–Por el mañana -dijo Pym, y bebieron-. Eh, ¿cómo marchó el gran libro, a todo esto? -preguntó, en la secreta euforia de su absolución.
Axel rió más fuerte.
–¿Marchar? ¡Dios, que si marchó! Cuatrocientas páginas de filosofar inmortal, Sir Magnus. ¡Imagínate a la
Fremdenpolizei
revisándolas!
–¿Quieres decir que se lo quedaron? ¿Que lo robaron? ¡Es una vergüenza!
–Quizá no fui demasiado cortés con los buenos burgueses suizos.
–¿Pero no lo has vuelto a escribir después?
Nada lograba acallar la risa de Axel:
–¿Volver a escribirlo? La vez siguiente habría sido doblemente malo. Más vale que lo enterremos con Axel H. ¿Todavía tienes el
Simplicissimus?
¿No lo has vendido?
–Por supuesto que no.
Siguió una pausa. Axel sonrió a Pym. Pym sonrió mirándose las manos y levantó los ojos hacia Axel.
–O sea que aquí estamos -dijo Pym.
–Así es.
–Yo soy el teniente Pym y tú el amigo inteligente de Jan.
–Así es -asintió Axel, sin dejar de sonreír.
Habiendo así, a su juicio, sorteado hábilmente el único escollo que habría podido interponerse entre ellos, el espía predador que había en Pym abordó astutamente la cuestión oportuna de lo que había sido de Axel después de su expulsión, y de las esferas a las que tenía acceso y consecuentemente, por extensión -como Pym esperaba-, con qué bazas contaba y qué precio se proponía ponerles a modo de recompensa por favorecer a los ingleses antes que a los americanos o incluso -horrible pensamiento- a los franceses. En esto no encontró al principio ninguna inhibición desagradable por parte de Axel, ya que, sin duda por deferencia a la posición de autoridad de Pym, parecía resignado a asumir el papel pasivo. Pym tampoco pudo menos de advertir que su viejo amigo, al referir las vicisitudes que había vivido, adoptaba la mansedumbre familiar de la persona desplazada en presencia de los mejor situados. Dijo que los suizos le habían conducido a la frontera alemana, y, para facilitar la referencia, mencionó el punto fronterizo por si Pym deseaba comprobarlo. Le habían entregado a la policía de Alemania Federal, la cual, tras haberle propinado una paliza ritual, le entregó a los americanos, quienes volvieron a pegarle, primero por haberse fugado y luego por haber vuelto, y finalmente, desde luego, por ser el infame criminal de guerra que no era, pero cuya identidad había neciamente usurpado. Los americanos le encarcelaron mientras preparaban un nuevo juicio contra él, aportaron nuevos testigos, que estaban demasiado asustados para no identificarle, fijaron una fecha para juzgarle, y Axel no pudo ponerse en contacto con nadie que testimoniase en su favor o dijera simplemente que él era Axel, de Carlsbad, y no un monstruo nazi. Peor aún, como el resto de las pruebas empezó a parecer cada vez más inconsistente -dijo Axel con una sonrisa de disculpa-, su propia confesión se volvió cada vez más importante, y naturalmente le zurraron más fuerte a fin de obtenerla. No hubo juicio, sin embargo. Los crímenes de guerra, incluso los ficticios, empezaban a pasar de moda, de modo que un día los americanos le habían embarcado en un nuevo tren y le habían entregado a los checos, que, para no ser menos, le habían golpeado por el doble delito de haber sido soldado alemán durante la guerra y prisionero de los americanos después de la misma.
–Hasta que un día dejaron de pegarme y me soltaron -dijo Axel, sonriendo y abriendo las manos una vez más-. Parece ser que debo agradecérselo a mi querido difunto padre. ¿Te acuerdas del gran socialista que había luchado con la brigada Thälmann en España?
–Claro que me acuerdo -contestó Pym, y se le ocurrió pensar, mientras observaba la rapidez con que las manos de Axel gesticulaban y el modo en que sus ojos centelleaban, que se había desprendido de su barniz alemán para recobrar su definitiva identidad eslava.
