Tuvo el tiempo justo de dar la vuelta al recodo antes de que apareciera el morro de la furgoneta en el espejo retrovisor. Cuando estuvo fuera de su vista, apagó el motor y bajó la ventanilla para escuchar lo que pasaba. Las puertas de la furgoneta se cerraron y le pareció oír voces que hablaban en otro idioma. Parecía finlandés, aunque más suave. Quizá fuera estonio. Uno de los testigos había visto un coche con matrícula de Estonia fuera de la casa de Vendela Bovide. ¿Sería uno de ellos su agresor? Knutas tenía los nervios de punta.
Abrió con cautela la puerta del coche y se deslizó fuera. Se acercó sigilosamente, pegado a la linde del bosque, y se detuvo detrás de unos árboles y arbustos desde donde tenía buena vista.
Dos hombres jóvenes salieron de la casa; llevaban algo que parecía una lavadora. Un tercer hombre los esperaba en la furgoneta y los ayudó a cargarla. Enseguida desaparecieron en el interior de la casa y salieron con una gran nevera de acero inoxidable. ¡Santo cielo! Están vaciando la casa de electrodomésticos, se dijo Knutas. Nervioso, buscó el teléfono en el bolsillo y marcó el número de Karin. Soltó un juramento cuando saltó el contestador automático. Probó con Wittberg. Lo mismo. Qué puta mala suerte. ¿Estaban todos ilocalizables solo porque era domingo? No debía significar nada, puesto que al menos la Brigada de Homicidios seguía trabajando. Marcó el número de la sección. Le respondió Kihlgård con su habitual tono campechano, aunque se oía que tenía la boca llena.
—Kihlgård.
—Hola, soy yo, Knutas.
—Hola, Knutte.
—Estoy en una de las obras de la empresa de Peter Bovide. Han construido una casa de lujo en Furillen y ahora hay aquí una cuadrilla que está vaciando la casa de electrodomésticos.
—¿Por qué hablas tan bajo?
—Porque estoy solo a unos metros de ellos.
—Está bien; ¿estás solo?
—Sí, por desgracia. Y no me he traído ningún arma, así que no me atrevo a intervenir.
—No lo hagas, por Dios. ¿Qué tipo de gente es?
—Tres chicos jóvenes con aros en las orejas y tatuajes. Creo que son finlandeses, o tal vez bálticos.
—¿Dónde has dicho que está esa obra?
—En Furillen, justo por encima de la antigua fábrica, que ahora es un hotel.
—¿Furillen? ¿Qué lugar es ese?
—¡Una isla, joder! —exclamó Knutas—. No pienso darte indicaciones. Habla con los otros, pero tenéis que venir aquí, ¡echando leches!
—Sí, claro. Quédate donde estás que salimos ahora mismo para allá.
—Usad vehículos civiles, sin sirenas. Y llamadme cuando lleguéis al puente que conduce hasta aquí. Tenéis que esperar a que os dé una señal antes de pasar el hotel. Cuando lo paséis se os verá desde aquí. La obra está justo encima.
—De acuerdo. Salimos ahora mismo. ¿Cuántos has dicho que eran? ¿Y crees que van armados?
—¡Mierda!
—¿Qué pasa, Knutte?
—Se acerca alguien. Luego llamo.
Knutas cortó la conversación con Kihlgård. Uno de los hombres se dirigía directamente a su escondite. Se preguntó con el corazón en un puño si lo habrían descubierto. El chaval llevaba la cabeza rapada e iba desnudo de cintura para arriba con un montón de tatuajes. En el bolsillo trasero de las bermudas asomaba una navaja.
Tenso, mantuvo la mirada fija en el joven. El más mínimo movimiento desvelaría su escondite.
Echó un vistazo a los otros. Seguían vaciando la casa.
