Esa fluidificación del sujeto en una pura corriente de deseo y esa redención del mismo en la «ebriedad de la comunión festiva y la unión mística del gozo» —que pueden explicar el éxito extraordinario de
El lobo estepario
, a pesar de sus chabacanas caídas de tono y de su sustancial banalidad, entre los
hippies
americanos— no son sin embargo sólo liberatorias. Una sombra de decepcionado cansancio y de frustrada resignación se extiende sobre el torbellino de metamorfosis y ayuntamientos eróticos del lobo estepario, sobre su dilatación y multiplicación psíquica, que puede parecer también nada más que un truco de ilusionista. Tal vez el gran anciano conservador intuyó el carácter compulsivo y heterónomo de esa liberación psíquica y pulsional, masificada a su vez en una fungible mercancía de consumo por parte de una sociedad que integra también a sus rebeldes, a sus nuevos viandantes subversivos. En la orgía y despersonalización de
El lobo estepario
y en su frenético consumo por parte de los
hippies
hay una catarsis supraindividual, pero también está la cansada intercambiabilidad de la muchedumbre de Nashville, «comunión festiva» de personas que son libres y felices —escribió en uno de sus ensayos de geología literaria Guido Morpurgo-Tagliabue— porque son imbéciles, de personas que saben lo que quieren porque ya lo tienen y no tienen necesidad de nada más.
El círculo tautológico de la identidad se cierra, tendiendo hacia una impersonalidad pasiva y heterónoma de la que Hesse fue quizás, sin quererlo, su pensativo profeta. Pero la identidad consoladora y pura de la vida la encontró Hesse en el paisaje antiguo, en las desconchadas pinturas de la vieja capilla votiva que Klingsor halló en el bosque y cuyas figuras agrietadas estaban a punto de volver a convertirse en polvo y tierra. Es la unidad que se revela en todos los momentos de elevación y sosiego en los que la vida parece decirnos adiós —como ante el cambio de las estaciones o el fin de un amor— pero hace destellar en nosotros, en ese adiós, un nuevo rostro de aquello que nos deja o hemos dejado y se abre, en ese desprendimiento y ese reconocimiento, a la «sonrisa de la unidad» de Siddharta.
1977
«Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizás no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala, lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuenta, y se pase el tiempo de la ofrenda. Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!»
Es una poesía de Tagore, el gran poeta indio, extraída de una vieja edición de su mejor libro,
Gitánjali
[Ofrenda lírica], traducido al italiano por Arundel del Re [al español por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez] y publicado en 1914 en un exiguo volumen por el benemérito editor Carabba di Lanciano, que encontré hace muchos años, siendo muchacho, en un tenderete de Milán.
Gitánjali
es una colección de cantos que de los labios del poeta parecen fluir hacia los de los mendigos y vagabundos a la sombra de los caminos, canciones de amor dedicadas a una amada o un amado y al mismo tiempo, o sobre todo, a Dios, presente en todas las cosas, en todos los rostros y todas las apariencias de la vida.
Ésta se convierte así en una fiesta humilde pero embriagadora y serena, el viaje de un viandante que atraviesa, como un humilde y gozoso enamorado, los caminos del mundo, redimiendo cada vez los momentos de debilidad o aridez personal gracias a su capacidad de sumergirse en el soplo del Todo y de encontrarlo en sí mismo.
El viaje se lleva a cabo en penumbra, aunque regocijado por realidades encantadoras y luminosas, disfrutadas a fondo como encuentros de amor; cuando la lucecilla que ilumina el camino se apague, el viandante habrá llegado a casa de quien lo espera para hospedarlo y entonces se encontrará como a la luz del día.
En todo misticismo panteísta se corre el peligro de cantar demasiado bien, de ver demasiado fácilmente la redención de las penalidades, de no darse cuenta del desgarro, de la tristeza de las vidas inútiles transcurridas en la oscuridad y el vacío, de la abyección y el horror que echan a perder cualquier fiesta y cubren de tinieblas hasta el rostro de Dios.
Tagore y los poetas que como él cantan el significado inagotable de la vida y enseñan a no tener miedo de la muerte no pueden hacer olvidar que el órgano que tocan celebra a menudo las cosas hermosas y grandes; también las humildes, desde luego, pero sin embargo siempre floridas y dignas de entrelazarse en una espléndida corona.
Pero en esta poesía Tagore se dirige también a lo que queda fuera del salmo de gloria, a lo que parece abocado a un destino de inutilidad, a ser una florecilla de nada. Ésta parece hasta excluida de la magnificencia universal, no encuentra sitio en la guirnalda divina, su color y su fragancia están demasiado desvaídos como para cantar la majestuosidad del universo. Tal vez con esa flor no se pueda hacer nada; con ella no se puede trenzar ninguna corona, no sirve para adornar ningún trono ni ningún altar, no se la puede ni siquiera regalar. Pero no por ello se la puede olvidar; hay que honrar su insuficiencia y dedicarle una caricia.
