Levantó la mirada. El almacén estaba en el edificio número cuarenta y cinco.
Detrás de ellos: un sonido. Una luz.
Se dio la vuelta.
Un coche camuflado. Ya con la sirena colocada por fuera. Jorge no podía entender cómo no lo había notado. Un Saab 9-5 con ventanillas oscuras detrás y una cantidad innecesaria de antenas; avisaba de policías de paisano a gritos.
Miró la bolsa en el suelo entre los pies de Mahmud.
Paró el coche.
—Nos han pillado.
Jorge miró hacia atrás de nuevo. Un poli de paisano salió. Otro pareció quedarse en el coche.
Vio gotas de sudor en la frente de Mahmud.
El dolor de cabeza atacó. Pedazo de puñetazos contra el interior del cráneo.
Aumentó el dolor de la tripa, las arcadas iban subiendo por la garganta.
Pillados. Joder, pilladísimos.
El madero se acercó. Resultó ser una chica. Era alta, rubia. Las manos metidas en el cinturón: fingía estar relajada. Jorge vio una funda.
Hostia.
La chica se acercó a la puerta del conductor. Dio unos golpecitos en la ventanilla. Jorge pulsó el botón para bajarla. ¿Cuál era el récord de lentitud de bajada de una ventanilla de coches?
Miró hacia delante.
La cabeza un hervidero de pensamientos cruzados.
No merecía la pena intentar algún truco. No merecía la pena ni pensarlo.
Al mismo tiempo, él: todavía era rápido. Él: le llamaban el Fugitivo
for a reason
.
[18]
Al otro lado del parabrisas veía las fachadas desgastadas de la calle Malmvägen. Los portales, todos iguales. Solo los grafitis eran diferentes. Los pasos peatonales debajo de las casas, los patios, las buhardillas.
Él conocía esta zona.
Él la conocía mejor de lo que había hecho Michael Scofield en
Prison Break
.
La poli metió la cabeza.
—¿Podéis salir del coche, por favor?
Jorge reaccionó. Pisó el acelerador a fondo. El coche dio un salto hacia delante. El V8 aullaba. Trescientos caballos a pleno rendimiento.
La poli gritó algo. A Jorge le daba igual.
—¡Tira, joder, tira! —vociferó Mahmud.
Jorge giró hacia la derecha, tirando del volante. Su cuerpo estuvo a punto de chocar contra el interior de la puerta.
Vio cómo el coche de los polis activaba la luz. Oyó las sirenas.
Aceleró.
La calle Malmvägen a noventa por hora. El coche de los polis, cien metros por detrás.
Pensó a una velocidad supersónica. Quería meterse en uno de los paseos peatonales. Al mismo tiempo: si conseguían deshacerse del arma, los putos maderos todavía podrían acusarles de conducción temeraria grave.
Continuó hacia delante. En plan
all in
.
[19]
Tomaba una curva loca a la derecha, entrando en la calle Bagarbyvägen. No aumentó la velocidad más de lo necesario.
Mahmud aullaba cosas.
—Tiro la pipa.
Jorge dijo que no.
Giraron otra vez. La urbanización de chalés. Jorge había robado tantas manzanas aquí cuando era crío que podría haber montado una fábrica de sidra. Conocía estos caminos. Los conocía mejor de lo que había hecho Andy Dufresne en
Cadena perpetua
.
Un poco más adelante: dos bocacalles en dos direcciones diferentes. Perfecto. Si tomaban una de ellas, los maderos no tendrían ni idea de cuál habían tomado. No deberían poder verlo, siempre y cuando tuvieran tiempo para tomar la curva. Todo lo que hacía falta: necesitaban tener tiempo para parar y deshacerse de la bolsa con la pipa.
Tenía que quitarse este calor de encima.
Esto no podía terminar así.
E
staba en el trullo desde hacía unas semanas. Trabajando de chapas.
Oficialmente, a Hägerström le habían despedido de la policía.
Extraoficialmente, era un infiltrado.
Oficialmente, le habían dado trabajo como empleado del Servicio Penitenciario en la cárcel de Salberga. Extraoficialmente, su nueva misión se deletreaba: agente UC en servicio.
Su madre Lottie no decía gran cosa, pero él sabía que le preocupaba que él hubiera dejado de ser policía.
Martin Hägerström ya sabía bastante sobre la estancia en chirona. Había leído informes e investigaciones sobre la vida en las cárceles de Suecia, los análisis del Servicio Penitenciario de las condiciones y problemas de los presos, los memorandos del propio Torsfjäll con información confidencial. Pero la realidad era distinta. Las teorías y los métodos ensayados desaparecieron en el día a día de la realidad. Las rutinas de seguridad le parecían rígidas y marginales. Incluso la información de Mrado Slovovic le parecía irreal.
Lo que sí importaba era la gente, cada persona constituía un reto particular al que tenía que hacer frente. Cada situación, una pequeña exhibición de teatro. Pero Hägerström era un profesional, eso lo sabía. Le parecía que siempre actuaba como otra persona.
