Un espia perfecto (79 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–Nunca volveremos a volar tan alto, Sir Magnus -dijo Axel, al tiempo que inspeccionaba reverentemente la ofrenda de Pym en el silencio de su
suite
de seiscientos dólares la noche-. Creo que también nosotros podemos retirarnos.

¿Te hablaré de Disneylandia y de otra sala de proyecciones donde una pantalla circular nos mostraba el sueño americano? ¿Puedo convencerte de que Pym y Axel derramaron lágrimas sinceras al observar a los refugiados de la persecución europea hollando suelo americano mientras el locutor hablaba de una nación de naciones y de la tierra de la libertad? Lo creímos, Tom. Y Pym lo cree todavía. Pym no se había sentido tan libre en su vida, hasta la noche en que murió Rick. Todo lo que aún conseguía amar en sí mismo lo tenían las personas que le rodeaban. Una disposición a sincerarse con desconocidos. Una astucia exclusivamente destinada a proteger su inocencia. Una fantasía que les enardecía pero que nunca les dominaba. Una capacidad para dejarse influir por todo sin perder por ello su soberanía. Y Axel también les amaba, aunque no estaba tan seguro de que su afecto fuese correspondido.

–Wexler está organizando un grupo de investigación, Sir Magnus -le advirtió Axel una noche que cenaban en la dignidad colonial del «Hotel Ritz» de Boston-. Algún desertor malvado se habrá ido de la lengua. Es hora de que nos vayamos.

Pym no dijo nada. Atravesaron el parque y contemplaron las barcas-cisne del lago. Se sentaron en un
pub
irlandés desnudo y tenso, un hormiguero de crímenes que Inglaterra había olvidado. Pero Pym perseveraba en su negativa a hablar. Unos días más tarde, sin embargo, visitando a un catedrático inglés de Yale que ocasionalmente proporcionaba apetitosos bocados a la Casa, se encontró ante la efigie del héroe americano Nathan Hale, a quien los ingleses ahorcaron por espía. Tenía las manos atadas detrás de la espalda. Debajo estaban inscritas sus últimas palabras: «Solamente lamento no tener más que una vida que perder por mi patria.» A partir de ese día, Pym estuvo varias semanas escondido.

Pym estaba hablando. Pym estaba en movimiento. Pym estaba en algún sitio de la habitación, con los brazos pegados a los flancos y las palmas extendidas, como quien pretende volar o nadar. Caía postrado de rodillas, se restregaba los hombros contra la pared. Asía el fichero verde, lo zarandeaba y el fichero se tambaleaba como un viejo reloj de pared a punto de aplastarle con su abrazo, y la caja combustiva se bamboleaba y columpiaba encima, diciendo: «Cógeme.» Pym estaba jurando mentalmente. Estaba hablando en su mente. Quería la calma de su entorno, pero no se la darían. Estaba de nuevo sentado ante la mesa, y el sudor goteaba sobre el papel de alrededor. Estaba escribiendo. Estaba tranquilo, pero la maldita habitación no terminaba de aquietarse y entorpecía su prosa.

Otra vez Boston.

Pym ha estado visitando el semicírculo dorado que se extiende a lo largo de la Nacional 128: «Bienvenido a la autopista tecnológica americana.» El lugar es como un crematorio sin una chimenea. Fábricas y laboratorios discretos y bajos se acurrucan entre matorrales y taludes ajardinados. Pym ha sorbido el cerebro de una delegación inglesa y ha sacado fotos prohibidas con una cámara oculta en su cartera. Ha almorzado en privado en la casa de un gran patriarca industrial americano que se llama Bob y de quien se ha hecho amigo porque es indiscreto. Se han sentado en el mirador, han contemplado un jardín de céspedes en pendiente que un hombre negro calmosamente siega con una segadora triple. Después del almuerzo, Pym se desplaza en coche a Needham, donde Axel le espera junto a un meandro del Charles River, que para ellos sirve de Aare local. Una garza real roza en su vuelo los juncos verdiazules. Halcones de cola roja les observan desde árboles muertos. El camino que siguen Pym y Axel se adentra en el corazón del bosque, a lo largo de un esker.

