Utopía y desencanto (35 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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Escritor de éxito en los años cincuenta y sesenta, traducido a las más diversas lenguas y galardonado con los premios más prestigiosos, Eisenreich fue testigo del renacimiento austriaco de la segunda posguerra, de esa Austria que —después de la tragedia de su anexión por parte de la Alemania nazi y del conflicto mundial, en el que él también, de muy joven, fue llamado a filas y herido— volvía a empezar a vivir y a construir su existencia, su identidad, su independencia y un papel político de mediación y neutralidad entre los dos bloques. Cuando Eisenreich, que nació en 1925, publica sus primeros libros, Austria es todavía un país ocupado por las cuatro potencias vencedoras y recuerda aún esa provisionalidad errabunda y misteriosa captada con una extraordinaria vehemencia anárquica en
El tercer hombre
.

Con su vida nómada en Austria y en Alemania, sus distintos oficios, la actividad de escritor y de periodista radiofónico y su trasiego entre la apartada vida en el campo y el teatro del mundo vienes, Eisenreich es una figura de aquella fervorosa y nostálgica posguerra que recrea en sus libros. El tiempo apartado es también una crónica de esa generación y quien quiera entender hoy cómo se ha llegado a la Austria actual, qué es lo que hay detrás y debajo de su fachada, encontrará en su novela inacabada y noblemente fallida una especie de diario cotidiano de las cosas y los sentimientos que se fueron sedimentando poco a poco, hasta construir y formar el presente.

Con el título de
Vencedores y vencidos
, por el que sentía un especial aprecio, Eisenreich no pretendía referirse a la guerra mundial ni a ninguna de las potencias, clases sociales o fuerzas políticas que la guerra llevó al éxito o a la ruina. Al igual que los escritores que reconocía como sus maestros —Doderer, Gütersloh— Eisenreich vislumbra en los avatares históricos y políticos, reflejados no obstante con el preciso y sangriento realismo del periodista atento a los hechos y a los detalles, la parábola de una prueba existencial, del eterno conflicto entre el individuo y la ley objetiva de la vida.

Vencedor, según esta poética que es sobre todo una concepción moral, es quien sabe admitir su insuficiencia y sus derrotas sin achacarlas a la maldad de los otros o al desorden del mundo, quien no se deja deslumbrar por su propia idiosincrasia y no idolatra sus debilidades, sino que reconoce, por encima de él, unos valores y una ley, respecto a los cuales su psicología o sus vicisitudes personales son de una importancia secundaria. Vencido es quien se rebela contra la objetividad de lo real, contra el lugar que tiene asignado en la conexión del Todo, y se ve solamente a sí mismo, la vanidad y la miseria de su egoísmo.

Eisenreich se declaró discípulo de Doderer y de Gütersloh, de su «novela total» y tomista en la que toda laceración individual se recompone en la armonía de la totalidad, en las correlaciones que la unen estrechamente a toda la red del acaecer y le confieren un significado, aunque el individuo concreto, abrumado por la angustia e incapaz de elevarse por encima de ésta, no logre verlo.

Eisenreich acabó de esta forma por redescubrir y celebrar la gran tradición barroca austríaca —con su sentido del mundo creado por Dios y en el que todo tiene valor— y por ensalzar la novela realista que conserva el equilibrio entre la subjetividad del yo y la concreción de lo real, más que diluir esto último en un ilusorio juego de espejos de esa subjetividad.

En torno a él, mientras tanto, el mundo se transformaba y con él la literatura; declinaba la literatura comprometida, realista y humanística de su generación y nacía otra, mucho más grande y más heladoramente despiadada o furiosamente negadora —la narrativa de los Peter Handke o los Thomas Bernhard, que lo desbancarían en su papel de escritor representativo y lo abocarían a un destino de opositor, marginado y patético pero siempre irónica y desdeñosamente invicto. En vapuleos polémicos e ineficaces para contrarrestar el creciente éxito de esa nueva generación, Eisenreich les echaba en cara a Handke y Bernhard su incapacidad para representar el mundo, su disolución manierista de la realidad o su arrogante coquetería experimental, un complacido y rentable nihilismo, una pose estereotipada de
enfant terrible
que no es más que un
enfant gâté
creado y mantenido por la industria cultural.

Estaba sectariamente equivocado, porque Handke y Bernhard, a diferencia de él, han escrito libros muy notables; e incluso los exponentes menores de esa nueva generación, que él rechazaba, estaban renovando la literatura austríaca, mientras que él seguía siendo un autor de los años cincuenta y de los primeros sesenta.

Su mirada, deslumbrada pero también agudizada por el desprecio moral, captaba sin embargo genialmente el filisteísmo objetivo inherente no a cada uno de los autores concretos, como el creía, sino al engranaje de la industria cultural que los ponía de relieve. A esa generación de hijos contestatarios y rebeldes, ácidos e iconoclastas, Eisenreich contraponía el estilo del padre, que sabe asumir sus responsabilidades y conoce el deber de entender, perdonar y respetar; afirmaba el orden, la discreción, la medida, la fe en Dios y tal vez, en el fondo, también en Francisco José.

