Una vida de lujo (29 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Esperaron.

Las pastillas sabían amargas en la boca, pero era mejor que el sabor a vómito.

La verja estaba cerrada. Había guardias en el puesto de control de al lado.

Se abrieron para dejar paso a un coche de correos que salía. Babak aceleró el Range Rover. Jorge oyó cómo aumentaron las revoluciones del coche. Iba en primera. No iban a poder entrar antes de que se cerrase la verja, eso lo sabía. Pero el mecanismo de la verja era menos fuerte cuando no estaba totalmente cerrada, según los cálculos de Tom y del Finlandés. Una pala cargadora la habría reventado sin problemas. La pregunta: ¿el coche de Babak iba a poder con ella?

El Range Rover, acelerando a tope. Jorge todavía no había soltado el embrague. Quería saber si el gigantesco todoterreno que iba delante lo conseguía o no.

Treinta metros más adelante: la verja. Se estaba cerrando rápidamente. Aunque ahora parecía que se movía despacio. El Range Rover la embistió con todo lo que llevaba dentro. Crujió.

El Range Rover derrapó.

Vio cómo la verja se tambaleaba en sus puntos de apoyo.

Se dio cuenta: el Range Rover había abierto camino. Había reventado las verjas. Había conseguido una vía libre.

Dios existía.

Ahora: J-boy había vuelto a meterse en el partido.

Pisó el acelerador hasta el fondo.

Treinta metros más adelante, Jorge atravesó la verja jodida.

Frenó. Mahmud abrió la puerta trasera. Tiró una bolsa con un texto bien visible: bomba. No querían arriesgarse a que algún idiota que jugara a ser héroe tratase de bloquear el camino de salida.

Ahora les quedaban máximo tres minutos, y ya iban tarde.

Siguieron hacia delante. Gente de correos, gritando alrededor.

El sol de verano, con una fuerza sudorosa. Al igual que J-boy. Fuerte. Sudado. A punto de quemar a esos tipos de pies a cabeza.

Se atrevería con cualquier cosa.

Los muelles número veintiuno y veintidós estaban detrás de otras vallas.

Sergio en el Range Rover; conocía el camino. Había visto los videoclips de Jorge al menos quinientas veces.

Jorge frenó. Se enfundó el pasamontañas sobre la cabeza.

Sacó el Kaláshnikov y una bolsa del asiento trasero.

Mahmud hizo lo mismo. El árabe: parecía un profesional de los ATV, mono gris, guantes de jardinería, pasamontañas negro. Pedazo de Kala en las manos. Salieron. Lo sabían: las cámaras de vigilancia no estaban grabando. De verdad: el contacto de dentro no tenía precio.

Sergio corrió hacia delante. Llevaba la misma ropa que Jorge y Mahmud. En las manos: la pieza más pesada de De Walt, la rotaflex del infierno. Fue a por la segunda valla que les separaba de los muelles. Por aquí no podían entrar con el todoterreno y posiblemente tampoco con una pala cargadora; los zócalos de la parte inferior de la valla estaban hechos para aguantar una guerra menor.

Jorge vio una furgoneta aparcada al otro lado, junto al muelle número veintidós.

A siete metros de distancia. Totalmente negra, sin texto ni logotipos. Era el furgón blindado. La parte trasera, arrimada al muelle. La plataforma de carga, subida. Dos guardias abrieron una puerta de metal, pero se quedaron tiesos al oír los gritos.

La información del contacto de dentro era correcta.

Jorge miró el Range Rover: la parte frontal estaba abollada. El parabrisas roto. Pero no habían saltado los airbags. El iraní era listo. Los había desactivado.

Jorge y Mahmud apuntaron con sus armas a través de la valla. Apartaban a los eventuales minihéroes que quisieran joder el golpe. Mantenían en su sitio a guardias que de otra manera intentarían huir. Babak se quedó en el Range Rover; no tenían ningún pasamontañas para él. El iraní cubría su cara como buenamente podía, detrás de una capucha enfundada.

Veinte segundos. Sergio ya había penetrado. Dio un golpe a la valla. Un trozo cuadrado se cayó, creando una puerta de entrada.

J-boy atravesó la valla, siguió hacia delante. Hacia la puerta de metal al lado de la otra, por donde habían desaparecido los guardias. Una oleada de adrenalina le atravesó el cuerpo. Subidón de gánster.

La puerta estaba abierta. De nuevo: el contacto era la hostia.

Vio un pasillo. Lo conocía tan bien como su propio baño.

Paredes de cemento. Iluminación débil. Una puerta al otro lado. La abrió.

La sala de carga y descarga: paredes blancas. Guardias. Carritos con maletines.

Ahora: apuntó con el arma.

—This is a robbery! Open the door
!
[45]
—gritó en el mejor inglés que pudo.

Sergio también entró detrás de él. Tenía una Walther en la mano. Él también apuntó a los guardias.

Se abrió la puerta que daba al muelle de carga de fuera. Los guardias de dentro y de fuera comenzaron a levantar maletines. Jorge trató de contarlos: podría haber hasta dieciséis.