–¿Qué pasa, entonces? -dice Axel finalmente.

–¿Por qué tiene que pasar algo?

–Estás en tensión y no dices nada. Es razonable suponer que ocurre algo.

–Siempre estoy en tensión cuando doy un parte.

–No tanto como ahora.

–No ha querido hablar conmigo.

–¿Quién, Bob?

–Le he preguntado cómo iba el contrato de reconversión Nimitz. Me ha respondido que su empresa está haciendo grandes progresos en Arabia Saudita. Le he preguntado por sus conversaciones con el almirante de la flota del Pacífico. Me ha contestado que cuándo iba a llevar yo a Mary a un fin de semana en Maine. Ha puesto otra cara.

–¿Qué cara?

–Está enfadado. Alguien le ha puesto en guardia contra mí. Creo que está más irritado con ellos que conmigo.

–¿Qué más? -dice Axel pacientemente, sabedor de que con Pym siempre hay más de una puerta.

–Me han seguido hasta su casa. Un «Ford» verde, con ventanillas ahumadas. No hay ningún sitio para merodear y los americanos no vigilan a pie, así que se han ido.

–¿Qué más?

–¡Basta de preguntar qué más!

–¿Qué más?

De repente les separó un gran abismo de cautela y recelo.

–Axel -dijo Pym finalmente.

Era inusual por parte de Pym llamar a Axel por su nombre; las conveniencias del espionaje le frenaban normalmente.

–Sí, Sir Magnus.

–Cuando estuvimos juntos en Berna. Cuando éramos estudiantes. Tú no lo hacías, ¿verdad?

–¿No hacía qué? ¿No estudiaba?

–No estabas espiando a nadie. A los Ollinger. Al
Cosmo.
A mí. No había gente que te controlase en aquel tiempo. Eras simplemente tú.

–No espiaba. Nadie me controlaba. No pertenecía a nadie.

–¿Es verdad eso?

Pero Pym sabía ya que era verdad. Lo sabía por el raro destello de rabia que brilló en los ojos de Axel. Por la solemnidad y la repugnancia de su voz.

–La idea de que yo fuese un espía era tuya, Sir Magnus. No mía.

Pym miró cómo encendía otro puro y advirtió que la llama de la cerilla temblaba.

–Fue idea de Jack Brotherhood -le corrigió Pym.

Axel dio una chupada del puro y sus hombros se relajaron poco a poco.

–Da lo mismo -dijo-. Carece de importancia a nuestra edad.

–Bo ha sido autorizado a un interrogatorio hostil -dijo Pym-. Vuelo a Londres el domingo para oír la cantinela.

¿Quién le hablaría de interrogatorios a Axel? ¿Y de uno hostil, por añadidura? ¿Quién se atrevería a comparar las poses nocturnas de un par de abogados sumisos de la Casa en una casa franca de Sussex con las palizas, las descargas eléctricas y las privaciones que durante dos decenios habían sido el pan irregular de Axel? Me sonroja recordar ahora que llegué a emplear esa palabra ante él. En el 52, como supe más tarde, Axel había denunciado a Slansky y exigido la pena de muerte para él; no en voz muy alta, porque él mismo, a su vez, era casi un muerto.

–¡Pero eso es terrible! -había exclamado Pym-. ¿Cómo puedes servir a un país que te hace eso?

–No fue terrible en absoluto, gracias. Debería haberlo hecho antes. Aseguré mi supervivencia y Slansky hubiera muerto igualmente, le denunciase yo o no. Dame otro vodka.

En el 56 cayó en desgracia de nuevo:

–Esa vez fue menos problemático -explicó, encendiendo otro puro-. Denuncié a Tito y nadie se tomó siquiera la molestia de matarle.

