La tragedia, pero también la dignidad humana, consiste en el hecho de que no hay una respuesta preconstituida a este dilema; lo único que hay es una difícil búsqueda, no exenta de riesgos, incluidos los morales. Todos sabemos que es ilícito imponer y prohibir por la fuerza la profesión de una fe religiosa, imponer o impedir fusil en mano ir a la iglesia, pero ante el seguidor de una secta que querría dejar morir a su hijo antes que hacerle una transfusión de sangre, estamos listos para intervenir e imponer por la fuerza esa transfusión de sangre que salve a su hijo; creemos —quizás en este caso sabemos— que estamos actuando justamente, pero sabemos también que esa intervención es el primer paso en un camino que podría llevarnos al final a imponer todas nuestras convicciones morales por la fuerza.
No nos podemos sustraer a la responsabilidad de optar por los valores universales y comportarnos en consecuencia; si se renuncia a esta asunción de responsabilidad, en nombre de un relativismo cultural que pone cualquier actitud en el mismo plano que cualquier otra, se traicionan las «no escritas leyes de los dioses» de Antígona y nos hacemos cómplices de la barbarie. Pero hace falta darse cuenta de lo pesada y trágica que es esa responsabilidad y de lo difícil que es resolver esa contradicción. Todorov ve en Montesquieu una vía intermedia ideal entre el justo relativismo cultural, respetuoso con las diversidades, y el
quantum
necesario de universalismo ético sin el que no es pensable una vida política, civil y moral.
Se trata de una vieja cuestión y a la vez de la más actual de hoy en día, de nuestra época dramáticamente llamada, como ninguna otra antes, a conciliar la fe en lo universal con el respeto de las diversidades. Una vez más,
Antígona
, tras dos mil quinientos años, habla a una generación de su presente, nos habla a nosotros de nuestro presente. El derecho natural, con sus inviolables principios universales, se contrapone a la norma positiva injusta; la legitimidad niega a la legalidad inicua. El Estado es un servidor del bien común, y cuando por el contrario lo oprime, la obediencia a sus leyes injustas se convierte en una culpa —en un pecado, como dirían los teólogos— y la rebelión en un deber. Pero para no caer en otra culpa, o sea, para no desbaratar la legalidad —insustituible tutela civil y democrática del individuo— con una legitimidad que, justamente por lo vaga y jurídicamente infundada que es, no sería más que una ideología potencialmente totalitaria como toda ideología, hay sólo un camino, recuerda Norberto Bobbio: luchar para crear una legalidad más justa sin limitarse a contraponer las «voces del corazón» a las normas positivas, sino haciendo que esas voces del corazón se conviertan en normas, en nuevas normas más justas, transformándolas y sometiéndolas a la comprobación de la coherencia lógica y de las repercusiones sociales; comprobación propia de toda norma y de su creación.
Un eminente jurista, Tullio Ascarelli, veía en
Antígona
no una abstracta contraposición de la conciencia individual frente a la norma jurídica positiva, del individuo particular frente al Estado, sino la lucha de la conciencia para traducirse en normas jurídicas positivas más justas, para crear un Estado más justo. Creonte, al final, asume conscientemente que su ley es inicua y se siente preparado —aunque demasiado tarde— para cambiarla. Las «no escritas leyes de los dioses» van escribiéndose en leyes humanas más justas, aunque su transcripción sea interminable y a cada ley positiva la conciencia oponga la exigencia de una ley mejor. La tragedia no radica en que ese proceso sea interminable, esa perenne perfectibilidad suya es si acaso su gloria; hay más bien muchas razones para temer que el progreso se interrumpa y que temibles recaídas inhumanas hagan retroceder a la historia, que no garantiza a priori ningún progreso, a la barbarie, la civilización a la ferocidad, la convivencia al odio. La tragedia es que los pasos hacia adelante de la humanidad exigen asimismo el sacrificio de innumerables Antígonas, que también hoy continúan enterrando a hermanos, hijos, padres o compañeros tronchados por la violencia de los hombres.
1996
La rebelión frente a la ley ejerce, con frecuencia, mayor fascinación que su observancia. Esta admiración es justa y necesaria si quien se alza contra ella lo hace contra una ley inicua: se veneran como héroes y mártires a los hermanos Scholl o al teólogo Bonhoeffer que, lo mismo que Antígona, se rebelaron contra la ley de un Estado —el Estado nazi— que sojuzgaba a la humanidad y en esa rebelión sacrificaron sus vidas. Sea lo que sea lo que piensen los cínicos y los realistas de tres al cuarto, que creen que basta con tener pocos escrúpulos para ser unos Maquiavelos y conocer la verdad efectiva de las cosas, si el mundo no perece se debe, en buena parte, a quienes saben oír la voz de las «no escritas leyes de los dioses» y obedecerlas, cualesquiera que sean las consecuencias que se deriven de ello y cualesquiera que sean las proclamas de los legisladores del momento.
