–Tu amiga Poppy no puede venir esta noche, Sir Magnus -dice Axel, suavemente-. Así que, por favor, ¿por qué no dejas de gritar su nombre?
Hombro contra hombro los dos hombres se sientan en los escalones del Capitolio y contemplan en el Mall a la infinitud de seres que ellos han tomado bajo su protección. Axel tiene un cesto que contiene un termo de vodka helada y los mejores pepinillos y el mejor pan moreno que hay en Norteamérica.
–Lo hemos logrado, Sir Magnus -susurra-. Por fin estamos en casa.
Queridísimo padre:
Me complace mucho poder comunicarte mi nuevo nombramiento. El cargo de consejero cultural puede no decirte mucho, pero es un puesto que inspira respeto en los más altos círculos de aquí, e incluso me otorga acceso a la Casa Blanca. Soy asimismo poseedor orgulloso de lo que se llama Salvoconducto Cósmico, que significa literalmente que ya no hay para mí puertas cerradas.
Oh, Dios mío, Tom, ¡qué bien lo pasamos! ¡La gloriosa y desbocada luna de miel última, incluso mientras se encapotaba el cielo!
Sería disculpable que pensases que las funciones de un subdirector de sede, aunque elevadas, son inferiores a las de su jefe. El director de la oficina de Washington flota en el aire superior de la diplomacia informativa. Su tarea consiste en dar masaje al cadáver de la Relación Especial y convencer a todos, inclusive a sí mismo, de que ese muerto está vivo y bien. Todas las mañanas, el pobre Hal Tresider se levantaba temprano, se ponía su vieja corbata de Shirburne y su traje tropical parcheado de sudor, y pedaleaba con semblante serio en su bicicleta rumbo a la arcadia empapada de las dependencias del comité, dejando a tu padre las manos libres para saquear el registro de la oficina, supervisar las filiales de San Francisco, Boston y Chicago o salir pitando para atender a un agente de paso hacia Centroamérica, China o Japón. Otro cometido era guiar a sabihondos ingleses de cara gris por los viveros de la alta tecnología americana, donde los secretos científicos que se comercian en Washington tienen su concepción artificial. Cenar con los pobres diablos, Tom, mientras que otros les habrían dejado pudrirse en sus moteles. Consolarles de su exilio mal pagado y sin mujer en un país extranjero. Charlar con ellos, en una jerga memorizada con premura, de morros de cohetes,
Gees,
ángulo de giro, alcance de tiro y comunicación submarina. Pedirles prestados sus documentos de trabajo para devolvérselos a la mañana siguiente.
–Vaya…
esto
parece interesante. ¿Le importa que le eche una ojeada para nuestro agregado naval? Lleva años incordiando al Pentágono para que se lo dejen ver, pero siempre le han estado dando largas.
El agregado naval echó una ojeada, Londres echó otra, Praga una tercera. ¿Para qué un salvoconducto cósmico sin un permiso de lectura igualmente cósmico?
¡Pobre impasible y respetable Hal! ¡Qué meticulosamente Pym abusó de su confianza y torpedeó sus inocentes ambiciones! No importa. Si no te emplean los del Patrimonio Nacional, siempre puedes contar con el Club Real del Automóvil o con una empresa subvencionada de la City.
–Oye, Pymmie, hay un grupo horrible de físicos que va a visitar el mes que viene el laboratorio de armamento de Livermore -decías, todo disculpas y timidez-. ¿No crees que podrías llegarte hasta allí, dar de comer y beber a unos cuantos y procurar que no se suenen la nariz con el mantel? No comprendo por qué este servicio tiene que comportarse hoy día como si lo dirigiese un hatajo de oficiales de seguridad con los pies planos. Tengo pensado escribir a Londres a este respecto, si consigo robar un momento.
Nunca ha habido un país más fácil de espiar, Tom, una nación tan franca con sus secretos, tan rápida en airearlos, en compartirlos, en confiarlos o en destinarlos demasiado pronto al montón de basura de la obsolescencia americana planeada. Soy demasiado joven para saber si hubo una época en que los americanos pudieron refrenar su admirable pasión comunicativa, pero lo dudo. Ciertamente las cosas han ido cuesta abajo desde 1945, porque no tardó en ser evidente que la información que diez años antes hubiera costado al servicio de Axel miles de dólares en preciosas divisas podría haberse obtenido del
Washington Post,
por un puñado de calderilla, a mediados de los setenta. A veces esto podría habernos ofendido, si hubiéramos tenido menos entereza, porque hay pocas cosas más humillantes en el mundo del espía que proporcionar esta semana una gran exclusiva a Londres y a Praga y leer el mismo material en la
Revista de aviación
a la siguiente. Pero no nos quejábamos. En el vasto huerto de la tecnología americana había frutos de sobra para todos, y a ninguno de nosotros volvió a faltarle de nada.
Camafeos, Tom, azulejos pequeños para tu mosaico es lo único que necesito darte ahora. Mira a los dos amigos retozando bajo un cielo crepuscular, mira cómo captan los últimos rayos de sol antes de que el juego acabe. Mírales robando como niños, a sabiendas de que la policía está a la vuelta de la esquina. Pym no se prendó de América en una noche ni tampoco en un mes, pese a los espléndidos fuegos de artificio del día 4 de julio. Su amor por el país creció con el de Axel. Sin él quizá no hubiera visto la luz nunca. Lo creas o no, Pym llegó resuelto a desaprobar todo lo que viese. Aquel mundo era demasiado joven para él, demasiado exento de autoridad. No encontró asidero, no encontró un veredicto severo contra el que rebelarse. Aquellas gentes vulgares y hedonistas, tan francas y ruidosas, le parecían excesivamente desenvueltas por comparación con su vida enrevesada y encubierta. Amaban su propia prosperidad de un modo demasiado patente y eran sobremanera flexibles y móviles, muy poco sujetas a las servidumbres de lugar, el origen y la clase. No poseían noción de aquel silencio que en la vida de Pym había representado la música de fondo de su represión. En compañía, era cierto, revertían en seguida al modelo y se transformaban en los principitos combativos de los países europeos de donde procedían. Podían enredarte en una intriga que haría sonrojarse a la Venecia medieval. Podían ser holandeses tercos, escandinavos taciturnos, balcánicos homicidas y tribales. Pero cuando se entremezclaban eran americanos, locuaces y cautivadores, y a Pym le costaba mucho hallar un núcleo que traicionar.
¿Por qué no le habían hecho ningún daño? ¿Por qué no le habían puesto impedimentos, por qué no le habían asustado, obligado a sus miembros a adoptar posturas imposibles desde la misma cuna en adelante? Descubrió que añoraba las calles desiertas y oscurecidas de Praga y el abrazo tranquilizador de las cadenas. Deseaba volver a los colegios pavorosos. Quería cualquier cosa menos los horizontes maravillosos que conducían a vidas que él no había vivido. Quería espiar a la esperanza misma, contemplar la salida del sol por el ojo de una cerradura y negar las posibilidades que él no había tenido. Y durante todo este tiempo, irónicamente, la persecución de Europa se estrechaba. Él lo sabía. Axel también. Ni un año había transcurrido cuando los primeros e insidiosos susurros de sospecha empezaron a llegar a sus oídos. Fue, sin embargo, esta misma insinuación de mortalidad lo que despegó a Pym de su desgana y le instigó a llevar la batuta en la relación precisamente en el momento en que Axel le estaba diciendo: termina, vete. Una misteriosa gratitud por la Justa América y su sanción inminente le embargó a medida que, como un gigante desconcertado y torpe, ella se abatía gradualmente sobre él, aferrando en su puño grande y blando la evidencia multiplicadora de la duplicidad de Pym.