Cuanto más sincera era su pasión por el orden y la disciplina, tanto más incapaz se sentía de vivir conforme a esos modelos; sus numerosos matrimonios se desmoronaban, no sabía administrar sus finanzas ni sus manuscritos, se empantanaba en complicaciones editoriales, trabajaba con ahínco pero retrasaba años y hasta decenios la entrega de obras importantísimas para él que estaban anunciadas y eran esperadas. Como todo verdadero conservador, era un verdadero anarquista; de su desorden tal vez no quiso o no supo sacar ventaja alguna, transformarlo en marca de originalidad y hacer de ella luego una patente de éxito.

La chocante y escandalosa asocialidad de Bernhard, que violenta las buenas maneras y vilipendia continuamente a las autoridades públicas, constituye un comportamiento aceptado y remunerativo, que provoca no ya la marginación, sino la aceptación social. Las transgresiones e intemperancias de Eisenreich le supusieron en cambio una sanción disciplinaria de la sociedad literaria.

Pero todo esto no es suficiente para darle la razón, porque también forma parte del genio poético saber controlar y gestionar el desorden personal, como sabe hacer Bernhard, antes que sucumbir a él, como está en el destino del aficionado y le ocurrió a Eisenreich. Pero su existencia estuvo iluminada por la aventura; fue el escritor que se juega la vida en los libros que escribe y que se expone al riesgo de fracasar. Los autores que combatió injustamente han escrito grandes libros, pero no conocen y no pueden conocer, en el sistema en el que están integrados, el menor riesgo; ningún libro de Handke o de Bernhard puede ser, en el mercado del libro, un fracaso.

La verdadera novela de Eisenreich no es El tiempo apartado, sino la historia fatal de la escritura de ese «fragmento», historia en la que es más personaje que autor. ¿Pero quién no preferiría ser Sherlock Holmes antes que Conan Doyle? Hasta el cáncer que pudo con Eisenreich y con todo su coraje parece obedecer a una trágica coherencia. «Mi memoria va cediendo», me escribió con magnánima y afectuosa despreocupación al mandarme El tiempo apartado, «le deseo toda clase de bienes».

1986

EL PUENTE HUNDIDO DE IVO ANDRIC

Una fotografía de 1920 o 1921 muestra a Ivo Andric asomándose al solemne alféizar de un palacio romano, probablemente la embajada del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos ante la Santa Sede, donde trabajaba con el cargo de consejero. Acicalado y sonriente, con unos bigotillos que le dan un aire vagamente mefistofélico y no dejan intuir la extraordinaria melancolía de sus páginas y del rostro de su madurez, Andric se asoma y mira irónicamente hacia abajo, como si posase para la foto amanerada de un elegante diplomático. En esa imagen Ivo Andric ronda los treinta años; atrás quedan su infancia y adolescencia en su Bosnia natal, en Visegrad a orillas del Drina (más tarde inmortalizado en su obra más famosa) y en Sarajevo, sus estudios en Zagreb, Viena y Cracovia, su actividad en la organización nacional revolucionaria Joven Bosnia y su detención por ese motivo por parte de la policía austríaca, sus polémicas contra los escritores ebrios de furor bélico durante la Primera Guerra Mundial y un volumen de prosas líricas,
Ex Ponto
, que otro escritor más o menos connacional suyo, el serbio Miloš Crnjanski, definió como un libro «escrito en la agonía y con la vergüenza de sus propias lágrimas».

El mejor escritor de Yugoslavia, que en tanta medida colaboró para crear el sentido poético de su sin embargo variada y contradictoria unidad cultural y que falleció en 1975 —probablemente persuadido de que esa unidad trabajosamente alcanzada tras un atormentado proceso plurisecular era una cosa hecha—, es también un símbolo, casi una encarnación de esa identidad compuesta que se ha disgregado con sangre, de esa espesa y pictórica irrealidad que resume la palabra «Yugoslavia».

Andric nació el 10 (tal vez el 9) de octubre de 1892 en Dolac, un pueblecito bosnio de los alrededores de Travnik. Siempre permaneció fiel a Bosnia, a su belleza y su civilización, crisol de Oriente y Occidente, de la media luna islámica y el águila bicéfala habsbúrgica. Si la patria de un escritor es el lugar que se le imprime indeleblemente como metáfora del mundo, como paisaje en el que encuentra la vida y recibe el don de contarla, Andric es un escritor bosnio y ha convertido a Bosnia en uno de los escenarios de los que la literatura universal ya no podrá prescindir.

En Bosnia están ambientadas grandes novelas como
Un puente sobre el Drina
(1945) y
La crónica de Travnik
(1945), además de una larga serie de relatos, muchos de ellos estupendos; es el paisaje concretísimo y a la par musical y simbólico de las historias en las que Andric capta la tristeza del poder y la soledad de la gloria, la apática flojera que les invade a sus Visires en el momento de su más desdeñoso dominio, el entrelazarse ora lento ora feroz de Oriente y Occidente, de varias oleadas de pueblos, fes y pasiones.

