Un espia perfecto (36 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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Schön guten Abend,
Sir Magnus -dijo. Llevaba en la mano un gorro de paja invertido. Pym vio dentro de él paquetes bellamente envueltos-. ¿Por qué nunca nos hablamos allá arriba? Se diría que estamos a veinte kilómetros en vez de a veinte centímetros. ¿Todavía está luchando contra los alemanes? Somos aliados, tú y yo. Pronto estaremos luchando contra los rusos.

–Supongo que sí -respondió débilmente Pym.

–¿Por qué no llamas a mi puerta alguna vez en que te sientas solo? Podemos fumar un puro juntos, arreglar el mundo un poco. ¿Te gusta hablar de tonterías?

–Me gusta mucho.

–De acuerdo. Hablaremos de bobadas.

Pero en el momento en que su arrastrar de pies se alejaba al encuentro del señor San, Axel se detuvo y se volvió. Y por encima de su hombro cubierto por la rebeca dirigió a Pym una mirada burlona y casi desafiante, como si se preguntara si no se había precipitado al dispensarle su confianza.


¿Aber dann können wir doch Freunde sein,
Sir Magnus? Después de todo, entonces, ¿podemos ser amigos?


Ich würde mich freuen!
-contestó Pym cordialmente, encarando su mirada sin temor. ¡Me encantaría!

Se estrecharon la mano nuevamente, pero esta vez con ligereza. En el mismo momento las facciones de Axel compusieron una sonrisa de alegría tan chispeante que inundó el corazón de Pym y se prometió que seguiría a Axel a cualquier parte durante todas las Navidades que llegara a vivir. La fiesta empezó. Las chicas tocaron villancicos y Pym cantó como el que más, utilizando palabras inglesas cuando le fallaba el vocabulario alemán. Hubo discursos y después un brindis por los amigos y familiares ausentes, momento en el cual los pesados párpados de Axel casi ocultaron sus ojos y guardó silencio. Pero luego, como ahuyentando los malos recuerdos, se levantó bruscamente y empezó a vaciar el gorro que había traído mientras Pym se situaba cerca para ayudarle, sabedor de que esto era lo que Axel había hecho siempre en Navidad, estuviera donde estuviese. Para las hijas había confeccionado flautas, todas ellas con el nombre respectivo tallado en la parte inferior. ¿Cómo las había fabricado con sus débiles manos blancas? ¿Tan exquisitamente, sin que Pym le oyera a través del tabique? ¿Dónde había encontrado la madera, la pintura y los pinceles? Para los Ollinger sacó lo que ahora sé que constituye otro emblema de la vida carcelaria, una maqueta confeccionada con palos de cerillas de un arca con figuras pintadas de nuestra familia acrecentada saludando con la mano desde las portillas. Al señor San y a Jean-Pierre les regaló cuadrados de tela parecidos a los que antiguamente Pym había hecho para Dorothy en un telar casero entre clavos. Para la pareja de Basilea, un ojo diseñado en lana para exorcizar lo que les afligía. Y para Pym -todavía considero un cumplido que me dejase para el final-, para Sir Magnus tenía un ejemplar muy usado del
Simplicissimus
de Grimmelshausen encuadernado en viejo bucarán marrón, libro del que Pym ignoraba la existencia pero que se moría de ganas de leer, porque le proporcionaba un pretexto para llamar a la puerta de Axel. Lo abrió y leyó la dedicatoria en alemán. «Para Sir Magnus, que nunca será mi enemigo.» Y en el extremo superior izquierdo, con una tinta más vieja, pero en una muestra más joven de la misma mano: «A. H. Carlsbad, agosto 1939.»

–¿Dónde está Carlsbad? -preguntó Pym antes de haber tenido tiempo de pensárselo, y al instante advirtió la tirantez de los presentes, como si todo el mundo supiera la mala noticia menos él, que aún no tenía la edad de conocerla.

