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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (75 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–Escuche, joven Pym, ¿qué le hace pensar que esos fulanos no van a esquivarle la siguiente vez que se presente en su puerta?

Pero Pym está con ánimo de entrevista, dispone de un amplio auditorio y es invencible.

–Es una corazonada, señor, simplemente. -Cuenta hasta dos, despacio-. Creo que confiaron en mí. Creo que están manteniendo la boca cerrada y esperando a que yo aparezca, como dije que haría.

Y los acontecimientos demostraron que estaba en lo cierto, como debía ser, ¿verdad, Jack? Desafiando a todos, nuestro héroe regresa a Checoslovaquia, sin reparar en el riesgo, y se presenta ante la puerta misma de sus informantes: ¿cómo no iba a hacerlo si le acompaña Axel, que hace las presentaciones? Porque en esta ocasión no habrá sargentos Pavel. Ha nacido un elenco de actores fieles y despiertos: Axel es su empresario y ellos son los miembros fundadores. La red se organiza penosa y peligrosamente. Pym es su artífice, un hombre frío como se han visto pocos; Pym, el último héroe de los pasillos, el tipo que ha creado la red Conger.

Los sistemas de selección natural de la Casa, acelerados por las instigaciones de Jack Brotherhood, ya no admiten resistencia.

–¿Que ha entrado en el ministerio de Exteriores? -repite el padre de Belinda, con una perplejidad intensa y artificial-. ¿Le han destinado a
Praga?
¿Cómo se consigue
eso
desde una empresa de electrónica en quiebra? Vaya, vaya, qué cosas.

–Es un contrato. Necesitan gente que hable checo -dice Pym.

–Está fomentando el comercio inglés, papá. No lo entenderías. Eres agente de bolsa -dice Belinda.

–Bueno, por lo menos deberían haberle dado una coartada decente, ¿no crees? -dice el padre de Belinda, con su risa exasperante.

En el piso franco más nuevo y más secreto de la Casa en Praga, Pym y Axel brindan por el nombramiento de Pym como segundo secretario de comercio y encargado de visados de la embajada inglesa. Pym observa con placer que Axel ha engordado. Las huellas del sufrimiento se están borrando de sus facciones macilentas.

–Por el país de la libertad, Sir Magnus.

–Por América -dice Pym.

Mi queridísimo padre:

Me alegra muchísimo que apruebes mi nombramiento. Por desgracia no estoy aún en situación de convencer a Pandit Nehru de que te conceda una audiencia para que puedas exponerle tu proyecto de construir un campo de fútbol, aunque imagino perfectamente la pujanza que podría dar a la combativa economía india.

«¿Entonces no había ningún agente auténtico?», te oigo preguntar, Tom, con un tono de desencanto. ¿Eran falsos
todos
? En realidad había agentes auténticos. ¡No temas! Y muy buenos, por cierto: los mejores. Y cada uno de ellos se beneficiaba de la habilidad perfeccionada de Pym, y le respetaban del mismo modo que Pym respetaba a Axel. Y Pym y Axel respetaban también, a su manera, a los auténticos agentes, y les consideraban los embajadores involuntarios de la operación, que atestiguaban su curso normal y su integridad. Y usaban sus buenos oficios para proteger y promover a los agentes, arguyendo que toda mejora en sus circunstancias aportaba gloria a las redes. Y les trasladaban de matute a Austria para su adiestramiento y reeducación clandestinas. Los agentes auténticos eran nuestras mascotas, Tom. Nuestras estrellas. Nos asegurábamos de que nunca volviera a faltarles de nada, siempre que Pym y Axel estuvieran allí para atenderles. Eso fue, en la práctica, lo que lo echó todo a rodar. Pero más tarde.

