—¿Qué ha pasado? —preguntó Karin resuelta—. ¿Pero qué pasa con esta familia?
—Si Vendela aún está viva, quizá sepamos pronto la respuesta.
Karin rezó en silencio para que Vendela estuviera con vida. Llamó a los padres de Peter Bovide y les pidió que fueran a la casa. Alguien con quien los niños se sintieran seguros tenía que hacerse cargo de ellos. Cuando entraron en el patio de la familia Bovide ya habían llegado la policía y la ambulancia. La puerta estaba entreabierta y se apresuraron a entrar. Se detuvieron conmocionados. Toda la casa estaba patas arriba. Cajones fuera de su sitio, armarios rotos, papeles, vajilla y cojines esparcidos por el suelo. Dentro del dormitorio, los dos hombres de la ambulancia estaban colocando a Vendela en una camilla. Los niños estaban sentados en el sofá del cuarto de estar y miraban a los policías con los ojos como platos. Entre ellos había un paquete de galletas. La televisión estaba enchufada y echaban dibujos animados.
—Nosotros no lo hemos hecho —dijo William.
—No, claro que no habéis sido vosotros —dijo Knutas. Se quedó atrapado en el vano de la puerta entre el dormitorio y el cuarto de estar, mirando atónito a Vendela. Tenía varios cardenales en la cara y uno de los ojos hinchados. Parecía profundamente dormida.
E
l grupo que dirigía la investigación se reunió el sábado por la tarde a causa de la agresión que había sufrido Vendela Bovide. Knutas dirigía la reunión; en cuanto todos estuvieron sentados alrededor de la mesa, empezó. Resumió a grandes rasgos lo que había ocurrido.
—Vendela ha sufrido una agresión con patadas y golpes, tanto en la cara como en el cuerpo. Tiene hematomas e hinchazones, pero las lesiones parecen superficiales. Según los médicos, su vida no corre peligro y no tiene ninguna lesión interna, aparte de una costilla rota. Lo más probable es que le hayan dado algún tipo de somnífero u otra droga, porque estaba profundamente dormida. En el hospital les ha costado mucho despertarla. La casa, evidentemente, ha sido registrada, quizá en busca de dinero, ¿quién sabe? Cuando llegamos allí, aquello era un caos. En estos momentos, los técnicos están buscando huellas.
—¿Cuándo creen los médicos que tuvo lugar la agresión? —preguntó Wittberg.
—Probablemente por la noche o por la mañana temprano. Es un milagro que los niños no se despertaran, aunque duermen en el otro extremo de la casa. Por la mañana encontraron a Vendela en su cama, pero no reaccionaba cuando ellos trataban de despertarla. Los niños sabían que sus abuelos iban a llegar más tarde, así que se pusieron a ver la tele mientras tanto. Fue pura casualidad que yo llamara tan pronto.
—¿Cuándo fue eso?
—Poco después de las nueve.
—¿Qué demonios puede haber detrás? —preguntó Kihlgård.
—Como todos sabemos, las amenazas y las agresiones no son raras en el sector de la construcción, sobre todo si uno contrata mano de obra ilegal.
—Rusos —replicó Kihlgård—. El arma era rusa.
—Sí, claro. Aunque eso en sí no tiene por qué significar que el asesino fuera ruso. Cualquier persona puede haber comprado un arma rusa.
—El asesinato de Peter Bovide quizá no estuvo tan bien planeado —intervino Karin—. Suponed que Peter les debiera dinero a algunos trabajadores sin contrato, que él por algún motivo no se lo hubiera pagado. No es seguro que ellos hubieran pensado matarlo, tal vez solo querían asustarlo. Pero algo salió mal y puede que alguno de ellos perdiera el juicio y le disparara sin pensar. Y luego, después de haberlo matado, vienen y le exigen el dinero a su mujer. La cuestión es por qué no fueron contra el socio, Johnny Ekwall. Habría sido lo más lógico.
—Cabe preguntárselo, pero él, al menos si hemos de creer lo que nos ha dicho, no se ocupaba en absoluto del dinero ni de los pagos —intervino Wittberg—. Probablemente dieran por hecho que Peter tenía en casa una caja fuerte o algo por el estilo. Muchos pequeños empresarios la tienen, sobre todo en el extranjero.
—Tenemos que hablar con Vendela Bovide lo antes posible —dijo Knutas—. Es de suponer que tendrá muchas cosas que contarnos.
T
anto Knutas como Karin se sobresaltaron al ver a Vendela cuando llegaron al hospital, una hora más tarde. Estaba casi irreconocible. Tenía la cara hinchada y con enormes cardenales, el labio superior deformado. Tuvieron que hacer un esfuerzo para comportarse con normalidad.
Vendela yacía en la cama con los ojos cerrados y las manos reposando sobre el edredón.
—Hola, Vendela. Ya estamos aquí, somos de la policía —dijo Karin con delicadeza—. Soy yo, Karin, ya nos hemos visto, y además ha venido también el comisario Anders Knutas, que es quien dirige la investigación.