Un segundo después, Knutas comprendió lo que estaba a punto de ocurrir. El hombre se hurgaba entre los calzones; evidentemente iba a aligerar la vejiga a un par de metros de él. Knutas inclinó la cabeza y miró fijamente al suelo. Rezó en silencio para que el otro no lo viera.
Entonces sonó su teléfono móvil.
P
ese a haberse sentido muy mal después de la primera noche con Madeleine Haga, Johan volvió a tropezar con la misma piedra. El sábado por la noche, todo el grupo aterrizó en el restaurante Munkkällaren. Se había encontrado con varios colegas periodistas que estaban en la isla y la noche terminó en el pequeño apartamento de Johan. Madeleine se quedó. Cuando él abrió los ojos a la mañana siguiente se sintió aún peor que la vez anterior, si cabe, y solo quería salir de allí. Propuso desayunar en algún café de Stora Torget.
Tomaron café con leche, comieron cruasanes y leyeron la prensa. Su conversación era trabada y se reducía a temas poco comprometidos, como la falta de ideas o de qué forma continuar informando del caso.
—Sí, si no ocurre nada nuevo, hoy tendré que volver a casa —suspiró Madeleine—. Con lo a gusto que estoy aquí en Gotland.
Le lanzó una mirada provocadora al tiempo que le daba un golpecito en la espinilla con la sandalia.
Johan no sabía qué contestar. Sonrió fríamente y sacó el móvil para comprobar si Knutas le había llamado. Johan le había llamado varias veces a lo largo del fin de semana, sin conseguir en ningún caso hablar con él. El comisario siempre solía devolver las llamadas.
Cuando echó un vistazo a las llamadas recibidas, descubrió para su sorpresa el número de Emma. Le había llamado por la noche, a las 03.14.Alguien había respondido a esa llamada, pero no él. Miró a Madeleine, que parecía muy concentrada leyendo el periódico. Johan observó que tenía migas de cruasán en las comisuras de los labios.
—¿Has contestado a alguna llamada en mi móvil?
No hubo respuesta. Ella continuó leyendo como si no hubiera oído que le estaba hablando.
—Oye —Johan se inclinó hacia delante y alzó la voz—, ¿has contestado a alguna llamada en mi móvil?
Ella alzó la mirada.
—¿Qué? Ah, sí, es verdad. Lo cogí esta noche cuando estabas duchándote. Se me olvidó decírtelo. Como estabas tan caliente al salir de la ducha, me despisté.
La miga de pan que tenía en la comisura cayó en el café sin que ella lo notara.
—¿Quién era?
—Era Emma. Perdón, Johan —dijo amablemente—. Lo olvidé.
—¿Qué dijo?
—Quería hablar contigo. Le dije que estabas en la ducha y entonces colgó.
Johan se levantó violentamente.
—¿Por qué no dijiste nada? Podría haber sido algo importante, que le hubiera pasado algo a Elin o cualquier cosa.
—Tampoco tienes que tomártelo así —dijo ella enfadada—. No es culpa mía que ella colgara.
Sin decir palabra, Johan abandonó la mesa. Estaba furioso. ¿Qué iba a pensar Emma? La verdad, naturalmente. Que se había acostado con otra. Marcó el número de Emma mientras se encaminaba a grandes zancadas hacia la calle Adelsgatan, al tiempo que consultaba el reloj. Las once y cuarto; lucía el sol. Emma no contestó. Habría bajado a la playa con Elin. A las dos les gustaba mucho ir a la playa. De repente sintió ganas de llorar. ¿Por qué se comportaba como un idiota?
Tomó una decisión rápida y corrió todo el camino hasta llegar a los estudios de Televisión Sueca. Allí estaba el coche.
Se metió dentro y salió de Visby en dirección a Roma.
K
nutas se pegó a la pared de la casa e hizo esfuerzos para que no se oyera su respiración jadeante.
