Un espia perfecto (76 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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En Berlín, la Casa tenía agentes de influencia, agentes de ruptura, subversión, sabotaje y desinformación. Incluso teníamos un par de ellos que nos suministraban material de espionaje, aunque eran un grupo desamparado al que se conservaba más por una consideración tradicional que por alguna intrínseca valía profesional. Teníamos cavadores de túneles y contrabandistas, radioescuchas y falsificadores, instructores y reclutadores, asesinos y aeronautas, gente que sabía leer los labios y artistas del disfraz. Pero por mucho que tuvieran los ingleses, los americanos tenían más, y por mucho que tuvieran los americanos, los alemanes del este tenían cinco veces y los rusos diez veces más. Pym reaccionaba ante esas maravillas como un niño suelto en una dulcería que no sabe de qué golosina apoderarse primero. Y Axel, que entraba y salía de la ciudad con incontables pasaportes falsos, le seguía sigilosamente con su cesto. En pisos francos y restaurantes oscuros, que nunca eran los mismos dos veces, comíamos en silencio, cambiábamos miradas y nos observábamos con la satisfacción incrédula que invade a los alpinistas cuando se encuentran en la cima de una montaña. Pero incluso entonces no olvidábamos la cumbre más alta que había en lontananza, y al levantar nuestros vasos de vodka para brindar por el otro, susurrábamos a la luz de la vela: «¡El año próximo en América!»

¡Y no digamos los comités, Tom! Berlín no era lo bastante seguro para albergarlos. Nos reuníamos en Londres, en cámaras doradas e imperiales que eran las adecuadas para los protagonistas del juego del mundo. Y qué audaz, diversa e inventiva representación de dirigentes de la sociedad constituíamos, pues eran los años de cambio en Inglaterra, cuando el escondido talento nacional saldría de su concha y se pondría al servicio del país. «¡Los espías no se enteran!», corría el rumor. Demasiado incestuoso. Para Berlín teníamos que abrir las puertas al mundo real de catedráticos, abogados y periodistas. Necesitamos banqueros, sindicalistas e industriales, tipos que ponen el dinero donde tienen la boca y saben lo que hace funcionar el mundo. ¡Necesitamos parlamentarios que puedan proporcionar un soplo de las tribunas y palabras enteramente austeras sobre el dinero de los contribuyentes!

¿Y qué les ocurrió a aquellos sabios, Tom, a los intrusos sagaces y serios, a los perros guardianes de la guerra secreta? Irrumpieron en un terreno que hasta los espías podrían haber temido hollar. Frustrados durante demasiado tiempo por las limitaciones del mundo visible, aquellas mentes brillantes y sin trabas se prendaron de repente de toda conspiración, trampa y atajo que puedas imaginar.

–¿Sabes lo que están tramando ahora? -rugió Pym, paseando por la alfombra del piso de Londres Square que Axel había alquilado por el tiempo que durase la conferencia angloamericana de acción no oficial.

–Cálmate, Sir Magnus. Toma otra copa.

–¿Calmarme? ¿Calmarme cuando esos lunáticos están planeando seriamente suplantar al control soviético de tierra, convencer a un «MIG» de que sobrevuele el espacio aéreo norteamericano, derribarlo y, si por casualidad el piloto sobrevive, darle a elegir entre ser juzgado por espionaje o escenificar una deserción pública delante de los micrófonos? ¡Es el director de defensa del
Guardián
el que habla, por todos los santos! Provocará una guerra. Quiere provocarla. Tendrá por fin algo que publicar. Le apoyaron un sobrino del arzobispo de Canterbury y un subdirector general de la BBC.

Pero los escrúpulos de Pym no podrían destruir el amor de Axel por Inglaterra. Por la ventanilla del copiloto de un «Ford» perteneciente al parque automovilístico de la Casa, contempló el palacio de Buckingham y aplaudió suavemente cuando vio el banderín real ondeando en su lámpara de arco.

–Vuelve a Berlín, Sir Magnus. Un día ondeará allí la bandera de barras y estrellas.

Su apartamento berlinés estaba en el centro de Unter den Linden, en el piso más alto del inmueble Biedermeier, que había sobrevivido milagrosamente al bombardeo. Su dormitorio daba al lado del jardín y por eso no oyó al coche que aparcaba, pero sí sus pasos esponjosos en las escaleras, y recordó a la
Fremdenpolizei
subiendo silenciosamente por la escalera de madera de Herr Ollinger en las horas tempranas que prefieren los policías, y Pym supo que era el fin, aunque de todas las maneras que había imaginado el fin ninguna coincidía con la que ahora llegaba. Los hombres curtidos intuyen esas cosas y aprenden a creer en esas intuiciones, y Pym era un agente doblemente curtido. De modo que supo que llegaba el fin y lo acogió con tranquilidad, sin sorpresa ni desconcierto. En cuestión de segundos se había levantado de la cama y estaba en la cocina, porque aquí era donde había escondido los carretes fotográficos para su cita siguiente con Axel. Para cuando llamaron al timbre ya había desenrollado y velado seis carretes y accionado el mecanismo de ignición instantánea del bloc de claves oculto dentro de un hule en la cisterna del retrete. En la lúcida aceptación de su suerte había pensado incluso en una reacción algo más drástica, porque Berlín no era Viena y guardaba una pistola en la mesilla de noche y otra en un cajón del recibidor. Pero le disuadió el tono de disculpa con que murmuraron a través del buzón: «Herr Pym, despierte, por favor», y cuando miró por la mirilla y vio la figura amable del teniente de la policía Dollendorf y del joven sargento que le acompañaba, le asaltó la vergüenza por el sobresalto que les causaría si tomaba semejante decisión. «Así que prefieren una entrada por las buenas», pensó, al abrir la puerta: primero distribuyes a tus lobeznos alrededor del edificio y luego te presentas como un chico majo en la puerta principal.