–Carlsbad ya no existe, Sir Magnus -contestó Axel cortésmente-. Cuando hayas leído
Simplicissimus
entenderás por qué.

–¿Dónde estaba?

–Era mi ciudad natal.

–Entonces me has regalado un tesoro de tu pasado.

–¿Preferirías que te regalase algo que no aprecio?

Y Pym… ¿qué había llevado? Que Dios le ayude, el hijo del presidente y del gerente no estaba acostumbrado a ceremonias llenas de sentido, y no se le había ocurrido nada mejor que una caja de puros para obsequiar al querido Axel.

–¿Por qué no existe ya Carlsbad? -Pym preguntó a Herr Ollinger tan pronto como pudo verle a solas. Herr Ollinger lo sabía todo, excepto cómo dirigir una fábrica. Carlsbad estaba en el Sudetenland, explicó. Era una hermosa ciudad balneario y todo el mundo solía visitarla: Brahms y Beethoven, Goethe y Schiller. Primero fue Austria y luego formó parte de Alemania. Ahora era checoslovaca, tenía otro nombre y todos los alemanes habían sido expulsados.

–¿Entonces adonde pertenece Axel? -preguntó Pym.

–Sólo a nosotros, creo -dijo gravemente Herr Ollinger-. Y tenemos que tener cuidado con él o puedes estar seguro de que van a quitárnoslo.

–Tiene mujeres en su habitación -dijo Pym.

La cara de Herr Ollinger se volvió rosa de pícaro placer.

–Creo que tiene todas las mujeres de Berna -asintió.

Transcurrieron un par de días. El tercero llamó a la puerta de Axel y le encontró fumando de pie junto a la ventana abierta, con varios libros de aspecto pesado abiertos ante él sobre el alféizar. Debía de estar helado, pero al parecer necesitaba aire libre para leer.

–Vamos a dar un paseo -dijo Pym audazmente.

–¿A mi ritmo?

–Bueno, no podemos ir al mío, ¿no?

–Mi constitución rechaza los lugares concurridos, Sir Magnus. Si damos un paseo, mejor que vayamos fuera de la ciudad.

Se llevaron a
Bastl
y recorrieron lentamente el camino de sirga desierto que discurría junto al Aare impetuoso, mientras
Herr Bastl
meaba y se negaba a seguirles y Pym hacía lo posible por mantener los ojos abiertos para avistar a todo el que tuviera pinta de policía. En el valle sin sol, la niebla circulaba en nubes malignas y el frío era implacable. Axel parecía no advertirlo. Daba bocanadas de su puro al mismo tiempo que escupía preguntas con voz suave y divertida. Si así había venido andando desde Austria, pensó Pym, tiritando en pos de él, debía de haber tardado años.

–¿Cómo llegaste a Berna, Sir Magnus? ¿En el curso de un avance o de una retirada? -preguntó Axel.

Siempre incapaz de resistir a una oportunidad de retratarse en una nueva página, Pym puso manos a la obra. Y si bien, como solía, se cuidaba de mejorar la realidad, reordenando los hechos para que se ajustaran a la imagen dominante que tenía de sí mismo, una cautela instintiva le aconsejó contención. Cierto que se dotó de una madre noble y excéntrica, y cierto asimismo que, llegado el momento de describir a Rick, le invistió de muchas de las cualidades que Rick aspiraba a poseer en vano, tales como riqueza, distinción militar y acceso cotidiano a los mandamases del país. Pero en otros aspectos fue comedido y burlón consigo mismo, y cuando refirió la histeria de E. Weber, que hasta entonces no había contado a nadie, Axel se rió tanto que tuvo que sentarse en un banco y encender otro puro para recobrar el aliento, y Pym se reía con él, encantado de su éxito. Y cuando le enseñó la carta misma en la que le decía: «No importa. E. Weber te quiere siempre.» Axel gritó:


Nochmal!
¡Cuéntalo otra vez, Sir Magnus! ¡Te lo ordeno! Y procura que esta vez sea completamente distinto. ¿Dormiste con ella?

