Su poesía del nombrar conoce el embrujo, que es objetivo y tal vez involuntario, del catálogo de lo real, como cuando enumera los distintos nombres del reno macho según la edad: Tsjarmäk es el que tiene un año; Varek, el de dos años; Vuobbes, el de tres; Goddodas, el de cuatro, y luego Goassotas Makan, Nammalapag y así sucesivamente. El reno es el continuo coprotagonista del libro, medio de subsistencia y compañía del lapón, casi como una especie de sosias en la aventura común. Pero no porque Turi esté todavía tan arraigado en esa simbiosis con el mundo animal deja de saber contar, no sólo con extraordinaria intensidad sino también con agudeza intelectual, los desórdenes sociales y religiosos que se produjeron en Koutokeino, en el año 1852, protagonizados por los seguidores del pastor Laestadius, un sanguinario y trágico episodio de cuya represión —en la que tomó parte activa también el propio padre de Turi— nació, en parte, una autoconciencia de la identidad lapona.
Como vagabundo que era, Turi narra la guerra épica del agricultor, que al final sale victorioso, contra el nómada que siempre está yendo hacia otra parte. Sin embargo no era un enemigo de la modernización que iba extendiéndose; alentado y apoyado por Hjalmar Lundbom, director de las minas suecas de Kiruna, escribió asimismo para dar a conocer la realidad de su pueblo a los gobiernos, con el objeto de que éstos pudieran comprender y satisfacer sus exigencias. Su progresismo, entonces ilusorio y patético, tal vez lo sea hoy en día, al menos por aquella zona, un poco menos, aunque él no advirtiera ciertamente la fuerza de anonadamiento de la historia universal.
El libro de Turi no contiene sermones contra la técnica o la sociedad moderna; narra simplemente una realidad, en todos sus aspectos. No es exótico ni pintoresco, como por lo demás no lo son casi nunca los libros de este tipo. Entre los suyos, Turi no obtuvo el menor éxito; no se fiaban, decían, de alguien que, si perdía tanto tiempo escribiendo sobre los renos, no podía ocuparse de ellos ni por lo tanto saber nada.
1986
Al comienzo de su autobiografía —que en la cubierta del libro señala como autor a George Quppersimaan— el narrador y protagonista, un esquimal de Groenlandia, dice llamarse Qaarsivaq, pero que su madre, en las canciones de cuna que le cantaba para que se durmiera, le llamaba Naanngaannaaq, mientras que para su tía materna él era Piitsinngiigajik y, para su tío en cambio, Iijarsilarteq. Pero añade también que, más tarde, durante su aprendizaje para convertirse en chamán, recibió el nombre de Qipinngi y por fin, en el bautismo, el de George. También los comunes mortales nacidos y crecidos en tierras menos lejanas y brumosas pueden alardear de diversos apodos y apelativos cariñosos, en especial si uno se remonta a los recuerdos infantiles o rebusca en el patrimonio de los juegos eróticos, pero en el caso de Qipinngi —por optar por esta denominación como homenaje a la autoridad chamánica vinculada a ese apelativo— la pluralidad dispersiva de los nombres refleja la incertidumbre del yo que relata y que parece emerger a duras penas de la oscuridad de la noche ártica en la que vive. En aquellas oscuridades un nombre, lo mismo que un rostro, se confunde fácilmente con el de otro, hombre o también animal, igual que el alma de una persona puede asumir,como en el relato de Qipinngi, la figura de un oso o de un narval.
En aquel universo cualquier cosa, a veces incluso una aparición instantánea y fugaz, tiene un nombre; cuando se oye una voz, como la de Qipinngi al contar su vida, no siempre se sabe con certeza a quién pertenece. Todo esto está acentuado por el hecho de que quien registra y hace resonar la voz de Qipinngi es el danés Otto Sandgreen, pastor protestante durante décadas de los esquimales —o Inuit, como ellos prefieren llamarse— de Groenlandia, que en los años sesenta escuchó de boca del protagonista la historia de su vida y la transcribió.
Quizás no haya nunca una voz originaria, o por lo menos la que llega a nosotros no lo es nunca; ya Homero recogió y reelaboró fábulas y cantos mucho más antiguos, creando una poesía perfecta destinada a durar lo que la historia del hombre y tanto más impregnada de frescura originaria cuanto más fascinada por la intangible y siempre inexistente grandeza de los orígenes.