–Me había convertido en un aristócrata -dijo Axel-. En la nueva Checoslovaquia yo era de repente Sir Axel. Los viejos socialistas adoraban a mi padre. Los nuevos habían sido amigos míos en la escuela y formaban parte ya del aparato del partido. «¿Por qué le zurran a Sir Axel? -preguntaron a mis carceleros-. Tiene un buen cerebro, dejen de pegarle y suéltenle. De acuerdo, ha luchado con Hitler. Se arrepiente. Ahora luchará con nosotros, ¿verdad, Axel?» «Claro -les contesté-. ¿Por qué no?» Y me mandaron a la universidad.
–¿Pero qué estudiaste? -preguntó Pym, asombrado-. ¿Thomas Mann? ¿Nietzsche?
–Algo mejor. Cómo utilizar el partido para prosperar. Cómo escalar en el Sindicato de la Juventud. Cómo brillar en los comités. Cómo purgar facultades y estudiantes, trepar sobre la espalda de amigos y la reputación de tu padre. A qué culos dar un puntapié y a cuáles besar. Dónde hablar por los codos y dónde cerrar el pico. Quizá debería haber aprendido antes todo esto.
Presintiendo que estaba cerca del fondo de las cosas, Pym se preguntó si no era el momento de tomar notas, pero decidió no entorpecer la locuacidad de Axel.
–Alguien tuvo agallas para llamarme titoísta el otro día -dijo Axel-. Desde el 49 es el último insulto.
Pym se preguntó calladamente si eso sería el motivo de que Axel hubiera venido.
–¿Sabes lo que hice?
–¿Qué?
–Le denuncié.
–¡No! ¿Por qué?
–No lo sé. Por algo malo. No importa lo que digas, importa quién lo diga. Tú deberías saberlo. Dicen que eres un gran espía. Sir Magnus, del servicio secreto británico. Enhorabuena. ¿Estará bien ahí fuera el cabo Kaufmann? ¿No crees que deberías llevarle algo?
–Me ocuparé de él más tarde, gracias.
Hubo una interrupción mientras cada uno saboreaba a su modo el efecto de aquella nota disciplinaria. Brindaron otra vez, moviendo la cabeza ambos para desearse suerte. Pero en su fuero interno Pym no estaba tan a gusto como manifestaba. Entreveía criterios huidizos y trasfondos complicados.
–¿Pero qué tarea has estado realizando hasta estos últimos días? -preguntó Pym, esforzándose por reclamar su primacía-. ¿Cómo es posible que un sargento del cuartel general del mando oriental venga a pasearse por la zona soviética de Austria, cuando planea su deserción?
Axel estaba encendiendo otro puro, por lo que Pym tuvo que esperar un momento su respuesta.
–Un sargento no lo sé. En mi unidad sólo tenemos
aristos.
Yo también soy un gran espía como tú, Sir Magnus. Es una industria en auge en los tiempos que corren. Hicimos bien en elegirla.
Obedeciendo a un impulso repentino de cuidar su apariencia exterior, Pym se alisó el pelo hacia atrás, en un gesto reflexivo que estaba ejercitando.
–Pero en definitiva te propones pasarte a nosotros, en el supuesto de que podamos ofrecerte las condiciones adecuadas, ¿no? -preguntó, con una cortesía de tono duro.
Axel desechó con un ademán una idea tan estúpida.
–He pagado mi factura, lo mismo que tú. No es perfecto, pero es mi país. Tienen que aguantarme.
Pym tuvo una sensación de peligrosa desconexión.
–Entonces, si quieres desertar, ¿puedo preguntarte por qué estás aquí?
–Oí hablar de ti. El gran teniente Pym del Div Int, más recientemente de Graz. Lingüista. Héroe. Amante. Me excitaba tanto pensar en ti espiándome. Y yo espiándote a ti. Era tan hermoso pensar que habíamos vuelto los dos a nuestro ático, con sólo aquella pared delgada entre nosotros: ¡toe, toe! «Tengo que ponerme en contacto con ese chico -pensé-. Estrecharle la mano. Invitarle a un trago. Quizá podamos arreglar el mundo, como hacíamos en los viejos tiempos.»