Había tirado el móvil lejos, al mismo tiempo que el hombre tatuado se sobresaltaba al oír el tono del teléfono. Por suerte para Knutas, el otro ya había empezado a orinar, lo que le dio cierta ventaja.
El hombre empezó a llamar a gritos a sus compinches, y al momento corrieron los otros dos hacia el bosque. Knutas, que se había escondido detrás de un árbol algo más allá, juzgó que lo más seguro era volver a la casa. Había dado la voz de alarma, sus compañeros estaban de camino. Solo se trataba de aguantar hasta que llegaran.
Dudó un segundo antes de salir del bosque corriendo y cruzar el patio hasta llegar a la casa. Se mantuvo pegado a la pared mientras se alejaba con cautela, sin apartar la vista del bosque. La grava crujió bajo sus pies. Le faltaba poco para llegar. Tenía la boca seca y procuró acompasar la respiración.
Vio que la puerta de la terraza estaba entreabierta. Desapareció enseguida dentro del cuarto de estar y se apresuró a embocar la escalera que conducía al piso de arriba. La subió de cuatro zancadas y de pronto se encontró en una sala con aspecto de taller, con un techo vertiginosamente alto y una enorme ventana redonda que daba al mar. Al instante oyó como se abría la puerta de entrada en el piso inferior. Maldición. Ya habían vuelto.
No se atrevía a moverse. Completamente quieto, escuchó al menos a dos de ellos moverse por allí abajo. Intercambiaron algunas palabras en su lengua extranjera. En cualquier momento iban a subir al piso de arriba. ¿Crujiría el suelo? Se le retorcieron las tripas cuando con infinita cautela levantó uno de los pies. Mantuvo el pie en el aire durante unos segundos antes de atreverse a posarlo en el suelo. Repartió el peso entre los dos pies y se deslizó metro a metro, sin hacer ruido, hacia lo que parecía la puerta del dormitorio. Tenía un balcón, en eso ya se había fijado antes. Quizá fuera posible bajar desde allí.
Abajo se oían portazos. Lo buscaban. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que habló por teléfono con Kihlgård. ¿Diez minutos, un cuarto de hora? La policía aún tardaría un rato en llegar a aquella isla desierta. Tenía que aguantar.
De pronto oyó que alguien subía la escalera. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, dos pasos más y estaría. No se lo podía creer cuando constató que había acertado y que, además, la habitación tenía armarios empotrados en una de las paredes con puertas correderas de cristal. Se metió en uno de ellos y cerró la puerta con la esperanza de que nadie le hubiera oído. Esperó en tensión. Le golpeó la nariz un penetrante olor a pintura. No había apenas aire dentro del armario y el calor era asfixiante. Optó por la respiración corta y superficial con el fin de ahorrar oxígeno.
Al cabo de unos segundos se oyeron pasos presurosos que se acercaban. Había alguien allí dentro: voces de hombres que murmuraban algo; abrieron la puerta de la terraza. Patadas en el suelo de madera de la terraza. Gritos a alguien que parecía estar lejos, fuera de la casa.
La imagen de Line y de sus dos hijos acudió a su mente. Un estremecimiento le sacudió el cuerpo. ¿Se encontraba a un paso de la muerte?
No tuvo tiempo de pensar más antes de que se abriera la puerta del armario.
L
a calle estaba en silencio. Hacía tanto calor que el aire reverberaba. Una señora mayor caminaba despacio por la acera con su perro. Por lo demás, no se veía a nadie en aquella idílica zona residencial. Aparcó el coche fuera de la casa. El jardín ofrecía un espectáculo soberbio, pero el césped estaba demasiado alto. El verano pasado era él quien lo cortaba. Entonces Elin acababa de nacer y él era el hombre más feliz del mundo. Ahora aquello le parecía muy lejano. Como otra vida.
