Un espia perfecto (72 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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Y te marchaste, convencido de que habías sembrado una pizca más de polvo de estrellas en los ojos de Pym. Y así era, Jack. Lo habías hecho. Sólo que, en el caso de Pym, lo que sube conoce la manera de bajar, y le disgustó enterarse de que su matrimonio inminente había recibido la aprobación de la Casa cuando todavía aguardaba la suya.

–Entonces, ¿cómo te ganas
exactamente
la vida, muchacho? No lo entiendo muy bien -preguntó el padre de Belinda, no por primera vez, durante una conversación sobre las personas a quienes invitar.

–En un laboratorio lingüístico patrocinado por el gobierno, señor -contestó Pym, de acuerdo con las vagas directrices de la Casa respecto a cobertura-. Planificamos intercambios de académicos de diversos países y organizamos cursos para ellos.

–A mí me suena al servicio secreto -dijo el padre de Belinda, con aquella extraña risa cascada que siempre parecía saber demasiado.

A su futura esposa, por otra parte, Pym le contó absolutamente todo lo que sabía de su trabajo. Le enseñó cómo podía partirle la tráquea con un solo golpe y sacarle los ojos fácilmente con dos dedos. Y le enseñó el modo en que ella podía romper los huesecitos del pie de alguien que le estuviese molestando por debajo de la mesa. Le contó todo aquello que le convertía en un héroe anónimo de Inglaterra que iba a enderezar el mundo sin ayuda.

–Pero ¿cuántas personas has matado? -le preguntó Belinda con expresión lúgubre, sin contar a las que sólo hubiese mutilado.

–No estoy autorizado a decirlo -respondió Pym, y con un brusco tirón de la mandíbula desvió la mirada hacia los yermos desolados del deber.

–Pues no lo digas -dijo Belinda-. Y no le digas
nada
a papá, porque se lo contará a mamá.

Querida Jemima (escribió Pym por si acaso, una semana antes del gran día):

Se me hace muy raro que los dos vayamos a casarnos con un solo mes de diferencia. Me pregunto muchas veces si estamos haciendo lo correcto. Estoy harto del trabajo tedioso que estoy haciendo, y buscando un cambio. Te quiero.

Magnus

Pym aguardó ansiosamente el correo y escudriñó los páramos que rodeaban el campamento de instrucción para atisbar el «Land Rover» de Jemima volando por el horizonte para rescatarle. Pero nadie acudió, y la víspera de su boda estaba de nuevo solo, paseando de noche por las calles de Londres y fingiendo que le recordaban a Karlovy Vary.

¡Y qué recién casado fue, Tom! ¡Qué boda celebraron! Sacerdotes con la humildad de la clase alta, la gran iglesia afamada por su permanencia y sus éxitos previos, la recepción frugal en un hotel de Bayswater semejante a una tumba, y allí, en el centro de la muchedumbre, nuestro Príncipe Encantador en persona, charlando brillantemente con las testas coronadas de los barrios periféricos. Pym no olvidó el nombre de nadie, fue locuaz e informativo sobre el tema de los laboratorios de lingüística patrocinados por el gobierno, dedicó a Belinda largas y tiernas miradas. Todo lo cual, por lo menos, hasta que alguien desconectó la banda sonora, la de Pym inclusive, y las caras de sus oyentes se apartaron misteriosamente de él para buscar la causa de la avería. De pronto, las puertas que se comunicaban, al fondo de la habitación, hasta ahora cerradas, fueron abiertas por manos invisibles. Pym supo al instante, en los dedos de los pies, simplemente por el ritmo y la pausa, y por el modo en que la gente se separaba ante el espacio vacío, que alguien había frotado la lámpara maravillosa. Dos camareros entraron con la gracia de hombres que han recibido una buena propina, transportando bandejas de champán sin descorchar y salmón ahumado, aunque la madre de Belinda no lo había encargado y había decidido que el champán no iba a servirse hasta el brindis por los novios. Acto seguido se repitió entera la escena de la elección de Gulworth, pues primero apareció Muspole, seguido por un hombre flaco con un tajo de navaja en la cara, y cada uno sujetó una jamba mientras Rick irrumpía vistiendo la indumentaria completa de Ascot, con el cuerpo inclinado hacia atrás, extendiendo de par en par los brazos y sonriendo simultáneamente a todas partes.

–¡Hola, hijo! ¿No reconoces a tu viejo camarada? ¡Ésta corre de mi cuenta, muchachos! ¿Dónde está la novia? ¡Por Júpiter, hijo, es una belleza! Ven aquí, querida. ¡Dale un beso a tu viejo suegro! Dios mío, tienes buenas carnes. ¿Dónde la has escondido todos estos años, hijo?

Dando a cada uno un abrazo, Rick encaminó a la pareja de recién casados al patio del hotel, donde un Jaguar flamante, pintado de amarillo, obstaculizaba el paso a todo el mundo, con cintas nupciales blancas atadas al capó y un racimo de gardenias de
Harrods
, de una milla de alto, atestando el asiento del copiloto, y Cudlove al volante con un clavel violeta en el ojal.