–Entiendo -dijo Pym-. Estupendo.
–«Quizá podamos unir nuestras cabezas. Somos hombres razonables. Quizás él no quiera luchar en más guerras. Quizá yo tampoco. Tal vez estemos cansados de ser héroes. Los hombres buenos escasean -pensé-. ¿Cuántas personas hay en el mundo que hayan estrechado la mano de Thomas Mann?»
–Solamente yo -dijo Pym, con una franca carcajada, y volvieron a beber.
–Te debo tanto, Sir Magnus. Fuiste muy generoso. No he conocido nunca un corazón mejor. Te gritaba, te maldecía. ¿Y tú qué hacías? Me sujetabas la cabeza cuando yo vomitaba. Me preparabas el té, me limpiabas el vómito y la mierda, me traías libros, ibas y venías de la biblioteca, me leías toda la noche. «Debo a este hombre -pensé-. Le debo un par de pasos adelante en mi carrera. Debería hacer por él un gesto doloroso. Si puedo ayudarle a conseguir una posición influyente en el mundo, sería magnífico, ya es algo bueno. Para el mundo y para él. No muchos hombres buenos logran hoy una posición de influencia. Así que utilizaré una pequeña estratagema e iré a verle. Y a estrecharle la mano. Y a decirle gracias, Sir Magnus. Y a llevarle un regalo para pagar mi deuda y ayudarle en su carrera», pensé. Porque amo a ese hombre, ¿me oyes?
No había llevado un sombrero de paja lleno de paquetes de colores, pero sacó de la cartera una carpeta y se la entregó a Pym a través de la mesa.
–Has dado un gran golpe, Sir Magnus -declaró orgullosamente, mientras Pym levantaba la tapa-. He tenido que espiar mucho para agenciártelo. He corrido muchos riesgos. No importa. Es mejor que Grimmelshausen, creo. Si llegan a descubrir lo que he hecho, podré traerte mis pelotas también.
Pym cierra los ojos y los vuelve a abrir, pero es la misma noche en el mismo cobertizo.
–Soy un sargentillo gordo y checo que ama su vodka -está explicando Axel, mientras Pym, como en un sueño, pasa las páginas de su regalo-. Soy un buen soldado Schweik. ¿Leímos ese libro? Me llamo Pavel. ¿Me has oído? Pavel.
–Claro que lo leímos. Era fantástico. ¿Esto es auténtico, Axel? ¿No es una broma, ni nada por el estilo?
–¿Tú crees que el gordo Pavel corre un riesgo así para gastarte una broma? Tiene una mujer que le pega, críos que le odian, jefes rusos que le tratan peor que a un perro. ¿Me estás escuchando?
Con la mitad de su atención, sí, Pym le está escuchando. También está leyendo.
–Tu buen amigo Axel H. no existe. No le has visto esta noche. En Berna, hace mucho tiempo, desde luego, conociste a un soldado alemán enfermizo que estaba escribiendo un gran libro y que quizá se llamase Axel; ¿qué es un nombre? Pero Axel desapareció. Algún mal bicho le denunció, tú nunca supiste lo que había ocurrido. Esta noche te estás entrevistando con el gordo sargento Pavel, del servicio de espionaje checo, a quien le gusta el ajo, follar y traicionar a sus superiores. Habla checo y alemán, y los rusos le utilizan como burro de carga porque no se fían de los austríacos. Un día zascandilea por su cuartel general en Wiener Neustadt, haciendo de recadero e intérprete, y al día siguiente se le pela el culo de frío en la frontera de la zona, buscando a pequeños espías. La semana siguiente está otra vez en su guarnición del mando oriental, recibiendo patadas de más rusos -Axel da golpecitos en el brazo de Pym-. ¿Ves esto? Presta atención. Esto es una copia de su libro de salarios. Mírela, Sir Magnus. Concéntrate. Te lo ha traído porque no espera que nadie le crea nada de lo que dice si no le acompañan
Unterlagen.
