Dos gritos resonaron, el segundo de ellos cuando todavía no se había apagado el primero:
—¡Aplicad la antorcha!
—¡Lo prohíbo!
El primero había salido de labios de Merlín; el segundo, de labios del rey. Merlín trató de avanzar hacia mí.
Temí que quisiera encender él mismo la hoguera y entonces exclamé:
—Permanece donde estás. ¡Si un solo hombre, incluyendo al propio rey, se mueve antes de que yo lo ordene, lo partiré con un trueno, lo extinguiré con un rayo!
La multitud se dejó caer mansamente en sus asientos, como yo había anticipado. Merlín titubeó unos instantes, y durante ese breve lapso me sentí en vilo como nunca antes en mi vida. Se sentó de nuevo, y entonces respiré profundamente, comprendiendo que controlaba totalmente la situación. El rey habló:
—Tened clemencia, gentil señor, y no sigáis adelante en este arriesgado asunto, no vaya a ser que se produzca una catástrofe. Se nos había informado que vuestros poderes no alcanzarían su plenitud hasta el día de mañana, pero…
—¿Su majestad piensa que la información puede haber sido una mentira? … Era una mentira.
El efecto de esas palabras fue enorme, por todas partes se levantaron manos en gesto de súplica, y el rey fue asaltado por una tormenta de ruegos de que me comprara a cualquier precio, deteniendo así la catástrofe. El rey estaba ansioso por complacer las peticiones y, tras un instante, dijo:
—Decid las condiciones que bien os parezcan, reverendo señor, incluso la de compartir de mi reino si así lo deseáis, pero eliminad esta catástrofe, ¡salvad el sol!
Mi suerte estaba asegurada. Hubiese aceptado su oferta en seguida…, pero no podía detener un eclipse; eso ya excedía mis posibilidades, de modo que solicité un plazo para considerarlo. El rey preguntó con vehemencia:
—¿Cuánto tiempo, pero cuánto tiempo, buen señor? Tened piedad; mirad, cada vez se hace más y más oscuro.
¿Cuánto tiempo desea vuestra merced?
—No demasiado. Media hora. Tal vez una hora.
Se levantó un millar de patéticas protestas. No podía acallarlas, pues no lograba recordar cuánto tiempo dura un eclipse total. De todos modos, me encontraba bastante perplejo y quería reflexionar. Había algo en el eclipse que no acababa de entender y que me desconcertaba. Si no era éste el eclipse del cual yo tenía noticia, entonces ¿cómo saber si me hallaba en el siglo VI o si no era más que un sueño? Vaya, vaya, de comprobar que se trataba de lo segundo, significaría una nueva y grata esperanza. Si la fecha que me había dicho el muchacho era correcta y, en efecto, estábamos a veinte, entonces no era el siglo VI. En este estado de gran exaltación me acerqué al monje y, tirando de una de sus mangas, le pregunté a cuántos estábamos.
¡Diantre! Me dijo que estábamos a veintiuno. ¡Me quedé helado al escuchar esas palabras! Le encarecí que tuviese cuidado en no cometer un error, pero me dijo que estaba seguro de que era el veintiuno. Así que el cabeza de chorlito de Clarence de nuevo había enredado las cosas. La hora del día concordaba con la del eclipse; lo había comprobado yo mismo con un reloj de sol que se encontraba cerca. Sí, estaba en la corte del rey Arturo, y más me valía sacar el mayor provecho posible de mi situación.
La oscuridad iba en aumento, y aumentaba también la confusión entre la gente. Dije entonces:
—Lo he pensado bien, señor rey. Para que sirva de lección dejaré que continúe esta oscuridad y dejaré que la noche cubra el mundo entero. Pero de ti dependerá que destruya el sol para siempre o que acceda a reponerlo luego. Estas son mis condiciones: seguirás siendo rey de todos tus dominios y recibirás las glorias y honores que corresponden a un soberano, pero deberás nombrarme tu primer ministro y ejecutivo vitalicio. Por esos servicios habrás de concederme el uno por ciento del aumento sobre el nivel actual de los ingresos que yo consiga crear. Si no puedo sobrevivir con ello a nadie le pediré que me eche una mano. ¿Te parece satisfactorio?
Se produjo una andanada de aplausos y en medio de la algazara se elevó la voz del rey, diciendo:
—¡Quitadle las ataduras y ponedle en libertad y rendidle homenaje, ricos y pobres, señores y siervos, pues se ha convertido en la mano derecha del rey, revestido de poder y autoridad y su sitial se encuentra en los más altos escalones del trono! Ahora apartad esta creciente oscuridad y retornad la luz y la alegría para que el mundo entero os bendiga.
Pero yo le respondí:
—Que un hombre normal sea humillado ante el mundo no importa, pero sería una deshonra para el rey que todo aquel que haya visto desnudo a su ministro no lo vea también liberado de su vergüenza. Si fuera posible, quisiera que me devolviesen mis ropas…
—No son apropiadas —interrumpió el rey—. Traed vestiduras para él, vestidlo como a un príncipe.