Ojalá pudiera expresarte acertadamente, Jack, el placer que produce ser realmente bien dirigido. Ni una pizca de celos ni de ideología. Axel estaba tan deseoso de que Pym amase a Inglaterra como de encaminarle a América, y fue un rasgo de su genio, a lo largo de nuestra colaboración, alabar las libertades de occidente a la par que insinuaba tácitamente que Pym tenía la posibilidad, cuando no el deber como hombre libre, de llevar parte de esta libertad al este. ¡Puedes reírte, Jack! ¡Y puedes agitar tus cabellos grises por la inocencia abismal de Pym! ¿Pero no puedes concebir lo fácil que para Pym fue tomar bajo su protección a un país minúsculo y empobrecido cuando el suyo era tan próspero, tan victorioso y de tanta alcurnia? ¿Y, desde su perspectiva, tan absurdo? ¿Amar a la pobre Checoslovaquia como un protector rico a través de sus terribles vicisitudes, por afecto a Axel? ¿Perdonar de antemano los errores de la patria adoptada? ¿E imputarlos a las muchas traiciones que su Inglaterra natal había perpetrado contra ella? ¿Te asombra sinceramente que Pym, al establecer vínculos con los proscritos, estuviera huyendo una vez más de lo que le retenía? ¿Te asombra que quien había amado buscar su camino a través de tantas fronteras amara ahora buscarlo franqueando otra, con Axel a su lado para indicarle cómo caminar y por dónde cruzarla?

–Lo siento, Bel -decía Pym a Belinda cuando la abandonaba una vez más ante el tablero de
scrabble
en su apartamento oscuro del guetto diplomático de Praga-. Tengo que ir al norte. Un día o dos, quizá. Vamos, Bel. Besitos. No hubieras preferido estar casada con un hombre que trabaja de nueve a cinco, ¿verdad?

–No encuentro el
Times
-dijo ella, apartándole-. Supongo que otra vez te lo has dejado en la maldita embajada.

Pero por muy crispados que estuvieran los nervios de Pym cuando llegaba a la cita, Axel le restauraba cada vez que se veían. Nunca tenía prisa, nunca era inoportuno. En todo momento se mostraba respetuoso con la susceptibilidad y las penas de su agente. No era parálisis por un lado y trepidación por otro, Tom: lejos de eso. Las ambiciones que Axel abrigaba eran también extensivas a Pym. ¿No era acaso Pym su cuenco de arroz, su fortuna en todos sus significados, su pasaporte para acceder a los privilegios y a la posición de una élite remunerada del partido? ¡Oh, cómo estudiaba a Pym! ¡Con qué delicadeza le engatusaba y mimaba! ¡Qué meticuloso era para ponerse el ropaje que Pym necesitaba que adoptase! Ahora era el manto del padre juicioso y estable que Pym nunca había tenido, ahora los harapos del padecimiento, que eran el uniforme de su autoridad, ahora la sotana del único confesor de Pym, su Murgo absoluto. Tenía que aprender los códigos y las evasivas de Pym. Tenía que interpretarle antes de que él mismo lo hiciera. Tenía que regañarle y perdonarle como los padres que nunca le cerrarían la puerta en las narices, ni se reirían cuando Pym estuviese melancólico y mantendrían viva la llama de todas sus ilusiones cuando estuviera decaído y diciendo: «No puedo, estoy solo y tengo miedo.»