Una colega de la cárcel se ocupaba de él. Esmeralda —la chica con al menos diez pendientes en cada oreja y unos brazos mejor entrenados que los de Madonna— le ponía al día de cómo funcionaban las cosas. Durante cada pausa para el café le soltaba todo lo que le parecía que él debería saber. Los rumores que circulaban. La jerarquía de los presos. Lo que en realidad ocurría cuando se cerraban las puertas de las celdas, quiénes se consideraban duros, quiénes se consideraban blandos. Era una parlanchina y utilizaba términos del fútbol con más frecuencia que un comentarista de deportes durante una retransmisión. El personal de la cárcel tenía que interpretar el juego, había tenido un partido fuera de casa este fin de semana, por cómo actuaba una de las chapas femeninas era como jugar con uno menos, etcétera. Esmeralda era una fanática del fútbol y fetichista de la cárcel. Hägerström apreciaba el excedente de información. Había mucho que aprender.
La cárcel de Salberga era relativamente nueva y por eso estaba en buenas condiciones. No por ello era menos dura por dentro, aunque no se encontraba entre las cárceles de mayor nivel de seguridad del país. Las rutinas de seguridad estaban bien desarrolladas y perfiladas. El contraste entre la fachada y las actividades que tenían lugar detrás de ella no hacía más que reforzar una verdad: la vida entre rejas no cambiaría gracias a unas paredes recién pintadas y cámaras electrónicas de última generación. Algunas cosas impregnaban la institución como tal.
No había patio. Los presos tenían que salir de cinco en cinco una hora al día en un espacio vallado. Ellos mismos podían elegir con quién salir. La división era automática: procedencia étnica, pertenencia a banda, tipo de crímenes. Algunos podían encajar en cualquier grupo: los moteros, los atracadores suecos, los reyes de la droga. Otros salían solos o de dos en dos: los que estaban condenados por crímenes sexuales o maltrato a mujeres. Y algunos se quedaban en sus celdas todo el día, eran los que nadie quería ni ver: los soplones. Los que vivían más peligrosamente que nadie.
La rutina se repetía cada vez: alguien del pasillo pedía la sentencia cuando llegaba un nuevo preso. La pasaba de celda en celda. Todos podían leer, juzgar, condenar. Los chivatos tenían que beber orina en vasos de plástico tres veces al día, encontraban heces en sus bandejas de comida, se les machacaba hasta reventarles las venas con bolas de billar metidas en calcetines. Los soplones: los que solicitaban un cambio de pasillo en menos de veinticuatro horas y pedían traslado de penitenciaría después de cuarenta y ocho. Una vez rata, siempre rata, eso era lo que se decía. Hägerström pensó en su misión. Si la completaba con éxito pero quedaba desenmascarado, lo único sensato sería abandonar Suecia para no volver jamás.
Aprendió las reglas tácitas de la cárcel. Cómo manejar las provocaciones que cualquier policía patrullero habría castigado con ojos morados, amarillos y verdes. Qué hacer con la gente que bebía cuatro litros de agua al día —para diluir la orina y evitar que las pruebas dieran positivo por drogas— o con la gente que se cortaba para mezclar la orina con sangre, que era otra manera de ocultar lo que se había consumido.
Se convirtió en un experto en registrar las celdas de los presos. En el televisor pegaban bolsitas con cierre automático llenas de hachís, con la ayuda de pasta de dientes seca. Desmontaba ordenadores: los presos podían usar sus propios portátiles, pero sin Internet. Eran escondites perfectos para los cuchillos caseros más pequeños. Aprendió a cachear a los presos de la manera más fácil; no era lo mismo que en la calle, aquí no tenías nada con qué amenazar cuando te la montaban. Normalmente, los móviles se escondían dentro de los calzoncillos. Esmeralda se carcajeaba.
—Las entrepiernas sudorosas y peludas es lo mejor que hay.
Después de unos días se dio cuenta de qué era en realidad lo más importante en aquel sitio. Las rutinas. Que el carrito del quiosco entrase a la misma hora todos los días, que no cambiasen los horarios de patio, que se respetaran los horarios del comedor. Estos tíos no necesitaban más caos en sus vidas. Y a muchos de los presos les parecía que la estancia en el trullo estaba bien los primeros seis meses. Si llevaban muchos meses en prisión preventiva, la vida en la cárcel era una liberación. Podían comer juntos, disfrutar de los juegos, tenían un horario fijo con actividades.
Si querían, podían trabajar y ganar nueve coronas la hora. Doblando sobres, fabricando perchas o pajareras. Algunos ahorraban su sueldo semanal en las cuentas de la cárcel, otros se lo gastaban todo en rapé y refrescos. Algunos enviaban cada corona a la familia de Sudamérica, Rumanía u Örebro. Un preso pidió que todos sus ahorros, unas cuatro mil coronas, fueran transferidos a la cuenta de otro preso. La dirección de la cárcel sospechó que se trataba de una deuda de juego y prohibió la transacción. El tío se volvió loco, se negó a salir de la celda durante dos semanas. En la tercera semana comenzó a pintar las paredes de excrementos. A veces se imponía la desesperación. Una deuda de póquer podía ser peor que toda la mierda del mundo.