A principios de los sesenta, mientras Pym estaba en Berlín, Axel había pasado tres meses pudriéndose en una mazmorra medieval fuera de Praga. Nunca he sabido con claridad lo que prometió en esa ocasión. Fue el año en que purgaron incluso a los estalinistas, si bien con escaso celo, y Slansky fue declarado nuevamente vivo, aunque sólo póstumamente. (Como recordarás, le siguieron considerando culpable de sus delitos, pero de un modo inocente.) En todo caso Axel regresó diez años más viejo, y durante unos meses hubo en su habla una «r» blanda que se asemejaba mucho a un tartamudeo.

Al lado de una experiencia parecida, la inquisición de Pym fue pura filfa. Jack Brotherhood se erigió en su defensor. El jefe de personal se deshizo en atenciones como una gallina clueca, asegurando a Pym que era simplemente una cuestión de responder a unas cuantas preguntas. Un sicario sin barbilla del ministerio de Hacienda no cesaba de repetir a mis perseguidores que corrían el peligro de excederse en su pesquisa, y mis dos carceleros insistieron en hablarme de sus hijos. Al cabo de cinco días y cinco noches, Pym estaba tan fresco como si hubiese pasado unas vacaciones en el campo, y sus interrogadores habían perdido pie.

–¿Has tenido un buen viaje, cariño? -le preguntó Mary, de nuevo en Georgetown, después de una mañana en la cama en que Pym había aflojado temporalmente la tensión.

–Estupendo -dijo Pym-. Y Jack te envía saludos.

Pero cuando se encaminaba a la embajada vio una nueva flecha blanca pintada con tiza en los ladrillos del comercio de licores, lo que significaba un mensaje de Axel para que no intentara restablecer el contacto hasta nuevo aviso.

Y ha llegado el momento, Tom, de que te diga lo que Rick estaba haciendo, pues tu abuelo tenía una última baza que jugar antes del fin. Fue la mejor de las suyas, como tú supondrías. Rick se acobardó. Abandonó la monstruosidad como estilo de vida, y vino a mí lloroso y rastrero como un animal apaleado. Y cuanto más pequeño y abarcable se volvía, menos seguro se sentía Pym. Era como si la Casa y Rick estuvieran estrechando el cerco sobre Pym desde ambos lados, cada cual con su banalidad avergonzada y pesarosa, y Pym, como un acróbata en la cuerda floja entre los dos, de repente no tenía nada en que apoyarse. Pym imploraba a su padre mentalmente. Le gritaba: «¡Sigue siendo malo, monstruoso, mantente a distancia, no te rindas!» Pero Rick no cejaba, arrastraba los pies y esbozaba una sonrisa empalagosa como un pordiosero, a sabiendas de que su poder era mayor ahora que era débil.

–Lo hice todo por ti, hijo. Gracias a mí has ocupado tu puesto entre los mandamases. ¿No tienes algunos céntimos para tu padre? ¿Qué tal si tomamos un plato combinado, o te da vergüenza salir a la calle con tu viejo camarada?

Apareció por primera vez en Navidad, cuando aún no se habían cumplido seis semanas desde que Pym había recibido una disculpa formal de la Oficina Central. Georgetown estaba sepultada bajo dos pies de nieve y habíamos invitado a comer a los Lederer. Mary estaba colocando la comida en la mesa cuando sonó el teléfono. ¿Aceptaba el embajador Pym una llamada a cobro revertido desde Nueva Jersey? La aceptaba.

–Hola, hijo mío. ¿Cómo te trata la vida?

–Voy a hablar por el teléfono de arriba -dice Pym sombríamente a Mary, y todo el mundo parece comprender, sabiendo que el mundo secreto nunca duerme.

–Feliz Navidad, hijo -dice Rick cuando Pym descuelga el teléfono del dormitorio.

–Feliz Navidad también para ti, papá. ¿Qué estás haciendo en Nueva Jersey?

–Dios es el jugador número doce en el equipo de cricket, hijo. Dios es quien nos dice que mantengamos el codo izquierdo en alto durante la vida. Nadie más lo dice.

–Eso has dicho tú siempre. Pero no es la temporada de cricket. ¿Estás borracho?

–Él es el arbitro, juez y jurado en una sola pieza, y nunca lo olvides. No se puede estafar a Dios. Nunca se ha podido. ¿Te alegras de que te pagara tu educación, entonces?

