ¿triunfaron en la profesión que habían elegido? Bueno, puede ser que usted se haya mantenido en contacto con ellos, o puede ser que no. Esto es más bien problema nuestro que suyo.
–Sí, veamos, ¿qué
fue
de Magnus? -exigió la señora Membury-. Harrison estaba muy disgustado porque nunca escribió. Y yo también lo estaba. Ni siquiera nos comunicó si se había convertido. Nos pareció que estaba en un
tris
de hacerlo. Lo único que necesitaba era un empujón más. Harrison estuvo exactamente igual durante años. El padre D’Arcy tuvo que hablar por los codos hasta que Harrison vio la luz, ¿verdad, querido?
La pipa de Membury se había apagado y estaba examinando la cazoleta con expresión de desencanto.
–Nunca me gustó aquel tipo -explicó, con una especie de remordimiento avergonzado-. Nunca le tuve mucho aprecio.
–Querido, no seas tonto. Tú adorabas a Magnus. Prácticamente le adoptaste. Tú sabes que es cierto.
–Oh, Magnus era un muchacho espléndido. Me refiero al otro. Al informante. A Mangasverdes. A decir verdad, me parecía un pequeño fraude. No dije nada; no parecía oportuno. Si Div Int y Londres estaban echando las campanas al vuelo, ¿para qué quejarnos?
–Tonterías -dijo la señora Membury, con mucha firmeza-. No le haga caso, Marlow. Estás siendo demasiado modesto, querido, como de costumbre. Tú eras el eje de la operación, y tú lo sabes. Marlow está escribiendo una
historia,
querido. Va a escribir sobre
ti.
No se lo estropees todo, ¿verdad, Marlow? Es la moda, hoy día. Apuntar, apuntar. Me pone realmente enferma. Mira lo que hicieron con el pobre capitán Scott en la televisión. Papá conocía a Scott. Era un hombre maravilloso.
Membury prosiguió como si ella no hubiese hablado.
–Todos los brigadieres de Viena estaban ilusionados como críos. Aplausos atronadores desde la Oficina de Guerra. Si todos estaban contentos, no tenía sentido que yo matase a la gallina de los huevos de oro. El joven Magnus estaba en la gloria. Bueno, no quise aguarle
su
fiesta.
–
Y
le estaban catequizando -dijo la señora Membury, enfáticamente-. Harrison lo había arreglado para que fuese a ver al padre Moynihan dos veces por semana.
Y
organizaba el cricket de la guarnición.
Y
estaba aprendiendo checo. No se puede hacer eso en un día.
–Ah, eso es interesante. Lo de aprender checo, digo. ¿Era porque tenía entonces un informante checo?
–Era porque Sabina le había echado el ojo, la muy lagarta -dijo la señora Membury, pero esta vez su marido le quitó la palabra de la boca.
–Su información era muy aparente -estaba diciendo, impávido-. Siempre tenía buena pinta en el plato, pero cuando empezabas a masticarla no sabía a nada. Esa impresión me daba. -Lanzó una risita de perplejidad-. Igual que cuando intentas comer un lucio. Todo espinas. Llegaba un informe, lo mirabas. Caray, esto es una joya, pensabas. Pero cuando lo mirabas más de cerca era aburrido. Sí, esto es cierto porque ya lo sabíamos… Sí, esto es posible pero no podemos verificarlo porque no tenemos nada sobre esa región. No quise decir nada, pero creo que los checos podían haber estado en misa y repicando las campanas al mismo tiempo. Siempre pensé que fue por eso por lo que Mangasverdes no apareció después de haber vuelto Magnus a Inglaterra. No estaba tan seguro de poder embaucar a un hombre más viejo. A mí, por ejemplo. Yo sólo soy un pez monstruo frustrado, ¿verdad, Hanna? Ella me llama así. Un pez monstruo frustrado.