No hubo ninguna reacción. La mujer que estaba en la cama permanecía tan inmóvil como antes, sin abrir los ojos.
—¿Puedes hablar con nosotros? Será solo un momento. Tenemos que saber quiénes te hicieron eso.
Vendela giró lentamente la cabeza hacia los dos policías y los miró con los ojos entornados.
—¿Puedes bajar la cortina?
—Sí, claro.
Karin se levantó e hizo lo que le había pedido. La habitación quedó en penumbra. Después ayudó a Vendela Bovide a sentarse más derecha en la cama. La mujer gimió contenida e hizo muecas de dolor.
—¿Puedes contarnos lo que pasó?
Vendela chasqueaba la lengua como si tuviera la boca totalmente seca. En la mesilla de noche había un vaso de agua y Karin se lo acercó. Bebió unos sorbos antes de empezar a hablar.
—Era por la mañana temprano y llamaron a la puerta. Cuando abrí, había dos hombres fuera. Al principio creí que se trataba de un robo, pero esos tipos me dijeron que Peter les debía dinero, y puesto que ahora él estaba muerto, tenía que pagarles yo la deuda.
Hizo una pausa para recuperarse del esfuerzo. La viuda cerraba los ojos mientras hablaba con la respiración entrecortada, como si le doliera respirar. Karin la escuchaba atentamente.
—Les pregunté cuánto dinero les debía Peter y entonces me dijeron que trescientas mil coronas. Les dije la verdad, que yo no tenía ese dinero ni sabía de dónde sacarlo.
—¿Qué pasó después?
—No me creyeron. Se pusieron agresivos y dijeron que si no les pagaba, lo iba a pasar mal.
—¿Y qué hiciste?
—Traté de hacerles entender que no teníamos dinero en casa, que estaba en el banco.
—¿Cómo reaccionaron ellos?
—Ya lo veis.
Vendela se estremeció como si intentara sacudirse los recuerdos.
—¿Qué aspecto tenían?
—Uno era bastante alto y delgado, un metro ochenta y cinco o así; era rubio y llevaba un
piercing
en la lengua. El otro era más bajo, uno ochenta aproximadamente, pero era más fuerte; era más musculoso y moreno.
—¿Qué edad tenían?
—Veinte, veinticinco…
—¿Cómo iban vestidos?
—Pantalones vaqueros y camiseta. Uno llevaba unas botas negras, creo que el otro calzaba zapatillas deportivas. Uno tenía los brazos llenos de tatuajes. No eran suecos. Hablaban inglés con acento.
—¿Los habías visto antes?
—Creo que sí.
—¿Cuándo?
—Vinieron una noche y hablaron con Peter, fue pocos días antes de irnos a Fårö.
—¿Qué querían?
—No lo sé, se quedaron fuera en el jardín. Peter estaba alterado cuando entró. Al parecer, ellos trabajaban para él de manera ilegal, y querían un dinero que él no tenía.
—Dices que hablaban inglés con acento extranjero, ¿sabes de dónde eran?
—Por el acento, creo que eran finlandeses o de algún país báltico.
N
o sacaron mucho más del interrogatorio de Vendela Bovide. Le mostraron una colección de fotografías de criminales conocidos, pero ella no pudo señalar a ninguno. La dirección de la brigada de investigaciones criminales trabajó el resto del sábado tratando de buscar la conexión entre la agresión sufrida por la viuda y el asesinato de su marido. Llamando a las puertas de los vecinos encontraron a un testigo que había visto pasar por allí aquella misma mañana un vehículo con matrícula estonia, una información que consideraron altamente interesante.
Pero, a última hora de la tarde, parecía como si Knutas hubiera perdido el ánimo. Estaba sentado en su despacho chupando la pipa sin encenderla, mientras los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Reflexionaba acerca de la inusual forma de actuar. ¿Qué le decía aquello? Por un lado, hablaba de un asesino frío, sin sentimientos, que disparaba a su víctima a quemarropa sin parpadear. Por otro lado, la sucesión de disparos en el vientre de Bovide inducía a pensar en un asesino que había perdido el control, en un asesino implicado personalmente. Siguiendo esa línea se podía descartar que se tratara de un sicario. Lo más probable es que el agresor conociera a la víctima y ambos tuvieran algún tipo de relación personal. Confirmaba esa suposición, sobre todo, el hecho de que hubiera disparado a Peter Bovide de frente.
Knutas no conseguía entenderlo. No podía hacer nada de provecho, lo mejor sería marcharse a casa. Line y los niños seguían en el campo. Le apetecía sentarse solo en el jardín con una cerveza fría. Tal vez se le aclararan las ideas.
Cuando llegó a casa llamó a Line. Por el tono de voz parecía alegre.
—Hemos estado en la playa todo el día, hace tan bueno… El agua está a veintitrés grados de temperatura. Nisse está ahora mismo asando unas rodajas de salmón, es el maestro de la barbacoa cuando tú no estás —le dijo riendo—. Yo me estoy tomando un vaso de vino blanco frío. Deberías estar aquí, querido. ¿De verdad que no puedes venir?
Knutas le contó la agresión que había sufrido Vendela Bovide.
