Si a los alumnos les corresponde copiar, a los profesores por supuesto les corresponde impedirlo, y el juego va bien si cada uno hace lo que le toca sin tachar al copión de criminal ni reivindicar el copiar como un derecho contra la represión escolar. Las cosas se estropean en cambio cuando todos quieren hacer de todo y la escuela, o la existencia en general, se convierte en un comité universal permanente, en el que el personal docente exhorta a los alumnos a manifestar su creatividad negándose a estudiar y los alumnos se ponen en el lugar de los profesores para renovar pedagógicamente la escuela, en vez de hacer novillos de cuando en cuando.
Eso ya no tiene nada de divertido, de la misma forma que no tendría nada de divertido jugar al tute si cada jugador, en lugar de aspirar a cantar las veinte en copas, las cuarenta y llevarse el monte, tratase de dejar ganar a los demás para evitarles frustraciones. Y si no hay diversión, se aprende poco, porque las cosas que hay que aprenderse —las seductoras cosas del mundo, los árboles, los países lejanos, la historia que nos ha hecho como somos, la materia de la que estamos compuestos, las preguntas acerca de adonde vamos y de dónde venimos, las palabras que describen las pasiones, los mecanismos que hacen circular los bienes, ir al espacio o comunicar en tiempo real con los antípodas— se transforman en pesados deberes a los que atenerse u oponerse, y en cualquier caso de los que desembarazarse cuanto antes.
Predicar es inútil, importa poco si a favor o en contra de los valores: éstos sólo pueden mostrarse, sin dar la impresión y ni siquiera tener la intención explícita de inculcarlos. Tal vez sólo de esa manera una persona puede empaparse de ellos plenamente, hasta el punto de convertírsele en sustancia vivida, del mismo modo que se aprende a amar el mar no porque nos hayan exhortado a ello, sino porque una vez alguien nos llevó a la playa en una determinada hora y con una determinada luz. A lo mejor sucede lo mismo con la lealtad, con la justicia o la fraternidad con respecto a todos los hombres sin distinciones de raza ni de cultura, valores y sentimientos estos que hacemos nuestros casi sin percatarnos de ello, porque alguien, de alguna forma, nos ha hecho comprender y sentir que la vida, sin ellos, es un estercolero.
En la escuela se tendría también y sobre todo que jugar y reír, de uno mismo y también de los demás, no menos cómicos y zarrapastrosos; reírse juntos, cada vez que se presenta la ocasión, es un patrimonio inestimable, que ayuda a soportar una vida con tanta frecuencia invivible e intolerable, agobiada no sólo por el sufrimiento y la injusticia, a la postre siempre victoriosas, sino asimismo por la obtusa seriedad, que contribuye también al déficit de lo Creado.
De buenos estudiantes prestos a copiar y dejar copiar cabe por consiguiente esperar que salgan buenas personas desilusionadas y generosamente solidarias. Claro, copiar también tiene sus riesgos, como ocurrió cuando toda nuestra clase, ante un arduo fragmento de Tucídides que teníamos que traducir y que era superior a nuestras inteligencias, lo copió de una traducción italiana que circulaba a escondidas, pero equivocándonos coralmente de fragmento y copiando uno que no tenía nada que ver en absoluto con el que nos habían asignado. Pero no se trata de desanimarse por semejantes gajes del oficio, inevitables en una sana comunidad escolar.
1997
Debía de ser abril o mayo de 1956, en Trieste. Estábamos en el instituto y, durante la clase de griego, mi compañero, Cecovini, tiró una pelota de papel que acabó su trayectoria, inopinadamente, en la cabeza calva del profesor, que estaba inclinado en la mesa pasando lista. El profesor levantó los ojos, vio delante al alumno que se sentaba en la primera fila, De Cola, y lo identificó sin titubeos e inmediatamente con el autor del lanzamiento. «Tú, querido De Cola, que tanto te diviertes tirando pelotas de papel…» El acusado protestó y esgrimió vivamente su inocencia, pero en vano, porque el profesor seguía diciéndole, impertérrito y afable: «Claro, claro, querido De Cola, tú tienes la costumbre de tirar pelotas de papel, lo sé…, te gusta hacer de Pándaro, el arquero troyano, eh…»
Algunos minutos después el verdadero culpable, como hombre de honor que era, se levantó y dijo: «Profesor, he sido yo.» A lo que el maestro, echándole un vistazo distraído, replicó: «Ah, sí, has sido tú, de acuerdo…, pero tú también, De Cola, con tu manía de tirar pelotas de papel…» Desde aquel día, cada vez que entraba en clase, nuestro profesor de griego, gran conocedor y maestro de su materia, apostrofaba de inmediato a De Cola: «Tú que tiras siempre pelotas de papel..., ya sé, ya sé que aquella vez fue Cecovini, pero tú también, con esa pésima costumbre…»
No he podido olvidar nunca esa lección, que ponía de manifiesto el mecanismo del prejuicio y demostraba lo profundamente arraigado que está en nosotros y la poca o ninguna mella que suponen en su contra los desmentidos de la realidad. El hecho de que De Cola no hubiera tirado aquella vez la pelota era, para el profesor, algo casual, accidental, de la misma forma que era accidental el hecho de que quien la tirara aquella vez hubiera sido Cecovini. Fundamental y necesario a sus ojos era en cambio el hecho de que, en su opinión, en la naturaleza de De Cola anidara una culpable inclinación a tirar pelotas, aunque no las tirara. Del mismo modo, el antisemita convencido de que los judíos matan en sacrificios rituales a niños cristianos no ha visto jamás a ningún judío cometer un homicidio de ese tipo, y tal vez hasta llegase a admitir que ningún delito de ese género ha sido probado o se ha producido jamás, pero eso no perturba sus certezas al respecto, ya que, a sus ojos, lo que cuenta no es que los judíos cometan o dejen de cometer tales fechorías, sino que, en su fuero interno, son propensos a cometerlas.