–Por supuesto.

–¿Cuántas veces?

–Cuatro o cinco.

–¿En una sola noche? ¡Eres un tigre! ¿Estaba agradecida?

–Era muy, muy experimentada.

–¿Más que tu Jemima?

–Bueno, muy parecida.

–¿Más que tu perversa Lippsie, que te sedujo cuando sólo eras un niño?

–Bueno, Lippsie era algo aparte.

Axel le dio una palmada alegre en la espalda.

–Sir Magnus, eres un príncipe, sin duda. Eres un caballo oscuro, ¿sabes? Un niño tan pequeño y que sin embargo se acuesta con aventureras peligrosas y jóvenes aristócratas inglesas. Te quiero, ¿me oyes? Amo a todas las aristócratas inglesas, pero te amo más a ti.

Al reemprender la marcha, Axel tuvo que rodear con el brazo a Pym para sostenerse, y en lo sucesivo no se avergonzó de usarle como bastón. Durante treinta y cinco años rara vez hemos caminado de otra manera.

Ese atardecer, en algún lugar debajo de un puente, Pym y Axel encontraron un café vacío y Axel insistió en pagar los dos vodkas con el monedero negro que llevaba colgado del cuello con un cordón de cuero. En algún tramo del gélido trayecto de regreso, acordaron que Axel y Pym tenían que comenzar la educación que nunca habían tenido, y que el día siguiente sería el primer día del mundo, y que Grimmelshausen sería el primer tema porque enseñaba que el mundo era un manicomio que por momentos se volvía cada vez más loco, y donde todo lo que parecía bien estaba casi con certeza mal. Convinieron que Axel se encargaría del alemán hablado de Pym y que no descansaría hasta que lo hablase a la perfección. De este modo, en un día y una velada Pym se convirtió en las piernas y en el compañero intelectual de Axel, así como, aun cuando en principio no había sido previsto, en su discípulo, pues durante los meses siguientes desveló para Pym a la musa alemana. Aunque los conocimientos de Axel eran mayores que los de Pym, su curiosidad no le iba a la zaga y su energía era igualmente incansable. Quizá resucitando la cultura de su patria para un inocente estaba reconciliándose con su pasado reciente.

En cuanto a Pym, por fin estaba contemplando las glorias del reino con el que había soñado durante tanto tiempo. La musa alemana no ejercía un atractivo especial sobre él, ni entonces ni más tarde, a pesar de su ruidoso entusiasmo. Si hubiera sido china, polaca o india, no habría supuesto la menor diferencia. Lo importante era que por primera vez suministró a Pym los medios de conceptuarse intelectualmente como un caballero. Y Pym le estaba eternamente agradecido por eso. Al querer que Pym acompañase a Axel de día y de noche en sus exploraciones, le daba el mundo interior que Lippsie había dicho que podría llevar consigo a todas partes. Y Lippsie tenía razón, porque cuando fue al almacén de Ostring donde Herr Ollinger le había conseguido un trabajo nocturno ilegal al servicio de un filántropo, no iba andando ni viajaba en tranvía, sino que se desplazaba con Mozart en su carruaje a Praga. Cuando por las noches limpiaba a sus elefantes sufría las humillaciones del
Soldaten
de Lenz. Cuando sentado en el
buffet
de tercera clase dirigía a Elisabeth miradas enternecedoras, se figuraba que era el joven Werther planeando su vestuario antes de suicidarse. Y cuando sopesaba juntos sus fracasos y esperanzas, podía equiparar su
Werdegang
con los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, y proyectaba incluso entonces una gran novela autobiográfica que mostraría al mundo lo noble y sensible que era comparado con Rick.