Mi idea funcionaba. Quería dejar las cosas como estaban hasta que el eclipse fuera total para evitar que de nuevo pidieran que despejase la oscuridad, lo cual, por supuesto, no podía hacer. Gané un poco de tiempo ordenando que me trajeran mis ropas, pero no el suficiente. Tenía que inventarme otra excusa. Dije entonces que era bastante natural que el rey cambiase de idea y se arrepintiese hasta cierto punto de lo que había hecho a causa de su excitación y, por tanto, permitiría que la oscuridad aumentase un poco, pero si después de un tiempo razonable el rey seguía pensando de la misma manera la oscuridad sería eliminada. Ni el rey ni ninguno de los presentes se mostraron de acuerdo con esa propuesta, pero yo insistí en ella.
Se hacía más y más oscuro, más y más negro, y yo seguía enfrentado con las engorrosas vestiduras del siglo VI. Finalmente la oscuridad se hizo completa y la multitud comenzó a aullar de horror al sentir la sobrenatural brisa nocturna que soplaba y constatar que las estrellas salían y titilaban en el cielo. Llegó el momento en que el eclipse fue total, lo cual me alegró mucho aunque, por supuesto, llenaba de congoja a todos los demás.
—El rey, con su silencio, admite que se atiene a las condiciones —dije. Luego levanté las manos, las mantuve un momento así y añadí con la más lúgubre solemnidad—: ¡Que el encantamiento se disuelva y desaparezca sin hacer daño!
Por un momento no ocurrió nada en aquella oscuridad y aquel silencio de cementerio. Pero cuando una franja plateada de sol se abrió paso un instante después, la muchedumbre se desahogó con un grito poderoso y descendió como un torrente para sofocarme con sus bendiciones y agradecimientos. Y podéis estar seguros de que Clarence no fue el último en llegar.
Dado que yo era ahora la segunda personalidad del reino en lo que se refiere a la autoridad y el poder político, se me trataba con gran deferencia. Mis vestiduras eran de seda, terciopelo e hilo de oro y, por consiguiente, muy espectaculares y también muy incómodas. Me destinaron las habitaciones más lujosas del castillo, después de las del rey. Parecían resplandecer con los vivos colores de los tapices de seda, pero el suelo de piedra sólo tenía juncos por alfombra, y además juncos disparejos, pues no eran del mismo tipo. En cuanto a las comodidades propiamente dichas, no había ninguna. Quiero decir las pequeñas comodidades, porque son precisamente las pequeñas comodidades las que hacen la vida confortable. Las grandes sillas de roble adornadas con burdos relieves no estaban mal, pero eso era todo. No había jabón, ni cerillas, ni espejo (excepto uno metálico, más o menos igual de nítido que un cubo de agua). Y ni un solo grabado en la pared. A lo largo de los años me había ido acostumbrando a esas estampas y ahora me daba cuenta de que la pasión por el arte se había introducido insospechadamente en lo más íntimo de mi ser, y se había convertido en parte de mí mismo. Me sentía nostálgico al observar esta parvedad —orgullosa y ostentosa, pero sin alma— y recordar que en nuestra casa en East Hartford, una casa sin pretensiones, no podías entrar en ninguna habitación sin encontrar una estampa de alguna compañía de seguros o por lo menos una de esas láminas a tres colores con la inscripción «Dios bendiga esta casa» sobre cada puerta, y en el salón teníamos nueve estampas. Pero aquí, incluso en mi imponente cámara de Estado, no había nada parecido a una ilustración, exceptuando un objeto del tamaño de una colcha, que podía ser tejido o de punto (tenía varios remiendos), pero nada en él correspondía a los colores y las formas apropiadas. En cuanto a las proporciones, el mismo Rafael no hubiera podido hacer una chapucería semejante, a pesar de toda su práctica, en esas pesadillas que se han llamado las «célebres caricaturas de la corte de Hampton» ¡Menudo pájaro ese Rafael! Teníamos muchas estampas suyas: una era
La pesca milagrosa
, en la cual introducía un milagro de su propia cosecha: colocaba a tres hombres dentro de una barca tan pequeña que no hubiera podido entrar un perro sin hacerla zozobrar. Siempre admiré el arte de R.: resultaba tan fresco, tan poco convencional…
En todo el castillo no había siquiera una campanilla o un tubo acústico. Yo tenía una gran cantidad de sirvientes, y aquellos que estaban de turno se paseaban por la antecámara, sin hacer nada especial, pero cuando necesitaba a alguno de ellos tenía que salir a buscarlo. No había gas, no había lámparas, y un plato de bronce medio lleno de mantequilla de internado, sobre la cual flotaba un trapo encendido, producía lo que ellos llamaban luz. Un buen número de estos objetos colgaban de las paredes y modificaban la oscuridad, la disminuían lo suficiente para que resultase lóbrega. Si salías de noche, tus sirvientes tenían que llevar antorchas. No había libros, bolígrafos, tinta o papel, y no había cristales en las aberturas que pasaban por ser ventanas. El cristal es algo insignificante, pero cuando se carece de él entonces se convierte en algo importante. Pero quizá lo peor de todo es que no había azúcar, café, té ni tabaco. Me di cuenta de que yo era otro Robinson Crusoe abandonado en una isla desierta, donde en lugar de una sociedad existían unos animales más o menos domesticados, y comprendí que si quería llevar una vida soportable debía proceder de la misma manera que él: inventar, ingeniármelas, crear, reorganizar las cosas, poner a funcionar brazos y cerebros y asegurarme de mantenerlos ocupados. Bueno, tenía experiencia en ese sentido.