Ante todo, tenía que mantener las dotes de su agente constantemente alerta contra la tolerancia aparentemente ilimitada de la Casa, porque ¿cómo hubiéramos podido atrevernos a creer, cualquiera de los dos, que el querido, el muerto bosque de Inglaterra no era un camuflaje para algún juego magistral que se estaba jugando en su interior? ¡Imagínate los quebraderos de cabeza que Axel tuvo, a medida que Pym seguía produciendo sus montañas de material de espionaje, para persuadir a sus amos de que no eran víctimas de un grandioso engaño imperialista! Los checos te admiraban tanto, Jack. Los más viejos te conocían de la guerra. Conocían tus dotes y las respetaban. Conocían los peligros, todos los días, de subestimar a su astuto adversario. Axel tenía que luchar más de una vez con ellos, cuerpo a cuerpo. Tenía que discutir con los mismos esbirros que le habían torturado, a fin de impedir que retiraran de la circulación a Pym y le administraran un poco de la medicina que periódicamente hacían probar a algún otro, en la remota posibilidad de arrancarle una confesión cierta: «Sí, soy un hombre de Brotherhood -querían que gritara-. Sí, estoy aquí para desinformaros. Para distraer vuestra atención de nuestras operaciones antisocialistas. Sí, Axel es mi cómplice. Cogedme, colgadme, cualquier cosa menos esto.» Pero Axel prevalecía. Suplicaba, intimidaba, golpeaba la mesa, y cuando se planeaban todavía más purgas para explicar el caos provocado por las últimas, reducía a sus enemigos al silencio amenazándoles con denunciarles por su apreciación insuficiente de la históricamente inevitable decadencia imperialista. Y Pym le auxiliaba en cada palmo del itinerario. Se sentaba de nuevo a la cabecera de su cama -aunque sólo fuera metafóricamente- y le proporcionaba alimento y valor, le sostenía el ánimo. Saqueaba los archivos de la oficina. Armaba a Axel con muestras escandalosas de la incompetencia de la Casa en todo el mundo. Hasta que, combatiendo de este modo por su supervivencia mutua, Pym y Axel estrecharon aún más su lazo mutuo, y cada uno de ellos depositaba los elementos irracionales de su propio país a los pies del otro.

Y de vez en cuando, después de librada victoriosamente una batalla o después de haber obtenido, un bando u otro, una gran exclusiva, Axel se ponía las ropas lúdicas del libertino y organizaba una escapada en la medianoche a su frugal equivalente de St. Moritz, que era un pequeño castillo blanco en las montañas Gigantes, reservado por los suyos para las personas de las que tenían una opinión elogiosa. Fueron por primera vez allí para la celebración de un aniversario, en una limusina con las ventanas ennegrecidas. Pym llevaba dos años en Praga.

–He decidido obsequiarte un excelente agente nuevo, Sir Magnus -anunció Axel, cuando zigzagueaban alegremente por la carretera de grava-. La red Vigilante está lamentablemente escasa de espionaje industrial. Los americanos brindan por el colapso de nuestra economía, pero la Casa no les proporciona nada que justifique su optimismo. ¿Qué te parecería un ejecutivo medio de nuestro gran Banco Nacional de Checoslovaquia, con acceso a algunos de nuestros desbarajustes más graves?

–¿Dónde se supone que tengo que encontrarle? -contestó Pym cautamente, porque se trataba de decisiones delicadas que exigían una extensa correspondencia con la Oficina Central antes de que autorizasen la aproximación a una nueva fuente en potencia.

La mesa de la cena estaba puesta para tres, y los candelabros estaban encendidos. Los dos hombres habían dado un largo y pausado paseo por el bosque y ahora estaban tomando un aperitivo mientras aguardaban a su huésped.

–¿Cómo está Belinda? -preguntó Axel.

No era un tema que comentasen a menudo, porque Axel tenía poca paciencia con las relaciones insatisfactorias.

–Bien, como siempre, gracias.

–Nuestros micrófonos no nos dicen eso. Dicen que os peleáis día y noche como el gato y el perro. Estáis deprimiendo mortalmente a nuestros escuchas.

–Diles que ya zanjaremos nuestras divergencias -dijo Pym, en un insólito arranque de amargura.

Un coche ascendía por la cuesta. Oyeron las pisadas del viejo criado y el ruido metálico de cerrojos.

–Te presento a tu nuevo agente -dijo Axel.