Y sí, Jack, las otras semillas ya estaban ahí, claro que estaban: una ración acelerada de Hegel, todo lo que pudieron engullir de una sentada, una ráfaga de Marx y Engels y los ogros del comunismo, porque en definitiva, dijo Axel, era el primer día del mundo.

–Si tenemos que juzgar el cristianismo por la desdicha que ha causado a la humanidad, ¿quién sería cristiano? No aceptamos prejuicios, Sir Magnus. Lo creemos todo cuando lo leemos, y sólo después lo rechazamos. Si Hitler odiaba tanto a estos tipos, no podían ser tan malos, digo yo.

Surgieron Rousseau y los revolucionarios, y
Das Kapital
y el
Anti-Duhring,
y el sol se puso durante varias semanas, aunque juro que no sacamos conclusiones, que yo recuerde, excepto que nos alegramos de que el curso acabara. Y sinceramente dudo ahora de que la sustancia del magisterio de Axel tuviese más trascendencia que el gozo de Pym por el hecho de estarlo recibiendo. Lo que contaba era que Pym estaba feliz desde el momento de levantarse hasta las primeras horas del día siguiente; y que cuando finalmente se acostaban a ambos lados del radiador y dormían, por usar la expresión de Axel, como Dios en Francia, la mente de Pym seguía explorando en sueños.

–Axel ha obtenido la Orden de la Carne Congelada -dijo orgullosamente Pym a Frau Ollinger un día en que cortaba pan para una
fondue
familiar. Frau Ollinger lanzó una exclamación de asco:

–Magnus, ¿qué disparate estás diciendo ahora?

–¡Es verdad! En la jerga de los soldados alemanes es una medalla de combate rusa. Se presentó voluntario cuando estaba en el
Gymnasium.
Su padre podría haberle agenciado un puesto seguro en Francia o en Bélgica. Un
Druckposten
donde salvar el pellejo. Axel no quiso. Quería ser un héroe como sus compañeros de clase.

Frau Ollinger no se mostró complacida.

–Entonces más vale que no digas dónde luchó -dijo severamente-. Axel está aquí para estudiar, no para jactarse.

–Tiene mujeres arriba -dijo Pym-. Suben a escondidas la escalera por las tardes y gritan cuando les hace el amor.

–Si le dan la felicidad y le ayudan a estudiar son bienvenidas. ¿Tú quieres invitar a tu apasionada Jemima?

Furioso, Pym se marchó con paso altivo a su habitación y redactó una larga carta para Rick sobre la injusticia del suizo medio en los asuntos cotidianos. «A veces pienso que la ley aquí remplaza a la amabilidad común -escribió pomposamente-. Especialmente por lo que respecta a las mujeres.»

Rick le contestó a vuelta de correo exhortándole a la castidad: «Es preferible que te conserves puro hasta que hayas elegido lo que te está reservado.»

Querida Belinda:

Las cosas por aquí están un poco difíciles en este momento. Algunos de los estudiantes extranjeros de la casa se están excediendo con su mujerío y he tenido que intervenir porque de lo contrario nunca terminaré mi obra. Quizá si adoptaras la misma actitud firme con Jem puede que, a la larga, le hubieras hecho un favor.

Llegó un día en que Axel cayó enfermo. Pym volvió aprisa del zoo, con un montón de historias divertidas sobre sus aventuras, y le encontró postrado en cama, donde más odiaba estar. Su cuartucho estaba enrarecido por el humo de puro, y su cara pálida oscurecida por sombra y barba de varios días. Una chica zascandileaba por la habitación, pero Axel le ordenó marcharse cuando llegó Pym.

–¿Qué le pasa? -preguntó Pym al médico de Herr Ollinger, fisgando por encima de su hombro, tratando de descifrar la receta.

–Lo que le pasa, Sir Magnus, es que fue bombardeado por los heroicos ingleses -dijo Axel salvajemente desde la cama, con una voz mordaz y desconocida-. Le pasa que medio proyectil inglés se le metió en el culo y tiene problemas para cagarlo.

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