Es obvio que el anónimo y grandísimo místico de hace miles de años no es responsable de las lecturas que de su obra harán los milenios sucesivos. A la historia de la cultura le interesan esas lecturas, para entender no ya el texto o el pensamiento antiguo, sino a sus lectores y seguidores modernos. Hesse, que tiene un sentido tan vivo e intenso del carácter liberatorio inmanente a la superación del yo y a la contemplación del Uno, no se oculta a sí mismo el conflicto moral que trae aparejada e implica dicha visión, ya que ella misma es luego la primera que quebranta esa unidad de la vida que es su objeto exaltante. «Si todo es indiferente», le dice su amigo a Knulp, «importa bien poco que se quiera ser buenos y honestos. Para el caso no existe la bondad si el azul turquesa es tan bueno como el amarillo y el malo tan bueno como el bueno. Cada uno viene a ser una fiera de la selva y actúa conforme a su naturaleza y no tiene ni mérito ni culpa». En
El último verano de Klingsor
el Armenio apremia: «Se puede decir sí y se puede decir no, eso no es más que un juego de niños. Pero el crepúsculo no existe, el sol y los astros no declinan. Para que hubiera un descender hacia abajo y un surgir hacia arriba, debiera haber un abajo y un arriba. Pero no existe el abajo ni el arriba, o mejor, existe sólo en el cerebro humano, en la patria de todas las ilusiones. Todas las contraposiciones son ilusorias: contraponer el blanco al negro es una ilusión, la vida a la muerte es una ilusión, el bien al mal es una ilusión». Para cada verdad, dice Siddharta, es verdad también lo contrario, mientras que Demian niega decididamente el libre albedrío.
Si las consecuencias de la visión total desde lo alto del carruaje de Arjuna son el aniquilamiento de la razón y la ebriedad de la lucha, Hesse es en cambio un gran escritor humanista, un intelectual pacifista que combatió las exaltaciones guerreras y patrióticas, un espíritu lucidísimo y sosegado que supo sustraerse como pocos a ese eclipse de la razón que se llevó por delante a tantos intelectuales y escritores, en especial alemanes pero no sólo alemanes, en los primeros decenios del siglo. Toda la vida de Hesse es un extraordinario testimonio moral, el ejemplo de un hombre cuya razón supo resistir continuamente a los halagos de lo indistinto, al
pathos
de la lucha y a la seducción del fluir amoral de la vida. Con ser poeta del Gran Uno, Hesse es también un hombre que combatió su buena batalla ética en el sentido paolino y cuyas palabras fueron, según el lema evangélico, o sí o no. La inteligencia de Hesse es la inteligencia clara de quien sabe optar, establecer juicios, distinguir y rechazar. Su obra aspira a presentarse, según sus intenciones, como un elevado mensaje moral, a facilitar ejemplos de equilibrio humanístico y sabia solidaridad, a exhortar y educar, a impartir esa enseñanza que Siddharta pensaba que cada uno sólo se podía dar a sí mismo. La armonía predicada por Hesse —una armonía que él posee desde el mismo ritmo sosegado y terso de su prosa, que impone una noble y majestuosa dignidad incluso a los momentos de estático arrobamiento y furibundo abandono— es una armonía que no deriva de una absolución global de la existencia o una negación de la responsabilidad, de ese «comprenderlo todo y perdonarlo todo» en el que Joseph Roth veía una tentación demoníaca.
Las ebriedades históricas y políticas encontraron a Hesse siempre sobrio. En la colectiva infatuación bélica de la Primera Guerra Mundial, que indujo a casi todos, Thomas Mann incluido, a abandonar las razones de la humanidad en nombre de la gran reclamo de una Vida y una naturaleza no corrompidas por el intelecto, Hesse demostró una desencantada firmeza que hizo de él un caso casi único, por lo menos entre los escritores no marxistas, de poeta inmune a la transfigurada y mistificada seducción de la gran masacre. Hesse dirigió a sus colegas alemanes y europeos las más lúcidas y apasionadas páginas que hayan podido escribirse jamás para desmitificar aquel siniestro embrujo por la lucha en el que se llevaba a cabo el ocaso de Europa. Muy inferior a Thomas Mann desde un punto de vista poético, Hesse vio más en profundidad que él, desde el principio, en la crisis europea y el naufragio de la razón. Las novelas de Hesse, sobre todo
Demian
, están impregnadas del sentido del ocaso de Europa y de su inexorabilidad, semejante a la de los colores de las hojas del otoño; a este retrato decepcionado de una vertiginosa catástrofe se opone la impávida tranquilidad de un espíritu que no se une al coro embriagado por dicha catástrofe. Es más, acusa a los alemanes de haber traicionado la ética y la claridad racional de la palabra para abandonarse al embrujo inmoral, esto es, indistinto y arracional, de la música.
