Jorge estiró sus manos sobre la mesa. Tocó los codos de Paola.
—Hermana
, vosotros lo sois todo para mí. He cometido tantos errores últimamente. Pero ya he vuelto. Pondré todo en orden.
Paola se limitó a mirarlo. Jorge no sabía cómo interpretar su mirada. ¿Estaba cabreada otra vez? ¿Estaba a punto de llorar? ¿Comprendía todo el amor que él sentía por ella?
Pensó en sus propias alternativas. Podría tratar de organizar algún tipo de coartada para el iraní. Pero no tenía ni idea de lo que Babak había podido decir en los interrogatorios sobre lo que había hecho el día del ATV. También podría intentar liberar a Babak. ¿Pero con quién? No lo conseguiría solo. Y ahora todos sus
homies
estaban en el extranjero o se habían vuelto legales. A excepción de JW. Jorge tenía que hablar con él. Cuanto antes.
La otra alternativa: pasar del iraní, desenterrar la pasta de él y Mahmud en el bosque y volver a Tailandia. Comprar un garito con la ayuda de Hägerström.
Mierda.
Se arrepentía de haber abandonado la vida de la cafetería en Suecia. ¿Quién se había creído que era? La gente no paraba de hablar todo el puto rato. Lo fácil que era conseguir
cash
. Lo fácil que era forrarse. Pero la vida criminal era tan difícil como un trabajo normal. O peor. Provocaba aún más dolores de cabeza y úlceras.
No había caminos sencillos. No había caminos anchos. No existía eso que llaman vida de lujo.
Todo era una mentira.
Todo le estaba jodiendo vivo.
Todo le estaba venga a dar por el culo.
Miró hacia fuera: el viento soplaba en los árboles.
Había una TORMENTA en su cabeza.
E
l tiempo era tan bueno como siempre. La contraventana proyectaba unas débiles rayas de luz en la pared blanca. No había cuadros, no había estanterías, no había cortinas. La decoración no era lo que más les preocupaba a los dueños de aquel establecimiento, precisamente.
Hägerström tenía la cabeza llena de pensamientos. Al mismo tiempo, un solo pensamiento se elevaba por encima de todos los demás. Un pensamiento que le producía una especie de calma.
En los últimos días habían pasado cosas importantes.
Pensaba en Pravat. Hägerström le escribía varias postales por semana. Un adulto habría pensado que era algo enfermizo, pero él sabía que a Pravat le gustaban las fotos y los saludos, especialmente porque eran de Tailandia. Pravat había empezado a hacer preguntas sobre qué era la adopción y cómo se había producido la suya. A veces hablaban por Skype. Hägerström desde un cibercafé, Pravat desde su ordenador del cole. Hägerström le explicaba que tanto él como su madre habían trabajado allí y por eso habían elegido justo a Pravat.
—Te queríamos justo a ti, te elegimos por amor —le decía.
No estaba claro si Pravat le entendía o no.
Vio el SMS de su hermano delante de él. Carl quería saber cuándo volvía a casa; en breve empezaba la caza del alce. Ni siquiera el propio Hägerström lo sabía.
Pero si le daba tiempo a volver a casa, tal vez podrían organizar algo con JW de cara a la caza.
Pensó en todos los SMS de Torsfjäll. Breves trozos de información sobre Jorge y Javier. Hägerström tenía mucho cuidado de eliminar siempre los mensajes después de leerlos.
Pensó en todas las negociaciones que él y Jorge habían realizado antes de que Jorge volviera a Suecia. Ya habían terminado. Jorge había hecho una oferta por una cafetería y después de tres días el vendedor la había aceptado. Estuvieron negociando las condiciones de aquí para allá, pero sobre todo aquellas que estaban relacionadas con los términos del pago. El trato en aquel momento: pago a plazos. Era justo lo que Jorge quería; tendría una oportunidad de poner en marcha el negocio, obtener unos ingresos.
Se preguntaba por qué Jorge no volvía de Suecia, había prometido volver a Phuket lo más rápido posible. En realidad, el vendedor debería haber recibido sus dólares el día anterior. Tal vez fuera difícil conseguir billetes de avión.
El repentino viaje de Jorge a casa resultaba claramente interesante. La primera cosa realmente interesante que había ocurrido desde que Hägerström había llegado. Porque, a decir verdad, la estancia en aquel sitio no había aportado nada a la Operación Ariel Ultra. Jorge nunca hablaba de JW. No parecía conocer a Mischa Bladman, ni a los yugoslavos, ni a Nippe ni a Hansén. Torsfjäll dijo que Jorge y Javier probablemente estuvieran implicados en el atraco de Tomteboda de ese verano. Podría ser, pero Jorge nunca había mencionado nada al respecto. No hacía más que lloriquear sobre la falta de dinero. Tenían un amigo en un hospital de al lado, Mahmud, al que Jorge iba a visitar cada cierto tiempo. Todo el asunto se parecía más a un fracaso.