La colección en la que se publicó la versión francesa de la autobiografía de Qipinngi se titula
Alba de los pueblos
, pero ese mundo esquimal no es joven, es muy viejo; no tiene ante él un luminoso futuro, sino más bien milenios de penalidades y consunciones tras de sí. Sin embargo ello no debilita el sentimiento auroral de la vida, que da comienzo cada vez; aunque la aurora sea tan antigua como Titono, su decrépito consorte en el mito, y el sol que amanece esté marcado por las cicatrices de millones de explosiones acaecidas durante millones de años, cada mañana, como todo nacimiento, renueva el despertar de la creación. La historia de Qipinngi es la historia de un asomarse por primera vez a la vida. La literatura, incluso la más reciente, no carece ciertamente de rapsodas que se dedicaran a recoger testimonios poéticos de pueblos que se encontraban en los márgenes de la civilización o estaban privados de tradición escrita; uno de los casos más grandes —que es sólo un ejemplo posible entre muchos otros— es Alce Negro, el indio sioux que le dictó su historia al americano Neidhart.
Pero Alce Negro es una excepción, un poeta mucho más grande que su traductor en lengua escrita; a diferencia de él, Qipinngi, el esquimal, no domina su mundo ni a su oyente, sino que más bien se siente a menudo vencido por la dureza de los hombres y los acontecimientos; es tímido y nostálgico, apesadumbrado ante el misterio que siente dentro de sí y ante sus experiencias con los misteriosos espíritus que surgen del agua o llegan con el viento, evocados por los chamanes o por su propia iniciativa, para socorrer o amenazar a los hombres.
La historia de Qipinngi —nacido en 1889 y bautizado en 1915— es una historia de miseria, de hambre, de soledad, de opresión e iniciación. Está nublada por una sombra, el asesinato de su padre, que pesa sobre el destino del protagonista, el cual durante años siente el deseo y el deber de vengarlo sin tener la posibilidad o el coraje de hacerlo y sufre esa debilidad como una minusvalía. Le resulta difícil no sólo la ejecución material de la venganza, sino también la jurídica, ritualizada en el «duelo de los cantos», en el cual los adversarios regulan sus conflictos y litigios enfrentándose —ante un corro de oyentes, que actúa como jurado— y cantando canciones con invectivas que denuncian los agravios sufridos y los delitos cometidos.
La sentencia restablece la paz entre los litigantes que, superada la desavenencia, pueden continuar el duelo canoro como si fuera un juego o una tensión poética.
El canto es un arma, ya que —de igual modo que, a un nivel más alto, la letanía del chamán en trance— es la capacidad de entonar la música del Ser, identificándose con su ritmo y su fuerza; quien resulta vencido queda excluido de la gran melodía del Ser, exiliado del mundo. En este sentido el canto es terrible, como la lucha por la existencia, y nada tiene de extraño que tenga que ver con esa lucha despiadada que se desarrolla en los procesos legales y que se convierta en un instrumento del derecho, del que Salvatore Satta, en
El día del juicio
, afirma que es tan terrible como la vida. Pero el canto es también gozo, la fiesta de la naturaleza que de cuando en cuando se distrae de su ley de creación y destrucción y se abandona al juego, como los cachorros de las fieras que se pelean en broma mostrando los dientes y las garras.
El embrujo del relato de Qipinngi, seco y esencial como la sucesión de los hechos y las cosas, reside en el sentido de la indefensa pequeñez que anima al autor y que hace aún más significativa la difícil conquista de la dignidad y el coraje. El mundo ártico está estupendamente evocado en su blancura y sus hielos, en los kayak que recorren las aguas heladas, en los animales —osos, focas, morsas— cazados y al mismo tiempo venerados como compañeros de viaje, o en la belleza de los icebergs y los deslumbrantes espejos de agua que pone de relieve, por contraste, la extrema pobreza y rigor de la existencia.
La historia de Qipinngi es en primer lugar una historia dickensiana de infancia hambrienta y atribulada, agobiada por el hambre, «la peor de las cosas». Tras la muerte del padre, el niño vive con su madre y el nuevo marido de ésta, que les somete a un sinfín de brutalidades y privaciones; en una hermosísima página —una página de involuntaria y gran poesía— la madre, exhausta por las violencias y los padecimientos, coge de la mano a su hijo, lo lleva hasta el filo de un alto precipicio que cae a pico sobre el mar y quiere tirarse desde allí con él para acabar de una vez por todas, para ir allí donde «ya no se existe y ya no se siente nada».