La puerta se abrió ruidosamente y entró Sabina. Un poco más madura, quizás, en las caderas; una o dos líneas duras de la burocracia en torno a la mandíbula; pero su deliciosa Sabina, con todo. Llevaba un austero vestido negro con el cuello blanco y zapatos compactos del mismo color que debían de constituir su orgullo, porque tenían brillantes verdes en las tiras y el fulgor del ante de imitación. Al ver a Pym se detuvo en seco y le dirigió una adusta mirada de recelo. Por un momento, su expresión reflejó la más radical censura. Luego, para deleite de Pym, rompió a reír con su loca carcajada eslava y corrió a envolverle con su cuerpo, como había hecho en Graz cuando él recibió sus primeras y vacilantes lecciones de checo.

Y así fue, Jack. Sabina subió y subió hasta convertirse en el agente jefe de la red Vigilante y en la querida de sus sucesivos oficiales ingleses, aunque tú la conociste como Vigilante Uno o bien como la intrépida Olga Kravitsky, secretaria del Comité Interno de Praga para asuntos económicos. La retiramos, si te acuerdas, cuando estaba esperando su tercer hijo de su cuarto marido, en una cena especial celebrada en su honor en Berlín occidental, cuando estaba asistiendo a su última conferencia de banqueros del Comecon en Potsdam. Axel la retuvo un poco más de tiempo antes de decidirse a seguir tu ejemplo.

–Me han destinado a Berlín -dijo Pym a Belinda, en la seguridad de un parque público, al final de su segundo turno de servicio en Praga.

–¿Por qué me lo dices? -preguntó Belinda.

–No sabía si te gustaría acompañarme -contestó Pym, y Belinda empezó a toser otra vez, la tos larga e imparable que debía de haber contraído por causa del clima.

Belinda volvió a Londres y siguió un curso de periodismo de la universidad a distancia, aunque ninguno sobre las maneras silenciosas de matar. Finalmente, a los treinta y siete años, se lanzó al azaroso sendero de las causas liberales en boga y, tras haber conocido a varios Paul, se casó con uno y tuvo una hija díscola que le criticaba por todo lo que hacía, lo que ocasionó a Belinda la sensación de estar reconciliándose con sus propios padres. Y Pym y Axel emprendieron la última etapa de su peregrinación. En Berlín les aguardaba un futuro más radiante y una traición más madura.

A la atención del coronel Evelyn Tremaine, D.S.O.
[15]

Pioneer Corps, retirado.

APARTADO DE CORREOS 9077

MANILA

A su Excelencia

Sir Magnus Richard Pym, Condecoraciones

The British High Mission,

BERLÍN

Queridísimo hijo:

Una simple nota que confío en que no entorpezca tu camino hacia la cumbre, puesto que nadie debe esperar gratitud hasta que le toque el turno de comparecer ante Nuestro Padre, cosa que espero hacer en breve. No obstante hallarse la ciencia médica aquí todavía en una fase primitiva, parece probable que este cruel verano sea el último del abajo firmante, a pesar del sacrificio del alcohol y otros consuelos. Si envías dinero para el tratamiento o el entierro, asegúrate de que extiendes el cheque y el sobre a nombre del coronel, no al mío, ya que el nombre de Pym es persona non grata para los nativos, y de todas maneras podría haber muerto.

Con la esperanza de alcanzar clemencia,

Rick T. Pym

Posdata: Me han informado de que en Berlín puede conseguirse oro 916 a precio de saldo, y la valija diplomática es accesible a los altos cargos que buscan una oportunidad de ganancia informal. Perce Loft es localizable en su antigua dirección y te asesorará por una tarifa del diez por ciento, pero ojo con él.

Berlín. ¡Qué nido de espías, Tom! ¡Qué bargueño lleno de secretos líquidos e inútiles, qué campo de recreo para todo alquimista, milagrero y flautista de Hamelín que hayan optado por ponerse una venda y apartar la mirada de las ingratas coacciones de la realidad política! Y, siempre en el centro, el bueno y grande corazón americano, gallardamente tamborileando sus canciones honorables en nombre de la libertad, la democracia y la liberación del pueblo.

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