Esta atención a quien no es casi nada y pronto será nada, a quien ha nacido para no ser celebrado ni recordado, es una respuesta al olvido, que devora a quien no puede ser utilizado para ningún fin, y es más grande que el propio coraje sereno con el que el viandante de Tagore, tras una vida difícil pero rica en cualquier caso, acepta la muerte.
1994
Goethe no apreciaba el radicalismo reformador de Jeremy Bentham, demasiado apartado de su elusiva prudencia conservadora, pero lo admiraba por la veneranda y sin embargo aún vigorosa edad que había sabido alcanzar. Una vejez todavía lúcida e indómita tiene algo de regio e invita a reverenciarla como a una vieja encina; cabe que tenga también algo de brutal, fácilmente inherente a la fuerza, sea ésta del género que sea, y a la admiración de la fuerza. Puede que la capacidad de sobrevivir comporte a menudo una cierta dureza, el arte de continuar adelante sin cuidarse demasiado de quien no consigue aguantar el paso y se derrumba en los márgenes del camino, y de pasar sin turbarse por encima de los muchos cadáveres de los que está constelado el camino de una larga existencia.
Fuerza y dureza no fue precisamente lo que le faltó a Ernst Jünger, hoy centenario. Semejante edad adquiere también un significado simbólico, puesto que resume, estando todavía vivo y con vitalidad, todo un mundo que hubiera desaparecido en caso contrario. Cien velas, en la tarta de un cumpleaños, son realmente muchas, especialmente cuando el homenajeado casi parece capaz de apagarlas todas juntas de un solo soplo; celebrar el centenario de Jünger significa ajustar cuentas no sólo con todo un siglo sino con uno de los más terribles de la historia. La vejez de un escritor puede ser una forma de esa heteronomía literaria que induce, como observa Guido Morpurgo-Tagliabue, a valorar una obra siguiendo criterios extrínsecos a su valor literario en sí; el último superviviente de una época o una gran generación artística se ve en el trance de desempeñar un papel representativo que no le correspondería si los demás exponentes de su mundo estuviesen todavía con vida. Éste es el caso de la aureola que envuelve a la frágil cabeza de Jünger, que brilla con una luz que no es solamente suya sino que proviene de muchos otros a los que los Dioses, para quienes conforme al dicho antiguo es grato quien muere joven, no les consintieron llegar hasta nosotros.
Jünger combatió en la Primera Guerra Mundial, experiencia de la que surgieron sus escritos más extraordinarios y originales; vivió, ora partícipe ora ambiguamente distanciado, la época demoníaca de los totalitarismos, de los conflictos globales y la transformación tecnología del mundo. En el primero de sus numerosísimos libros,
Tempestades de acero
(1920), Jünger celebra la batalla como una «vivencia interior», según reza el título del volumen siguiente, publicado en 1922. Como muchos otros intelectuales europeos, y con su misma falta de fantasía, Jünger exaltó la guerra como regeneración primordial de la sociedad y del individuo, liberados de todo lo que él llamó despectivamente «burgués», es decir, de la red de mediaciones que sofoca la vida y su energía primigenia.
De la Primera Guerra Mundial no salió desde luego ese esperado «hombre nuevo», sino una triste figura de gregario, listo para obedecer a los nuevos tiranos, al fascismo, al nazismo y al estalinismo. La guerra la comprendieron y la vivieron mucho más a fondo quienes la odiaron y supieron afrontarla como un horror necesario para defenderse de una amenaza o de la esclavitud, sin confundir el baño de sangre con el agua lustral de un rito sacrificial. Quien tiene necesidad de la guerra para sentir la poesía de la vida no es más que un banal filisteo, incapaz de percatarse de los rostros, de los colores o las estaciones de su alrededor. Pero lo que le salva a Jünger del estereotipado culto bélico es la cristalina precisión estilística con la que refleja el caos de la batalla, el coraje y la violencia, los gestos de quien encaja u ocasiona la muerte, que su pluma fija en la eternidad de su instante absoluto.