–Yo no estoy estafando a Dios, papá, estoy tratando de celebrar la Navidad con mi familia.

–Saluda a Miriam -dice Rick, y hay una protesta sofocada antes de que Miriam se ponga al teléfono.

–Hola, Magnus -dice Miriam.

–Hola, Miriam -dice Pym.

–Hola -dice Miriam por segunda vez.

–¿Te alimentan bien en esa embajada, hijo, o es todo a base de ensaladas y patatas fritas?

–Tenemos una cantina perfectamente decente para el personal subalterno, pero en este momento me disponía a comer en casa.

–¿Pavo?

–Sí.

–¿Con salsa bechamel inglesa?

–Supongo.

–Ese nieto mío está bien, entonces, ¿no? ¿Tiene esa misma frente que heredaste de mí y que todo el mundo alaba?

–Tiene una frente muy bonita.

–¿Ojos azules, lo mismo que yo?

–Los ojos de Mary.

–He oído decir que ella es magnífica, hijo. He oído comentarios muy elogiosos sobre ella. Dicen que tiene en Dorset una finca preciosa que vale un par de chelines.

–Está en fideicomiso -dice Pym bruscamente.

Pero Rick ya ha empezado a ahogarse en el abismo de su piedad por sí mismo. Llora, y su llanto se convierte en un aullido. Miriam llora también, en segundo plano, con un gemido agudo, como un perrito encerrado en una casa grande.

–Pero, cariño -dice Mary cuando Pym vuelve a ocupar su puesto de cabeza de familia-. Magnus. Estás disgustado. ¿Qué ocurre?

Pym mueve la cabeza, sonriendo y llorando al mismo tiempo. Coge su vaso de vino y lo levanta.

–¡Por los amigos ausentes! -grita-. ¡Por
todos
los amigos ausentes!

Y luego añade, para los oídos de su esposa sólo:

–Es sólo un antiguo agente, querida, que ha conseguido localizarme y me desea unas felices, puñeteras Navidades.

¿Alguna vez habrías supuesto, Tom, que el país más grande del mundo pudiese ser demasiado pequeño para un hijo y su padre? Pues es lo que sucedió. Que Rick se desplazase a cualquier sitio donde pudiera gozar de la protección filial era, me figuro, lo más natural y, después de Berlín, probablemente inevitable. Ahora sé que primero fue a Canadá, confiando erróneamente en los lazos de la Commonwealth. Los canadienses se hartaron en seguida de él y, cuando le amenazaron con repatriarle, pagó una pequeña entrada por un Cadillac y se dirigió al sur. Mis investigaciones revelan que en Chicago sucumbió a las numerosas ofertas seductoras de las inmobiliarias que, a modo de incentivo, invitaban a ocupar urbanizaciones nuevas del extrarradio sin pagar renta durante tres meses. Un tal coronel Hanbury residió en Farview Gardens, un tal Sir Williams Forsyth honró con su presencia Suneligh Court, donde prolongó su arrendamiento entablando largas negociaciones al objeto de comprar el ático para su mayordomo. Lo que estos dos señores hicieron para obtener liquidez es, como siempre, un misterio, aunque sin duda había beldades agradecidas en el trasfondo. La única pista es una carta quisquillosa de los mayorales de un club hípico local, notificando a Sir Williams que sus caballos serían acogidos en cuanto hubiese abonado las cuotas de establo. Pym tenía todavía un conocimiento vago de esos rumores lejanos, y sus ausencias de Washington le prestaron un falso sentimiento de protección. Pero en Nueva Jersey algo cambió para Rick definitivamente, y, fuera lo que fuese, a partir de entonces Pym pasó a ser su único recurso. ¿Soplaba acaso simultáneamente para padre e hijo el mismo viento justiciero de las cuentas pendientes? ¿Estaba Rick realmente enfermo? ¿O era, como Pym, meramente consciente del juicio improrrogable? Indudablemente Rick pensaba que estaba enfermo. Indudablemente Rick creía que debía estarlo. Escribió:

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