En el exterior: Mahmud se movía con torpeza. Apuntaba con el arma.
Put the cases in our car
.
[46]

Los guardias levantaban los maletines de uno en uno. Atravesaron el agujero en la valla.

Al mismo tiempo: Jorge veía la otra puerta de metal. La puerta que daba a la cámara.

Mahmud tomó el control fuera. Apuntando con el Kala de un lado a otro. Apremiando a los guardias.

Jorge puso la bolsa en el suelo.

La gran noticia: antes de ayer habían resuelto el problema de la cámara.

Jorge se había puesto en contacto con un tío: Mischa Bladman, socio de JW. Granuja con una cara de paisaje lunar; el problema de acné del tío tuvo que haber sido peor que el de Freddy Krueger cuando era joven.

Bladman dijo que había una vía segura para llegar a JW. Jorge envió un mensaje a través de Bladman. Dos días después le llegó la respuesta a Jorge. Sí, JW podría encontrar a gente que podría encontrar a gente que podría sacar planos secretos de la oficina municipal de urbanismo. Era solo una cuestión de pasta. Jorge ofreció cien mil a través de JW. Cinco días después: Bladman le entregó los planos; JW era un dios. El propio Jorge los llevó a la pizzería Gabbes de Södertälje. El Finlandés dejó que algún experto en explosivos analizara los papeles. Les dio su ok.

Así que ahora: Jorge sacó un cuadro de explosivos de la bolsa.

El Finlandés había sido escueto.

—En realidad, son cosas que suelen utilizar los bomberos que quieren abrir boquetes en paredes y esas cosas para rescatar a gente. Mi hombre ha aumentado la carga explosiva diez veces.

Sergio ayudó a Jorge a colocar el cuadro. Pusieron las instrucciones igual que lo había hecho el Finlandés. Enseñaba exactamente cómo había que colocar el cuadro. Cómo, exactamente, había que fijarlo. La forma exacta de encenderlo.

Jorge se dio la vuelta. Miró a través de la puerta.

Ahora: cuatro maletines ya estaban metidos en la furgoneta.

La siguiente tarea de Sergio: taladró la pared. Jorge sujetaba el cuadro de explosivos. Sergio lo atornilló. Estaba bien sujeto.

Uno de los guardias, un tío barrigudo, se había quedado junto al carrito de los maletines. Trataba de ganar tiempo. Estaba viendo lo que estaban haciendo.

Jorge lo sabía: era una estrategia que utilizaban. Hacer todo despacio; darle tiempo a la pasma para llegar.

Apuntó el Kala directamente hacia el guardia.


Hurry up or I blow your fucking head off
[47]
—dijo en inglés otra vez.

El pringado del guardia se movió.

Cinco maletines metidos en la furgoneta.

Mahmud gritó. Cosas imprecisas en
svengelska
.
[48]

Sergio apretó el botón de activación. Volvieron corriendo al pasillo.

Se taparon los oídos con las manos. Jorge vio los ojos de Sergio en los agujeros del pasamontañas. Brillaban.

Después llegó la explosión.

PUM.

Volvieron a entrar. Dos guardias en el suelo. Humo en la sala de carga y descarga. Las lámparas del techo, rotas.

En la pared: un agujero.

Jorge entró. Tuvo que agacharse para poder pasar por el agujero. Oyó a Mahmud gritar a los dos guardias que siguieran cargando su furgoneta.

Dentro de la cámara: oscuridad.

Buscó a tientas el interruptor de la luz. Agredeció a JW otra vez: J-boy sabía exactamente dónde iba a estar.

Lo tocó. Apretó.

Aun así, no pasó nada. Lo apretó otra vez. Y otra vez.

La hostia, la explosión debía de haber jodido la electricidad de la cámara.

Miró a su alrededor. La poca luz que entraba por el agujero estaba llena de polvo.

No había tiempo para buscar.

Dio unos pasos hacia delante. Atisbó mesas. Atisbó sillas. Atisbó armarios alrededor de las paredes.

Trató de acostumbrar los ojos lo más rápido que podía. Imposible. Todavía no se veían más que los débiles contornos de las cosas.

Sergio metió la cabeza.

—¿Qué ves?

—Hemos jodido la luz. Y no tengo linterna. No veo ni una mierda —dijo Jorge.

Vislumbró más mesas. Máquinas para contar billetes. Cajas en el suelo.

Vio algo que podrían ser sacos. Se abrió paso a tientas. Tropezó. Le estaba costando demasiado tiempo.

Dos sacos. Medio metro de altura. Los tocó. Sellados. Por el peso podría ser
cash
.

Los cogió. Arrastrándolos por el suelo. Volvió a salir por el agujero.

Los guardias seguían en el suelo. Debajo de uno de ellos: sangre.

Vio cómo Sergio se metía en el Range Rover. Jorge esperaba que arrancase.

Los guardias que seguían en pie metieron los últimos maletines en la Mercedes.