Quizá hubiera llegado el momento de abandonar esa línea de investigación y volver a casa; allí no había nada que hacer ahora mismo.
Aunque, pensándolo bien, había algo fantástico que hacer.
Volvió a recordar la noche en que Javier le había llevado a su habitación.
Las tailandesas entraron en el salón de la suite. Javier se tomó lo que quedaba de su copa de un solo trago.
—Ja, ja. Esto era lo que tú querías, ¿a que sí? —le gritó a Hägerström.
Se quedó tieso como un carámbano colgado de un tejado de Estocolmo. Pensó: «¿Y ahora qué cojones hago?».
Una de las chicas se acercó a Hägerström. Tenía flequillo y parecía joven.
—You are very pretty, did you know that
?
[66]
—Hablaba un buen inglés.
—Esta noche no me interesa —contestó Hägerström en tailandés.
La chica soltó una risita, dijo a su amiga que él hablaba su lengua.
Javier estaba en el sofá, manoseando a su chica. Hägerström vio que había sacado una bolsita con un polvo blanco.
Trató de sonreír. La chica puso un brazo sobre su hombro y le contestó en tailandés:
—Ven, vamos al dormitorio.
Vio cómo Javier echaba el polvo blanco sobre un DVD.
Hägerström no quería estar en la misma habitación que él. Llevó a la chica al dormitorio de Javier. Ella se sentó sobre la cama. Él se quedó de pie junto a la cama.
Antes de que le diera tiempo a preguntarle si quería salir a dar una vuelta con él, la puerta se abrió. Javier y su chica entraron dando tropezones. Hägerström vio anillos de cocaína alrededor de su nariz.
Se tiraron a la cama. Javier cogió el brazo de Hägerström mientras caían. Lo tiró a la cama junto con él.
Las chicas soltaron una risita. Javier dio una vuelta, poniéndose encima de Hägerström antes de que pudiera levantarse.
—Venga ya, maderito mío, no tengas vergüenza.
La cabeza de Hägerström buscaba alternativas. Salidas. Podía levantarse y salir, sin dar explicaciones. Mañana podría decir que se había sentido mal o algo. Podría tratar de llevarse a su chica al salón otra vez, fuera de la vista de Javier. O, si no, podría seguirle el rollo y después intentar escaparse mientras Javier se concentraba en su chica.
Era como si todo estuviera borroso. Estaba borracho. Los pensamientos no querían cristalizarse. Todo daba vueltas.
Una de las chicas empezó a desabrochar su camisa. Javier estaba boca arriba en la cama ancha, la otra chica le estaba quitando los pantalones. Hägerström se sentó. Puso los pies sobre el suelo. La chica le quitó la camisa. Él estaba con la espalda vuelta hacia Javier. Oyó cómo gruñía. La chica comenzó a masajear su torso.
Quería echar un último vistazo a Javier antes de ponerse de pie y bajar a su habitación. Giró el cuerpo, se dio la vuelta. Javier seguía boca arriba. La chica estaba de rodillas sobre él, inclinada, tenía la parte superior de la polla metida en la boca. Su pelo largo y negro enmarcaba la imagen, casi como una fotografía. Hägerström estaba petrificado. Con los ojos como platos.
La chica que estaba a su lado empezó a desabrochar su pantalón.
Javier levantó la cabeza.
—¿Qué te pasa, tío? ¿Necesitas ayuda o qué?
Antes de que Hägerström tuviera tiempo para reaccionar —o probablemente antes de que
quisiera
reaccionar—, Javier se echó sobre él, cogiéndole de los calzoncillos. Metió la mano. Sacó la polla de Hägerström.
Se le puso tiesa inmediatamente.
Javier se rio. La chica tailandesa que estaba sobre él levantó la mirada. La chica de Hägerström bajó la cabeza rápidamente. Le lamió el glande. Hägerström se estremeció. Javier seguía agarrando su miembro.
La chica le volvió a lamer.
Todo el rato, Javier sujetaba su polla firmemente.
La chica levantó la cabeza.
Javier estaba boca abajo. Se alzó con la mano libre. Hägerström solía reconocer qué hombres se sentían atraídos por otros hombres; normalmente creía verlo en sus miradas. Pero no se había fijado en Javier; ahora sabía qué significaba aquel brillo en sus ojos.
Javier abrió la boca.
Tragó la polla de Hägerström.
Al día siguiente se despertó en la cama de Javier. Las tailandesas se habían marchado. Las sábanas estaban arrugadas. El aire acondicionado zumbaba.
Hägerström se giró. Oyó cómo se abría, o se cerraba, la puerta. Vio condones y crema lubricante en la mesilla de noche. Se levantó. Estaba desnudo. Le escocía un poco el culo.
Javier entró en el dormitorio con un vaso de zumo en la mano, partiéndose de risa.
—Qué pasa, tío, sí que no nos dimos un buen homenaje ayer.