La descripción les gustó tanto que se echaron a reír durante un rato y Brotherhood no tuvo más remedio que reír con ellos y posponer su pregunta hasta que Membury pudo oírla claramente.
–¿Quiere decir que nunca vio a Mangasverdes? ¿Él nunca acudió a la cita? Discúlpeme, señor -dijo, volviendo a su libreta-, pero, ¿no acaba de decir que usted se hizo cargo del informante Mangas-verdes cuando Pym se marchó de Graz?
–Sí.
–Y ahora dice que nunca le vio.
–Totalmente cierto. No le vi nunca. Me dejó plantado en el altar, ¿verdad, Hanna? Me hizo ponerme mi mejor traje, envolver todas aquellas exquisiteces estúpidas que se suponía que le gustaban -Dios sabe cómo empezó aquello- y no apareció.
–Posiblemente Harrison se equivocó de noche -dijo la señora Harrison, con un nuevo acceso de risa-. Harrison es terrible para las fechas, ¿no, querido? No recibió
instrucción
en espionaje, ya ve. En Nairobi fue bibliotecario. Buenísimo, por cierto. Luego conoció a alguien en el barco y le liaron.
–Y allí me fui -dijo Membury, alegremente-. Me acompañó Kaufmann. Era el chófer. Un chico encantador. Bueno, conocía el lugar de los encuentros como la palma de su mano. No me equivoqué de noche, querida. Fui la noche que era, estoy seguro. La pasé sentado en un cobertizo vacío. Ni rastro de él, nada. No había medio de comunicar con él, todo era unilateral. Comí un poco de su estúpida comida. Bebí algo de lo suyo; eso sí lo disfruté. Volví a casa. Hice lo mismo a la noche siguiente y a la siguiente. Esperé alguna clase de mensaje, una llamada telefónica como la primera vez. Silencio absoluto. No se volvió a saber nada del tipo. Deberíamos haber hecho una cesión formal con Pym presente, pero Mangasverdes se negó a eso. Iba de
prima donna,
como todos los agentes. Uno solo a la vez. Norma inviolable.
Membury, distraídamente, dio un sorbo del vaso de Brotherhood.
–En Viena estaban furiosos. Me echaron la culpa de todo. Entonces les dije que de todos modos la información no era buena, pero de nada sirvió. -Lanzó otra carcajada-. Yo diría que por eso me echaron, para qué engañarnos. Ellos no me lo dijeron, ¡pero vaya que sí contribuyó!
La señora Membury había cocinado un
risotto
de atún porque era viernes, y un bizcocho de cerezas que se negó a permitir que su marido probara. Cuando terminó el almuerzo, ella y Brotherhood se sentaron en la orilla a observar el júbilo con que Membury cortaba los juncos. Había en el agua redes y tela metálica tendidas de una orilla a otra. Una vieja batea se hundía en su amarre, entre los cajones para la cría. Disipada la niebla, el sol brillaba radiante.
–Hablemos, pues, de la perversa Sabina -propuso taimadamente Brotherhood, lejos del alcance del oído de Membury.
La señora Membury no se hizo de rogar. Una auténtica lagarta, repitió:
–Una mirada a Magnus y se vio con un pasaporte británico, un flamante maridito inglés y nada de qué preocuparse para el resto de su vida. Pero me alegra decir que Magnus era demasiado astuto para ella. Debió de dejarla plantada. Él nunca lo dijo, pero nosotros lo entendimos así. Un día en Graz y al siguiente ya se había ido.
–¿Dónde fue ella entonces? -preguntó Brotherhood.
–Volvió a su casa en Checoslovaquia, según contó ella. Con el rabo entre las piernas, pensamos nosotros. Dejó una nota a Harrison diciendo que tenía morriña y que se volvía con su antiguo novio, a pesar del régimen brutal. Y
eso,
como usted se puede figurar, no le gustó nada a Londres. No mejoró la situación de Harrison. Le dijeron que tenía que haberlo visto venir y haber hecho algo.