Hesse fue él mismo una de esas personalidades que su utópica Castalia de
El juego de los abalorios
pretendía formar: una gran personalidad que, oponiéndose al culto de «lo divergente, lo anormal, lo único y patológico» tan vitoreado por nuestra época, definida por el escritor como «la edad del periodismo», o sea, de lo sensacional, se realiza insertándose «más allá de toda originalidad y extrañeza en lo universal», sirviendo «del mejor modo posible a lo que está por encima de la personalidad». Como espíritu goethiano del orden —y de la renuncia, implícita en todo orden y antiestética, a la ansiosa identificación con la totalidad inmediata—, Hesse propone como modelo un carácter ideal en el «que la naturaleza y la educación han hecho que su persona pueda dejarse absorber casi por entero por su función jerárquica, sin perder por ello sin embargo ese fuerte, fresco, admirable empuje que constituye el perfume y el valor del individuo».
Hesse es un escritor de valor no tanto cuando delinea esas figuras perfectas, como cuando representa la crisis del mundo y de los hombres que se hunden en una dirección contrapuesta. Representante ideal de la civilización burguesa y escritor burgués por excelencia, Hesse comprendió como pocos otros autores la decadencia y el derrumbe de la burguesía. Su plasmación de esta crisis, en
El lobo estepario
y sobre todo en
Demian
, es más despiadada que el análisis que de ella hace Thomas Mann, aunque poéticamente sea inferior. Hesse carece de la ambigüedad manniana, que matiza el juicio en un juego iridiscente y elusivo de infinitas posibilidades, precisamente porque no tiene la confianza de Mann en la capacidad de la burguesía de resurgir de sus propias cenizas y sacar de su propia decadencia nuevos valores. Más conservador, desde un punto de vista cultural, que Mann, Hesse, que se esfuerza por conservar el inmenso patrimonio del pasado, expresa una condena mucho más radical y concreta de su propio presente. Pero a pesar de todo, en Hesse se echa a faltar la ironía: hay desde luego una ironía que afecta a los planos de la narración, la ironía del juego cambiante de las formas y las ilusiones, pero falta una ironía dirigida también a sí misma, a su propio juego irónico con las formas y al mensaje que se quiere transmitir con ese juego. Hesse dice lo que quiere decir con una nitidez unívoca, con claridad directa. Esto ha terminado por limitar su obra a la tradición narrativa decimonónica, impidiéndole trascender en el plano del lenguaje y de las formas el yo psicológico decimonónico, tal como hace sin embargo en el plano de los contenidos.
En eso estriba su embrujo y su límite como escritor, su agradable
humanitas
de narrador, que relata con la distendida afabilidad del novelista decimonónico una crisis que está ya más allá de las fronteras de esa narrativa, y su amabilidad estilizada, augustamente acartonada y noblemente amanerada, que envuelve en una civilizadísima y casi esterilizada discreción unas historias que parece que debieran ir más allá de cualquier sabia convención y apuntar a fracturas más audaces, pero que una mano leve y moderada acaba por encauzar en una mesurada y equilibrada conveniencia. Quizás Hesse sea un gran escritor mediano, que la profundidad de su pensamiento y su integridad humana han elevado al lado de los grandes maestros de la literatura de nuestro siglo, a cuya altura desde el punto de vista poético desde luego no está, pero a los que acompaña dignamente por el significado humano y moral que su testimonio personal y su obra han adquirido, raro ejemplo de coherencia personal y de un ánimo que se hizo intérprete de los dolores de todos.
Hesse llega a la pánica armonía de
Siddharta
y a la totalidad libidinal de
El lobo estepario
desde la experiencia del dolor, del sufrimiento y la escisión, experiencia que le indujo desde sus años más tiernos a establecer un neto juicio moral, dualístico, respecto a la vida. Mucho antes de la Primera Guerra Mundial y del nacionalsocialismo, que Hesse advirtió y comprendió con despiadada clarividencia cuando muchísimos escritores de probada fe humanística (Thomas Mann incluido) todavía concebían ilusiones en torno al mismo o por lo menos permanecían perplejos tratando de transformar esa perplejidad en irónico conocimiento, Hesse condenó la dureza y la crueldad ínsitas en el sistema burgués. El mismo llega a contemplar la rueda de las cosas después de haber pasado a través de las penalidades de una exasperada concepción dualística. En
Demian
, Emil Sinclair debe superar el dualismo existente entre el mundo luminoso de la casa paterna y el mundo oscuro de la realidad bruta. Este último mundo es el mundo de lo turbio, pero también el mundo de los humillados y ofendidos: Sinclair, para encontrarse a sí mismo, tiene que resolver ese dualismo y Demian, el guía que al principio le salva de las amenazas de dicho mundo, le parece como un mensajero de esa materna realidad oscura.
Criado en un ambiente rígidamente beato, Hesse corrió el riesgo de quedar aplastado por el tétrico e inflexible rigorismo luterano centrado en la fanática separación del bien y el mal, los valores y los errores, y en la consiguiente amputación de una grandísima parte de la vida, de esa parte que la hace amable, tierna, digna de ser deseada y vivida, capaz de felicidad. El indómito anciano venerable que al final de su vida se convirtió, en su voluntario exilio campestre de Montagnola, en un símbolo de inagotable laboriosidad y de serena y enjuta salud, pasó a través del infierno de la represión que, hacia finales de siglo, dio al traste con la existencia de tantos jóvenes y echó a perder tantos fermentos de nueva vida. Hesse padeció en su propio pellejo, de joven, el calvario del adolescente machacado por la sociedad autoritaria que tantos escritores, comprendido él mismo, han plasmado en páginas famosas: la obsesión puritana que corta desde su raíz deseos y amores, la pérdida de la personalidad propia ahogada y triturada, el principio del rendimiento aplicado a la escuela, que integra cualquier posibilidad de vida en su ritmo angustioso y margina despiadadamente a quien no quiere o no puede adaptarse.