Hägerström no estaba preparado. Acababa de pasar una noche de ensueño con un pedazo de gánster. Un hombre que según las informaciones de Torsfjäll estaba condenado por una cantidad impresionante de delitos de violencia y de drogas, que probablemente estaba implicado en el robo del año y al que —sobre todo— él tenía la misión de espiar. Era una persona a la que tenía que engañar constantemente. No follar.
¿Qué iba a decir? No parecía que a Javier la situación le preocupara. No mostraba sus inclinaciones abiertamente ante Jorge, era un jugador a dos bandas, igual que él. Por otro lado: Jorge estaba en Suecia ahora. Y él no podía saber que Hägerström jugaba a dos bandas
dobles
.
Se puso los calzoncillos que estaban al pie de la cama. Primero no quería decir nada. Solo quería salir de allí y hacer como si no hubiera pasado nada.
Pero Javier se le adelantó.
—He ido a ver a Mahmud al hospital. Le dejan salir dentro de un par de días.
—Vale, bien. —Hägerström todavía no conocía a Mahmud. Se agachó a por sus pantalones.
Javier sonrió.
—Así que en mi opinión deberías quitarte los calzoncillos otra vez, tomar un poco de zumo y luego nos volvemos a tumbar en esta cama.
Hägerström no pudo hacer más que devolverle la sonrisa.
—Eres un buen tío, preparando zumo y todo —dijo.
Javier se tiró a la cama.
—Nací bueno. Y ahora nos damos un revolconcillo, ¿eh?
Hägerström se tumbó a su lado.
Javier lo besó en el pecho.
Hägerström se levantó de su propia cama. Las maletas estaban hechas. Abrió la puerta.
Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo. Había pasado los días junto a Javier. Habían fumado cigarrillos, habían pedido comida para llevar del restaurante preferido de Hägerström y habían tenido un montón de sexo. Habían hablado de todo y de nada. Por qué la policía le había dado puerta a Hägerström, por qué Javier odiaba a los maderos. Por qué Phuket era un pueblo de mala muerte mientras que Bangkok estaba guay. Por qué todos los restaurantes tenían sillas de plástico y los anacardos sabían a chocolate de avellanas de la marca Marabou.
Por las noches salían a cenar. No se tocaban abiertamente, pero estaban rozándose continuamente. Rodilla con rodilla. Mano con cadera. Hombro con hombro. Cada vez que se tocaban, Hägerström sentía un fuego por dentro.
Y hoy el amigo de Jorge y Javier, Mahmud, saldría del hospital. Eso significaba el final de la historia entre Hägerström y Javier.
Pero Javier tenía una idea.
—¿Por qué no vamos unos días a Bangkok? Ahora que ha salido el árabe y puede valerse por sí mismo, ya no hace falta que me quede en este poblacho. Tú y yo podemos ir a pasarlo bien en otro lugar.
—
All right
—dijo Hägerström.
Le apetecía mucho ir a Bangkok. Le apetecía mucho pasar más tiempo con Javier. Solo tenía una pregunta: ¿qué hostias estaba haciendo? Bajó las escaleras. Javier ya estaba en el taxi que les llevaría al aeropuerto.
Unos días en Bangkok, después no había más cosas en la agenda.
Transcurrieron cinco días. Hägerström y Javier pasaban cada minuto juntos. Se alojaron en un buen hotel, Hägerström pagaba. Estaban sobre la cama hablando del Jaguar de Hägerström y del coche de los sueños de Javier, el Porsche Panamera. Hablaban de cómo sería eso de ser padre; Hägerström no mencionó a Pravat, pero todo lo que decía estaba basado en experiencias propias.
Analizaban la vida en chirona: Javier desde su perspectiva y Hägerström desde el punto de vista de un chapas. Hacían el amor. Bromeaban sobre la mejor manera de esconder armas. Una vez, Javier había salido sin cargos de un registro de su casa porque había pintado su Glock de amarillo. La pasma pensó que era una pistola de juguete. Idiotas. Se partían, volvían a hacer el amor.
Salían a cenar en restaurantes donde la comida sabía como en casa. Hägerström le enseñaba los bares gais que había frecuentado cuando estaba de servicio en el extranjero. Paseaban por las megagalerías, contemplaban la histeria de las compras. Hablaban de los pequeños altares en las tiendas de 7-Eleven y de las figuritas de Buda que los vejestorios occidentales llevaban alrededor del cuello.
Jorge seguía en Suecia. Hägerström llamó al vendedor del garito de Phuket y consiguió posponer el plazo. Javier llamó a Mahmud; el árabe estaba feliz por haber salido del hospital, pero quería saber cuándo volvían Jorge o Javier a Phuket. Javier pagó la factura del hospital con el último dinero que Jorge le había dejado.
Hägerström y Javier compraron unas gafas de sol Ray-Ban idénticas. Iban por las calles en camiseta interior y chancletas de playa. Había una diferencia de edad de más de diez años entre ellos. Fueron a ver los templos junto al río y echaron un vistazo al gigantesco Buda dorado recostado. Visitaron el mercado flotante. Se relajaban en la habitación del hotel.
Caminaban por la calle cogidos de la mano.