La ley, por sí sola, no basta, ni siquiera si es formalmente impecable; a una sociedad justa le hacen falta —como se dice y se repite a menudo desde distintas partes— valores éticos e individuos capaces de formarse una personalidad autónoma, capaces de buscar y fundar unos valores en los que creer, de darse criterios para reconocer el bien y el mal, y comportarse en consecuencia. Si el individuo no tiene esa voluntad y esa fuerza, ningún mecanismo jurídico podrá darle la capacidad de orientarse en la vida y de vivir en un mundo libre y creativo la relación con los otros y con su mismo destino; ninguna norma jurídica —diría Kipling— puede hacer de él un hombre.
No creo sin embargo que los individuos sean hoy menos capaces de elegir entre el bien y el mal de lo que fueron ayer, y sobre todo no creo que haya un nexo entre una pretendida impotencia o por lo menos irresolución moral y la ampliación de la esfera legislativa y jurisdiccional, llamadas a ocuparse de problemas cada vez más numerosos, tiempo atrás dejados a la discreción de las personas particulares y «a la espontaneidad de sus comportamientos», como escribe Ernesto Galli della Loggia denunciando —junto a otros muchos— esta creciente y en su opinión negativa injerencia de la ley.
La polémica contra la ley, cada vez más llamativa, no toma en consideración, como sería no sólo justo sino necesario, únicamente la anómala proliferación de las leyes, a menudo inextricables y tortuosas o indescifrables, hasta el punto de ofuscar antes que promover la certeza del derecho, negando así su razón de ser y obstaculizando el fin por el que existen. Pero la polémica antijurídica no se limita a hacer votos por una benéfica poda, una simplificación y clarificación de la selva de las leyes. Tiende a rechazar y limitar la idea en sí de la ley y del Estado, a desear que la sociedad se pudiera dejar cada vez más a su aire, a la evolución bruta de sus fuerzas, cada vez más liberada de vínculos y disposiciones legislativas.
En estas posiciones se advierten, escondidas entre muchas acertadas críticas y propuestas, tendencias aberrantes. No es cierto que el derecho lesione necesariamente la creatividad ética individual. La misma extensión del derecho a nuevos campos es comprensible, si es capaz de liberarse de los excesos formales, en cuanto que está inevitablemente ligada al desarrollo de una sociedad cada vez más compleja; a una tribu de la selva no le hace ninguna falta un código de la circulación, o por lo menos no uno tan complicado como el nuestro, por mucho que se preocupe de establecer quién tiene más o menos derecho de acceso a un sendero de caza. De la misma forma, la cesión de un iglú entre los esquimales requiere una reglamentación menos articulada que la necesaria en el mercado inmobiliario de una metrópoli. Los esquimales, con su intensa y melancólica poesía, no son en absoluto toscos ni salvajes, pero quien adquiere o vende inmuebles dentro de la intrincada selva de leyes de un ordenamiento estatal moderno no tiene tampoco por qué ser menos creativo que ellos.
Una sociedad cada vez más compleja crea nuevas relaciones entre los hombres, nuevas formas —lícitas o ilícitas— de confrontación y por lo tanto eventualmente también de conflicto, y donde haya un conflicto, aunque sólo sea en potencia, debe haber un derecho que lo regule y medie en él de una forma civil. Las transformaciones sociales generan nuevas posibilidades de vida y desarrollo, pero también de abusos, atropellos y violencia y por consiguiente hacen falta nuevas normas que tutelen a sus posibles víctimas. Armas más potentes requieren mayores controles respecto a quien las usa. Sería insensato deplorar el desarrollo tecnológico y social, que a menudo crea condiciones de vida más humanas para ámbitos más amplios de personas, o añorar la sencillez de los tiempos antiguos, desde luego más sencillos pero no ciertamente más exentos de opresiones, injusticias e iniquidades. Pero una nueva realidad puede comportar, junto a las ventajas, nuevos peligros, que es menester encauzar. La ley es la tutela de los débiles, porque los fuertes no la necesitan; fue la plebe en Roma la que pidió y obtuvo las doce tablas, básicas en el derecho romano escrito.
La ley no tiene que correr detrás de la evolución de la realidad para modificar los principios que la inspiran, como querría un malentendido sociologismo según el cual la ética y el derecho tendrían que adecuarse pasivamente a la evolución de la realidad, término vago que no dice nada concreto, porque no está claro lo que es esa realidad, a la que los individuos —que estarían por ende fuera de ella— tendrían en cualquier caso que conformarse. Los principios que inspiran la ética y el derecho —la igualdad de la dignidad de todos los hombres, la tutela de cada uno de ellos ante toda violencia— no tienen que modificarse al paso de los tiempos; si se difunde el hábito de las agresiones racistas, la moral no debe cesar de condenarlas ni el código civil de perseguirlas. Pero precisamente a causa de la fidelidad a los principios que la fundan, la ley tiene que adecuar sus normas para atajar las nuevas formas de violencia que puedan surgir, para afrontar los nuevos problemas que puedan crearse. Los embriones congelados y descongelados se convierten en individuos, cuyos derechos hereditarios hay que tutelar y así sucesivamente.