—No, ¡uf!, qué desagradable. Entrar de esa manera en casa de una mujer que está sola, y encima con niños… Tienen que ser unos tipos muy violentos para hacer una cosa así. ¿Creéis que son los mismos que han matado al marido?
—Eso es lo que sospechamos, claro. Pero han desaparecido y a estas alturas pueden estar ya de vuelta en sus países.
—¿Sabéis de dónde son?
—Creemos que pueden ser estonios.
—Pues no parecen muy profesionales, la verdad. ¿No deberían haber utilizado placas de matrícula falsas?
—Sí, eso pensamos. Desde luego, hay muchas contradicciones en esta investigación.
—Pero ¿os habéis puesto en contacto con la policía de Estonia?
—Sí, desde luego. Esperemos que los detengan.
—Está bien, tesoro, ya veo que tienes mucho trabajo.
Knutas sintió de repente lo mucho que la echaba de menos. Pero no dijo nada. Oyó al fondo que Nisse la llamaba.
—Oye, tengo que ayudar a Nisse con el salmón. ¿Hablamos mañana por la mañana?
—Sí, claro; saluda a los niños.
—Lo haré.
S
e había tomado ya dos cervezas cuando sonó el teléfono. Era Karin.
—Hola, Knutte. ¿Qué tal?
Knutas oyó risas, alboroto y tintineo de vasos de fondo. Se notaba que estaba en un bar. La única persona que lo llamaba Knutte era Kihlgård, y Karin sabía de sobra que él detestaba ese mote.
—¿Estás borracha? ¿No es un poco pronto para eso?
Karin pareció no darle ninguna importancia al tono mordaz empleado por su jefe.
—Thomas y yo estamos en el restaurante Packhuskällaren. Hemos cenado y nos hemos bebido unas cuantas copas de vino, la verdad —dijo entre risitas—. Y unos cubatas. Nos parecía que lo necesitábamos. Queríamos preguntarte si te apetece venir; estás solo, ¿no? ¿No tienes a la familia en el campo?
—Si, así es. Pero estaba pensando precisamente en prepararme un poco de cena.
—Pues vente, cenas aquí y bebes un poco de vino con nosotros, solo nos vemos en el trabajo.
—Venga, joder —oyó que vociferaba Wittberg.
Knutas se lo pensó un momento.
—Está bien. Voy.
K
nutas cogió la bicicleta. Fuera, en la ciudad, el ambiente era bien distinto del que él tenía en la cabeza. Los turistas, muy elegantes con su ropa de verano, pululaban por las calles empedradas del recinto amurallado de la ciudad. De camino hacia los bares y restaurantes o de vuelta de ellos. Las discotecas tardarían en abrir un rato. El buen tiempo se había mantenido las dos últimas semanas y muchos estaban muy bronceados. Knutas se miró el brazo: llevaba un polo de manga corta. Estaba inusualmente pálido para aquella época del año. No había tenido tiempo de ir a la casa de veraneo. Desde que interrumpió las vacaciones no había podido ni tomar el sol ni darse un baño.
El ambiente por las calles era festivo, tan agradable y tan alegre que se sintió más animado. Tampoco quería perderse ver a Karin algo piripi. No recordaba haberla visto antes en ese estado, pese a que habían estado juntos en muchas fiestas. Karin era una de esas personas que siempre mantienen el control. Quizá fuera su gran rectitud lo que hacía que no quisiera perder las formas. En realidad era tan bajita que no necesitaría beber demasiado para emborracharse.
Karin y Wittberg estaban sentados en la terraza en una de las mesas que hacían esquina y ambos lo recibieron encantados.
—Hola; ¡me alegro de que hayas venido!
Karin le mostró una amplia sonrisa que dejó al descubierto el hueco que tenía entre los dientes incisivos. Le hizo sitio a su lado en el sofá. ¿Cómo podía estar tan bronceada?, pensó él. No se había fijado antes. Pidió una cerveza y un bistec.
Mientras esperaban la comida, Karin encendió un cigarrillo.
—¿Has vuelto a fumar? —preguntó Knutas—. ¿Cuál es el motivo hoy, problemas o fiesta?
—¿Tú qué crees? —contestó ella dándole un golpecito amistoso en el costado—. ¡Ah!, solo fumo algún cigarrillo cuando salgo.
—Ya, ya, eso dicen todos.
—Por Dios, parecéis un viejo matrimonio —se burló Wittberg.
Knutas miró a Karin. Para su satisfacción, vio que ella se había sonrojado.
—Sí, es que casi lo somos —dijo él—. Llevamos trabajando juntos la tira de años.
—Quizá demasiados.
—No, eso no. Espero que trabajemos siempre juntos. Formamos un
dreamteam
.
Brindaron. Knutas se relajó y se dio cuenta de que hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Quizá eso era exactamente lo que necesitaba. Wittberg estaba de lo más divertido. Era un encanto, muy popular entre las mujeres y no solo por su look de surfista. Era una de las personas más divertidas que Knutas había conocido. Bromeaba de tal manera que tanto Knutas como Karin se reían a carcajadas.