–Algunos señoritos de Langley y de Londres empiezan a preocuparse por nuestras redes checas, Sir Magnus -le advirtió Axel, en su inglés rígido y seco, durante una entrevista de emergencia en el aparcamiento del estadio Robert F. Kennedy-. Han empezado a detectar pautas desatinadas.
–¿Qué pautas? No hay pautas.
–Han advertido que las redes checas proporcionan mejor información cuando nosotros las dirigimos y casi nada cuando no lo hacemos. Ésa es la pauta. Hoy día tienen computadoras. Tardan cinco minutos en ponerlo todo patas arriba y preguntarse cuál es la vía eficaz. Hemos sido negligentes, Sir Magnus. Apuntábamos demasiado alto. Nuestros padres tenían razón. Si quieres que una cosa esté bien hecha, tienes que hacerla tú mismo.
–Jack Brotherhood puede dirigir esas redes tan bien como nosotros. Los jefes de agentes son verídicos, informan de todo lo que hayan averiguado. Todas las redes languidecen de vez en cuando. Es normal.
–Esas redes sólo languidecen cuando no estamos allí. Sir Magnus -repitió Axel pacientemente-. Es lo que ha intuido Langley. Les molesta.
–Entonces da a las redes mejor material. Comunica con Praga. Di a tus señoritos que necesitamos una primicia.
Axel movió la cabeza tristemente.
–Tú conoces Praga, Sir Magnus. Conoces a mis señoritos. El hombre que está ausente es el hombre contra quien conspiran. No tengo poder para convencerles.
Pym analizó con calma la opción que le quedaba. Durante la cena, en su casa elegante de Georgetown, mientras Mary interpretaba el papel de anfitriona cortés, cortés señora inglesa, cortés gheisa diplomática, Pym se preguntó si no sería el momento de persuadir a Poppy de que cruzase una frontera más, después de todo. Se vio a sí mismo intachable: un marido, hijo y padre en buena situación por fin. Recordó una antigua granja revolucionaria que él y Poppy habían admirado en Pennsylvania, emplazada entre campos ondulados y tapias de piedra, con caballos de pura sangre que surgían en la mañana de niebla moteada de sol. Recordó las iglesias encaladas, tan refulgentes y prometedoras después de las criptas mohosas de su infancia, e imaginó a la familia Pym trabajando y orando, reimplantada allí, y a Axel balanceándose en el columpio del jardín mientras bebía vodka y pelaba guisantes para el almuerzo.
Venderé la piel de Axel a Langley y compraré mi libertad, pensó, al tiempo que deslumbraba a una dama de dientes nacarados con una ingeniosa anécdota. Negociaré una amnistía administrativa para mí y borraré las manchas de mi expediente.
Nunca lo hizo, nunca lo haría. Axel era su carcelero y su virtud, era el altar sobre el que Pym había depositado sus secretos y su vida. Axel se había convertido en la parte de Pym que no pertenecía a ninguna otra persona.