Estaban sudando. Bien, eso era lo que tenían que hacer.

Trece maletines.

Comenzó a meterse a gatas por el agujero otra vez. Tenía que haber más sacos.

—We gotta go
[49]
—gritó Mahmud.

Jorge se detuvo. Ya llevaban dos minutos de retraso debido a la espera del Range Rover y el tiempo que había empleado en la cámara. La pasma podría llegar en cualquier momento. Aun así: podría haber más sacos ahí dentro.

—For fuck’s sake
,
let’s go
[50]
—gritó Mahmud de nuevo.

El amigo dio un paso hacia delante, agarró a Jorge del brazo.

Jorge quería volver a entrar en la oscuridad. Mahmud tiró de él.

No funcionaba. Se arrastró hacia fuera. Mierda.

Tiró los sacos de la cámara a la Mercedes. Metió una mano en el bolsillo. Cogió la pipa de aire comprimido. La tiró al suelo para despistar a los maderos.

Quince maletines.

Mahmud aullaba. Llevaban un retraso de la hostia.

Se quedó inmóvil. Los pies separados. Preparado.

Apuntaba con el Kala.

Dieciséis maletines.

Taaaaantos maletines más los sacos; tenía que haber una cantidad de
cash
impresionante.

A Jorgelito ya le daba igual la cámara. En breve: iba a ser un moraco muy adinerado.

Diecisiete maletines.

Un moraco asquerosamente forrado.

Dieciocho.

Un chileno con estilo y mogollón de pasta.

Arrancaron la furgoneta.

Jorge oía sirenas.

Capítulo 26

H
ägerström estaba delante de la puerta del chalé. Primero había querido entrar por las ventanas. Pero Hansén entendería que le habían robado si encontraba una ventana rota. Sería mejor entrar por la puerta, si podía.

Había pegatinas en la puerta y en las ventanas: la casa estaba protegida con alarmas.

Pan World Security. Sin embargo, Torsfjäll se había ocupado justo de ese detalle. El comisario había llamado a Pan World Security y había pedido que ignorasen todas las eventuales alarmas procedentes de aquella dirección a lo largo de la próxima hora.

Hägerström se arriesgó. Esperaba que su ropa de chapas engañara a los posibles vecinos o transeúntes. Hacer que no se preguntasen por qué estaba él toqueteando la puerta de la casa. Había aparcado el coche a cierta distancia. Comprendía por qué JW había querido bajar del coche a medio kilómetro del chalé; no quería que ningún vecino curioso descubriera la conexión entre Hansén y un coche de la penitenciaría. Esto era Djursholm; era más raro ver un coche del Servicio Penitenciario por estas calles que un Skoda.

Hägerström sacó la ganzúa eléctrica, la herramienta estándar de la policía que Torsfjäll acababa de enviarle con un taxi.

Seguramente serviría para la puerta exterior. Metió la punta de la ganzúa en la cerradura inferior. Assa Abloy: un modelo normal. La ganzúa zumbaba.

Sus pensamientos se desviaron.

La operación progresaba. Incluso antes del viaje en el coche de la prisión, JW le había hecho alguna que otra preguntilla.

«A ti qué te parece, ¿Juan-les-Pins está mejor que Cannes?».

«Estoy pensando en comprarme un piso en la calle Kommendörsgatan cuando salga de aquí, ¿crees que está demasiado lejos del centro?».

«¿Qué opinas del nuevo Audi? ¿Es un poco amanerado o está bien?».

Hägerström pensó: «¿No es un poco de horteras conducir un Audi? Si lo que querías era un buen coche, habría que apostar por la verdadera calidad, ¿no? Porque, de la otra manera, ya podías comprar cualquier Volvo viejo».

Después se avergonzó: resultaba curioso; el tío parecía totalmente confiado y seguro entre su gente, en el trullo. Pero con relación a Hägerström, cuando hablaban de estas cosas, era como un adolescente angustiado. Casi llegó a sentir un instinto maternal.

Hägerström se concentró otra vez.

Se oyó un chasquido en la cerradura. La puerta se abrió. Detrás de ella había una verja cerrada con llave. Sabía que era mucho más difícil de forzar. Se puso de rodillas delante de ella. Sacó otra ganzúa.

Trató de recordar lo que había aprendido en el curso de manejo de ganzúas. Solo había leído un libro, pero había practicado mucho más. El secreto del manejo de ganzúas era tripartito. Cualquiera podría aprender a forzar la cerradura de un escritorio en un día. Pero abrir cerraduras intrincadas requería una buena capacidad de concentración, talento analizador y, sobre todo, tacto mecánico.

Era más difícil de lo que había pensado. Pero el profesor le había dicho que tenía un talento natural.

La concentración no era un problema. Él era un exsoldado de las fuerzas de asalto costero, investigador interno de la policía, pensador. La concentración formaba parte de su trabajo diario. A pesar de que casi siempre tenía muchos pensamientos en la cabeza al mismo tiempo, era capaz de concentrarse cuando se trataba de cerraduras.

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