Esta convicción, precisamente porque no se funda en nada, no puede ser refutada y pervive, inextirpable y soberana, en lo más profundo del ánimo, en esos entresijos del subconsciente y esa papilla del corazón en los que la lógica y el principio de no contradicción parecen tener por desgracia escaso poder. Cuando por ejemplo un ministro de Sanidad dijo que, por lo que respecta al sida, el preservativo no ofrece una garantía absoluta contra el contagio, no nos preguntamos si su afirmación estaba o no fundada, si el preservativo ofrece una seguridad al ciento por ciento o una probabilidad al setenta por ciento o bien al ochenta de no contraer el morbo. Puesto que se trataba de un democristiano, presupusimos a priori, independientemente de cualquier comprobación, que su afirmación tenía necesariamente que estar viciada, tenía que provenir de una represiva mojigatería.
Los ejemplos, ora cómicos ora trágicos, son innumerables, y van desde los seculares prejuicios que han causado violencias y discriminaciones a categorías enteras de personas —pueblos, estamentos sociales, mujeres— a esas testarudas cabezonadas que nos apresan a cada uno de nosotros, cada día, en alguna ridícula y estrecha cerrazón.
Como buen ilustrado, no tomo ni siquiera en consideración las coqueterías irracionales y supersticiosas, la astrología, la parapsicología y en general todo lo que es «para», y me parece indecoroso que la televisión nos endilgue el horóscopo al lado de las previsiones meteorológicas, pero una vez un amable astrofísico, opuesto también él como yo a toda esa basura oscurantista, no quería admitir de ningún modo que estábamos de acuerdo; pretendía de todas formas que hubiera entre nosotros una diversidad de opiniones que por otra parte no acertaba a señalar, porque evidentemente estaba convencido, en lo más profundo de sus entrañas, de que un literato no podía ser una mente racional y debía de tener alguna debilidad, por lo menos alguna, por las magias de los feriantes ambulantes. Estoy mencionando ejemplos ajenos porque, «por la contradicción que no lo consiente», no puedo denunciar mis oscuros prejuicios, ya que en tal caso, puestos a la luz del día, se diluirían y dejarían de existir, pero no me hago ilusiones de ser más ilustrado que el profesor de griego o el astrofísico de marras.
Aquella lejana pelota de papel, digna de ser disfrutada en la amenidad que entraña como tantas otras festivas y alborotadas horas pasadas en la escuela, es difícil de digerir para quien sabe que, como se ha dicho, la razón es una leve llamita y el universo una inmensa noche oscura; pero que tengamos sólo esa llama es nuestra única posibilidad de salvación, y precisamente por eso es mucho más valiosa.
Un auténtico ilustrado, libre de todo ingenuo triunfalismo, debe saber, para protegerla mejor, lo fácil que es que los vientos de la vida apaguen esa llama. En las ciénagas más profundas quizás vacile esa luz, sus distinciones no cuajan en las arenas movedizas del prejuicio y el resentimiento, en la noche en la que todos los gatos son pardos y todo parece coexistir junto a su contrario, en un batiburrillo de conceptos indistintos y de pulsiones que se confunden con las ideas. Como los protagonistas de los relatos de Hoffmann, cada uno de nosotros experimenta, en sí mismo y en los otros, lo precarias que son las luces de la razón y lo vasto, complejo y poderoso que es el reino que se niega recalcitrantemente a recibir esa claridad, el subconsciente individual y colectivo con sus estereotipos coactivos y tenebrosos. Pero como los protagonistas de Hoffmann, cada uno de nosotros sabe también que solamente esas luces nos permiten afrontar las tinieblas y que sólo quien intenta iluminarlas y medirlas palmo a palmo, sin venerarlas con idolatría, hace justicia también al misterio, a lo que nos es —o nos es todavía— desconocido. En un relato de Chesterton, el padre Brown desenmascara a un falso sacerdote cuando le oye disparatar contra la razón y entonces entiende que no ha estudiado teología.