En ese momento desaparece el mundo esquimal con sus mitos, su religión y sus dioses; en aquel helado y vacío azul no hay más que una infinita pena de vivir, no hay sitio para Silap Inua, el Ser supremo, la fuerza que impregna todas las cosas, ni para Arnaquáshaq, la diosa marina que vive en lo más profundo de las aguas custodiada por las focas, en ese fondo del mar en el que, igual que en el cielo, los esquimales sitúan la vida beata después de la muerte, mientras que bajo tierra está el oscuro infierno. Sobre aquel precipicio no hay más que sufrimiento, que hace que la vida parezca intolerable, y sólo el miedo del niño ante el abismo detiene a la madre, que vuelve con él a casa. En las páginas finales Qipinngi, que se ha convertido al cristianismo, dice que se le hizo raro abandonar de golpe los usos, las costumbres y creencias de siempre, pero en su relato ese mundo mítico, que dejó atrás con su bautismo, está todavía intacto.
Con la misma naturalidad con que describe un oso blanco, una foca arponeada que se hunde en el agua o a un cazador muerto y devorado por sus compañeros en un terrible invierno, habla del pequeño pinzón de las nieves que él mismo curó y se convirtió, como la madre que aleteaba contra las ventanas de la casa, en uno de sus «espíritus auxiliares», o bien habla acerca de otros espíritus auxiliares que sirven a los hombres, de las voces que resuenan invisibles en el aire, las criaturas monstruosas y fantásticas que emergen de las aguas, los animales que les roban el alma a las personas o la fabricación de los
tupilak
, una especie de animales que una vez construidos adquieren vida y se ponen al servicio de sus constructores (y hoy constituyen un típico
souvenir
para los turistas).
El bautismo le confiere a Qipinngi una nueva identidad, que no anula a la precedente y ni siquiera le hace sentir escindido entre dos mundos, como a Knud Rasmussen, el explorador y escritor danés esquimal que hablando de los esquimales, en sus libros, a veces dice «nosotros» y otras «ellos».
Qipinngi oye las voces, lleva a cabo su aprendizaje de chamán, trata con sus espíritus auxiliares. Al comienzo la experiencia de lo sagrado es terrible, luego se acostumbra y el trato con los espíritus se hace tan familiar como el de los hombres con los animales. El contacto con lo que está más allá de la normalidad cotidiana turba el ánimo de Qipinngi, le insinúa una «nostalgia de casa», del regreso al mundo común.
El extravío interior de Qipinngi, su dolorosa extrañeza respecto a la realidad y la anomalía de su personalidad constituyen la premisa de su iniciación, una alteridad psíquica que le permite el acceso al éxtasis chamánico, del que vuelve, más entero, a la vida habitual.
La ceremonia del apagado de las lámparas, desde la infancia, más que darle confianza con un eros indistinto y aproblemático, le inquieta e inhibe, lo mantiene durante mucho tiempo lejos del sexo, al que llegará al final de su iniciación con el matrimonio.
Qipinngi distingue entre chamanes, brujos a quienes les compete la esfera del elemento mágico terrestre, y
tusaamalit
, los conocedores de las cosas sobrenaturales. El mismo no se presenta ciertamente como detentador de poderes especiales, sino como un modesto principiante. No comparte la posición esotérica de los chamanes que quieren conservar en el secreto sus conocimientos, sino que considera que éstos deben estar orientados al bien común y por consiguiente deben ser compartidos y comunicados. No hay en él chabacanería supersticiosa, sino un fuerte sentido de lo sagrado presente en todas las cosas y una generosa apertura a los demás —esas características que hacen del chamanismo, como escribe A. Quack en el
Nuevo diccionario de las religiones
dirigido por Hans Waldenfels, una religiosidad altruista, una salvaguardia del alma y de la vida frente a las fuerzas que las amenazan. Lo mismo que la poesía, ninguna religión está del todo superada y abolida por religiones más complejas y elevadas, sino que ilumina algún aspecto de la existencia, que para afrontarlo requiere también una vuelta a ella. El Evangelio que Qipinngi aprende con el bautismo no hace callar al pinzón de las nieves, que continúa hablándole.
1996
«La hamaca pequeña / está vacía… en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /… el agua del río fluye hacia los rápidos / —¿fluye?—… las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti…»
El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previó que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas —es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que «la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa».