Una vida de lujo (30 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Pero, sobre todo, el manejo de la ganzúa era más bien una cuestión de tacto mecánico. De aprender a variar la presión. El problema era que la mayoría de las personas habían aprendido, ya desde pequeños, a colocar el cuerpo o las manos en una determinada postura, independientemente de la fuerza con la que empujaras. Pero en el arte del manejo de la ganzúa era al revés. Ahí se trataba de mantener la presión en sí a un nivel determinado. Cuando sacabas la ganzúa, la presión contra las clavijas tenía que ser constante. El que manejaba la ganzúa movía su mano, pero mantenía una presión constante.

Metió la ganzúa en la cerradura de la verja.

Trató de no imponerse la concentración como una obligación, de ignorar todos los sentimientos que no tuvieran que ver con la cerradura. Una leve brisa contra la cara. Una puerta que se cerraba en algún lugar lejano. Un pájaro que gorjeaba desde un tejado.

Sintió la gravitación, la fricción. Las clavijas que se movían una céntesima parte de un milímetro. Un pestillo que se resistía. La ganzúa era una prolongación de las puntas de sus dedos y de sus nervios. Mantuvo la presión a las clavijas en el mismo nivel exacto.

Giró lentamente.

Notó el momento de torsión, la ganzúa, las clavijas.

Sintió cómo el pestillo se movía.

Se produjo un chasquido en la cerradura.

Cerró la mano alrededor de la verja.

Se abrió.

Entonces se activó la alarma del detector de movimientos. Chillaba a un volumen que estaba al límite de lo soportable.

Hägerström cerró la puerta tras de sí. Se acercó a la cajita de la alarma que estaba justo a la derecha de la puerta. Metió el código que le había dado Torsfjäll, quien, a su vez, lo había recibido de Pan World Security.

La alarma se calló tan rápido como había empezado.

Oyó su propia respiración. Se quedó en el vestíbulo. Aguardó, por si algún vecino comenzaba a gritar.

No sucedió nada.

Miró a su alrededor. Una pequeña mesa rococó y un aplique en la pared. No había taburete, pero sí una escalera que conducía al piso de arriba.

Hägerström continuó hacia dentro. Una sala de estar justo delante de él. Alfombras hechas a mano en el suelo. Más muebles rococó. Cuadros gigantescos en las paredes: Bruno Liljefors, Anders Zorn, tal vez un Strindberg. Se parecía al piso de su madre, pero con menos estilo. Esto le parecía vulgar.

Atravesó la cocina, que estaba decorada en un estilo rústico. Puertas de armarios blancas, con una especie de panel, tiradores de metal mate. No había mecanismos invisibles o materiales extraños. Una isleta en el centro con placas de inducción y una campana por encima que tenía el tamaño aproximado del Jaguar de Hägerström. Una cafetera de Moccamaster; lavavajillas, frigorífico, congelador y microondas de Miele. Cuatro taburetes de bar alrededor de una mesa alta. En el suelo había baldosas de piedra blancas y negras, estaban calientes; seguramente contaba con calefacción integrada.

Siguió hacia delante.

Un pasillo con cuatro puertas. Echó un breve vistazo a las habitaciones. Un dormitorio, una sala de televisión. Un despacho. Hägerström entró.

Allí podría haber cosas interesantes. El comisario Torsfjäll debería haber conseguido una orden de registro inmediatamente. Pero no había querido hacerlo.

—Es mejor contar con pruebas sólidas antes de dar el golpe —le había explicado el comisario cuando hablaban por teléfono—. Además he hablado con Taxi Stockholm y he puesto a alguien a vigilar a JW y a este señor Hansén para ver qué hacen ahora, así que de eso nos enteraremos.

La oficina parecía ordinaria. Muebles ingleses de roble, una estantería con tres carpetas y libros de economía, un ordenador de sobremesa. Relativamente pocos documentos. Hägerström había esperado encontrar más información.

No había muchas cosas interesantes en las carpetas. Algunos billetes de avión antiguos, recibos de taxi, facturas de hotel. Parecía que Hansén se movía mucho y muy a menudo: Liechtenstein, Zúrich, Bahamas, Dubái.

Oyó un pitido.

Era el ordenador. Hägerström se acercó a él. Se había encendido del modo
standby
. Una nota recordatoria parpadeaba en la pantalla. «Hoy: comer con JW, llamar a Nippe, llamar a Bladman, cena con Börje».

JW y Bladman. Evidentemente, las relaciones sociales de Hansén tenían un tema.

Levantó la mirada del ordenador.

Había alguien en la casa.

Escuchó otra vez.

Silencio.

Deseaba haber llevado su P226 encima.

Dio un paso hacia la pared para que no le vieran desde la puerta.

No se oían ruidos.

Dio un paso cauteloso.

Seguía sin haber ruidos.

Cogió un bolígrafo del escritorio. Lo sujetó en la mano delante de él.

Salió al pasillo.

Con mucho cuidado.

El silencio era total.

Podría haberse equivocado. Podrían haber sido ruidos de fuera.

Pasó la cocina.

Entró en el salón.

Algo duro le impactó en el cogote.

La fuerza del golpe hizo girar a Hägerström. Perdió el bolígrafo, pero le dio tiempo a ver un hombre alto, vestido de negro, antes de caer al suelo.

Oyó una voz:

—Puto yonqui, ¿cómo hostias desactivaste la alarma?

Dolor, otra vez. El hombre le estaba dando patadas en la espalda.

Trató de proteger la cabeza con los brazos. Vio otra figura más al lado del hombre que le daba patadas. Analizó la situación con rapidez. Había al menos dos atacantes. Podrían haber llamado a la policía, pero entonces no deberían actuar con tanta agresividad. Al menos uno de ellos estaba armado con un objeto duro, tal vez algo más. Pero lo más importante: no se habían enterado de lo que él en realidad estaba haciendo allí. Y no se habían enterado de quién era él.

Otra patada. Pero ahora, Hägerström estaba preparado. Paró el golpe. Al mismo tiempo se arrastró hasta la cocina.

Otra patada más. Hägerström giró el cuerpo; la patada no acertó. Se tiró a por la pierna, tratando de apretar por la parte trasera de la rodilla. Le habían formado para estas cosas, pero aquello había sido hace unos años. En las fuerzas de asalto costero enseñaban una versión extremadamente reducida de Krav Magá. En la policía, la formación de combate cuerpo a cuerpo era prácticamente inexistente.

—Suéltame, cacho guarro —gritó el hombre.

Hägerström tiró con todo el cuerpo de cintura para arriba. El hombre perdió el equilibrio. Se cayó.

Hägerström se levantó. Cogió la cafetera. La plantó en la cabeza del hombre con todas sus fuerzas.

El hombre aulló.

El otro, también él vestido de negro, trató de meterse en la cocina. Ahora estaban en una parte estrecha, justo como Hägerström quería. Podía enfrentarse a ellos de uno en uno.

El primer hombre ponía una mano sobre la cara. Seguía aullando. Chorreaba sangre de su frente.

El tío número dos vino hacia él. Era grande. Chupa de cuero. Vaqueros negros. Pelo corto.

Tenía un objeto estrecho en la mano. Sacó una hoja.

Un estilete.

Hägerström notó que el hombre lo sujetaba como alguien que sabía manejarlo. El pulgar contra la parte plana de la hoja, moviendo el brazo en círculos delante de su cuerpo.

—Yo me ocupo de este marica —gritó.

Hägerström se quedó quieto. El hombre de la navaja tenía un ligero acento de alguna lengua del Este de Europa. Atacó.

Hägerström se movió hacia un lado, esquivando el navajazo. Acompañó el movimiento empujando el brazo del hombre hacia un lado. Trató de agarrar su mano. Falló. El tío realmente era un profesional, realizó un fuerte movimiento de muñeca al contraer el brazo. Hägerström notó el dolor en la mano, pero no la miró. No podía distraerse ahora.

El primer atacante trató de tirarse hacia él de nuevo.

Al mismo tiempo, otro navajazo cortaba el aire.

Hägerström no lo podía parar con los brazos. Giró el cuerpo. La hoja de la navaja rozó su mejilla, a menos de dos centímetros.

El hombre que sangraba por la cara trató de agarrarlo. Los dos brazos alrededor de él. Esto no podía suceder. Hägerström le dio un cabezazo tan fuerte como le fue posible. Esperaba darle en el mismo punto donde antes le había dado con la cafetera. El hombre chilló como un cerdo en el matadero.

Fue demasiado tarde. Hägerström notó un dolor en el costado. Un dolor intenso, agudo, peor que muchas cosas que había experimentado anteriormente.

La navaja.

No podía agarrarse la tripa. No podía perder el control.

Se alzó sobre la encimera y dio una patada hacia la entrepierna del hombre de la navaja.

Le dolía la tripa. Falló.

Hägerström tuvo tiempo de ver su propia sangre en el suelo. ¿O era la del otro?

El hombre de la navaja actuó con rapidez. Otro navajazo hacia la tripa.

Un dolor que quemaba junto al ombligo.

Hägerström no gritó. Se oyó a sí mismo soltar un ruido sibilante, el mismo sonido que cuando echas un trozo de atún en una sartén caliente.

Se preparó. Con todas las fuerzas que pudo sacar de dentro.

La mano recta. Golpeó al hombre de la navaja contra los ojos a la vez que le daba otra patada en la entrepierna.

Método de combate clásico en una situación de pánico: apuntar hacia las partes débiles.

El tío puso las manos contra su cara. Aulló.

Hägerström aprovechó la oportunidad. Lo apartó con un empujón. Pasó estrujándose.

Salió de la cocina. Salió del chalé.

Salió a la calle.

La sudadera estaba empapada en la zona del estómago.

Sentía un dolor como de fuego ahí abajo. Como si no tuviera fuerzas para dar un solo paso más.