–¿Alguna vez habías visto uno igual, hijo? ¿Sabes lo que es? Es el regalo de tu padre para vosotros, y nadie os lo va a quitar mientras yo viva. Cuddie va a llevaros adonde queráis ir y os lo va a dejar luego, ¿verdad, Cuddie?

–Les deseo a los dos la mejor fortuna en la vida que han elegido, señor -dijo Cudlove, asomando las lágrimas a sus ojos leales.

Del largo discurso de Rick, recuerdo únicamente que fue hermoso, modesto y exento de toda hipérbole, y que versó sobre el tema de que cuando dos jóvenes se aman, nosotros, los viejos, que ya hemos vivido nuestro turno, tendríamos que hacernos a un lado, porque si alguien se lo ha merecido son ellos.

Pym nunca volvió a ver el automóvil, y transcurrió un largo tiempo antes de que volviese a ver a Rick, porque cuando salieron fuera, Cudlove y el «Jaguar» amarillo habían desaparecido, y dos hombres de paisano, que a todas luces eran detectives de la policía, estaban hablando en voz baja con el confundido director del hotel. Pero tengo que decirte, Tom, que fue el mejor de nuestros regalos de boda, descontando quizá el ramo de amapolas rojas que un hombre de aspecto polaco, con una gabardina «Burberry», arrojó a los brazos de Pym, sin una tarjeta o explicación, cuando él y Belinda partieron al crepúsculo para una semana de estancia en Eastbourne.

–Lánzale al ruedo ahora que está limpio -dice el jefe de personal, que tiene una manera de hablar de las personas como si no estuvieran sentadas al otro lado de la mesa.

Pym está adiestrado. Pym está completo. Pym está equipado y listo, y una sola cuestión queda pendiente. ¿Qué capa llevará? ¿Qué disfraz encubrirá la armazón secreta de su madurez? En una serie de entrevistas infructuosas que recuerdan la bolsa de trabajo de Oxford, el jefe de personal desgrana un rosario de posibilidades. Pym será un escritor independiente. ¿Pero sabe él escribir y Fleet Street le contratará? Con una claridad desarmadora, hacen desfilar a Pym por las oficinas de la mayor parte de nuestros grandes periódicos nacionales, cuyos directores fingen neciamente que desconocen de dónde procede o por qué se presenta, aunque a partir de ese momento conocerán a Pym para siempre como un producto de la Casa, y él a ellos. Se encuentra ya a mitad de camino hacia el estrellato con el
Telegraph
cuando un genio del quinto piso concibe un plan mejor:

–Escuche: ¿qué tal si vuelve a tratarse con los comunistas, aprovecha las antiguas amistades y se consigue una entrada en la función internacional de la izquierda? Siempre hemos querido tirar una piedra en ese estanque.

–Parece fascinante -dice Pym, que se ve vendiendo
Marxismo hoy
en esquinas de la calle durante el resto de su vida.

Un plan más ambicioso consiste en introducirle en el parlamento para que no pierda de vista a algunos de esos compañeros de viaje con acta de diputados:

–¿Alguna preferencia particular por un partido, o no somos melindrosos? -pregunta el jefe de personal, todavía con el traje de
tweed
de su fin de semana en Wiltshire.

–Si a usted le da lo mismo, preferiría que no fuesen los liberales -contesta Pym.

Pero nada dura mucho en la política, y una semana más tarde Pym es destinado a uno de los bancos privados cuyos directores se pasan el día entrando y saliendo de la Oficina Central de la Casa, quejándose del oro ruso y de la necesidad de proteger nuestras rutas comerciales de los bolcheviques. Pym es invitado a almorzar en el Instituto Bancario por una sucesión de capitanes de las finanzas que creen que pueden disponer de una vacante.

–Conocí a un Pym -dice uno, al segundo o tercer brandy-. Llevaba a lo grande una sucia oficina en Mount Street o cercanías. El mejor hombre que he conocido en su oficio.

–¿Qué oficio era, señor? -pregunta cortésmente Pym.

–Estafador -dice su anfitrión con una risa caballuna-. ¿Algún parentesco?

–Debe de ser el sinvergüenza de mi tío lejano -dice Pym, riéndose también, y regresa apresuradamente al santuario de la Casa.

Prosigue el baile, aunque nunca sabré con cuánta seriedad, porque Pym no está todavía al tanto de estas deliberaciones entre bastidores, si bien no es por falta de registros en cajones de escritorios y armarios de acero cerrados con llave. Luego la atmósfera cambia de repente.

–Oiga -dice el jefe de personal, tratando de ocultar su irritación-. ¿Por qué demonios no nos recordó que hablaba checo?

Al cabo de un mes, Pym realiza prácticas de dirección en una empresa de ingeniería eléctrica de Gloucester, sin que le hayan exigido experiencia previa. El director de la empresa, para duradera lamentación suya, había sido condiscípulo del jefe supremo de la Casa, y ha cometido el error de aceptar una serie de valiosos contratos con el gobierno en una época en que los necesitaba. A Pym le asignan el mando del departamento de exportaciones, con la misión de conquistar el mercado del este de Europa. Su primer cometido es casi el último.