El teniente Dollendorf, como casi todos en Berlín, era un cliente de Jack Brotherhood y ganaba un pequeño suplemento por hacer la vista gorda cuando los agentes cruzaban hacia un lado o hacia el otro el provechoso tramo de Muro que había en su distrito. Era un bávaro campechano, con todos los apetitos bávaros, y el aliento le olía permanentemente a
Weisswurst.

–Perdónenos, Herr Pym. Disculpe las molestias a estas horas -empezó, con una sonrisa demasiado amplia. Vestía de uniforme. Mantenía el arma todavía en su funda-. Nuestro Herr
Kommandant
le ruega que venga inmediatamente a la central por un asunto privado y urgente -explicó, todavía sin llevar la mano a la pistola.

Había determinación en la voz de Dollendorf, al mismo tiempo que cierto embarazo, y su sargento lanzaba bruscas miradas hacia arriba y hacia abajo de la caja de la escalera.

–El Herr
Kommandant
me asegura que todo puede arreglarse de un modo discreto, Herr Pym. Desea actuar con tacto en esta etapa. No ha informado a sus superiores -insistió Dollendorf, al ver que Pym todavía dudaba-. El
Kommandant
siente un gran respeto por usted, Herr Pym.

–Tengo que vestirme.

–Vístase aprisa, si es tan amable, Herr Pym. Al
Kommandant
le gustaría solucionar el asunto antes de tener que traspasarlo al turno de día.

Pym dio media vuelta y caminó cuidadosamente hacia el dormitorio. Esperaba oír que los policías le seguían o una orden tajante, pero prefirieron quedarse en el recibidor contemplando los grabados de Londres, una cortesía de la sección de alojamiento de la Casa.

–¿Puedo usar su teléfono, Herr Pym?

–Adelante.

Se vistió con la puerta abierta, con la esperanza de oír la conversación. Pero lo único que oyó fue: «Todo en orden, Herr
Kommandant.
Nuestro hombre viene inmediatamente».

Bajaron las anchas escaleras en fila de a tres hasta un coche de la policía aparcado, con la luz centelleando. No había nada detrás, ningún noctámbulo en la calle. Era muy típico de los alemanes desinfectar toda la zona antes de arrestarle. Pym se sentó delante, con Dollendorf. El sargento, tenso, ocupó el asiento de atrás. Estaba lloviendo y eran las dos de la mañana. El cielo rojo abundaba en nubes negras. Nadie volvió a hablar.

«Y en la comisaría estará Jack esperando -pensó Pym-. O la policía militar. O Dios.»

El
Kommandant
se levantó para recibirle. Dollendorf y el sargento se habían esfumado. El
Kommandant
se consideraba un hombre de sutileza sobrenatural. Era alto, gris y de espalda hundida, con una mirada fija y una boca estrecha y crepitante que articulaba a una velocidad autodestructiva. Se recostó en su silla y juntó las puntas de los dedos. Habló con una monotonía angustiada, mirando a un aguafuerte de su lugar de nacimiento en el este de Prusia que colgaba de la pared, encima de la cabeza de Pym. Según el cálculo sosegado de Pym, habló durante unas seis horas sin una sola pausa y sin que pareciera que recuperara el aliento, lo que para el
Kommandant
era el equivalente de un calentamiento rápido antes de entablar una conversación seria. Dijo que era un hombre de mundo y un padre de familia que no desconocía en absoluto lo que denominó la «esfera íntima». Pym dijo que la respetaba. El
Kommandant
dijo que no era un hombre didáctico ni un hombre político, sino que era un demócrata cristiano. Profesaba la fe evangélica, pero Pym podía estar seguro de que no tenía nada en contra de los católicos. Pym respondió que no hubiera esperado otra cosa. El
Kommandant
dijo que los delitos configuraban un espectro que comprendía desde el error humano disculpable hasta el crimen calculado. Pym manifestó que estaba de acuerdo y oyó una pisada en el pasillo. El
Kommandant
rogó a Pym que tuviera presente que los extranjeros en un país ajeno sentían con frecuencia una falsa seguridad en lo relativo a lo que podría considerarse estrictamente como un acto delictivo.

–¿Puedo hablarle con franqueza, Herr Pym?