¿
Unterlagen,
te acuerdas? ¿Papeles? Lo que tenía en Berna. Llévatelo. Enséñaselo a Membury.
A regañadientes, Pym alza los ojos de su lectura el tiempo suficiente para advertir el fajo de papel glaseado que Axel sostiene en alto para que lo admire. Una fotocopia es una gran cosa en esos tiempos: placas fotográficas guardadas en un libro de hojas sueltas, con cordones a través de los agujeros. Axel lo aprieta contra Pym y de nuevo le obliga a distraerse del material de la carpeta para que examine la foto del titular: un hombrecillo porcino, a medio afeitar, de ojos abultados y una expresión acre.
–Ése soy
yo,
Sir Magnus -dice Axel, y asesta en el hombro de Pym un golpe bastante fuerte para asegurarse su atención exactamente como solía hacer en Berna-. Mírale, haz el favor. Es un tipo avaro y desgreñado. Se echa muchos pedos, se rasca la cabeza, roba las gallinas de su comandante. Pero no le gusta ver su país ocupado por un hatajo de Ivanes sudorosos que se pavonean por las calles de Praga y te dicen que eres un checo apestoso, y no le gusta que, porque a alguien se le antoja, le despachen a Austria para hacer la pelotilla a una banda de cosacos borrachos. Él también es valiente, ¿comprendes? Es un cobarde pelotillero y valiente.
Pym hace una nueva pausa en la lectura, esta vez para formular una queja burocrática que luego le produce cierta vergüenza.
–Está muy bien todo eso de inventar ese personaje delicioso, Axel, pero ¿qué voy a hacer con él? -razona, con tono quejumbroso-. Se supone que tengo que presentar a un desertor, no un libro de salario. En Graz quieren un cuerpo caliente. No tengo ninguno, ¿no?
–¡Idiota! -grita Axel, fingiendo exasperarse por la estulticia de Pym-. ¡Eres un inocente bebé inglés! ¿Nunca has oído hablar de un desertor en su puesto? ¡Pavel
es
un desertor! Deserta, pero se queda donde está. Dentro de tres semanas vendrá aquí otra vez y te traerá más material. Desertará no sólo una vez, sino veinte, cien veces, si tú eres sensato. Es un empleado del espionaje, un correo, un militar de baja graduación, un factótum, un sargento de códigos y un alcahuete. ¿No te das cuenta de lo que eso significa en términos de acceso? Te traerá una y otra vez información maravillosa. Sus amigos en la unidad de frontera le ayudarán a cruzar. En nuestro próximo encuentro tendrás las preguntas que le va a hacer Viena. Estarás en el centro de una industria fantástica. «¿Puedes conseguirnos esto, Pavel? ¿Qué quiere decir esto otro, Pavel?» Si te portas bien con él, si vienes solo, si le traes un pequeño obsequio, puede que él conteste a esas preguntas.
–¿Y él serás tú? ¿Te veré a ti?
–Verás a Pavel.
–¿Y tú serás Pavel?
–Sir Magnus. Escucha.
Apartando la cartera situada entre ellos, Axel pone su vaso al lado del de Pym y acerca tanto su silla que su hombro empuja el de Pym y su boca casi toca el oído de Pym.
–¿Estás atento, muy atento?
–Por supuesto.
–Porque creo que eres tan increíblemente estúpido que más vale que no juegues a este juego en absoluto. Escucha.
Pym exhibe exactamente la sonrisita que solía esbozar cuando Axel le estaba explicando por qué era un
Trottel
por no comprender a Kant.
–Lo que Axel está haciendo por ti esta noche, no lo podrá deshacer durante toda su vida. Me estoy jugando el pescuezo por ti. Igual que Sabina te dio a su hermano, Axel te entrega a Axel. ¿Comprendes? ¿O eres demasiado cretino para comprender que estoy poniendo mi futuro en tus manos?