Subió deprisa el sendero de grava, que crujió bajo sus pies. Los muebles del jardín yacían fuera y el balancín seguía en su sitio, pero no parecía que se hubiera usado últimamente. La casa aparentaba estar vacía, aunque se veía la sillita en el porche. ¿Encontraría a Emma en casa? Quizá no se llevaba la sillita a la playa.
Pulsó el timbre y oyó su eco dentro. Esperó con ansiedad. Intentó mirar por la ventana de la cocina pero no vio a nadie.
Volvió a llamar otra vez. Entonces escuchó unos pasos dentro. Lentamente, alguien giró la llave. Una mosca se paseaba por el marco de la puerta. Él tenía la vista clavada en placa: «Aquí viven Emma, Filip, Sara y Elin».
Falta un nombre, pensó.
Por fin, Emma abrió la puerta.
—Hola —saludó él.
Qué pequeña parecía, como si hubiera encogido en la lavadora. No hizo ningún ademán de invitarlo a pasar.
—¿Dónde está Elin?
Miró inquieto el vestíbulo de entrada por detrás de ella.
—Está durmiendo.
—¿Puedo pasar?
—No.
Emma se cruzó de brazos.
—Escucha, por favor, he conducido desde la ciudad hasta aquí para verte.
—¿Y por qué? ¿Qué razón hay para que hagas eso? Absolutamente ninguna.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó inseguro.
—¿Que qué me pasa? —repitió ella—. No me pasa nada. La cuestión es qué pasa contigo. Tienes una chica nueva, ¿no? ¿Qué tienes tú que ver conmigo? Nada.
—Bueno, tranquilízate.
Intentó entrar, pero Emma se puso en medio. Lo miró fríamente y su voz se convirtió en un silbido.
—No vas a volver a cruzar esta puerta en tu vida, ¿lo entiendes? Y de ahora en adelante tendrás que buscar a Elin en la guardería o en algún lugar neutral, aquí no vuelvas. No quiero tener nada que ver contigo nunca más.
La rabia estalló en la cabeza de Johan. Todo lo que había soportado durante tanto tiempo se le vino encima de golpe.
—Ya está bien —soltó empujándola hacia adentro—. Tranquilízate. ¿Es tan raro que me haya ido una vez con otra chica? Tú has sido la que me ha rechazado y me ha tratado como si fuera un apestado. ¿Y por qué lo has hecho, Emma, por qué? ¿Porque un loco la secuestró? ¿Acaso fui yo quien la secuestró? ¿Tuve yo algo que ver en ello? No, pero evidentemente todo fue culpa mía, y solo mía. ¿Y por qué pensaste eso? ¡Porque yo hacía mi puñetero trabajo! ¿Acaso piensas por un segundo siquiera que sería capaz de hacer nada que pudiera causarle daño a Elin? ¿O a ti?
Emma retrocedió asustada hasta la cocina, sorprendida por aquella reacción tan violenta. Nunca lo había visto tan alterado.
—Pero te voy a decir una cosa, Emma: estoy cansado de echarte de menos, cansado de esperar a que todo se arregle. Ya está bien. Durante todo este tiempo he hecho todo lo posible para que pudiéramos estar juntos, ¿y de qué me ha servido? Ya no puedo más. Puedes seguir aquí sintiendo lástima de ti misma.
Emma no quería seguir mirándolo. Se dejó caer en una silla y volvió la cabeza hacia el otro lado. Se tapó los oídos con las manos y cerró con fuerza los ojos para no verlo. Se quedaría así hasta que terminase y se largara de allí. Lo único que quería era que desapareciera. Por alguna extraña razón se sentía bien en su fuero interno. Era como si se lo hubiera confirmado todo. Que todo había terminado entre ellos, que se había acabado definitivamente. De una vez por todas. Cuando Johan se marchó dando un portazo, siguió en la misma postura.
Pasó así un buen rato.
E
l joven lo miraba inquisitivo. —
Who are you
?
—
Wait, wait. I am a police officer
—contestó Knutas en un inglés mejorable.