–Se lo ruego -respondió Pym, en quien empezaba ya a formarse la temerosa premonición de que era Axel, y no él, quien estaba detenido.

–Cuando le han traído, le he mirado. Le he escuchado. He dicho: «No, no puede ser. No es Herr Pym. Este hombre es un impostor», he dicho. «Se está aprovechando de un conocido eminente.» Sin embargo, mientras seguía escuchándole, he detectado una especie de, ¿cómo diré? ¿Visión? Hay aquí una energía, una inteligencia, incluso puedo decir encanto. Posiblemente, he pensado, este hombre es quien dice que es. Sólo Herr Pym puede decírnoslo, he pensado. -Apretó un botón sobre la mesa-. ¿Puedo enfrentarle con usted, Herr Pym?

Apareció un viejo carcelero que les precedió con paso vacilante por un corredor de ladrillo pintado que apestaba a ácido fénico. Abrió una verja y la volvió a cerrar cuando la traspasaron. Abrió otra. Era la primera vez que yo veía a Rick en la cárcel, Tom, y desde entonces me he cerciorado de que fuese la última. En futuras ocasiones, Pym le enviaba comida, ropa, puros y, en Irlanda, Drambuie. Pym vaciaba su cuenta en el banco por él, y de haber sido millonario hubiera preferido arruinarse antes que volver a verle entre rejas, aun en su imaginación. Rick estaba sentado en un rincón y Pym supo al instante que lo había elegido para disponer de una vista más amplia de la celda, porque desde que yo le conocía él siempre había necesitado más espacio del que Dios le había concedido. Tenía la cabezota inclinada hacia delante y la expresión ceñuda y taciturna de un presidiario, y juro que sus pensamientos habían anulado su facultad auditiva y no nos oyó llegar.

–Papá -dijo Pym-. Soy yo.

Rick se acercó a los barrotes y puso una mano en cada lado y la cara entre ellas. Miró primero a Pym y luego al
Kommandant
y al carcelero, sin comprender la situación de Pym. Su expresión era somnolienta y malhumorada.

–O sea que también te han atrapado, ¿eh, hijo? -dijo, no sin cierta satisfacción, pensé-. Siempre creí que andabas metido en algo. Deberías haber estudiado Derecho, como te dije.

Poco a poco empezó a percatarse de la verdad. El carcelero abrió la reja y el buen
Kommandant
dijo: «Por favor, Herr Pym», y se hizo a un lado para que entrara. Pym se acercó a Rick y le estrechó entre sus brazos, pero con cuidado, por si le habían golpeado y estaba dolorido. La verborrea empezó a adueñarse gradualmente de Rick.

–Santo cielo, hijo, ¿qué demonios me están haciendo? ¿No puede un cristiano honrado hacer unos pocos negocios en este país? ¿Has visto lo que dan de comer aquí, esas salchichas alemanas? ¿Para qué pagamos impuestos? ¿Para qué hicimos la guerra? ¿De qué sirve un hijo que es el jefe de Exteriores si no puede librar a su padre de estos vándalos germánicos?

Pero para entonces Pym estaba dando a su padre un férreo abrazo, le estaba dando palmadas en los hombros y estaba diciendo que se alegraba de verle en cualesquiera circunstancias. De manera que Rick tampoco pudo contener el llanto y el
Kommandant
se retiró discretamente a otra habitación mientras los dos camaradas, reunidos, festejaban al otro como a su salvador.

No pretendo defraudarte, Tom, pero sinceramente he olvidado, quizás adrede, los detalles de las transacciones de Rick en Berlín. En aquel momento Pym estaba esperando su propio juicio, no el de Rick. Me acuerdo de dos hermanas de noble estirpe prusiana que vivían en una casa vieja de Charlottenburg, porque Pym les visitó para pagarles el importe de las consabidas pinturas ausentes que Rick iba a vender en su nombre y el broche de diamantes que iba a llevar a limpiar, y los abrigos de pieles que estaba reformando en Londres un magnífico sastre amigo suyo que no le cobraría nada porque le tenía un grandísimo afecto. Y recuerdo que las hermanas tenían un sobrino descarriado que estaba involucrado en un turbio tráfico de armas, y que en algún momento de la historia Rick disponía de un avión en venta, el cazabombarderos más bonito y mejor conservado que se podría desear, en perfecto estado por dentro y por fuera. Y por lo que yo sé lo estaban pintando aquellos liberales de toda la vida, los Balham de Brinkley, que garantizaban que el avión transportaría a todo el mundo hasta el paraíso.

Fue en Berlín también donde Pym cortejó a tu madre, Tom, y se la arrebató a su propio jefe y al de ella: Jack Brotherhood. No estoy seguro de que tú ni nadie posea un derecho natural a conocer el accidente en virtud del cual todos fuimos engendrados, pero trataré de ayudarte lo mejor que sepa. No negaré que hubo travesura en el motivo de Pym. El amor, el que hubo, más tarde.

–Parece ser que Jack Brotherhood y yo estamos compartiendo a la misma mujer -comentó Pym a Axel pícaramente un día, durante una conversación de cabina a cabina telefónica.

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