La mayoría de la gente pasaba de trabajar. Preferían pasar el rato en el pasillo todo el día. Jugando a
casino
o a videojuegos. Se quedaban tumbados en sus camas viendo la televisión. Iban a la sala de pimpón a jugar.
A veces toda la gente del pasillo caminaba por el paso subterráneo hasta el polideportivo de la cárcel. Jugaban a bandy sala o a baloncesto. Casi siempre terminaban con discusiones. La gente aprovechaba la cancha para vengarse de agravios. Pero al menos era mejor que lo hicieran así que con un cepillo de dientes afilado en la ducha.
La misión de Hägerström consistía en convertirse en un chapas querido, un chapas del otro bando, un burro. El hecho de que los presos supieran que había sido madero no le facilitaba las cosas. Uno que habían mandado a la calle, cierto, pero aun así. FTP, ACAB.
Fuck the Police. All Cops are Bastards
.
[20]
Tenía que ganarse la confianza de los chicos. Llegar a ser conocido por ser lo suficientemente flexible. Nunca llamar a las fuerzas de seguridad innecesariamente. Siempre darles media hora más de tiempo en la sala de visitas con la mujer estonia que todos, menos la dirección de la cárcel, sabían que era una puta. No montarles un pollo aunque las puertas de las celdas estuvieran abiertas después de las ocho de la tarde. No registrar las celdas con demasiado esmero. Procurar saltarse los controles innecesarios del espacio entre la cama y la pared, o de la suela agrietada de la zapatilla del Servicio Penitenciario.
Una noche, Hägerström escuchó ruidos cuando iba a tratar de entablar una conversación con JW. Una puerta de celda cerrada, la número siete. Abrió la puertecilla y miró hacia dentro. Al menos cinco presos amontonados en la celda. Ruidosos. Borrachos como cubas. Alegres. Llamó a la puerta antes de entrar. Quería mostrar respeto. Se callaron. Abrió la puerta. Habían conseguido leVadúra y pasas y habían hecho un mejunje en un cubo para la limpieza. Hägerström trató de hablar con los chicos de manera tranquila. Razonar con ellos e intentar que lo comprendieran: esto no era una buena idea. «Puedo dejarlo pasar sin avisar a nadie, pero más vale que os larguéis ya».
Solo podía adivinar lo que los demás chapas pensarían del asunto. La permisividad no era algo que se elogiaba. Sin embargo, entre los presos, el incidente aumentó su estatus inmediatamente. Lo notaba siempre en el momento en que desaparecían los demás chapas. Él comenzaba a molarles.
Pero… Había un pero. No quedaba mucho tiempo. Dentro de unos meses se cerraría esta ventana. Tenía que llegar a JW antes de que esto sucediera.
Habían hablado muchas veces. JW, con un estilo educado, servicial. Sin malos rollos. Nunca daba problemas. Nunca daba la vara sobre por qué él y nadie más tenía derecho a repetir plato, a quedarse en la celda de otro o a cualquier otra cosa de las que siempre discutían y exigían. Era
easy-going
,
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elocuente, positivo. Algunos chapas opinaban que era tan escurridizo como la crema lubricante, pero, en términos generales, apreciaban que era tranquilo y se portaba bien.
Hägerström trató de preguntar a los demás, de una manera precavida, si alguien del personal tenía una buena relación con JW, si había alguien con quien hablara más que con los otros. Si alguien había conseguido ir más allá de la mera cortesía con él. La respuesta era unánime: nadie del personal actual tenía una relación así con JW. Pero Esmeralda confirmó la afirmación de Torsfjäll, la razón por la que Hägerström había venido:
—Christer Stare podía haberlo hecho, pero él ya no está aquí. ¿Llegaste a conocerlo?
A veces, Hägerström pensaba que las sospechas hacia JW parecían un poco infundadas. ¿Para qué utilizar a un preso para ayudar con complejos fraudes económicos? Al mismo tiempo, si todo funcionaba como Torsfjäll pensaba, era genial. Nadie sospecharía que una cárcel pudiera ser la sede de operaciones de blanqueo de dinero.
Hägerström hacía lo que podía, todos los días. Al mismo tiempo, no quería parecer demasiado insistente. JW no era tonto. Hägerström y Torsfjäll ya sabían que estaba medio paranoico, y además con razón. Y JW no tenía por qué conectar con un chapas nuevo solo porque el chapas era majo. Hacía falta algo más. Y Hägerström creía que ya sabía de qué se trataba.
Durante la hora de comer, la mayor parte de los presos estaban en el comedor. Los dos pasillos de la planta tres tenían una cocina común en la que los aficionados a la gastronomía podían preparar sus propias comidas y cenas.