–Bueno, ¿por qué no se da un paseo por Checoslovaquia y sondea el mercado? -dice tristemente el especulativo empresario de Pym. Y, para sus adentros: «Y acuérdate,
por favor,
de que tus andanzas por allí no tienen
nada
que ver con
nosotros,
¿me comprendes?»

–Una ida y vuelta rápida -le dice alegremente el controlador de Pym, en el piso franco de Camberwell, donde los agentes cachorros reciben las órdenes operativas antes de perder sus dientes de leche. Entrega a Pym una máquina de escribir portátil con cavidades ocultas en el carro.

–Sé que parece tonto -dice Pym-, pero no sé escribir a máquina.

–Todo el mundo sabe escribir un
poco
-dice el controlador-. Practique durante el fin de semana.

Pym vuela a Viena. Recuerdos, recuerdos. Pym alquila un coche. Pym cruza la frontera sin el más mínimo problema, esperando encontrar a Axel al otro lado.

El campo era austríaco y hermoso. Había muchos cobertizos a la orilla de muchos lagos. Pym visitó en Plze una fábrica descorazonada en compañía de hombres de cara cuadrada. Por la noche se acogió a la seguridad del hotel, vigilado por un par de policías secretas que bebían sendos cafés hasta que él se fue a la cama. Sus visitas siguientes eran en el norte. En la carretera de Ústí vio camiones del ejército y memorizó la insignia de su unidad. Al este de Ústí se encontraba una fábrica de la que la Casa sospechaba que producía contenedores de isótopos. Pym no tenía muy claro lo que era un isótopo ni lo que había en los contenedores, pero dibujó un croquis de los edificios principales y lo escondió en la máquina de escribir. Al día siguiente continuó viaje a Praga y a la hora convenida se sentó en la famosa iglesia Tyn, que tiene una ventana desde donde se ve el viejo apartamento de Kafka. Turistas y funcionarios deambulaban por el recinto, serios.

«Entonces K empezó a andar despacio»,
leyó Pym, sentado en el tercer banco a partir del altar, en la nave lateral orientada al sur.
«K se sentía melancólico y aislado a medida que avanzaba entre las filas de bancos vacíos, con los ojos del sacerdote fijos en él, según presentía.»

Necesitando un descanso, Pym se arrodilló y rezó. Con un gruñido y un resoplido, un hombre voluminoso arrastró los pies a su lado y tomó asiento. Pym olió a ajo y pensó en el sargento Pavel. A través de un resquicio entre sus dedos, Pym identificó las señales de reconocimiento: mancha de pintura blanca en la uña izquierda, otra de azul en el gemelo izquierdo, una mata de desaliñado pelo negro, un abrigo también negro. «Mi contacto es un artista -comprendió-. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?» Pero Pym no volvió a sentarse, no aflojó el paquetito que llevaba en el bolsillo como un movimiento previo antes de depositarlo entre ellos dos en el banco. Permaneció arrodillado y pronto descubrió por qué lo había hecho. Oyó el crujido de pies entrenados que se dirigían hacia él por el pasillo. Los pasos se detuvieron. Una voz de hombre dijo en checo: «Acompáñenos, por favor.» Con un suspiro de resignación, el vecino de Pym se puso de pie fatigosamente y les siguió afuera.

–Pura coincidencia -aseguró a Pym su controlador, muy divertido, cuando volvió a Inglaterra-. Ya nos ha seguido algunas veces. Le detuvieron para un interrogatorio de rutina. Le someten a uno cada seis semanas. Ni siquiera se les pasó por la cabeza que pudiese estar haciendo un encuentro clandestino. Y mucho menos con un chico de tu edad.

–¿No cree usted que… bueno, que haya hablado? -preguntó Pym.

–¿Kyril? ¿Denunciarte
a ti?
Bromeas. No te preocupes. Te daremos otra oportunidad dentro de unas semanas.

A Rick no le complació enterarse de la aportación de Pym a la campaña de exportaciones inglesa, y así se lo dijo en una de sus visitas furtivas desde Irlanda, donde había establecido sus cuarteles de invierno mientras despejaba ciertos malentendidos con Scotland Yard y se abría camino en la nueva profesión, muy competida, de los desahucios del West End.

–¿Trabajar de viajante… mi propio hijo? -exclamó, para alarma de las mesas contiguas-. ¿Vendiendo máquinas de afeitar eléctricas a un hatajo de comunistas extranjeros? Ya
hicimos
todo eso, hijo. Se acabó. ¿Para qué te pagué tu educación? ¿Dónde está tu patriotismo?

–No son máquinas de afeitar eléctricas, papá. Vendo alternadores, osciladores y bujías. ¿Qué tal está tu copa?

La hostilidad hacia Rick era un sentimiento nuevo y vertiginoso para Pym. Lo desahogó cautamente, pero con excitación creciente. Si comían juntos, insistía en pagar la cuenta para saborear la desaprobación de Rick al ver a su propio hijo pagando con dinero contante y sonante cuando una simple firma hubiera resuelto el expediente.

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