Hesse vivió ese peligro de pérdida de sí mismo hasta en las formas más graves de neurosis, de verdadera enfermedad psíquica. En la novela
Bajo las ruedas
, que es tal vez su obra maestra desde el punto de vista artístico, Hesse trazó un retrato incomparable de la tragedia de la adolescencia en la tardía y declinante sociedad patriarcal guillermina, tragedia de un pasado que, antes de morir, quiere destruir las posibilidades de un futuro social distinto, lo mismo que Cronos con sus hijos. También del lobo estepario Hesse nos dice que su adolescencia estuvo desgarrada por la rígida pedagogía religiosa, que hizo que recayeran sobre sí misma, en forma de odio, cualidades naturales del joven como son la agudeza, la capacidad de crítica o la sed de verdad.
Siendo como fue un laborioso escritor burgués, Hesse desenmascaró en primer lugar la ética burguesa del trabajo, proponiendo el modelo de una humanidad libre y lúdica. De las pesadillas de su juventud y de sus héroes juveniles Hesse se liberó por medio del utópico modelo de una humanidad libre de la constricción del trabajo y el rendimiento y de las renuncias que esa constricción comporta. Es un gran poeta del placer, de lo que florece en la vida y se deja disfrutar sin motivo, de lo que es irreductible a la posesión: la luz de las estaciones, el agua que fluye resplandeciente, las hojas que acolchan el paso en el sendero, la simetría del cañaveral y el caótico polvillo que brilla al sol, una excursión a la montaña, una nube, un amor tímido o violento pero en cualquier caso disfrutado. Hesse es el poeta de una naturaleza liberada, en la que el gozo está al alcance de la mano y un paseo en el bosque asume mayor significado que un grandioso acontecimiento histórico; es un poeta del cuerpo femenino, del deseo anárquico y dulce.
No exento de ingenuas simplificaciones al imaginar esa naturaleza liberada, Hesse nunca se hizo la menor ilusión acerca de las posibilidades de realización de esa libertad en la sociedad burguesa europea. Como poeta anticiudadano, es decir, enemigo de la organización social burguesa tardía, dirigió su poesía a la naturaleza, pero haciendo de ella el símbolo luminoso de la libertad de toda la persona humana restituida a la inocencia, no un arcaico y regresivo modelo de sociedad agraria que contraponer a la capitalista. Hesse es uno de los pocos cantores del idilio natural o provincial que asumieron una posición política de progreso sin caer en el anticapitalismo romántico. A la luz de esa utópica plenitud natural es como Hesse juzga a la sociedad burguesa de su tiempo, en especial a la sociedad intelectual, llegando a localizar sus deformaciones, sus bloqueos, censuras, mistificaciones culturales y extravíos.
Demian
y
El lobo estepario
son en este sentido una mina de observaciones, que plasman con profética clarividencia la trama de manías, angustias y tonterías de la que estaba compuesta la imagen de la burguesía europea en torno a la Primera Guerra Mundial o en los años de entreguerras. Siendo un humanista conservador como era, en cuanto ligado a una herencia de valores que había que salvaguardar, Hesse no cedió sin embargo a ninguna de las tentaciones de restauración: en
Demian
, Pistorius, el organista en el que Sinclair ve a un posible Mesías o por lo menos un compañero de viaje en la búsqueda del Dios-Diablo, fracasa al final porque, en lugar de dirigirse hacia el porvenir, se demora entre los escombros de mundos declinados, entre las reliquias del espíritu del pasado y el sueño del paraíso perdido, «de entre todos los sueños el peor o el más mortífero».
Igual que sus amadísimos Nietzsche y Dostoievski, Hesse tiende mesiánicamente hacia el hombre nuevo, hacia una nueva forma del yo individual. Cada uno de sus héroes es, como Sinclair, «un parto de la naturaleza lanzado hacia lo desconocido, quizás hacia algo nuevo o quizás también hacia la nada». En este sentido es en el que Hesse imprime un acento revolucionario a esa identidad de la vida que se justifica a sí misma y que en caso contrario podría asumir la tonalidad de un obtuso irracionalismo. La verdad última de Knulp, «todo es como debe ser», podría parecer, en clave místico-poética, la quintaesencia del detestado espíritu burgués, que justifica las cosas tal como son identificando los hechos con los valores y excluyendo cualquier utopía, cualquier esperanza y cualquier liberación de la realidad presente. Pero a Knulp Dios le revela asimismo el significado de su existencia, que ha sido el de «dar vueltas por el mundo y llevar a los sedentarios un poco de nostalgia de la libertad».