No sólo en su más célebre novela, sino también en otros relatos, Andric está obsesionado y seducido por la imagen del puente: puente tendido sobre ríos impetuosos y sobre abismos que separan religiones y estirpes, puente sobre el que se lucha y se choca pero sobre el que se acaba por fundirse y mezclarse. Toda su Bosnia, en este sentido, es un puente y es por ello casi el símbolo, el núcleo esencial y más auténtico de lo que Andric quiso que fuera la plural Yugoslavia; no en vano fue Bosnia la víctima más maltratada de la fratricida disolución yugoslava, y la destrucción de sus espléndidas ciudades, de la civil Sarajevo tan querida por el escritor en primer lugar, es el rostro más atrozmente verdadero de la atroz insensatez en la que ha muerto Yugoslavia.

Se afilió, cuando asistía a las clases del colegio en Sarajevo, a la Joven Bosnia y fue también el presidente de una sección juvenil de ésta que él mismo fundó y que se llamaba Sociedad de la juventud progresista servocroata —el sentirse bosnio no estaba pues en contradicción con el sentirse servocroata, binomio que era a su vez la afirmación de una realidad solidaria. Durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, Andric proclamó su pertenencia a la nacionalidad y la literatura croata; tras el conflicto se reconoció en Serbia, el «Piamonte» balcánico artífice de la unidad yugoslava, porque para él era importante la coexistencia de los diferentes componentes étnicos, religiosos y culturales de su mundo en una trabazón superior —aunque él tampoco estuviera del todo exento de sus cerrazones retrógradas respecto a los albaneses— y veía en Serbia al elemento capaz de realizar esa identificación, respecto a las tendencias presentes en Croacia que le parecían separatistas.

Se siente pues escritor serbio, tomando en tal sentido incluso determinadas opciones lingüísticas, pero sólo debido a que, en ese momento histórico, «serbio» le parece el término que mejor equivale a «yugoslavo» y éste, a su vez, no es más que la ampliación de «bosnio», de ese crisol de historia y vida, de esa unidad captada en las diferencias y producida incluso por los conflictos, que él aprendió en su tierra natal. Andric se trasladó a Belgrado, pero continuó escribiendo sobre Bosnia, como relevan los títulos de sus obras más famosas; hasta cuando sitúa sus historias en Estambul o Belgrado —como por ejemplo
El lugar maldito
(1954) y, en parte,
La señorita
(1945)— no hace más que ampliar las fronteras de su Bosnia, del corazón de ese universo humano y cultural constituido no sólo pero sobre todo por el elemento turco-islámico y sus mezclas con los pueblos de la Europa centro-oriental-meridional.

Una vez en Belgrado y después de retirarse en un radical aislamiento durante la ocupación alemana, Andric se reconoció en la nueva Yugoslavia surgida de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de su reserva, que le indujo a retraerse progresivamente de todo acto oficial y a consagrarse sólo a la escritura, antes y después del premio Nobel que le fue concedido en 1961. Se había hecho desde luego también de Belgrado y murió en esta ciudad el 13 de marzo de 1975.

En Belgrado hay una Fundación Ivo Andric, que organiza congresos sobre él y está dedicada a su obra, un centro de documentación y un museo consagrado a su memoria que se halla emplazado en la casa en la que vivió, en la calle Proleterenskih Brigada que ahora se llama Andricev Venac. Esta variación toponímica rinde homenaje al escritor, pero se enmarca involuntariamente en ese proceso que está destruyendo y ha destruido ya su mundo. En un opúsculo publicado por la Fundación en ocasión de su centenario, algunas fotografías celebrativas muestran a Andric en su amada Bosnia. Ese opúsculo está impreso en Belgrado, de donde salieron las bombas que arrasaron Bosnia, los lugares de Andric.

Por supuesto que las bombas salieron sobre todo pero no sólo de Belgrado, y las que tuvieron una procedencia distinta aumentaron no sólo materialmente la aflicción del mundo del escritor. El escritor serbo-bosnio Božidar Stanišic, que se refugió en Italia, ha descrito, en un intenso relato traducido por Ljljana Avirovic, el incendio de la biblioteca de Sarajevo bajo las bombas, que asume un trágico valor simbólico.

Andric, que hunde sus raíces como narrador en una coralidad épica, está impregnado por el sentimiento de que la vida no se extravía en el tiempo, sino que se salva en la construcción duradera de la humanidad; el puente de su Drina se parece al homérico escudo de Aquiles, porque refleja un mundo entero en el que todo tiene significado. La corriente del Drina fluye, pero no en vano, bajo los arcos del puente y las distintas existencias, pertenecientes a pueblos y épocas diversas, no se diluyen sino que se consolidan, casi como piedras de ese puente. Andric tuvo la suerte de ser heredero de un acervo arcaico en el momento de su transformación en la modernidad, de vivir la transición de lo antiguo a lo contemporáneo, y de este modo pudo ser un escritor del siglo XX relatando avatares y motivos que por lo general le están vedados a la novela de este siglo.

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