Le dio tiempo a pensar: «Puede que esto sea el fin. Puede que nunca más vuelva a ver a Pravat».

Era una tarde tranquila en Djursholm.

Notó cómo goteaba la sangre.

Corrió hacia su coche.

Capítulo 27

N
atalie se puso en la acera de enfrente de la calle Björngårdsgatan, vigilando la puerta. Esperando que saliera la chica del bolso de Louis Vuitton. Esperaba que el edificio no tuviera salidas por el garaje o desde el patio interior. En realidad, debería haber ido al interrogatorio hacía tiempo, pero que se jodieran los polis; tendrían que dejar el interrogatorio para otro día.

Tuvo suerte. En menos de quince minutos se abrió la puerta. Salió la chica Louis Vuitton. El bolso del monograma colgaba de su brazo. Pasitos rápidos con los zapatos de plataforma con un tacón de diez centímetros, y una mirada que ni trataba de registrar sus alrededores; parecía una tontita.

Natalie la siguió. Dobló por la calle Wollmar Yxkullsgatan hacia la estación del metro. La chavala llevaba demasiado maquillaje. Llevaba un top rosa, una chaqueta negra, corta y brillante, vaqueros azules ajustados. Resultaba difícil definirla. Por un lado: la chaqueta y los zapatos de plataforma medio horteras. Por el otro: el bolso que parecía auténtico.

Bajaron al andén. Solo había un tío con una sillita de bebé un poco más adelante.

La tía se colocó más o menos por la mitad. Mirando de frente todavía. Hacia los carteles publicitarios del otro lado de las vías: las chicas en bikini y bañador de H&M y publicidad para una nueva tarifa de móvil que incluía cuarenta millones de SMS gratis. Según la señal electrónica del techo, el próximo tren llegaría dentro de cinco minutos.

Dos tíos de unos treinta años aparecieron andando por el andén, cada uno con una sillita de bebé.

Natalie dio unos pasos hacia delante: estaba a aproximadamente treinta metros de la tipa Louis Vuitton.

Otro tío más con sillita de bebé apareció en el andén. Parecía una especie de religión aquí en Söder; todos los hombres tenían que ir con una silla de bebé. El barrio era como una gran sede para una secta.

Entonces llegó el tren. La tía se subió. Natalie la siguió.

A la altura de la estación central del metro, la chica se bajó y cogió las escaleras mecánicas hacia la línea azul.

Caminaron hacia la zona subterránea por los pasillos. Se colocaron en las cintas automáticas que transportaban a gente entre los túneles. Allí había otro ambiente comparado con Söder: no había papaítos blandengues con complejos maternales, sino que el ambiente era más bien internacional. Las líneas azules del metro conectaban el centro con los guetos. Natalie no pudo ver ni a una persona con pinta auténticamente sueca. Aun así, se sentía fuera de lugar: ninguno de aquellos somalíes, kurdos, árabes, chilenos o bosnios cuestionaría que ella fuera sueca. O, mejor dicho, ella lo sentía, lo veía en sus ojos. La miraban como si formara parte del sistema, parte de este país: una vikinga al cien por cien. En ocasiones normales, ella siempre era la moraca. Aunque Lollo, Tove y las otras nunca lo dirían abiertamente.

Entró un tren. La chica se subió. El vagón estaba lleno a rebosar. Natalie se metió tras ella. La tía estaba a cuatro metros. Natalie la miró más de cerca. Llevaba el pelo teñido de rubio con un par de centímetros de color natural saliendo del cuero cabelludo.

El verdadero color de su pelo era difícil de ver, probablemente gris ratón. Las cejas estaban bien depiladas; tampoco aquí resultaba fácil decidir el color. Estaba bronceada de solárium, al igual que Viktor. No podía ser mucho mayor que Natalie, pero parecía desgastada de alguna manera. Tal vez estuviera nerviosa. Lo constató: aquella chica estaba asustada.

Natalie sacó su iPhone. Lo sujetó con languidez. Fingía navegar o enviar SMS. En realidad, estaba sacando una foto tras otra.

La tía Louis Vuitton se bajó en Solna. Natalie la siguió. A quince metros de distancia. Largas escaleras mecánicas para llegar a la superficie; la línea azul era la más profunda de todas.

El tiempo seguía siendo bueno en la calle. La chica atravesó el centro de Solna. Ni una mirada por encima del hombro. Ni un indicio de que caminaba más deprisa. Salieron del centro. El estadio de fútbol de Råsunda se erguía como un ovni mal aparcado al otro lado de la calle. La chica se metió en un pasadizo que pasaba por debajo de la carretera. Natalie no quería caminar demasiado cerca. Esperó unos segundos. Después se metió en el pasadizo. Justo le dio tiempo a ver cómo la chica desaparecía en dirección a las casas del otro lado.

Natalie apuró el paso para no perderla de vista. Esperaba, rezaba por que la tía Louis Vuitton siguiera sin prestar atención.

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