Una cosa me molestaba durante los primeros días: el interés inusitado que la gente sentía por mí.
Aparentemente, la nación entera estaba ansiosa por conocerme. Pronto se propagó la noticia de que el eclipse le había producido al mundo británico un susto casi mortal y que, mientras duró, todo el país, de un extremo a otro, quedó sumido en un lastimero estado de pánico. También se comentaba que las iglesias, ermitas y monasterios se habían visto desbordados por legiones de infelices criaturas que oraban y sollozaban, convencidas de que había llegado el fin del mundo. A esto habían seguido las noticias de que el causante de todo era un forastero, un poderoso mago que se encontraba en la corte del rey Arturo, tan poderoso que hubiese podido apagar el sol como si se tratase de una vela, y que de hecho se disponía a hacerlo cuando se logró comprar su clemencia y convencerlo de que retirara su encantamiento, y que ahora este forastero era reconocido y honrado como el hombre que con su gran poder, y sin ayuda de nadie, había salvado al globo de la destrucción y a sus habitantes de la extinción. Ahora bien, si consideráis que todo el mundo creía eso, y no sólo lo creía, sino que nunca le hubiera pasado por la cabeza dudarlo, comprenderéis fácilmente que no existiera una sola persona en toda Inglaterra que no hubiese caminado cien kilómetros para echarme una ojeada. Por supuesto que era el único tema de conversación, todos los otros habían sido abandonados e incluso el rey se convirtió de repente en una persona de interés y notoriedad mucho menores. Antes de veinticuatro horas empezaron a llegar delegaciones, y lo siguieron haciendo durante toda una quincena. Había gran cantidad de gente en el pueblo y en los campos de los alrededores.
Tenía que salir una docena de veces al día para exhibirme ante aquellas multitudes reverentes y maravilladas. Se convirtió en una pesada carga, en cuanto a tiempo y molestias pero, por supuesto, tenía una compensación en el hecho de sentirme tan insigne y el centro de tanto homenaje. El colega Merlín se ponía verde de envidia y despecho, lo cual me producía una gran satisfacción. Pero había una cosa que no podía entender: nadie me había pedido un autógrafo. Hablé con Clarence del asunto y, ¡por vida mía!, tuve que explicarle lo que era. Luego me dijo que en el país nadie sabía leer y escribir salvo una docena de clérigos. ¡Cáspita! ¿Qué os parece?
Había otra cosa que me preocupaba un poco: en seguida llegó un momento en que las multitudes comenzaron a reclamar otro milagro. Era natural. Poder ufanarse en sus hogares distantes de que habían visto al hombre que podía impartir órdenes al sol que se pasea por los cielos, sometiéndolo a su entera voluntad, los engrandecería ante los ojos de sus vecinos y los convertiría en motivo de envidia, pero poder decir que ellos mismos lo habían visto realizar un milagro, hombre, pues la gente recorrería entonces un buen trecho por verlos a ellos. La presión era grande. Sabía que se iba a producir un eclipse de luna, y conocía la fecha y la hora, pero faltaba todavía mucho tiempo. Dos años. Mucho hubiera dado por conseguir adelantarlo y aprovecharme de él ahora que la demanda era notable. Me parecía una verdadera lástima que se desperdiciase de ese modo, y que luego se produjese en un momento en que probablemente a nadie le serviría de nada. Si hubiese estado programado para dentro de un mes, habría conseguido un lleno completo sin dificultad, pero tal y como estaban las cosas no lograba descubrir la forma de utilizarlo, así que abandoné mis esfuerzos en ese sentido. Poco después, Clarence se enteró de que el viejo Merlín estaba muy ocupado haciendo una campaña subrepticia entre la gente. Estaba difundiendo la especie de que yo era un farsante y que la razón por la cual no complacía a la gente realizando un milagro era simplemente porque no podía hacerlo. Comprendí que tenía que hacer algo, y después de pensarlo un poco se me ocurrió un buen plan.
Gracias a mi autoridad como ejecutivo mandé a Merlín a prisión, e hice que le destinaran a la misma celda que había ocupado yo. En seguida difundí públicamente, por medio de trompetas heráldicas, la noticia de que estaría atareado con asuntos de Estado durante los próximos quince días y que al final de ese plazo me tomaría un pequeño descanso, que aprovecharía para hacer volar con fuegos celestiales la torre de piedra de Merlín. Entre tanto, todo aquel que escuchase las malignas informaciones que sobre mí circulaban debía tener extremo cuidado. Más aún: realizaría sólo ese milagro y, si algunos no se sintiesen satisfechos e insistiesen en murmurar, los transformaría en caballos y los destinaría a labores útiles. Tras el anuncio se produjo un profundo silencio.