¿Necesito decirte, Tom, lo radiante y querido que el mundo nos parece cuando sabemos que tenemos los días contados? ¿Decirte cómo la vida se infla, se te abre y te dice «entra» en el preciso momento en que habías pensado que no te admitían? ¡En qué paraíso se convirtió América en cuanto Pym supo que la inscripción estaba en la pared! ¡Toda su infancia retornaba en tropel! Llevó a Mary a una carrera hípica de obstáculos en el
château
de Winterthur, y soñó con Suiza y Ascot. Recorrió el hermoso cementerio de Oak Hill en Georgetown y se imaginó que estaba con Dorothy en
The Glades,
confinado en el huerto chorreante donde su cara culpable podía ocultarse de los transeúntes. Minnie Wilson era nuestro buzón en Oak Hill, Tom. El primero en todo América: vete a visitar a Minnie algún día. Yace en una peana abarquillada, un poco más abajo del anfiteatro de gradas, y es una difunta jovencita victoriana revestida de colgaduras de mármol. Dejábamos nuestros mensajes en un frondoso escondrijo entre el trasero de Minnie y su protector, un tal Thomas Entwhistle, que había muerto en edad más avanzada. El decano del cementerio descansaba más arriba, cerca del recodo de grava donde Pym aparcaba su coche diplomático. Axel le encontró, Axel se cercioró de que Pym también lo encontrara. Era Stefan Osusky, cofundador de la república checoslovaca, muerto en el exilio, en 1973. Ninguna ofrenda clandestina a Axel parecía completa sin una silenciosa oración de saludo a nuestro hermano Stefan. Después de Minnie, cuando aumentó el volumen de nuestros negocios, nos vimos obligados a elegir carteros más próximos al centro de la ciudad. Escogimos generales de bronce olvidados, sobre todo franceses, que habían luchado en el bando americano por fastidiar a los ingleses. Saboreábamos sus sombreros flexibles, sus catalejos y sus caballos, y las flores en uniforme rojo que había a sus pies. Sus campos de batalla eran cuadrados de césped llenos de estudiantes holgazaneando; nuestros buzones eran cualquier cosa, desde el cañón achaparrado que les protegía hasta las coníferas enanas, cuyas ramas interiores formaban idóneos nidos marrones de agujas de pino. Pero el lugar predilecto de Axel era el recién inaugurado Museo Nacional del Aire y el Espacio, donde podía contemplar fascinado el
Spirit of St. Louis
y el
Friendship 7
de John Glenn, y tocar con el índice el Recuerdo de la Luna, tan devotamente como si estuviera ungiendo sus dedos con agua de un santuario. Pym no le vio nunca hacer estas cosas. Solamente oía comentarios posteriores sobre ellas. La treta consistía en dejar sus paquetes respectivos en casilleros separados del guardarropa, e intercambiar llaves en la oscuridad de la sala de proyecciones Samuel P. Langley, mientras el público se agarraba a las barandillas con la boca abierta, hechizados por las emociones del vuelo en la pantalla.
¿Y lejos de los ojos y oídos de Washington, Tom? ¿De qué te hablo primero? Quizá de Silicon Valley y del villorrio español al sur de San Francisco, donde los monjes de Murgo nos cantaron canto llano después de la cena. O del paisaje de Palm Springs, que evocaba al mar Muerto, donde los carros del golf tenían enrejados de «Rolls-Royce», y los montes de Moab dominaban el estuco pastel y las piscinas de roca artificiales de nuestro motel tapiado, mientras mexicanos ilegalmente inmigrados recorrían los céspedes con cestos a la espalda, recogiendo las hojas antiestéticas que podrían ofender la sensibilidad de nuestros compañeros millonarios. ¿Te imaginas el éxtasis de Axel al contemplar las máquinas exteriores de aire acondicionado que humedecían el aire del desierto y soplaban niebla sobre los clientes que se soleaban con la cara cubierta de barro verde? ¿Te hablaré de la cena que para promover la adopción de perros había organizado en Palm Springs la Sociedad Humanitaria, y a la que asistimos para celebrar la adquisición por parte de Pym del más reciente cianotipo para el morro del bombardero
Stealh
?
¿La
cena en que los perros subían al escenario acicalados y adornados con lazos para que los criasen damas humanitarias, mientras todo el mundo lloraba como si se tratase de huérfanos vietnamitas? ¿Te hablaré del canal de radio que machacaba durante el día entero pasajes de la Biblia y presentaba al Dios de los cristianos como el campeón de la riqueza, puesto que la riqueza era la enemiga del comunismo? «Sala de espera de Dios», llaman a Palm Springs. Tiene una piscina por cada cinco habitantes, y está situada a un par de horas en coche de las fábricas de destrucción más grandes del mundo. Sus industrias son la caridad y la muerte. Esa noche, desconocidos para los bandidos jubilados y los comediantes seniles que creaban su corte geriátrica, Pym y Axel sumaron el espionaje a la lista de los méritos locales.