Pedir nuevas leyes ante nuevos problemas no significa abdicar de la moral y del compromiso personal, sino que significa dar realidad concreta a los imperativos y mandamientos de la moral. Ciertamente no hay que crear nuevas leyes superfluas cuando para resolver los problemas se puede recurrir a las ya existentes y a las potencialidades implícitas en ellas. Pero cuando un individuo puede ser perjudicado por otro, tal vez en formas y modos nuevos, no se puede dejar a la conciencia moral individual la decisión sobre ese perjuicio. Todo homicidio es también un hecho moral antes que un hecho jurídico, un pecado antes aun que un delito, pero la ley que lo persigue —y que desde luego no extingue ni absorbe o supera su dimensión moral, como enseña
Crimen y castigo
— no es arbitraria respecto a la conciencia. Las nuevas posibilidades técnicas de dar a luz un hijo son solamente técnicas, pero esos hijos tienen derecho luego a ser asistidos por parte de quien los ha generado y si éstos se niegan a ello, ocasionándoles un daño, la ley debe obligarles a la fuerza.
Toda ley, con sus formalidades y autoridad, se nos antoja fácilmente antipática; a don Quijote no le gustaba que unos hombres de honor se hicieran jueces de los pecados de otros hombres y hubiera preferido que la defensa de los débiles perseguidos corriera a cargo de su lanza de caballero, pero los débiles perseguidos seguramente no se sentirían suficientemente protegidos por su nobilísima y frágil lanza. Una buena parte de la literatura, incluso grande pero injusta, ha mirado con frialdad al derecho, considerándolo árido y prosaico respecto a la luz de la poesía y la moral. La ley sin embargo tiene una profunda y melancólica poesía; es el intento de hacer descender concretamente las exigencias de la conciencia a la realidad vivida —fatalmente un intento de compromiso, puesto que está obligado a echar cuentas con los límites de lo real, pero grande precisamente por esa ardua e ingrata confrontación con la dura prosa del mundo.
Si las «no escritas leyes de los dioses» se limitan a contraponerse abstractamente a la ley positiva, pueden revelarse extremamente peligrosas; si para Antígona se identifican con un valor que todos consideramos universal, un fanático puede por su parte considerar mandamiento divino la voz interior que le impulsa, en nombre de su moral o de su religión, a impedir estudiar a las mujeres o a dispararle a Rabin. En el plano político, una pura moralidad, incluso noble pero no mediada por la ley, puede convertirse en violencia justicialista, hasta acabar en el linchamiento. Quien roba, y poco importa que lo haya hecho para sí o para su partido, tiene que ir a la cárcel, pero debe pagar su deuda a la justicia en base a la tipificación jurídica de su delito, no al sentimiento o a la indignación moral.
La legitimidad moral calienta la sangre más que la fría legalidad, pero la democracia, ha escrito Norberto Bobbio, se basa en valores «fríos» como la legalidad. O mejor, se basa en la legitimidad sólo cuando ésta se ha traducido en legalidad, en leyes positivas más justas y capaces de tutelar a los hombres. Por consiguiente será no sólo inevitable sino también un bien promulgar todas las leyes que el curso de las cosas haga necesarias. No es una tarea divertida; puede parecer capcioso, pero requiere fantasía. Los antiguos, que lo habían comprendido ya casi todo, sabían que puede haber poesía en legislar; muchos mitos nos dicen que los poetas fundadores fueron también los primeros legisladores.
1996
En una escena de
¡Feliz Navidad, mister Lawrence!
, la espléndida película de Oshima, uno de los protagonistas, un oficial inglés prisionero de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, dice, con desesperada y terca energía, que no quiere acabar odiando a todos los japoneses. Dice estas palabras mientras lo golpean cruelmente sus carceleros, que se ensañan con él con repugnante brutalidad, obedeciendo a un antiguo código de ferocidad y violencia ritual. El prisionero torturado resiste a la más peligrosa de las tentaciones, la que induce a un hombre a identificar el mal cometido por algunos individuos con todo el pueblo al que éstos pertenecen, con su raza, con su civilización; quien cede a esta tentación cae a merced de un odio ciego y obtuso, que le ofusca cualquier facultad de juicio y cualquier capacidad de distinguir, cualquier libertad de la inteligencia y el sentimiento, cualquier posibilidad de dialogar con los hombres. Ese furor le hace tan reo de la bestialidad como sus abyectos perseguidores, que le instilaron, con sus vejaciones, el veneno del odio. Los violentos, sostenía Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino asimismo de la perversión a la que les inducen, arrastrándoles a su vez a cometer ellos también un mal.