Esa frialdad de entomólogo iguala a los hombres y a los insectos observados por Jünger —que sentía verdadera pasión por el estudio de las mariposas— en sus
Cazas sutiles
(1967) y en ella radica la facultad más destacada del escritor, la inexorable exactitud sin la que no puede existir la poesía. Esa frialdad le permite, además, captar con sobriedad la borrachera orgiástica de la guerra y la impersonalidad de la acción que caracteriza a la transformación antropológica del siglo. La ascética experiencia del dolor, al que Jünger le dedica un notable ensayo en 1934, se convertirá demasiadas veces en una complacida ostentación de impasibilidad, de sangre fría, en exhibida identificación con la demonicidad de su propio destino, con toda la vulgaridad implícita en cualquier exhibición de refinamiento aristocrático o de sibilina sublimidad —gestos que se hacen la ilusión de rechazar la civilización de masas, mientras que están en realidad condicionados por ella, convirtiéndose incluso en poses solitarias, rebuscadas y remedadas por el consumo de masas. Jünger afirmó, en su diario de 1942, que «el estilo se basa en la justicia»; dijo también, en el 43: «El buen estilista. Quería escribir “ha actuado justamente”, pero como esta frase no le venía bien, escribió “injustamente”».
Jünger intuyó la identidad de estilo y justicia, sin la que no hay más que enredo sentimental o vacío artificio, pero desde luego no estuvo siempre a la altura de una exigencia formulada con tan meridiana claridad. Ese estilo habría debido ser según él también y sobre todo estilo de vida, la actitud de un individuo superior capaz de fundirse con la orgánica totalidad social sin dejar de ser interiormente un gran anarquista, libre de las ideologías que mantienen unida a esa misma totalidad social. Fascinado por la aventura individual, Jünger predicó su crepúsculo, decretado por la potencia despersonalizadora de la técnica, que él denuncia y ensalza al mismo tiempo como una nueva fuerza mítica y dionisíaca capaz de superar el individualismo burgués tan grato al liberalismo y a la democracia. En dos obras bastante notables —
La movilización total
(1930) y
El trabajador
(1932)— que reflejan una sociedad totalitaria, drásticamente jerarquizada y sin clases, en la que el individuo se integra de lleno, Jünger captó algunos de los elementos esenciales de los procesos colectivos contemporáneos, poniendo de relieve su dimensión demoníaca destinada a hacer época.
Quizás con el advenimiento del fascismo concluya la etapa creativa de Jünger. Se aparta del régimen hitleriano, repelido por su barbarie pero sobre todo por su demagogia plebeya, oponiéndole todo el rigor de su
ethos
militar y aristocrático. Su novela
Sobre los acantilados de mármol
(1939) es una alusiva denuncia del Leviatán nazi, pero genérica y desenfocada en el tono fantástico de su representación. No es desde luego la valentía lo que le falta a Jünger para expresar una condena más concreta, valentía que, por otra parte, nadie tiene el derecho de pretender de otro en una situación tan terrible; son su cultura y su visión del mundo, basadas en un ideal jerárquico y en el culto de la potencia, por muy envuelta que esté en un halo de espiritualidad, las que hacen que su posición sea estéril, a pesar de la dignidad que conservó incluso en el ojo del huracán.
Jünger se considera un «sismógrafo de la nada», experto en el nihilismo que irrumpió en Occidente y en sus valores, pero Heidegger, en un amistoso debate de la posguerra, pudo objetarle que su metafísica de la técnica y la potencia, y el lenguaje literario con que la refleja, no le podían ajustar las cuentas a fondo al nihilismo. Jünger fue un prosista impecable y raro en la tersa elegancia de libros como
Acercamientos
, dedicado a la experiencia de la droga, y diluyó —en novelas alegóricas y futuristas como
Heliópolis
(1949)— su fuerza expresiva en un esmalte heráldico que transforma la realidad en unos seductores pero precarios estudios cinematográficos. El Jünger «malo» de los primeros libros que ensalzan la guerra y la prueba de fuego es un escritor mucho más vigoroso que el «bueno» y pensativo de los años posteriores, a pesar de la intensidad y la lucidez de muchas páginas de sus diarios. Otros escritores mucho más culpables y comprometidos que él con el mal y la tiranía, como Hamsun o Céline con su desgraciada y autolesiva adhesión al nazismo, son mucho más grandes que él por la radicalidad con la que se sumergieron, como Mesías pecadores, en el fango y el cáncer de la época, dando de éstos un hiriente testimonio; el cinismo de Benn, que reduce la vida y la historia a su esencia desnuda y desolada, tiene un helador, altísimo y estremecedor embrujo estilístico respecto al cual el estilo de Jünger no parece sino una noble pátina.
Jünger no debiera dar ocasión para repetir el rancio juego de condenas y rehabilitaciones, por parte de una izquierda y una derecha que intentan desbancarse ideológicamente. Es un escritor significativo, que hay que leer y respetar, pero desde luego no es uno de los grandes y ni siquiera su envidiable longevidad puede darle la verdadera grandeza que le falta a su aliento poético. La edad, decía otro anciano, Knut Hamsun, no trae aparejada necesariamente la sabiduría u otros valores; a menudo no trae nada más que la edad.