La fe ilustrada, por lo que a mí respecta, es tenaz, aunque la realidad no colabore a menudo en corroborarla. Dicha fe es el presupuesto, por ejemplo, de cada uno de los artículos que uno escribe en el periódico, porque esta tarea implica una por lo menos relativa confianza en un código común, en una lógica compartida, en el significado de las palabras. Pero la experiencia demuestra con frecuencia lo contrario, indica que la lógica de mi profesor, o sea el mecanismo del prejuicio, es lo que se lleva la palma, que cuando escribimos se interpreta a menudo en base a una opinión y una expectativa prefabricadas y preconcebidas, y que nos tildan de enemigos del pueblo, leninistas o nostálgicos de los buenos tiempos de antaño sin la menor referencia real a lo que se ha dicho, a lo que se piensa y se es; la más elemental filología, esto es, el arte de leer lo que un texto —importa poco que sea modesto o notable— dice, se desvanece ante las ideas preconcebidas. De esa ceguera, como es obvio, no está exento nadie, no afecta sólo a los otros; a cada uno de nosotros nos llega el turno de estar ciegos ante los colores.
El ilustrado está acostumbrado a perder, pero se ha ejercitado también para no ceder, para no creer que el daltonismo propio o ajeno es la única verdadera percepción de los colores, para buscar continuamente una percepción más exacta y no aceptar ningún destino fatal, ni siquiera la inefable insondabilidad de la vida. La ironía le enseña a no tomarse demasiado en serio sus pequeñas y eventuales victorias, pero tampoco los frecuentes jaques y triunfos de la Nada. En su espléndida edición del
Esopo toscano
, que desempolva un vigoroso y genial patrimonio de literatura popular del siglo XIV casi ignorado, Vittore Branca ha sacado a relucir, con el rigor del filólogo y el gusto del escritor, al anónimo fabulador que escenificaba, a través de los avatares de animales ejemplares consagrados por una antiquísima tradición, los vicios y virtudes practicados en nombre de Dios y de las ganancias, la epopeya de los mercaderes «que ponen y quitan Rey y Papa» y de monjes a veces santos y otras truhanes.
No sé cómo serían escuchadas entonces esas fábulas, cómo serían acogidas y entendidas. Pero a lo mejor hoy un ilustrado desencantado pero irreductible, amante de la vida y de sus placeres y por consiguiente, por coherencia lógica, también de la moral que impone garantizar a cada uno la posibilidad de vivir y gozar su vida, tendría que parecerse a un Esopo, poco importa si frigio o toscano, que desde la sombra de la historia y de los imperios narrase, melancólico pero también sanguíneo y donde hiciera falta deslenguado, sus fábulas de lobos y corderillos, zorros y grullas, ranas y gavilanes, caballeritos y cortesanas, leones moribundos y asnos envalentonados que les sacuden una coz, dejando que, quien tenga oídos para oír, oiga.
1989
Cuando uno cumple años es costumbre, más o menos en todas partes, agasajarle un poco; el día del cumpleaños se reciben regalos, al principio un balón o un tren eléctrico y más tarde una corbata o una cartera de piel, se soplan las velas o se va a cenar con los amigos, rindiendo homenaje al río del tiempo que fluye en las arterias y deposita, a su paso, detritos que poco a poco obstruyen y estrangulan su curso.
Cuando uno se jubila, los brindis siguen una liturgia un poco melancólica y enfática, y cuando se muere, entre el duelo obligado y las lágrimas de verdad, el orden y las formas del rito ayudan a los allegados a superar el apuro, que emerge sobre todo en los funerales exentos de ceremonia religiosa y dominados, no ya por la apaciguadora repetición de fórmulas que llenan el vacío, sino por pausas de silencio en las que los concurrentes, azorados, no saben qué hacer y, al no estar protegidos por los murmullos de los rezos, ni siquiera pueden charlar en voz baja.
Cuando el festejado es una persona de mérito socialmente reconocido, algunas fechas especialmente redondas y simbólicas —los setenta años, los ochenta, el centenario— tienen interés para los periódicos y la televisión y, el día de su último adiós, las oraciones fúnebres transforman en algo satisfactorio hasta la indecible e irrepresentable nada de la muerte.
Tanto si son comunes mortales como personajes famosos, estos protagonistas de aniversarios, jubilaciones y honras fúnebres no dan, por lo general, muchas molestias; si se acumulan con demasiada frecuencia y sin tiempo entre uno y otro, más de uno soplará por la pejiguera de tener que pensar en un regalo o por el encarecimiento de las coronas fúnebres, pero el placer de felicitar a un amigo o el dolor por su desaparición son a menudo sinceros y profundos, fraterna cercanía o cortante herida con las que se teje nuestra vida y que nos hacen sentir el recorrido común, el paso que marcha junto al nuestro hacia el fondo del camino.